Kontzeptua

Los toros en las fiestas (1998ko bertsioa)

Espectáculos basados en los bovinos II.Las capeas. En algunos lugares de España sigue utilizándose aún de forma parecida el animal vivo. Son las innobles capeas inmortalizadas por Vargas Ponce en el siglo pasado, Eugenio Noel en el presente, y que han podido presenciarse en televisión en nuestros mismos días: Toro de la Vega de Tordesillas, San Martín de la Vega, Coria, etc. No existe algo similar en Euskal Herria en la actualidad aunque algunas becerradas con participación de espontáneos y algunas capeas de pueblos ribereños navarros puedan aproximársele.

Pruebas de fuerza y destreza. Paralelamente a este confuso espectáculo en el que intervenían las masas con desigual suerte, se desarrolló otro muy acorde con la afición del país por las pruebas de medición de fuerza y con el cruce de apuestas. Se trata de los desafíos entre animal y ser humano en los que éste se valía de la deficiente visión de[ primero y de su indiscriminada acometividad al sentirse amenazado, lo cual, desde el punto de vista humano, ocasionaba lances arriesgados y/ o hilarantes. Iztueta, un etnólogo "avant la lettre" recoge en su Condaira, escrita en los años que preceden a 1845, dos luchas memorables (trad. Nemesio Etxaniz) de fuerza y destreza entre vaqueros locales y reses bravías:

