Lexique

MEDICINA

Generaciones médicas. En el transcurso del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX, la Medicina vasca experimenta un proceso de sostenido auge siendo ello debido a la acción conjunta de muy varios factores, entre los que destacan, por la importancia de su influjo, el incremento de la población urbana, consecuencia de los cambios sociales que impone, sobre todo desde las últimas décadas de la pasada centuria, la industrialización; la creación de una burguesía con capacidad económica para sostener servicios asistenciales médicos adecuados al nivel científico de la época; la organización profesional que da comienzo con la aprobación de la Ley de Sanidad de 1855 y la creación en fecha ulterior de los Colegios de Médicos. También intervienen favorablemente en el proceso que se analiza la mejora en la preparación universitaria de los médicos, el contacto, que es evidente, con la Medicina francesa, siendo frecuente que algunos, particularmente quienes iban a ejercer cometidos especializados, completasen su formación con estancias en centros asistenciales de París; la propia inquietud de los médicos, su afán por actualizar saberes, les inducirá a mantener un periodismo profesional y a crear academias médicas. La Medicina vasca ochocentista y la del siglo actual se resiente, no obstante, de la carencia de centros de formación universitarios en el país, pues sólo existió para la formación de médicos y cirujanos, con vida fugaz, el Real Colegio de Medicina, Cirugía y Farmacia de Pamplona (1828), puesto bajo la dirección de Jaime Salvá y que sería clausurado al concluir la primera guerra carlista. En el colegio navarro se editó la primera revista médica vasca, el Periódico Mensual de Medicina y Cirujía (1830). Los médicos vascos, como los de anteriores centurias, tuvieron que seguir trasladándose a universidades peninsulares para obtener su titulación, siendo las preferidas las de Zaragoza y Valladolid. En 1915, bajo la dirección de Enrique Areilza, en el hospital bilbaíno de Basurto se inició una labor docente de formación de pregraduados que más tarde se orientaría a completar la capacitación de médicos constituyéndose uha auténtica escuela de especialistas.

Las primeras generaciones de médicos ochocentistas, las que cabe titular fernandinos e isabelinos, conviven en los primeros años del siglo XIX con médicos de la última promoción ilustrada, así, citando un nombre, con Ruiz de Luzuriaga. Médicos «isabelinos» fueron quienes en Pamplona mantuvieron el colegio ya nombrado; coetáneos son, en San Sebastián, Eugenio Francisco de Arruti y el médico, muy ligado por su formación a Francia, José de Passaman, que se doctoró en París en 1811 ; Passaman, con la colaboración de Lorenzo Sánchez Núñez, realizó la versión castellana del Manual de Medicina Práctica de Nysten, editado en la capital guipuzcoana en 1818; médico de la época fue Carlos Belauzarán, formado en París con Larrey y Dupuytren y considerado primer especialista en afecciones urológicas con ejercicio en el País Vasco. El creciente desarrollo de las instituciones asistenciales en las capitales vascas facilita la presencia en el país de médicos y cirujanos con formación científica bien cimentada y asimismo la incorporación de profesionales no vascos pero que supieron integrarse plenamente en el cuerpo social al que sirvieron con su quehacer curador, pudiendo recordarse, para atestiguarlo, a Gerónimo Roure y Fernández, natural de Córdoba, que ejerció como cirujano en el hospital de Santiago de Vitoria. En Madrid, y al servicio de Isabel II, ejerció Melchor Sánchez de Toca, vergarés de nacimiento y que muere en su villa natal en 1880. Otro destacado representante de la Medicina vasca en las décadas centrales del siglo XIX fue el médico militar Nicasio Landa Alvarez, introductor en España de La Cruz Roja.

