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Sillas. Las sillas populares más antiguas que conocemos como originarias de esta tierra carecen totalmente de caracteres que permitan distinguirlas de las de otras regiones de buena parte del norte de España, pues no parecen hechas sino con el exclusivo objeto de sostener el cuerpo de una persona, sin dar ninguna importancia a conseguir una bella línea. Solían ser muy bajas, como las hechas actualmente para ser usadas en las cocinas, y al no hallarse decoradas con trabajo alguno de talla resulta imposible identificarlas con seguridad como construidas por operarios del País Vasco o de Navarra. Por otra parte, sillas que nos conste sean de época anterior al Renacimiento y fabricadas aquí, apenas si se conocen algunas y aun éstas ofrecen dudas de provenir de tan lejana antigüedad, pues debido a su extrema sencillez, a su rústica elaboración y a la ingenuidad de sus adornos, resulta imposible poder asegurar si tales muebles proceden de aquellos años o si son obra algo posterior de un modesto artesano vasco que siguió construyendo al igual que sus abuelos. Pero tanto las realmente auténticas como las realizadas años después en el mismo estilo, han tenido siempre las características del grosor y verticalidad de sus respaldos y patas, siendo éstas cuadrangulares; sus travesaños, en general, carecieron de talla alguna, salvo los consabidos golpes de gubia curva conocidos con el nombre de "agallón", labor de talla que más o menos abundatemente fue utilizada aquí hasta bien mediado el siglo XVII, como el recurso más fácil para rellenar los espacios vacíos. Los asientos de estas sillas, fueron a veces de madera, pero otras los contruyeron con finas tiras de corteza de castaño entrelazadas; sistema que debió ser anterior que el usado luego de cuerdas vegetales. Así parece confirmarlo el haber visto en la casa "el Portalón", edificación del siglo XV existente en Vitoria, en la cual, antes de ser restaurada, existían encima de varias de sus puertas unos como tragaluces construidos con ese tipo de tiras de castaño entrelazadas. Las sillas decoradas al estilo de esta tierra y libres aún de influencias externas fueron siempre bajas, rígidas y muy decoradas con "agallones" que aunque no fue talla exclusivamente vasca, sí puede decirse que acabó siendo utilizada aquí con preferencia, aunque no puede ignorarse que aún quedan ejemplares que nos hacen ver que aquí subsistió el recuerdo de decoraciones mucho más antiguas, como lo atestiguan algunos ejemplares de sillas en cuyos respaldos fueron representadas en inciso ingenuas siluetas de árboles que parecen tomadas de otras realizadas en las cuevas de los hombres primitivos; recuerdo que con el tiempo evolucionó hacia otras tallas con ligero relieve, en que el árbol se siguió representando, quizá como imagen de un olvidado y lejano culto. Pero estas formas de decoración, que parecen ser totalmente autóctonas, acabaron siendo barridas a finales del siglo XV y sobre todo en el XVI con las modas venidas de otras partes de Europa. Una de estas influencias fue la decoración gótica de "servilleta", que aquí, aunque no totalmente popular, sí es cierto que fue conocida y utilizada. Un curioso ejemplar de esa modalidad decorativa se conserva en la capilla del Cristo de la Mota de San Sebastián. Es pieza sumamente tosca y por su primitivismo parecer ser obra del siglo XV. Procede de Ataun, lugar frontero a Navarra, región donde esta decoración fue muy utilizada, no sólo en el siglo XV, sino incluso en las dos centurias siguientes. También de clara línea gótica pueden hallarse todavía algunas buenas sillas que por la gracia y elegancia con que fueron ejecutadas nos hace lamentar que la llegada del renacimiento cortase en sus inicios este estilo que empezaba a enraizarse y a formar parte de nuestra artesanía. La influencia del Renacimiento italiano se hizo sentir grandemente en nuestra tierra, aunque no parece que fuera antes de mediados del siglo XVI. Las sillas se empezaron a realizar no sólo con el respaldo, sino también con el asiento más en alto, quitándoseles aquel aspecto anterior que las hacía parecer haber sido hechas con el exclusivo objeto de ser usadas para sentarse alrededor del fuego de la cocina. Las patas, así como los travesaños que las unían, se ejecutaron más delgados, los respaldos se cambiaron totalmente colocándose en ellos arcadas y columnillas en las sillas de mayor importancia, y columnillas solas en las restantes. Este cambio brusco, esta aceptación de un estilo ajeno a nuestra tierra y la casi supresión de toda talla, especialmente de los populares "agallones", hizo que nuestras sillas de tal época, no