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Historia del Arte (version de 2008)

A partir de 1789 comienza un nuevo período en la historia de la humanidad que denominamos Edad Contemporánea y que llega hasta nuestros días. El inició de este período está marcado por un acontecimiento histórico importante y simbólico: la Revolución francesa. Este levantamiento del tercer estamento -formado por la burguesía, los artesanos y los campesinos- fue un ataque directo contra los principios del Antiguo Régimen. Pero en el mismo, no sólo se cuestionaba la organización de la sociedad, sino el monopolio del poder que ostentaban la monarquía, la nobleza y la Iglesia. De hecho, el comienzo del cambio fue anterior al estallido de la Revolución francesa; previamente, la burguesía había iniciado un cambio económico a través de la Revolución industrial y, por tanto, la revolución política fue el resultado de una transformación más profunda. La transición de la Edad Moderna a la Contemporánea, sin embargo, no fue pacífica; la confrontación, primero, entre los absolutistas -los defensores del Antiguo Régimen- y los liberales -la burguesía-, y posteriormente, entre los mismos liberales, provocó numerosos conflictos y guerras que sacudieron a toda Europa durante el siglo XIX.

Durante la primera mitad del siglo XX, el mundo vivió un período convulso en el que se sucedieron crisis económicas, movimientos revolucionarios y guerras mundiales; de hecho, mientras los movimientos obreros realizaban sus primeros intentos para hacerse con el poder, en algunos estados europeos las clases medias abandonaban los sistemas parlamentarios y abrazaban los fascismos. Detrás de todos estos movimientos, revoluciones y cambios en el poder, estaba presente la situación económica; la economía capitalista mundial entró en una espiral de rivalidad que desembocó en la primera guerra mundial (1914-1919); este episodio, treinta años más tarde, tuvo su continuidad en la segunda guerra mundial (1939-1945). Durante el intervalo existente entre ambos conflictos, el capitalismo vivió la peor crisis económica de su historia, la desencadenada en 1929 por la crisis de la bolsa de Nueva York.

Finalizada la segunda guerra mundial, el mundo entró en una nueva fase en la que la sociedad civil y la clase política intentaron crear mecanismos -entre ellos el Estado de bienestar social- con los que evitar las crisis y las rivalidades económicas. Sin embargo las crisis no se pudieron impedir ya que el mundo quedó dividido en dos bloques tras el estallido de la guerra fría. Otro rasgo característico de este período fue el proceso de descolonización; el continente europeo perdió sus colonias y, por consiguiente en el continente africano y asiático nacieron nuevos países de tal forma que el número de estados se duplicó. Este período finalizó con una nueva crisis económica, la llamada crisis del petróleo sucedida en 1973.

A partir de la década de los ochenta, cuando la guerra fría concluyó, entramos en una tercera etapa en la que la economía capitalista se encuentra nuevamente en una fase liberal -el neoliberalismo-, y las diferencias entre los países ricos y pobres no han hecho más que aumentar. Por otro lado, las revoluciones científicas y tecnológicas son constantes, y por tanto, la sociedad se transforma y cambia a un ritmo vertiginoso, aunque todos estos progresos, de momento, afectan principalmente a las sociedades más desarrolladas. Algunos han definido esta fase como la era de la globalización, ya que las distancias y las diferencias que antaño nos separaban se están reduciendo drásticamente, aunque, una vez más, esto sólo le ocurra a una parte de la población.

Todos estos acontecimientos, además han ocurrido con inusitada rapidez. Desde mediados del siglo XIX, la suma de las revoluciones políticas, económicas y científicas han traído que la vida, haya adquirido una vertiginosa capacidad de transformación. Este nuevo factor ha influido en todas las facetas de la sociedad y, por tanto, también en la cultura y, concretamente, en el arte. Por ello, la homogeneidad estilística de otros períodos anteriores ha desparecido, y han surgido numerosos, sucesivos y, en muchas ocasiones, simultáneos movimientos artísticos que han intentado responder a las necesidades de una sociedad en constante proceso de cambio. Por consiguiente, los artistas han comprendido que podían y debían abandonar los lenguajes utilizados hasta entonces y apostar por crear nuevas formas que expresasen la singularidad de cada uno de ellos ya que, por fin, su capacidad creativa había sido liberada.

