Los peligros del reconstruccionismo. Como entre nosotros se suele tratar de levantar el tejado antes de echar los cimientos, labor siempre fatigosa además de aburrida, no extrañará que también aquí la diacronía haya interesado más que la sincronía, y que el ansia de penetrar en un pasado inexplorado y en buena parte inexplorable haya impulsado a los autores a tratar de descubrir en la nomenclatura vasca el reflejo de las antiguas relaciones de parentesco. No estoy en condiciones de recriminar a nadie, puesto que yo mismo, a falta de otras vías de acceso que me están vedadas por mi especialización misma, voy a seguir ese camino. Pero voy a aventurarme por él a sabiendas de que el camino es particularmente peligroso, y más bien con el objeto de mostrar que errar en él es lo corriente y acertar un don gratuito, que uno alcanza alguna vez sin merecerlo demasiado. Es cosa sabida que la reconstrucción (y tratamos de reconstrucción, en el sentido más amplio, de algunos aspectos de estados no documentados de lengua), además de insegura o provisional por definición, es algo que sólo es posible dentro de límites en último término temporales no menos estrictos porque sean difíciles o imposibles de cuantificar. Es también claro que la reconstrucción, mucho más que la descripción, se apoya ante todo en el significante, con el significado como sostén subsidiario, necesario siempre, pero nunca suficiente. En un sistema más o menos cerrado como el de los nombres de parentesco, el hilo directo de la investigación viene a ser la motivación: el hecho, en otras palabras, de que los nombres de parentesco que expresan relaciones complejas y en buena medida reducibles a esquemas formales claros (simetría, inversión, composición, hiponomia, proporcionalidad, etc. ), las expresan precisamente, por un prurito de economía, por significantes complejos, segmentables a veces, con mayor o menor certeza, en signos más cortos, de modo que la proporcionalidad de los significados vaya acompañada de una proporcionalidad en los significantes. Cuando falla este recurso, o creemos que falla (cf. vasc. suin «yerno», errein, etc., «nuera»), hay muy poco que hacer, a no ser que las voces se puedan comprender como procedentes de otra lengua (b.-nav., etc., komai «madrina», konpai «padrino», etc.). Cuando Donato aclaraba (con) sobrinus por quasi sororinus (Cf. Ernout-Meillet, DELL, s. u. soror.) o Sauguis decía que orzantz «trueno» iduri du orceaçanza «parece ser ruido del firmamento», lo que hacían era reducir, con o sin residuo, signos complejos y oscuros a otros simples y claros. El inconveniente de esta técnica consiste, no hace falta insistir sobre ello, en que, por el mero correr del tiempo, a medida que la formación de esos signos complejos y sus componentes mismos remontan a épocas más lejanas, se van reduciendo las posibilidades de dar con su explicación, de aclarar lo complejo como suma o producto de signos menores de forma definida a los que se pueda asignar además una significación, siquiera sea vaga. Parece evidente, pongamos por ejemplo, que ugaz- como prefijo o -izun como sufijo, este último en una zona más reducida, aluden o aludían (como ingl. foster- y step- respectivamente, más o menos) al parentesco que resulta de la adopción o de una nueva unión, puesto que se repiten proporcionalmente con los términos de parentesco más corrientes. (Para (-k)izun, véase mi Fonética histórica vasca (( = FHV en adelante)), p. 245 y 415). Hay un sorprendente alabasazan «filleule», recogido como salacenco en un ms. de Bonaparte leído por mí mismo, que no se ve qué puede ser: más que -sazon (es decir, alabaso-izun) parece ser -xasan «levantada, sostenida (en el bautizo)», tipo corriente de denominación entre nosotros. El a.-nav. semeratsia, leído por Fita en el ms. de Araquistain, me pareció más bien seme xatsia: su miembro final es, claro está, variante navarra de jasan jaso (sul. jesan «tomar a préstamo», tratado erróneamente en vxv, p. 168, donde no se reconoce su pertenencia a esta familia) etc., «levantan» «sostener» «soportar», etc. Ahora bien, si la forma y la función de elementos formativos como ugaz- o -izun, y también el valor de un sufijo como -so, son todavía transparentes en principio, ello no implica que haya de ocurrir lo mismo con todos. No hay necesidad alguna de demostrar que todo signo complejo, «motivado» en un determinado estado de lengua, tiende a oscurecerse, en otras palabras, a perder la motivación y a aparecer, más pronto o más tarde, como un bloque ya inanalizable. Entre las causas de esta simplificación forzada están, entre otras, la desaparición por desuso de alguno o de todos los componentes (cf. ingl. world, ant. w(e)oruld, «mundo»), los cambios de sentido que rompen los lazos de valor (cf. cappa/cappella y sus continuadores, entre cuyos significados sirve de puente precario un débil hilo anecdótico) y, ante todo, acaso, la evolución fonética que suelda y aglutina lo que antes aparecía distinto. A nada conduce el tratar de determinar cuánto tiempo ha de tardar en producirse esto, puesto que el ritmo de los cambios -si se puede hablar de ritmo cuando se trata de algo que está tan sujeto al azar de accidentes imprevisibles- varía con cada fase de la evolución dentro de una continuidad lingüística, por no hablar de continuidades distintas. La «recognoscibilidad» a pesar de las alteraciones depende no sólo de la riqueza de los datos disponibles en la historia de la lengua misma o en la de lenguas emparentadas, sino también, en medida nada escasa, de la agudeza (y de la información general) del analista. Ya Sapir explicitó, con una claridad que no deja nada que desear, las circunstancias en que a los ojos de éste, aun tratándose de lenguas sin historia digna de mención, se dibuja la sospecha, con una vehemencia que raya en la certeza, de que signos simples en apariencia no aciertan a ocultar su formación compleja. Pero el que el analista, fundado en la intuición o en su conocimiento de paralelos de otras lenguas, dé con la descomposición históricamente correcta no quiere decir que esté por ello en condiciones de probarla fuera de toda duda razonable a los ojos de los demás. Aunque todo ello quede reducido a materia de conjetura, puesto que no puede pasar de ser un experimento mental, vale la pena, creo, de meditar sobre el caso hipotético de un reconstructor que no dispusiera de otro material que el que le proporciona el inglés actual, sin historia alguna (aunque se le permitan las facilidades de una ortografía hasta cierto punto histórica), y sin conocimiento de otras lenguas germánicas, ni siquiera de las no germánicas de parentesco mucho más lejano. Concedamos que en nostrils (fr. «narines») identificara nose «nariz» como primer elemento; ya sería más dudoso que reconociera en el segundo el sust. thrill (ingl. med. nosethirl, ant. pl. nosthyrla «nares»). Pero en gossip «chismorreo, murmuración» «(persona) chismosa», aun mediando una acepción arcaizante, difícilmente se podría descubrir algo más que el prefijo god, alusivo al parentesco espiritual, dejando un residuo que, en inglés actual (cf. al. Sippe, etc.), y salvado algún tecnicismo (sibling en la lengua de los etnólogos), no hallará paralelo. En todo caso y por mucho que nos fiemos de la agudeza de nadie, no parece hacedero reconocer en el familiar sheriff (ant. scír-geréfa), los componentes modernos, sin discutir hasta qué punto lo son, shire y reeve. Tampoco está fuera de duda que daisy «margarita» llegue a entenderse hoy «ojo del día», tan claramente como lo entendía Chaucer: whit was his heed as is a dayes ye, the dayes ye or elles the ye of day (ingl. ant. daegesége).