"Aun tratándose de animales fieros, los guipuzcoanos son muy diestros. En Amézqueta, en una tarde de San Bartolomé, mientras se corría un toro de pueblo, el Sr. Arcelus de Ataun dijo que, en su pueblo, había un chico que, no habiendo cumplido aún los 18 años. era capaz de tumbar a aquel toro que andaba en la plaza, haciéndole tocar el suelo con su cabeza, agarrándole de sus cuernos. Cuando llegó aquel reto a oídos del dueño del toro, se presentó al Sr. Arcelus y los dos noblemente apostaron cinco onzas de oro cada uno, con el fin de que, al día siguiente por la tarde. el chico que trajera Arcelus jugara en la misma plaza con aquel toro. Dicen que, para entonces, el Sr. Arcelus tenía referencias de que en su pueblo, en una casa llamada Amilleta, existía un chico que, cogiendo a una vaca por sus pies, como si se tratara de una oveja, le bebía cuanta leche deseaba, tantas veces como se le antojara, y que, asimismo, sujetaba agarrándolas por sus cuernos a las vacas y novillos que los demás no podían capturar. Convencido de esa manera, una vez decidida la apuesta, dice que se fue de noche a Amilleta en busca del chico referido y los padres del mismo le dijeron que el joven no se retiraba de noche a su casa salvo en épocas de grandes nevadas. Y que como no tenía ningún refugio ni cabaña determinada para retirarse, era inútil salir en su busca mientras no clareara el día. Salieron pues hacia la mañana en busca del chico el padre, un hermano del mismo y el Sr. Arcelus. A sus gritos acudió al fin desde un bosque cerrado, pero cuando vio a Arcelus, hombre extraño para él, de ninguna manera quería acercarse a ellos. Según refieren su padre y su hermano, a fuerza de palabras apaciguadoras, consiguieron atraerle para que oyeran lo que deseaban de él. Y al enterarse de que tenía que dominar a un toro en la plaza de Amézqueta, se avino contento a ir con ellos. Para contentarle más el Sr. Arcelus le prometió que, si ganaba la apuesta, compraría la mejor vaca para regalársela, Se dice que el tal joven era muy bello y esbelto y hasta entonces nunca había tenido trato con la gente. Por ello no disponían de ropa apropiada para presentarle en público, ni disponían de tiempo para confeccionarle un traje nuevo. Dicen que por entonces, vivía en Lazcano un párroco rollizo y grueso. Echaron, pues, mano de la camisa y de unos pantalones del referido vicario y calzándole con unas albarcas, sin otro aditamento y vestido, se fue a la plaza de Amézqueta a enfrentarse con su apuesta. Arcelus y el Alcalde depositaron cada uno cinco onzas de oro; dicen que nombraron cada uno dos hombres de gran respeto por si ocurría alguna desavenencia. Una vez aclarados todos estos puntos, dicen que sacaron a la plaza al toro y al muchacho, después de haberle azuzado convenientemente en la cuadra al toro y tras haber servido al chico una comida y bebida apropiadas, con las que el joven se encontró muy alegre y reavivado. Este, desde su niñez, padecía de dificultades para hablar bien, y desde la parte superior de la plaza empezó a llamar al toro azuzándole y diciéndole: Atol, atol (ven, ven). Muchos de los espectadores exclamaban: ¡Vaya chico bien hecho y esbelto! ¡Lástima que tenga que exponer su cuerpo a los cuernos de ese toro taimado! El toro andaba revolviéndose de un lado a otro de la plaza y el joven corría tras él azuzándole en su lenguaje trabado y defectuoso: Atol aquí. Atol...! Alguna vez tenía que ocurrir y por fin el toro arremetió con saña. Al tiempo en que la bestia inclinó su cabeza para embestir al joven, éste le agarró firmemente de los cuernos. En la primera arremetida dicen que el toro logró levantar al chico en vilo; pero éste, al descender al suelo y poner los pies en el suelo firme, retorciéndole al toro su cuello, logró que diera con su cabeza en el suelo, ora hacia un lado, ora al otro lado; y teniéndole sujeto en tierra con su defectuoso hablar, preguntaba: ¿Qué más le tengo que hacel?... Al punto los jueces dieron por ganada la apuesta por el chico que todavía no había cumplido los dieciocho años. Esta apuesta memorable se la oí contar yo mismo a muchos de los viejos que la presenciaron, en la misma forma que lo cuento, Este joven de Ataun, dicen que más tarde fue un torero excelente y falleció a los ochenta y pico años, después de haber nacido yo. Los jóvenes de los montes de Guipúzcoa, son también muy diestros en apresar a los novillos salvajes, como en todo lo demás. No hace mucho tiempo que sucedió un lance extraordinario dentro de la jurisdicción de Deva, digno de ser recordado. Cinco chicos de Lastur, según refieren, salieron con intención de apresar cuatro toros para la plaza de Tolosa, acompañados de varias vacas mansas, para con su ayuda atraer a sus casas los referidos toros, como en otras muchas ocasiones, Tres de los toros avispados los recogieron y los pusieron junto a las vacas mansas, en camino de su casa; pero el cuarto toro era más fuerte, ágil y andariego que los otros, y de pronto se les metió en un jaral grande. Los apresadores se hallaban cansados para entonces. Pero a uno de ellos se le metió en la cabeza que no tenía que dejarle huir, sino que tenía que darle alcance y apresarle. Preseguióle, pues, por todo el jaral corriendo de un barranco a otro del monte: y de pronto el toro se volvió y se dispuso a acometerle de frente. Pronto chocaron los dos en un punto donde el toro no podía embestir a su gusto, y el chico le agarró fuertemente de ambos cuernos y le retuvo hasta que el toro se rindió. Aquella pelea duró unasdos horas. Mientras duró, el joven no hacia más que agarrarle con firmeza de los cuernos y la bestia perdió sus fuerzas ante aquellas garras que le atenazaban. Por fin, el animal rendido cayó al suelo y el chico, mientras le sostenía, empezó a gritos a llamar a sus compañeros. Estos vinieron acompañados de dos vacas mansas, con las cuales sujetaron a la res brava y la condujeron tan mansa como una oveja. Dicen que el joven que sostuvo aquella pelea memorable vive, aún hoy en día, en Lastur".

Estos festejos en los que la habilidad y/o fuerza eran puestos a prueba fueron generales en Vasconia; muchos de los personajes que han sido durante los ss. XVII y XVIII consignados como toreros fueron, antes que nada, corredores de toros, hábiles atletas que, al modo de los écarteurs (recortistas, artífices del regate para evitar la cogida de la res) y saltadores de la corrida landesa, burlaban al animal por medio de regates corporales, utilización de pértigas, saltos y acrobacias diversas. Estos corredores, figuras emparentadas con los saltimbanquis y los danzarines feriantes (Campos, 1975a: 109), dan pie a quienes quieren ver en ellos los primeros toreros de a pie, pero resultan, sin embargo, mucho más emparentados con el arte gascón. No le falta razón a Gregorio Mújica (Mújica, 1919) cuando consigna que, a medida que el toreo se fue vinculando con gente profesional y se fue reduciendo el poder de la fuerza y de la habilidad natural, la afición (taurina) fue decayendo. "Buena prueba de ello -dice en 1918- son las numerosas plazas de toros del País, innecesarias cuando se levantaron y condenadas hoy, en su mayoría, a no abrir las puertas más que una sola vez al año". Sinergia de la fuerza de ambos animales, irracional y humano, es la idi-dema, arrastre de bueyes, documentada desde el s. XVIII.

