Léxico

LIBRO

El libro en Bayona. Si se exceptúan los libros conservados en los conventos o en casas religiosas de Bayona, se puede decir que eran raros en los inventarios de defunción y que no fueron siempre claramente señalados. Se sabe que el cardenal Godin dejó al convento de los jacobinos de Bayona una muy preciosa colección de libros. Sin embargo no nos vamos a ocupar aquí más que de libros que han pertenecido a particulares y que vamos a estudiar especialmente. Los libros impresos o manuscritos son raros en las casas bayonesas. Se encuentran, ciertamente y muy abundantemente, papeles de asuntos, tales como memoriales, contratos de matrimonio, libros de recetas, de gastos o de razón, todos cuidadosamente guardados en un cofre. Pero en cuanto a las obras científicas son casi desconocidas. Solamente algunos burgueses poseían libros de horas y de oraciones; el único inventario de Jean de Prat, menciona escuetamente libros de horas en pergamino y un libro llamado la Fleur des Saints, sin especificar si es impreso o manuscrito. El farmacéutico Pierre de la Tor tampoco poseía un solo libro relativo a su oficio. En 1552 el gabinete de trabajo l'etude del canónigo bayonés Jean de Mondaco estaba decorado con una litera de carpintería, con una silla y una mesa pequeña para escribir, con un escabel, y este sabio poseía solamente «once libros entre los que estaban el derecho canónigo y civil». Aparte de esto, el gabinete estaba convenientemente decorado con ballestas y una armadura. Con el s. XVII los libros se hacen más corrientes entre nuestros burgueses bayoneses. Incluso un comerciante tenía en su tienda dos docenas de libros titulados: Heures de Notre Dame. El licenciado Charles de Busquet poseía veinticinco obras de derecho. Pero es a partir de 1700 cuando los libros se vulgarizan y son cada vez más numerosos. Así es como Mme. Léon poseía en 1752 un Essai de Morale de M. de Nicole, en doce tomos, una Semaine Sainte la Vraie et solide direction constituant la science du chrétien, las Méditations sur les obligations des chrétiens, los Panégyriques y l'Avent del P. Boudalée, el quinto tomo del Etat actuel, así como varios otros. Pierre Duhagon tiene como fondo de biblioteca seis volúmenes de Morin y el diccionario de Fonseca, P'Histoire du duc d'Albe, un libro de los nombres de los negociantes, la Vie des Saints en dos volúmenes, un cuaderno de música y un viejo libro titulado: Conseils d'un père à ses enfants. La biblioteca por excelencia es la de Léon Dulivier, diputado del comercio de Bayona en París, cuya colección de libros es realmente considerable ya que contaba con más de mil números. Son todos clásicos latinos, griegos y franceses. Tres volúmenes de los Jeux Floraux de 1726, 1727 y 1728: La Muse normande de Féraud, impreso en Rouen en 1555; La Histoire de Guienne, la Description de Paris por Péré de 1717. Los Voyages da Monde de Descartes, descripciones de todas las partes de la tierra; Cours de Peinture de De Pile; Vie des Peintres, de Félibien, Amsterdam 1706, 5 vol. in-12. Histoire de France por Daniel. Muchas obras científicas. Algunos libros raros y curiosos, entre los que citaremos: Heures gothiques, Triomphe de Louis XIII por Valdet, París 1649, ricamente encuadernada en marroquinería roja; Dictionaire trilingüe español, vasco y latín de Larramendi, el hermoso Misal de Bayona, impreso en París en 1568; encuadernaciones en piel de vaca o en marroquinería lleno de toda clase de matices. Entre los libros de ilustraciones tan buscados hoy día, se encuentra el curioso Plan de Paris en 20 láminas, dibujado por orden de Turgot; la hermosa obra Fêtes données pour le mariage de Madame, l'Histoire de l'Académie des Belles Lettres, en 6 volúmenes in 4.º. Después aparecieron la Noticia Vasconiae, encuadernada en marroquinería; Extraits de las actas de Rymer; Medailles de Louis XIV, París 1702, y otras tantas que no podemos citar.