A generación posterior pertenecen· las dos máximas figuras de la medicina vasca contemporánea, ambos considerados como maestros de su promoción por Gregorio Marañón: San Martín, Satrústegui y Madinaveitia; con su labor científica y docente participaron, de modo incuestionable, en el proceso de acomodación de la medicina española al nivel científico de la medicina europea, introduciendo y asimilando las en su tiempo más avanzadas concepciones doctrinales y científicas. A sus nombres hay que sumar, recordando sólo a los más destacados, los de los clínicos Vicente Serra Lascurain, profesor en Valladolid, Antonio Simonena y Zabalegui, cuya vida académica concluye con su vinculación a la Universidad Central, Simón Hergueta y Martín, médico del Hospital General madrileño, y Ramón Claudio Delgado y Amestoy que en La Habana colabora con Finlay en la investigación sobre el agente etiológico de la fiebre amarilla. Con los profesionales que cumplieron labor docente y clínica fuera del País Vasco hay que mencionar los que perteneciendo por imperativo cronológico a la misma promoción no abandonaron la sociedad a la que por nacimiento pertenecían y a ella se mantuvieron vinculados en su quehacer curador. Razón de que esto ocurriese se encuentra en el ya nombrado despegue económico del país con su crecimiento demográfico y la obligada potenciación de las instituciones asistenciales y su diversificación. Mientras en Vitoria destaca la obra de Ramón Apraiz Sáenz del Burgo, en Bilbao sobresale un nutrido grupo de profesionales a cuyo cargo estuvieron los servicios especializados del hospital de Basurto; Carmelo Gil Gorroño, en la capital vizcaína, realizaría una radical transformación de la Maternidad y Enrique Areilza, cirujano que primero actuó en los hospitales mineros de monte Triano, tuvo bajo su gobierno el Hospital de Basurto en su etapa más gloriosa. En San Sebastián, donde no tardaría en hacer acto de presencia la medicina francesa, motivo de una prolongada polémica profesional, abre renovador período en el cuerpo médico la labor de Hilario Gaiztarro y Eceiza, cirujano con ejercicio en el Hospital civil de San Antonio Abad.

Si históricamente los médicos vascos con mejor preparación científica y más sólido prestigio profesional ejercieron su cometido fuera del país, la transformación socioeconómica que sigue, como obligada consecuencia, al pujante proceso de industrialización apenas concluida la última guerra dinástica, no sólo permite que en parte se interrumpa aquella diáspora, pues asimismo mantuvo la ya mencionada atracción al País Vasco de médicos que aspiraron a puestos directivos en los remozados centros asistenciales; la mención de dos únicos nombres será suficiente para atestiguar la certeza de esta afirmación: José Carrasco y Pérez Plata, que llega a Bilbao para ocupar la plaza de cirujano mayor del Hospital de Achuri y luego dirige, desde su fundación, el Hospital de Basurto, y Francisco Ledo y García que destaca también en la capital vizcaína con su actuación como tisiólogo. La promoción de médicos que aquí se recuerda la encabezan dos nombres ya citados, un cirujano y un internista, ambos con ejercicio en Madrid. El primero, Alejandro San Martín Satrústegui, titular de una cátedra de cirugía, «figura señera de toda una época», como de él escribió Marañón, ejerció magisterio tanto en promociones de cirujanos como de médicos y de él debe recordarse su labor en el campo de la cirugía experimental. Juan de Madinaveitia y Ortiz de Zárate fue el verdadero maestro clínico de la promoción de Gregorio Marañón y Achúcarro; con él se impuso en España la entonces más actual tendencia de la medicina germana, participando asimismo en la creación de la gastroenterología como especialidad; la transformación en actividad médico quirúrgica de este concreto quehacer clínico fue obra de otro médico vasco, Luis Urrutia, que ejerció primero en San Sebastián y posteriormente en Madrid. A la misma generación, la última que aquí será objeto de referencia, pertenecieron, entre otros, el cirujano Victoriano Juaristi, el internista Cesáreo Díaz Emparanza, el cardiólogo Miguel Iriarte, el cirujano Julián Bergareche y el fisiólogo Emiliano Eizaguirre, quien incorpora la actuación quirúrgica a una especialidad hasta entonces exclusivamente médica. Figura señera de esta promoción fue el histopatólogo Nicolás Achúcarro, científico malogrado por un temprano fallecimiento y la más firme promesa como investigador en el campo de pesquisa biológica abierto por la obra cajaliana.