De ahí, la irrupción de movimientos y estilos artísticos que se sucederán durante los siglos XIX y XX, y continúan en el siglo XXI; de hecho, términos como neoclasicismo, romanticismo, eclecticismo, modernismo, modernidad, vanguardia, posmodernidad o pluralismo, no son más que intentos de etiquetar un arte que desde que ha conquistado la libertad se transforma atendiendo a la singularidad del artista pero también a la sociedad, ya que como en sus inicios, el arte continúa siendo cómplice de la misma y, por tanto, un modo de expresión propio del ser humano.

El estilo neoclásico fue muy importante para el arte de Euskal Herria, ya que durante este período se desarrolló en nuestro territorio un estilo paralelo en el tiempo al europeo y no con décadas de retraso como en otras ocasiones. Sin embargo, esta primera etapa de la Edad Contemporánea no fue nada fácil; la confrontación entre los absolutistas y los liberales provocó numerosos conflictos y guerras que sacudieron el territorio durante la primera mitad del siglo XIX. Por este motivo en Euskal Herria se vivieron sucesivamente tres guerras: la guerra de Convención, la guerra de la Independencia y la primera guerra carlista. Pero la contienda no sólo fue política sino que se extendió a otros ámbitos como la economía, la sociedad y la cultura. El liberalismo, de hecho, frente a las características del período anterior que denominamos barroco y que identificó con el Antiguo Régimen, propuso un nuevo modo de enfrentarse a la existencia a partir de un ideario que se conoció como Ilustración.

Y es que la Ilustración concibió la vida desde la realidad y no desde el sentimiento, por lo que en el gusto artístico abandonó las formas recargadas y la expresividad emocional del barroco, y apostó por un nuevo concepto del arte más sobrio en el que predominaban las líneas rectas, la sencillez y, sobre todo, la ausencia de decoración. Para ello, se retomó la tradición clásica y en todas las disciplinas se recuperaron los modelos de la antigüedad clásica; de ahí que el estilo artístico de la ilustración lo denominemos neoclasicismo. De todas formas, aunque el liberalismo fue el principal promotor de este cambio en el gusto artístico, el resto de los poderes -monarquía, nobleza e Iglesia - también adoptaron el estilo como signo de adecuación a los nuevos tiempos. De hecho, en Euskal Herria fueron tanto la burguesía como la nobleza quienes impulsaron el espíritu de la Ilustración a través de la fundación en 1763 de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, la empresa de índole cultural más importante de Euskal Herria, y que auspició el cambio de gusto artístico.

El neoclasicismo en Euskal Herria tuvo mucho éxito. Pese a los conflictos y las guerras, en Euskal Herria pudieron desarrollarse interesantes manifestaciones artísticas, sobre todo, en el ámbito arquitectónico, ya que se adelantó al resto de las disciplinas en su reacción contra el barroco, jugando un papel fundamental. De hecho, la arquitectura resumía muy bien la idea básica de la Ilustración a favor de la recuperación de una estética austera con predominio de las líneas rectas basadas en formas geométricas elementales, ya no sólo desde un punto de vista estético sino, también, ético. Así, mientras que la pintura y la escultura se limitaron a recuperar los modelos de la tradición grecolatina y, de hecho, en Euskal Herria el neoclasicismo no arraigó en estas manifestaciones artísticas, en la disciplina arquitectónica los arquitectos vascos encontraron multitud de posibilidades, acostumbrados como estaban a reinterpretar y desarrollar en cada período el estilo artístico a través de la sencillez y la sobriedad. En cuanto a su prolongación en el tiempo, el neoclasicismo se introdujo en Euskal Herria a finales del siglo XVIII, y aunque el estilo se prolongó durante todo el siglo XIX, su momento de mayor esplendor se centró en la primera mitad del siglo XIX.

