Kontzeptua

Los toros en las fiestas (1998ko bertsioa)

La corrida española II. Cómo pasa la corrida española a Bayona. Todos los historiadores de la "fiesta" mencionan la corrida "a la española" (courses à l'espagnole) celebrada en 1701 en honor de] nieto de Luis XIV, el futuro Felipe V de España, a su paso por la ciudad rumbo a su nuevo reino; pocos suelen consignar que fue un fiasco. Reproducimos la más completa descripción de la misma, debida a la pluma de Ducére (1911: 252):

"Con el fin, sin duda, de dar al nieto de Luis XIV un sabor anticipado de las fiestas que le esperaban en la península. la corporación de la ciudad hizo todos sus esfuerzos para ofrecerle este entretenimiento. Algunos días antes de la llegada de los príncipes escribían al intendente de la provincia: -Hemos imaginado nuevos espectáculos y nuevas diversiones para presentar al príncipe siempre que nos sea posible hacer llegar de España seis toros salvajes y ciertos hombres llamados toreadores, que tienen como profesión el enfrentárseles y combatir con ellos de torma sorprendente". El intendente contestó que le complacía mucho la delicada atención de la ciudad de ofrecer al Rey un sabor anticipado de las fiestas nacionales de su nuevo reino. Los magistrados no perdieron tiempo e hicieron llegar de las llanuras de Navarra a catorce toros de lidia: la satisfacción que sintieron a la llegada de estos animales no les hizo no obstante perder de vista las otras diversiones que se proponían ofrecer al Rey ( ... ). Fue el lunes 17 de enero de 1701 cuando tuvo lugar esta primera corrida a la española, de la que nuestros concejales estuvieron tan orgullosos que hicieron un relato de la misma que reproducirnos enteramente: "Por último, habiendo los magistrados hecho venir catorce toros de las provincias más alejadas de España (sic) para dar gusto a estos príncipes, y varios toreros para combatir con ellos en campo cerrado, a la manera española, viendo que el citado día 17 parecía que iba a ser hermoso, pidieron al Rey y al Duque de Borgoña si les placía que se celebrase ese día, después de la comida, como se acordó. El teniente del Rey colocó oficiales y soldados en las barreras de la plaza de Gramont. Esta plaza había sido dispuesta con mucho gusto por dichos magistrados; estaba rodeada de un anfiteatro que ocupaba toda su longitud a uno y a otro lado y que podía contener de 4.000 a 5.000 personas sin incluir los palcos de los magistrados y de los notables acomodados en palcos particulares encima de donde los toros estaban encerrados y desde donde podían dar las órdenes necesarias, y sin incluir ninguna de las galerías esparcidas a lo largo de la fachada de la gran casa de aduanas, un gran palco preparado expresamente para colocar a los grandes y señores de España, contiguo a aquel en que se hallaría su Majestad Católica con nuestros señores, los príncipes. De forma que todo estuvo colocado y dispuesto antes de que los tres príncipes hubieran entrado. Ciertamente fue un espectáculo ver toda esa multitud de gente alineada en los anfiteatros, formando una decoración completamente nueva, y que fue aumentada por el espectáculo de ver detrás de ese anfiteatro a más de 2.000 personas que para ver la corrida se habían subido sobre mástiles, vergas, cofas y cordajes de quince o veinte buques que se hallaban en el río Nive y que estaban separados de dicha plaza solamente por el parapeto: estando las cosas así, Su Majestad y nuestros señores los príncipes, precedidos de los suizos y rodeados de las guardias de su cuerpo, seguidos de los grandes de España y de los señores de su corte, entraron en la plaza al ruido de los tambores y al son de las trompetas; y habiendo subido a uno de los apartamentos de la casa de Aduanas, pertenecientes a la ciudad, y ocupada por el señor de Farcy, ingeniero general, cuyo apartamiento los citados señores magistrados se habían encargado de preparar con cuidado y adornar con muebles y tapices y la parte de delante con uno de damasco rojo, con flor de oro y la parte de arriba del frontón con un gran tapiz. Su Majestad y, nuestros señores, los príncipes, una vez dentro y en sus asientos, se hicieron sonar las trompetas de nuevo para dar la señal de permiso para empezar la corrida. Enseguida se vieron entrar por el extremo opuesto al que estaban dichos magistrados, varios hombres vestidos con una chaqueta de seda por encima y medias rojas. Saludaron a Su Majestad y le presentaron después tres mulos enganchados a un balancín: eran llevados por otros dos y tenían cintas azules. amarillas y rojas sobre la cabeza. Había dos hombres para fustigarlos y todas estas libreas, chaquetas y cintas habían sido dadas por los magistrados. Se les hizo dar la vuelta a la plaza a gran galope y se les hizo salir después por los mismos lugares. Enseguida los toreros que habían aparecido primero y que debían combatir a los toros, se presentaron ante el Rey a fin de solicitar permiso y, habiéndolo obtenido, fueron a toda prisa a colocarse a diez pasos de la puerta armados con dos pequeños dardos cada uno, adornados con un banderín o echarpe de tafetán de color oro. En cuanto estuvieron colocados se pusieron a gritar en español que les echaran el toro, lo que hicieron, y el combate fue muy diestro, así como el de los nueve o diez restantes toros que salieron uno después del otro y que fueron todos muertos en la plaza de diferentes formas y pronto enlazados al balancín de los tres mulos y después los soldados de la guarnición se apostaron fuera de la plaza y cada uno llevaba su presa, y quiso el Rey que pararan la corrida para dar paso a otros entretenimientos". Los dos hermanos del Rey, los duques de Borgoña y de Berry, después de haber acompañado a Felipe V sobre el Bidasoa, volvieron a pasar por Bayona. La corporación de la ciudad quiso renovar la corrida con los toros españoles que quedaban, pero los dos príncipes se negaron a asistir, encontrando sin duda, ese juego demasiado sangriento. Se concibe que corridas de este género debían ser muy costosas. No encontramos una sola más en el transcurso de todo el s. XVIII. Hay que llegar al Segundo Imperio para volver a ver a las corridas de toros a la española tomar en Bayona, durante la estancia de la Emperatriz española Eugenia de Montijo en Biarritz, carta de naturaleza".

