Concepto

Vascos en la conquista y colonización de América (versión de 1978)

Actitudes ante el indio. Al recibimiento amistoso que los indios hicieron a Colón y su gente se traicionó pronto con atropellos personales y otros perpetrados en las propiedades, usos y costumbres, a veces de carácter sagrado. Ya el propio Colón se apoderó de cinco muchachos que habían llegado para visitar la nao y luego de unas cuantas mujeres que les hiciesen compañía, sin preocuparse si eran esposas, hermanas o madres. Fue el comienzo. Llevados a España, murieron casi todos en la travesía. En Haití, (La Española) se encontró oro, y de ahí van a arrancar todas las desdichas coloniales. El naufragio de la nao vasca Santa María dio lugar a que Colón dejara una colonia de gente en la isla, en gran parte de vizcaínos. Su objetivo era, sin duda, la busca de oro, ya que los nativos lo usaban para adornarse. Su nombre fue La Navidad. Cuando volvió Colón en su segundo viaje, no había ningún superviviente. Los habían matado los indios y se sabe que los «cristianos» tenían allí tres y cuatro mujeres indias, hecho que despertó celos entre los nativos. El primer hecho de mala índole es el haber dividido a la población en «cristianos» e «indios» y no entre «españoles» e «indios», que es lo que procedía. Con esta división todo crimen recaía en los cristianos con la repercusión consiguiente de tipo religioso. Los dominicos, llegados en plan evangelizador, se opusieron a los conquistadores y a las autoridades desde el primer momento, declarando injustas la esclavitud, el despojo de sus tierras a los indios e incluso el hecho de privárseles de sus instituciones sociales y políticas. Los dominicos declararon injustas las encomiendas y negaron la absolución a sus poseedores. El resto del elemento eclesial, franciscanos, sacerdotes y obispos, se dividieron en anticolonialistas y justificadores de la conquista. Lo mismo aconteció con los otros grupos constitutivos de la colonia española. Cada uno iba tras de móviles distintos. Estos grupos eran: los conquistadores, las autoridades administrativas coloniales, los aventureros, los negociantes (comerciantes y dueños de encomiendas) y, finalmente, los colonos y todos aquellos que iban llegando al nuevo mundo buscando un mejor medio de vida o una ocasión para enriquecerse. El gran dios de los «cristianos» es el oro, como lo proclama el cacique Hatuey en una asamblea de la tribu vecina a la suya, donde se había refugiado: «Ya sabéis cuáles los cristianos nos han pagado, tomándonos nuestras tierras, quitando nuestros señoríos, cautivando nuestras personas, tomando nuestras mujeres e hijos, matando nuestros padres, hermanos, parientes y vecinos. Tal rey, tal señor de tal provincia y de tal pueblo, mataron. Todas las gentes súbditas y vasallos que tenían, los destruyeron y acabaron; y si nosotros no nos hobiéramos huido, saliendo de nuestra tierra y venido a ésta, también fuéramos muertos por ellos y acabados. ¿Vosotros sabéis por qué todas estas persecuciones nos causan o para qué fin lo hacen? Respondieron: hácenlo porque son crueles y malos. -Yo os diré por qué lo hacen -respondió Hautey- y esto es porque tienen un señor grande a quien mucho quieren y aman, y esto yo os lo mostraré. Tenía luego allí encubierta una cestilla hecha de palma, que en su lengua se llama haba, llena, o parte de ella, con oro, y dice: Veis aquí su señor, a quien sirven y quieren mucho y por lo que andan. Por haber este señor nos angustian. Por éste nos persiguen. Por éste nos han muerto nuestros padres y hermanos y toda nuestra gente y nuestros vecinos y de todos nuestros bienes nos han privado. Por éste nos buscan y maltratan. Y porque, como habéis oído ya, quieren pasar acá, y no pretenden sino buscar ese señor, y por buscarlo y sacarlo han de trabajar y perseguir y fatigar, como lo han hecho en nuestra tierra de antes, por eso, hagámosles aquí fiestas y bailes, porque cuando vengan les diga o les mande que no nos hagan mal» (Las Casas, Apologética, 446). Toda esta gente, conquistadores, autoridades, aventureros, negociantes y frailes, es la que mete todo el ruido histórico en pro o en contra del colonialismo. Entretanto, silenciosos, pacientes y laboriosos, andan de una parte a otra o establecidos en la agricultura, el comercio o el tráfico, los hombres del trabajo y de la paz. Son muchos más pero no se les oye. El prototipo de éstos era «el bueno de Rentería». Vascos hubo en todos los grupos y en la desaparición de la primera colonia, La Navidad, algunos historiadores atribuyen a los vizcaínos (vascos) la causa del desastre. Estas actitudes ante los hechos se hallaban presentes en todos y cada uno de los grupos según su concienciación cristiana. El núcleo auténticamente cristiano era el silencioso; lo demás era un conglomerado de aventureros que no tenían más ídolo que el oro, como decía el cacique cubano. El hecho era ya irreversible. Las posiciones estaban tomadas, los intereses creados eran ya poderosos, se había recurrido al latrocinio y al crimen. Esto por un lado. Del otro los indios, maltratados y heridos en lo más íntimo, deshonrados y perseguidos, no era fácil que creyeran a nadie, ya que, en bloque, ellos no veían en frente sino a cristianos. El mal ya no tenía remedio, por lo menos de inmediato. La víctima en la colonia hubiera sido la gente modesta y lo fueron aquellos que se comportaron como personas íntegras y civilizadas. Por eso es penoso que un autor como Enrique Gandía, en pleno 1952, en plena descolonización de Africa y Asia, pueda estampar afirmaciones como esta: «El principio de Cristo, las teorías de la bondad, sostenidas por todos los apóstoles, y, en tiempo de Las Casas, por humanistas como Erasmo y obispos como Zumárraga, eran excelentes para los libros, pero no para las almas». Gandía ni piensa por un momento que el mal estaba en los colonialistas y no en los colonizadores como Rentería y muchísimos más que la historia guarda en el anonimato. Esta actitud colonialista reviste un nuevo aspecto en Menéndez Pidal, e insistimos en este punto, porque afecta a grandes figuras vascas anticolonialístas como el P. Francisco de Vitoria y fray Juan de Zumárraga, obispo de Durango (Méjico). El renombrado historiador no siente escrúpulos en decir que las Casas era un historiador bienintencionado, pero que, al padecer una enfermedad mental, sus juicios se hallan deformados por el mal que padecía: paranoia.