A pesar de las adversas circunstancias históricas que se vivieron, la cantidad y la calidad de las obras construidas en Euskal Herria es notable, e incluso, nuestro territorio participó en el debate teórico aportando algunas de las obras y de los arquitectos más interesantes del período. En este sentido, la arquitectura neoclásica no fue un estilo que llegó a nuestro territorio con tardanza y colateralmente, sino que se adoptó desde el inicio y se defendió hasta que un nuevo estilo, el eclecticismo, más acorde con la evolución histórica del siglo XIX, se impuso en el gusto artístico.

La arquitectura neoclásica se caracterizó principalmente por la claridad estructural y la depuración del ornamento promoviendo un descarnado geometrismo. Para los arquitectos neoclásicos el edificio se definía a partir de los volúmenes nítidos, compactos y jerarquizados, y la geometría sencilla y simétrica. De esta forma, frente a los excesos del barroco, para los arquitectos neoclásicos las líneas y los contornos no debían quebrarse ni interrumpirse, los volúmenes exteriores debían reflejar claramente el interior, y los huecos -puertas y ventanas- debían abrirse en los muros sin marcos.

En cuanto a las tipologías, como ocurrió con anterioridad durante el período barroco, y también en otros ámbitos como el político, el económico, el social y el cultural, en el neoclasicismo la tipología civil adquirió mayor relevancia que la religiosa y los ejemplos más numerosos e importantes así lo atestiguan. En este sentido, aunque en el neoclasicismo también se construyeron iglesias y se desarrollaron nuevos modelos tipológicos interesantes como el de los cementerios, principalmente, fue un estilo que surgió y evolucionó paralelamente al poder civil.

Entre las principales formas que se desarrollaron en la arquitectura religiosa destacaron, en la planimetría, la planta de cruz griega inscrita en un rectángulo, potenciando de este modo el eje central que constituye el elemento aglutinador de todo el espacio junto a la escalinata y el pórtico frontal, con el objetivo de acentuar la solemnidad del edificio; en el interior la cúpula central como principal elemento para dotar de sentido unitario al despacio, y en el exterior, la combinación de cubiertas.

En la arquitectura religiosa, aunque el número de edificios construidos no es tan abundante como en la civil, también encontramos interesantes ejemplos. El período comenzó en Euskal Herria en el territorio de Navarra con la construcción de la fachada de la catedral de Pamplona; levantada por el arquitecto madrileño Ventura Rodríguez, director de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, esta obra es de transición entre el barroco y el neoclasicismo, y está inspirada en los antiguos templos romanos.

Entre el resto de las construcciones realizadas en Navarra durante este período, hay que destacar el trabajo realizado por el arquitecto navarro Santos Ángel de Ochandategui; a él le debemos la construcción de las torres de las iglesias de Santiago en Puente la Reina y San Juan Bautista de Mendaña, la capilla de San Fermín en la iglesia de San Lorenzo de Pamplona, la iglesia de la Asunción de Allo y la iglesia de San Pedro de Mañeru, su obra más importante por la planta centralizada -cruz griega sobre la base de un cuadrado- y el rigor geométrico empleado.

En Araba encontramos al arquitecto vasco más importante del período, el alavés Justo Antonio de Olaguibel. Aunque sus trabajos más conocidos los realizó en el ámbito civil, en la arquitectura religiosa también llevó a cabo proyectos destacables como las torres de las iglesias de Ariñez, Berantevilla, Alegria y Antoñana, la nueva sacristía de San Andrés de Elciego, los pórticos para las iglesias de la Asunción de Gamarra, San Esteban de Aberasturi y la iglesia parroquial de Arriaga, y el convento de la Magdalena en Vitoria-Gasteiz, donde destaca la organización de la fachada, que reinterpreta las fachadas barrocas de los conventos madrileños desde la sencillez.

En Gipuzkoa, en primer lugar hay que destacar la construcción de elementos formales complementarios a las iglesias realizadas en períodos precedentes. Puertas y torres fueron los elementos más socorridos, entre los que hay que destacar la torre campanario de la iglesia de San Miguel de Oñati de Manuel Martín de la Carrera, y la portada de la iglesia de San Sebastián de Soreasu en Azpeitia, diseñada aunque no ejecutada, por Ventura Rodríguez; en la misma hay que destacar como impronta del barroco el juego de luces y de sombras que crean los arcos y las columnas, mientras que el planteamiento neoclásico se intuye en la pureza de las líneas del frontón.