obstante su mayor belleza, perdieran todo carácter local, hasta el punto que las que se conservan no se distinguen en nada de las realizadas en esos años en otras comarcas españolas. Fue necesaria la llegada del barroco para que de nuevo nuestras sillas volvieran a tener sus propias características, al acertar a hermanar las influencias externas con las labores populares de gubia tradicionales en esta tierra. El barroco, que podría definirse como una decidida rebeldía contra las líneas rectas, tuvo, como suele suceder con todas las protestas de orden artístico que van contra los cánones que llevan largo tiempo establecidos, una acogida entusiasta en toda Europa, pero en este pequeño rincón del Cantábrico su influencia, que fue total en los grandes escultores nacidos aquí, quedó en cambio muy amortiguada entre los artesanos, posiblemente porque serían gente conservadora y también por saberse desconocedores del dibujo tomado al natural, por lo que preferirían seguir trabajando dentro del antiguo estilo en vez de acomodarse a la línea curva, que en la fabricación de muebles exige una más minuciosa preparación de cada pieza y una mayor pérdida de madera. Por ello, los armarios, arcas, mesas, etc., se siguieron ejecutando con el predominio total de la antigua línea. No obstante, sí hubo un mueble en el que el artesano vasco se amoldó en buena parte a las exigencias del nuevo estilo, y este mueble fue la silla, aunque tal amoldamiento sólo afectó en su decoración y en algunas pequeñas concesiones de elementos curvos en sus travesaños y respaldos. Estos adquirieron una mayor altura, que a veces se aumentó añadiéndoles el remate de una graciosa media cincunferencia, en la que se hizo tallar el motivo decorativo principal. Los largueros en vez de acabar cortados bruscamente se remataron con unas como copas torneadas, modesta pero graciosa interpretación de los jarroncitos de bronce que en esta época se solían colocar en los largueros de los ricos sillones fraileros de Castilla. Los travesaños empezaron a hacerse torneados, con algunos anillos espaciados destinados a cortar la monotonía del cilindro, y alguna vez en vez de ser torneados se reemplazaron por graciosos recortes planos de curvas encontradas. Las sillas volvieron a ser talladas, pero aunque de nuevo se utilizaron los "agallones", éstos pasaron a ser un elemento secundario de la decoración, cediendo el sitio de honor, que no fue sino la parte alta del respaldo, a una estrella de dibujo geométrico o a una flor o, con más frecuencia, a una concha de peregrino perfectamente dibujada y tallada. Los respaldos, buscando una mayor comodidad, se hicieron ligeramente inclinados hacia atrás, pero en cambio no se decidieron los artesanos vascos a dar también esa inclinación a las patas posteriores, que siguieron haciendo verticales, lo que es de lamentar, pues de haber establecido ese cambio hubiesen conseguido para sus sillas una mayor estabilidad y además una más bella línea. Nota muy característica de las sillas vascas de tal época es que al resistirse los artesanos locales a aceptar totalmente el barroco con sus inevitables curvas, no hicieron sino tomar la silla de aquí de la época renacentista y añadirle los detalles barrocos que habían aceptado. Por eso estos muebles de procedencia vasca siguieron teniendo las patas rectas y los respaldos con arcadas y columnas al gusto de Italia, mas las palas en los respaldos y algunas curvas y tallas del barroco, y los inevitables "agallones" usuales en esta tierra, consiguiéndose con esta hermandad de estilos tan contrapuestos, la creación de nuestra mejor silla, aunque su nacimiento fue como el canto del cisne de esta artesanía, puesto que después de ella no volvió a realizarse ninguna otra que tuviese carácter local, dado que de los siglos XVIII y XIX no existen sillas que puedan realmente llamarse vascas aunque hayan sido construidas por artesanos de nuestra tierra. Debido a que no hubo aquí grandes centros productores de muebles y sí solamente numerosos talleres, posiblemente poco relacionados, ello dio lugar a que aunque todas sus sillas tienen entre sí una evidente semejanza, sus diferencias son a veces grandes y por ello no es raro hallar aisladamente algunas piezas que destacan por su originalidad y que no obstante no han creado escuela; tal es, por ejemplo, una que aquí se publica a la que su autor colocó en el respaldo una pala que simulaba una cadena totalmente exenta. Modelo de silla muy gracioso, que nos hace pensar que, aunque hoy desconocidos, se harían otros muchos modelos que al haber desaparecido con el tiempo los pocos ejemplares que realizó su creador, han quedado desconocidos para las generaciones