Reglamentación y codificación de los espectáculos taurinos. El encauzamiento y la codificación sobrevinieron como consecuencia, colateral, de la intervención de las autoridades para impedir tropelías y accidentes mortales. La preocupación se centró en la integridad física de las personas y en "el celo de las almas" (Cossío, t. II). Ya en 1567 una bula del papa Pío V anunciaba la excomunión para los soberanos que los permitieran, negando sepultura eclesiástica a quien muriera como consecuencia de estos jolgorios a los que se califica de "torpes y cruentos, más de demonios que de hombres" (Esteras Gil, 1988). Ni soberanos ni administrados obedecieron al Sumo Pontífice por lo que los siguientes atenuaron y anularon la bula con excepciones y concesiones (Esteras Gil, 1988). El absolutismo ilustrado de los Borbones franceses y españoles tampoco lo consiguió pero sí que ciertas cortapisas redujeran algo su salvajismo. Un intento del intendente real de Dax en 1745 de prohibir el espectáculo suscitó incidentes en esta ciudad (Sacx, 1983) y una carta de la municipalidad en la que informaba que "este espectáculo era bastante frecuente en invierno pero desde hace algunos años ha cesado casi por entero no habiendo sido permitido más que en los casos de bodas de alguna consideración o regocijos públicos...". Cosa muy poco de creer cuando, cinco años después, el intendente de Auch, Etigny (Harté, 1984) confiesa que "es inútil querer impedir las corridas" y ordena que éstas se celebren fuera del casco urbano, en sitios cerrados, llevándose los animales ensogados "a fin de evitar accidentes". Se dio, pues, un primer paso al sacar a las reses del encierro callejero, lo cual no obsta para que en 1797 C. A. Fischer describa en su Voyage un nada edificante combate en Bayona en el que "no se veía más que a dos toros bien amansados que, durante algunas horas, fueron despiadadamente atormentados por algunos bandoleros y sus perros". En la otra Corona de los Borbones, la española, Fernando VI en 1754, Carlos III en 1785 y Carlos IV en 1805 prohibieron las corridas aunque se atenuó la prohibición en aquéllas muy arraigadas, como la que se celebraba en Pamplona el día de San Fermín (RC, 1757; concesión de novillada en vez de toros a muerte en 1805, Campo, 1982: 614), y algunas otras merced a las presiones que ejercieron los poderes locales sobre la Corona. Carlos III había puesto en 1770 orden en la plaza colocando en ella al corregidor y a sus fuerzas armadas que, desde entonces, vigilarán los actos. También los novillos y toros ensogados, "pernicioso abuso productivo de muertes, heridos y otros excesos" fueron prohibidos por este último monarca en 1790 (RP, 1790). Disminuyeron considerablemente estos festejos pero todas estas medidas de los ilustrados fueron dejadas sin efecto no sólo por el cumplimiento a veces laxo de las mismas sino, sobre todo, por la vuelta de Fernando VII en 1814 y su restablecimiento de las corridas. "Concediéronse -dice Godoy en sus Memorias- como en cambio de las libertades y de todos los derechos que el pueblo heroico de la España había ganado con su sangre. No se dio pan a nadie; pero se dieron toros... ¡Las desdichadas plebes se creyeron bien pagadas!". Sin embargo, tuvieron la virtud de reglamentar, hasta cierto punto, lo que habían sido abigarradas manifestaciones de violencia sin nada que asemejara freno. Así ocurrió con el decreto de] prefecto Méchin en 1802 (Harté, 1984) que prohibió a los asistentes que intervinieran en el desarrollo de los actos. La progresiva exclusión de los espectadores de la participación directa en la "fiesta" limitó, hasta cierto punto, la crueldad de la misma. Su otra consecuencia importante fue la profesionalización de los vaqueros y toreros y la liturgización de la faena siguiendo diferentes cánones. De esta forma surgen, a lo largo del s. XVIII, las dos modalidades de corrida actuales, la española y la landesa.