Sin embargo, el ejemplo más importante pertenece al arquitecto aragonés Silvestre Pérez. La iglesia de la Asunción de Mutriku es una de las más interesantes en esta tipología tanto por su austeridad formal como por la articulación moderna de sus volúmenes. Diseñada como referencia simbólica del entramado urbano de la localidad, en primer lugar destaca su fachada, compuesta por una escalinata y el pórtico hexástilo dórico de extremada austeridad. En cuanto a la planta, diseñada a partir de un cuadrado con cuatro columnas exentas dóricas, destaca el espacio central donde, a partir de cuatro arcos torales arranca una bóveda esférica que le da al interior un sentido unitario del espacio. En el exterior, los vanos termales directamente cortados en el muro, el juego de cubiertas y la disposición de los volúmenes, trasmiten sobriedad.

Respecto a Bizkaia, este es el territorio donde encontramos más edificios de nueva planta. Los dos más importantes son las iglesias de Santa María de Larrabetzu y de Bermeo. La primera, realizada a partir del diseño original de Ventura Rodríguez, introdujo el modelo de planta centralizada a base de una cruz inscrita en un rectángulo. Pero el proyecto más importante de la provincia también fue diseñado por Silvestre Pérez; en la iglesia de Santa María de Bermeo hay que destacar la planta de cruz griega inscrita en un rectángulo y el espacio central cubierto por una gran cúpula. Otras iglesias de este período las encontramos en Aldekueba, Murueta y Narbaniz.

No obstante, Bizkaia también destaca por conservar algunos de los mejores ejemplos de cementerios de Euskal Herria. Concebido como un sistema de sepulturas bajo pórticos columnados y adintelados en los que se sepulta en nichos, mientras que el centro se reserva a jardín, este tipo de cementerios siguen los modelos de las villas romanas. Aunque fueron numerosos los cementerios que se construyeron en este período con elementos constructivos y decorativos del neoclasicismo, sólo conservamos ejemplos en Bizkaia en las localidades de Elorrio, Aulesti, Abadiño, Dima y Markina-Xemein; en el cementerio de esta última localidad realizado por el arquitecto alavés José María Lascurain al final del período, incorporó formas de la tradición histórica griega y egipcia, lo que nos indica la aproximación al eclecticismo.

Al igual que en otros ámbitos como el político, el económico, el social y el cultural, en el neoclasicismo la tipología civil adquirió mayor relevancia que la religiosa y los ejemplos más numerosos e importantes así lo atestiguan. Además, el ámbito civil se expandió y se enriqueció con nuevas tipologías como la de los hospitales, museos, teatros o puertos, que demostraron no sólo la necesidad por satisfacer la creciente demanda que surgía paralelamente a la Revolución industrial, el desarrollo económico y el crecimiento demográfico sino, también, la demanda existente de unos edificios específicos vinculados a la autoridad civil.

En cuanto a las características formales, las construcciones neoclásicas de la arquitectura civil también prescindieron de detalles ornamentales complementarios como molduras, ménsulas y antepechos; entre lo que resaltaba, destacaba el tamaño y el aspecto volumétrico y compacto de la estructura a través de grandes sillares bien trabajados y líneas de vanos apaisados que, vaciados directamente en el muro, se convirtieron en la única referencia compositiva.

En Navarra, Ventura Rodríguez también introdujo el estilo neoclásico a través de una obra civil, el acueducto de Noain. En cuanto al resto de los edificios, hay que destacar en Pamplona el teatro Principal -actual teatro Gayarre- y el palacio de la Diputación de Navarra; en el primero, obra de los guipuzcoanos Pedro María de Ugartemendia y José de Nagusia, destaca su estilo sobrio y la particularidad de que los volúmenes exteriores dejan traslucir la organización interna, mientras que en el segundo, de José de Nagusia, destacan los detalles renacentistas que denotan un gusto romántico. Sin embargo, el proyecto más ambicioso que se llevó a cabo en Navarra durante este período fue la plaza Mayor de Tafalla del alavés Martín de Saracibar, realizada al final del período, y trazada con forma rectangular, en la que destacan los pórticos en la planta baja y dos pisos superiores de sencillos huecos rectangulares.