-D. Otro handicap importante para la lectura fue el precio de los libros, que no fue barato, al menos en los siglos XVI y XVII. Si bien parece que algunas oficinas alquilaban libros -de caballerías- en el siglo XVI, no existieron bibliotecas oficialmente abiertas al público hasta el siglo XVII, ni gabinetes de lectura de novelas por entregas -realidades del siglo XIX, por lo menos, en la península-. Las bibliotecas privadas durante los siglos XVI y XVII fueron un privilegio de clase en toda Europa, a pesar del escaso número de volúmenes que tenían, ya que según los inventarios realizados difícilmente superaban varios cientos de volúmenes. En el siglo XVI, los dos temas principales de los libros impresos en la península estaban relacionados con el ideal religioso y caballeresco. La proporción de obras religiosas era altísima, la producción de Valladolid y Sevilla en este género de obras, por citar dos ejemplos, ascendía al 42 y al 31 % respectivamente. Igualmente se editaron muchos romances de asunto caballeresco y estuvieron en boga las novelas de caballería que representaban una popularización degradada de los ideales caballerescos para una literatura de consumo. Sobre todo en la primera mitad del siglo XVI, perdiendo importancia en la segunda, para caer notablemente en la primera mitad del siglo XVII (entre 1501 y 1550 hubo 157 ediciones; entre 1551-1600, 86 ediciones; y entre 1601-1650, 14 ediciones tan sólo). Fray Antonio de Guevara escribía en 1539: «Vemos que ya no se ocupan los hombres sino en leer libros, que es afrenta nombrarlos, como son Amadís de Gaula, Tristán de Leonís, Primaleón, Cárcel de amor y Celestina, a los cuales y a otros muchos con ellos se debían mandar por justicia que no se imprimiesen ni menos se vendiesen, porque su doctrina incita a la sensualidad, a pecar y relaja el espíritu a bien vivir». Entre los autores de libros, ocupaban la mayor proporción -del 80 al 90 %- dos estamentos privilegiados: el clero y la nobleza. La proporción era todavía más elevada de hombres de la iglesia. Las causas eran de una doble índole; por una parte, una mayor formación cultural, y por otra, unas mayores disponibilidades económicas -las órdenes religiosas solían correr a cargo de los gastos de impresión de los eclesiásticos pertenecientes a las mismas-. Publicar un libro rara vez constituía un buen negocio, teniendo que recurrir los escritores a las ayudas de un mecenas: el conde de Lemos para Cervantes, o el duque de Lesa para Lope de Vega. La recepción del libro en los reinos españoles fue muy positiva en un primer momento. D. Fernando y Dña. Isabel disponían en 1480 que se eximieran del «almojarifazgo», «diezmo» y «portazgo» y otros derechos el comercio de los libros para que con ellos se «hiciesen los hombres letrados» y porque la entrada de libros redundaba en «provecho universal de todos, y en ennoblecimiento de nuestros Reynos». Pero estas esperanzas se desvanecieron poco a poco y según la imprenta y los libros se fueron transformando en un vehículo para la difusión de las ideas reformadoras en un principio, y de la reforma protestante después, intervendrán las monarquías estableciendo un ordenamiento jurídico draconiano para la imprenta. En julio de 1502, una pragmática de los Reyes Católicos estableció la necesidad de «licencia real» para la impresión de un libro, previo examen por un censor. A los infractores de esta norma se les castigaba con pérdida de los libros, una multa y pérdida del oficio de librero o impresor. En plena contrarreforma, Felipe II, en una pragmática de 7 de septiembre de 1558, decretará la pena de muerte y la pérdida de todos bienes para aquellos que imprimieran libros sin licencia y otras infracciones a la regulación de la imprenta. Según los Fueros navarros los impresos en romance no podían introducirse en Navarra, de países extraños de la monarquía española, so pena de darse por perdidos quemándolos públicamente, y de 100 libras, aplicadas a la cámara y fisco, juez y denunciante (Cortes años 1765 y 66 ley 45). Los impresos en Navarra, de cualquier idioma que fueran, con aprobación del consejo, podían introducirse libremente en las provincias de España, a excepción de aquellas obras que por reales órdenes, o por el consejo de Castilla se hubiese concedido privilegio exclusivo, de cualquier tamaño que fueran (Cortes años 1780 y 81 ley 10). La impresión de ciertos libros era privativa del hospital de Pamplona. Los libros durante casi todo el antiguo régimen se vendían al precio que fijaba el consejo real y se le conocía con el nombre de «tasa». A finales del siglo XVI, las cartillas para enseñar a leer a los niños estaban tasadas en cuatro maravedíes. La tasación de los libros termina con el reinado de Carlos III (Real Orden de 14 de noviembre de 1762), mediante una disposición en la que se ordena que los libros se vendan «con absoluta libertad al precio que los autores y libreros quieran poner; pues siendo la libertad en todo comercio madre de la abundancia, lo será también en este de los libros». Los únicos libros que quedaron sujetos a la tasa fueron los de «primera necesidad»: El Catón cristiano, el Devocionario del Santo Rosario, las cartillas, los Catecismos del padre Astete y Ripalda y otros similares.