siguientes. La resistencia a aceptar el cambio de estilos o de nuevas maneras de decoración es seguramente la razón de que en nuestra tierra no se utilizaran los bellos trabajos de taracea, tan usuales en toda España en esa época, y ni tan siquiera las pequeñas incrustaciones de tiritas de boj u otras maderas claras, tan decorativas y muy frecuentes de hallar en muebles creados en Burgos y Palencia. Tampoco fueron usuales aquí las labores de incrustaciones al estilo mudéjar y, al parecer, tampoco lo fueron en la vecina Navarra, lo que es más extraño, pues sí se realizaron allí esos trabajos en piedra, como puede verse en algunas estelas discoidales suyas. Los clásicos sillones fraileros tan característicos del arte barroco, no debieron hacerse en esta tierra, pues los que se encuentran, por lo general en las Sacristías o en las casas de los "jaunchos", son tan totalmente idénticos a los construidos en el centro de España que nos hace pensar deben provenir de allá. Lo que sí parece seguro es que los artesanos locales construyeron algunos sillones al estilo frailero, pero suprimiendo en el asiento y en el respaldo el cuero o el terciopelo propio de tales muebles en Castilla, limitándose a realizarlos totalmente en madera. El que aquí se publica es obra no tosca, peo sí de mano de obra de artesanía popular, teniendo un respaldo de pala en donde se colocó en calado un corazón, que es motivo ornamental muy común en toda Europa. Ejemplares como éste son muy raros de hallar, lo que indica la poca demanda que hubo de este tipo de asiento. Sí son típicos del País Vasco, aunque no puedan ser calificados como de uso popular, los butacones, muy barrocos, que se usaron en sus parroquias en las grandes solemnidades religiosas, así como los fabricados a petición de los patronos, que generalmente llevaban pintado su escudo de armas. De estos últimos se conserva uno en la iglesia de Soravilla, y en él supo el artesano copiar hábilmente las patas curvas de un modelo holandés o inglés, pero al verse obligado a suprimir la pala del respaldo para colocar allí el gran escudo de los Acelain no halló más solución que hacer uno totalmente liso y torpemente terminado en su parta alta, que afea totalmente esta pieza. Otro mucho más importante es el sillón existente en la vecina parroquia de Aduna, obra de muy avanzado el XVII o quizá incluso del XVIII a juzgar por sus oros. No obstante el excesivo grosor de sus patas, poco graciosas y que hubieran ganado mucho dándolas una más acusada curva, es una excelente pieza, siendo digno de señalarse su altísimo respaldo que lleva un simulado cortinaje con el emblema del Ave María, quedando muy bien rematado con una como concha que cae hacia adelante. Pieza magnífica, salida sin duda de manos de un artesano local que no careció de imaginación y gusto. Igualmente en la bella parroquia de Berástegui se guardan tres buenos sillones de la misma época. Son totalmente barrocos, con patas cabriolé y brazos de bella curva, dando la sensación de ser fiel copia de otros venidos del extranjero, por lo que para nosotros su interés es menor que si fuesen de línea imperfecta pero de claro origen local. También en la sacristía de ese templo puede admirarse otro butacón muy importante por su gran originalidad, pues en él se amalgaman graciosamente las puras formas barrocas propias de estos muebles con la interpretación que del barroco supo hallar un artesano local, que temeroso, sin duda, de dejar libres los muy curvados brazos y las muy curvadas patas, se limitó a indicarlos, pero sin dejarlos totalmente libres, y en lugar de caer en el error de construir un soso respaldo unido y sin la pala central, colocó allí tres palas caladas, de un recorte nada ortodoxo, pero que no carece de gracia. Esta amalgama de estilos, sus pinturas que imitan mármoles, hacen de este ingenuo y solemne sillón una pieza única, siendo de desear que al igual que el sillón de Adana pasasen a ser conocidos del público en uno de nuestros museos. Es de lamentar que cuando hace medio siglo se creó el llamado pomposamente Estilo Vasco, no se dedicaron sus autores a copiar, simplemente a copiar, estas bellas sillas de nuestros abuelos de los siglos XVII y XVIII, en las que los artesanos locales supieron sabiamente hermanar lo clásico de esta tierra con las artes del renacimiento y del barroco, consiguiendo con ello la creación de estos muebles, bellos, sólidos y de no difícil construcción. Posteriormente a estos ejemplares, la artesanía local cesó de crear nuevos modelos, limitándose tan sólo a copiar ejemplares venidos de fuera, pero sin añadir nada de su propia cosecha, por lo que no cabe incluirlos en un trabajo de arte popular nuestro.