Pero es en Araba donde encontramos mayores novedades, concretamente, en la obra de Justo Antonio de Olaguibel. Este arquitecto alavés fue, junto a Ventura Rodríguez, el principal responsable de introducir el neoclasicismo en Euskal Herria a través de una obra sencilla, rigurosa y elemental, en la que no solo demostró conocer la antigüedad clásica sino saber integrarse en el entorno, respondiendo a las necesidades de una ciudad como Vitoria-Gasteiz. Sus dos obras más importantes en esta tipología fueron la plaza Nueva y las casas de los Arquillos, aunque también realizó en Armentia el palacio del obispo Díaz Espada, en la que destaca su fachada principal. La plaza Nueva fue construida por el ayuntamiento con el doble objetivo de realizar una nueva casa consistorial y potenciar desde ella el nuevo ensanche de la ciudad hacia el sur; el trazado cuadrangular de la plaza se mantuvo fiel al diseño de las plazas barrocas con fachadas uniformes ordenadas en torno a cuatro plantas, dos bajo soportales y otras dos sobre ellas. En cambio, en las casas de los Arquillos el objetivo era salvar el desnivel que existía entre el casco antiguo y la nueva plaza; construida con un lenguaje de formas sencillas y sobre pasos porticados en arquerías de donde toma el nombre, la novedad que aporta se encuentra en que los espacios abovedados que permitieron aliviar la presión de la tierra se utilizaron como almacenes.

En Gipuzkoa, la introducción del lenguaje renovador del neoclasicismo también vino de la mano de un arquitecto excepcional, Pedro María de Ugartemendia. Aunque su proyecto más interesante y renovador fue el trazado urbano que diseñó para Donostia, que finalmente no se realizó, en la plaza de la Constitución de la misma ciudad podemos ver su concepción de la arquitectura neoclásica de un modo sobrio y sencillo. En cuanto al ayuntamiento, que se construyó en uno de los lados de la plaza, fue obra de Silvestre Pérez, y en el mismo destaca la portada. En el resto de la provincia destacar la plaza de Euskal Herria de Tolosa de José Eleuterio de Escoriaza y los ayuntamientos de Ordizia y Orendain, el primero de Alexo de Miranda y el segundo de Justo Antonio Olaguibel, construidos reinterpretando el modelo barroco con austeridad.

Respecto a Bizkaia, desde el inicio del período se realizaron obras importantes como los ayuntamientos de Otxandio, Ondarroa y Balmaseda, donde se repite el modelo barroco con soportales de arco de medio punto, el edificio de Aduanas de Orduña, un edificio grandioso pero rígido y severo, y el hospital de Atxuri de Gabriel Benito Orbegozo, un edificio sobrio, sencillo y funcional, donde se introduce la nueva tipología hospitalaria del modelo británico a base de pabellones independientes. Sin embargo, la obra más ambiciosa del estilo en la provincia es la Casa de Juntas de Gernika, obra de Antonio de Echeverría; en este conjunto de diferentes edificios organizados como una acrópolis, destaca la tribuna Juradera, realizada siguiendo el diseño del pórtico de entrada del Panteón romano. Del mismo arquitecto es la plaza Nueva de Bilbao, donde destacan los pórticos con arcos de medio punto de orden toscano.

Frente al elevado número de arquitectos vascos que durante este período trabajaron en Euskal Herria, contrasta la reducida cifra de escultores y pintores de los que se tiene noticia. En ello influyó, sin duda, tanto la crítica situación por la que pasaba la Iglesia, pero también, otro tipo de circunstancias como la escasa idoneidad de los modelos clásicos -inspirados en la mitología grecorromana- a la hora de inspirar la iconografía religiosa, el gran número de obras artísticas de otros períodos que las autoridades religiosas atesoraban en sus iglesias y el carácter desornamentado, austero y sobrio -potenciando la claridad y la amplitud de los espacios- de las nuevas iglesias.