En 1852 se instaló una plaza de toros de madera en Saint-Esprit, donde se celebró al año siguiente una corrida completa con cuadrillas y los ídolos del momento: Cúchares, Charpa y Méliz. El público no estaba compuesto tanto por bayoneses como por españoles, portugueses, italianos, ingleses, suecos, rusos, opulentos viajeros, altos dignatarios, nobleza veraniega, etc. (Sacx, 1983). A la moda españolizante suscitada por el Romanticismo y la figura de la Emperatriz, sucedió el cultivo de esta modalidad para atraer turistas e impedir que traspasaran la frontera en busca de "emociones fuertes". "La Semaine de Bayonne" del 1 de agosto de 1897 escribe: "Las Arenas de Bayona están ya hoy consagradas; es ya seguro que los extranjeros vienen a ellas para aplaudir corridas auténticas verdaderamente españolas... (y) los numerosos extranjeros que acudirán a Bayona pueden... pasar un día agradable ... ". Salvo minúsculas excepciones como los socios actuales del "Cercle Taurin" de Bayona, los toros a la española no han constituido ni constituyen un espectáculo bayonés (Sacx, 1983), sino una "espagnolade" más de las habituales en las zonas turísticas del Estado vecino.

Decadencia de este espectáculo. Tras un auge innegable en los ss, XVIII y XIX -la corrida vertebra las fiestas- y siguiendo a Mújica (1919), puede decirse que, a medida de que el toreo se fue vinculando con gente profesional y se fue reduciendo el poder de la fuerza y de la habilidad atlética, la afición a este espectáculo fue decayendo. "Buena prueba de ello -dice en 1918- son las numerosas plazas de toros del País, innecesarias cuando se levantaron (mediados y finales del s. XIX) y condenadas hoy, en su mayoría, a no abrir las puertas más que una sola vez al año", en verano. La irrupción de los nuevos espectáculos de masas -el fútbol, el cinematógrafo-, la novación de los hábitos y diversiones -el deporte, el playismo, los viajes en automóvil, las lecturas- el cambio de mentalidades, en especial la aversión del regeneracionismo (Costa, Unamuno, Meabe, el mismo Arana Goiri) hacia lo que considera una "perversión del sentimiento público" (Costa), determinan un alejamiento progresivo de la "fiesta". El alza del nivel de vida entre los dos siglos se traduce, además, en la desaparición total ya de "matadores" vascos. Para colofón, grandes sectores del nacionalismo vasco se declararon desde sus inicios (finales del s. XIX), por razones de tipo político-cultural, ajenos a la llamada fiesta nacional. Este sentimiento, importante allí donde el nacionalismo llegó a serlo antes de la guerra civil (Vizcaya con Bilbao, Gipuzkoa sin San Sebastián), se acrecienta durante los años de la Dictadura franquista, años en los que ésta se identificó plenamente con el espectáculo que nos ocupa (recuérdense las "Corridas de la Liberación" en Bilbao, presididas por Franco). Todos estos factores conllevan, en especial en el transcurso de la fase desarrollista, al abandono del mismo durante los años 60-70 de forma que, por ejemplo, en San Sebastián, capital de la España veraniega durante la Monarquía y la Dictadura franquista, es impensable en esa década un festival taurino antes del 20 de julio o después del 20 de setiembre (Rev. San Sebastián, 1961: 32). Incluso los celebrados entre julio y agosto, salvo Sanfermines, apenas registran dos tercios de entrada como máximo, El "ambiente" creado en torno del festejo ha desaparecido: "Hoy la corrida se limita única y exclusivamente al coso taurino. No es cosa de discutir si las corridas son mejores o peores... pero, lo que sí varía y es del todo distinto, es el ambiente de la calle, de la ciudad y, sobre todo, de dos de sus momentos culminantes: la ida a los toros y el regreso de la fiesta. Hoy esto se reduce a un mero trámite de traslación; antes era todo un espectáculo público ( ... ). Sí. La corrida era la corrida; entonces como ahora; pero el ambiente de la ciudad era otra cosa que, probablemente no veremos ya nunca más" ("Hoja del Lunes" de San Sebastián, 9 de agosto de 1971). Por ello no es de extrañar que el derribo, por motivos crematísticos, de la plaza de toros de San Sebastián -auténtico jalón en la historia del festejo en Euskal Herria- pasara desapercibida cuando se efectuó, en 1974, tras una última corrida, el 2 de septiembre de 1973, a la que apenas acudió media plaza...