Monarquía y Nobleza

Carlos II de Navarra el Malo

"Era el rey pequeño de cuerpo, pero de mucho ingenio y atrevimiento, de mirada viva y de elocuencia tan persuasiva que en los demás metía su voluntad; avezado en el arte de hacerse querer y, por ello, muy querido del pueblo",

dice el monje de Saint-Denis (Grandes Chroniques de France ).

"Poseía todas las buenas cualidades que un mal carácter hace perniciosas: la energía, la elocuencia, la osadía, el ingenio, la liberalidad",

agrega Mercier (Portraits des rois de France ). Simeon Luce (B. Du Guesclin et son époque, París, 1888, p. 240), como buen decimonónico, carga las tintas:

"hombrecillo de ademanes felinos, de ojos brillantes, de mirada ubicua, de facundia inagotable (que) participaba de la naturaleza de la serpiente y del tigre".

Los historiadores franceses le llamaron "El Malo", contraponiéndolo, muy a la francesa, a su propio soberano al que llamaron "El Bueno", aunque no falta quien piense (Duverge) que el remoquete sea relativamente moderno debiéndose a la pluma resentida de Avalos de la Piscina. De todas formas, razón tiene Moret cuando comenta que en dicho apodo "tuvieron tanta parte los odios ajenos como los defectos propios". Se ha querido ver en Carlos II el equivalente masculino de la célebre Locustra; pero, la historiografía gala olvida que entre los siglos XI al XV se produce una auténtica proliferación de obras dedicadas a los tóxicos (ej. Maimónides), lo que demuestra que el envenenamiento era una práctica frecuente, sobre todo en quien podía pagarse un buen envenenador. Pocos serán los dramas de Shakespeare -que reconstruye épocas anteriores a la del poeta- en los que no surja este insidioso instrumento de muerte. Sin ir más lejos, ¿cómo murieron el Príncipe de Viana, Lope García de Salazar, D.ª Blanca de Navarra, Francisco Febo, etc.?

"Su fama de utilizar como arma el veneno -al parecer comprobada en algunos casos- hizo que se le atribuyeran crímenes imaginarios. Por otra parte, una larga historiografía oficial, totalmente adversa, contribuyó a dar por cierto lo que sólo era fruto de una propaganda inteligente

(Lacarra: Historia política del..., p. 151).

En resumidas cuentas que le llamaron malo los poderosos porque no se dejó "noblemente" despojar y porque no tuvo un erario lo suficientemente rico como para alimentar a unos cuantos mercenarios de la pluma, ávidos de protección oficial. Pero ¿qué pensaban de él los nobles alto y bajonavarros, guipuzcoanos, alaveses y gascones que le sirvieron con fidelidad a toda prueba? ¿Qué el clero que le proporcionó motu propio ayuda material en 1357 y el pueblo que lo hizo en 1359? ¿Qué los beneficiados por su testamento de 1361, y los conventos e iglesias agraciadas por sus magníficos regalos, y los labradores a los que perdonó las pechas compadecido de su pobreza (1368 todos los del reino, 1386 los del valle de Allín, 1362 todos, 1376 los musulmanes de Tudela...)? Sin caer en la crítica beata cabría decir con Castro:

"no es justo personalizar en el navarro todos los vicios, violencias, deslealtades y perjurios que caracterizaron la época en que le tocó vivir"

(Carlos II "El Noble", rey de Navarra. Pamplona, 1967, p. 15).