En estas circunstancias, nuevamente la única disciplina que destacó fue la escultórica en el diseño de las nuevas trazas y de las piezas escultóricas de los retablos. Estilísticamente, los mejores ejemplos se conservan en Gipuzkoa, destacando el retablo mayor de la basílica de Santa María de Donostia, obra de Diego de Villanueva, los retablos laterales de la misma iglesia diseñados por Ventura Rodríguez, que también proyectó el retablo mayor de la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción de Errenteria, y el retablo mayor de Santa María de Tolosa, obra de Silvestre Pérez. Entre los escultores vascos que trabajaron en estos y otros retablos, podemos citar a Francisco de Azurmendi y Miguel Antonio Jáuregui. En estas obras se reduce a lo mínimo tanto la ornamentación de las trazas como la expresión de las piezas escultóricas.

El panorama pictórico, sin ser mucho mejor, sí comenzó a vislumbrar un futuro más prometedor. Las instituciones provinciales, las autoridades municipales y la creciente burguesía, comenzaron en el siglo XIX a solicitar retratos, naciendo así una nueva demanda que, fundamentalmente, se desarrolló en la segunda mitad del siglo. De todos modos, la mayoría de las obras que conservamos de este período pertenecen a pintores que prestaban sus servicios en la corte; entre ellos, destacaban Antonio Carnicero, Vicente López y Luis Paret. El único pintor de quien tenemos constancia que trabajó en nuestro territorio fue Juan Ángel Sáenz, que realizó vistas de Vitoria-Gasteiz.

Con la llegada de la burguesía la poder a partir de la segunda mitad del siglo XIX, el panorama político, económico, social y cultural sufrió una nueva y profunda transformación. El estado se convirtió en el principal mecenas del arte y, con ello, se extendió un nuevo tipo de gusto artístico que sustituyó al neoclasicismo. Y es que la burguesía no se encontraba cómoda en un estilo artístico que consideraba rígido, adusto, excesivamente serio, y prefirió apostar a favor de una nueva sensibilidad que transmitiese el deseo de libertad y de triunfo por todas las conquistas que se habían logrado. Este nuevo gusto artístico recibió el nombre de romanticismo, en honor a todos los valores que defendía: sentimiento, pasión, individualismo y amor a la libertad, sobre la razón y las normas. De ahí, que el romanticismo más que un estilo artístico fuese una nueva sensibilidad ante la vida, una actitud diferente y confrontada a la ilustración.

Sin embargo, la plasmación de los valores románticos en las diferentes manifestaciones artísticas no resultó fácil. De hecho, mientras que en la pintura y la escultura sí se desarrolló esta sensibilidad en diferentes obras y a través de un grupo de artistas, en la disciplina arquitectónica no existió un estilo que podamos definir como romántico. En el ámbito arquitectónico, la sensibilidad romántica se tradujo en la recuperación de los estilos artísticos del pasado, principalmente de la Edad Media -lejos de la tradición clásica que cultivó el neoclasicismo-, y así surgieron lo que denominaremos como historicismos, la recuperación de otros períodos históricos como el románico, al que denominamos neorrománico, o el mudéjar, neomudéjar.

En el ámbito artístico, la influencia del romanticismo, aunque tarde y de un modo superficial también llegó a Euskal Herria. Los mejores ejemplos de esta nueva sensibilidad los encontramos en las artes plásticas, aunque el historicismo en el campo de la arquitectura también obtuvo un gran éxito. Y es que el territorio vasco en su conjunto y, especialmente, las provincias costeras, conocieron durante este período un crecimiento espectacular de sus principales ciudades, motivado no sólo por el impacto de la Revolución industrial, que inició ahora su primera fase, sino también por otros factores entre los que destacó el desarrollo del turismo. De ahí que ciudades como Donostia, Baiona, Biarritz o Bilbao, derribaran sus murallas y comenzaran a crecer demandando un arte que respondiese a sus nuevas necesidades.

Por ello, a este período que se extendió durante la segunda mitad del siglo XIX se le denomina eclecticismo ya que, aunque la sensibilidad predominante fue la romántica, durante el mismo fueron muchos los estilos que surgieron y se combinaron sin que predominase ninguno en solitario. De hecho, en arquitectura, además del historicismo, el modernismo también dejó su huella en Euskal Herria. Sin embargo, lo más interesante es vislumbrar, como las nuevas formas y estilos que revolucionaron el arte contemporáneo -la arquitectura del hierro, el impresionismo en pintura- también comenzaron a llegar a nuestro territorio, augurándonos un siglo XX deslumbrante.

El elemento arquitectónico que mejor define el estilo ecléctico es la ornamentación, de ahí que la mayoría de los arquitectos eclécticos en sus edificios más que elegir estilos seleccionaban la decoración. La mayoría de los elementos decorativos se utilizaron descompuestos y descontextualizados no sólo con el objetivo de resolver necesidades provocadas por el desarrollo económico y el crecimiento demográfico, sino porque, además, arquitectura y moral, estética y ética, discurrieron, como en el neoclasicismo paralelamente, y se consideró que el edificio a través de su fachada principalmente, debía de ser simbólico, estar al servicio del poder civil.

Por este motivo, las principales formas arquitectónicas que se utilizaron en el eclecticismo de Euskal Herria dependían de la moda imperante, pero también de la función que desempeñaba el edificio. Así, mientras que para la tipología religiosa los historicismos más recurridos fueron aquellos que recuperaban el románico y el gótico, en la arquitectura civil, los estilos más solicitados en Euskal Herria fueron el renacimiento y el barroco. Del románico y el gótico, el modelo más empleado fue el de la planta de cruz latina con tres o cinco naves en el brazo longitudinal, crucero pronunciado, bóvedas de aristas sin cúpulas y girola desarrollada con capillas; en cuanto al aspecto exterior, cuando se trataban de iglesias importantes se construía en estilo gótico, mientras que el románico se utilizaba cuando eran iglesias más pequeñas.

El proyecto más importante que se llevó a cabo en Euskal Herria en esta tipología fue la Catedral Nueva de Vitoria-Gasteiz. Proyectada por Julián de Apraiz y Javier Luque, siguiendo el modelo de las catedrales francesas del período gótico, la nueva catedral fue diseñada con planta de cruz latina, girola con siete capillas absidiales y cripta. Los otros dos ejemplos destacables en Araba también reivindican el gótico de diferentes procedencias geográficas, y son el monasterio de Las Salesas de Fausto Iñiguez de Betolaza y Cristóbal Lecumberri, en el que se sigue el gótico inglés, y la capilla de la Sagrada Familia de Iñiguez de Betolaza que nos remite al gótico alemán.

En Gipuzkoa los dos proyectos más importantes también se realizaron en la capital y estuvieron relacionados con los nuevos barrios que se erigían en el ensanche de la ciudad. La catedral del Buen Pastor de Manuel Echave, inspirada en los modelos del gótico alemán tiene planta de cruz latina, tres naves, crucero pronunciado y una monumental torre que se erigió a los pies del templo. Al otro lado del río Urumea, en el barrio de Gros, José de Goicoa realizó la iglesia de San Ignacio, también neogótica, aunque en este caso bajo la impronta francesa.

En Bizkaia, debido a que el aumento de la población fue más importante, encontramos numerosos edificios construidos en esta tipología. Siguiendo el estilo gótico, hay que destacar en Bilbao las iglesias de San Francisco de Asis de Luis Landecho, y del Sagrado Corazón de Jesús de José María Basterra. En el románico, combinado con el regionalismo, señalaremos las iglesias de la Santísima Trinidad de Algorta en Getxo de Pedro Guimón, y de Santa Bárbara de Zuazo en Galdakao de Basterra. Sin embargo, el edificio más interesante del período lo constituye l cementerio de Derio de Enrique Epalza, que cuenta con una capilla común de entrada al claustro con citas neorrománicas y neogóticas, y un concepto romántico de la tipología.

En cuanto a la arquitectura civil, lo que predominó fue el modelo palacial urbano de influencia italiana, aunque con numerosos elementos arquitectónicos franceses, en el que los volúmenes son regulares y se distribuyen a través de pronunciados ejes bajo una rigurosa simetría; en la composición de la fachada, en la planta baja se imprime aspecto de solidez, mientras que en el piso principal se concentra la mayoría de los elementos ornamentales; a partir de aquí, en los pisos superiores se reduce progresivamente el tratamiento decorativo hasta finalizar con la cubierta.

Tanto en Araba como en Navarra, son numerosos los ejemplos de arquitectura civil ecléctica realizados durante este período. En Pamplona, destaca la sede de la Mancomunidad de la Comarca de Pamplona realizado en estilo neomudejar, mientras que en Vitoria-Gasteiz, además del Instituto provincial de Segunda Enseñanza -hoy sede del Parlamento Vasco- de Pantaleón Iradier, realizado en estilo renacentista, y del edificio de Correos y Telégrafos de Julio Saracibar, que sigue la impronta neorrural, destacan las numerosas villas que realizó Saracibar para la burguesía alavesa durante este tiempo -Casa Heraclio Fournier, Casa Zuloaga, Casa de las Jaquecas, Villa Sofía-, en las que el eclecticismo historicista se combina con elementos orientales.

En Gipuzkoa, Donostia comenzó a construir los edificios de su ensanche combinando diferentes movimientos, aunque principalmente recurrió al renacimiento y al barroco. En estos edificios -Palacio de la Diputación de Gipuzkoa, Casino (actual Ayuntamiento), Teatro Victoria Eugenia, Hotel María Cristina, Palacio Miramar, Escuelas de Amara, Escuelas de Zuloaga, Instituto provincial (actual Koldo Mitxelena), Escuela de Artes y Oficios (actual edificio de Correos)- actuaron un grupo de arquitectos -José de Goicoa, Luis Aladren, Adolfo Morales de los Ríos, Francisco Urcola, Juan Rafael Aldai, Benito Olasagasti, o los foráneos Charles Mewes y Selder Wormun- que consiguieron realizar un eclecticismo amable en las formas, sin caer en las decoraciones recargadas, y sabiendo integrarse en el ensanche con el resto de las edificaciones destinadas a vivienda. Aunque el principal estilo que se eligió fue el renacimiento, con una lectura sencilla y sobria, destaca por su originalidad el Palacio de Miramar de Wormun por su pintoresquismo emulando una casa de la campiña inglesa.

El eclecticismo en Bilbao, aunque también acudió al renacimiento, prefirió recuperar el barroco realizando, además, una lectura más recargada tanto en la composición como en la decoración. Ejemplo de este estilo es el palacio de la Diputación de Bizkaia, donde Luis Aladren proyectó un edificio solemne y suntuoso, de estilo barroco y con detalles decorativos rococó. Sin embargo, el mejor exponente del estilo barroco en Bilbao se encuentra en el ayuntamiento y en el teatro Arriaga, ambas obras de Joaquín Rucoba; en el teatro destaca la alternancia entre formas rectas y curvas y la profusión decorativa de su fachada. En cuanto al resto de edificios -La Alhóndiga, Biblioteca Bidebarrieta, Universidad de Deusto, Hospital de Basurto, palacio de Lezama-Leguizamón- el trabajo de Manuel María Smith, Severino Achucarro, Ricardo Bastida y Calixto Emiliano Amann, entre otros, nos enseñan un eclecticismo en el que se combinan un gran número de estilos, incluyendo elementos populares de la arquitectura montañesa, como en el caso del arquitecto cántabro Leonardo Rucabado. Tanto éste como otros arquitectos de su generación, dejaron testimonio de este estilo en Getxo, en los barrios de Las Arenas, Algorta y Neguri, en los palacios de las familias burguesas que se enriquecieron gracias a la industrialización de la provincia.

Sin embargo, la moda de retornar a la arquitectura popular en Euskal Herria tuvo su propio episodio singular con la aparición a principios del siglo XX de un estilo que se denomina neovasco y que se basa, fundamentalmente, en la adopción y reinterpretación de la tipología del caserío vasco en construcciones principalmente destinadas a la vivienda unifamiliar. Así, a partir de una recopilación de los principales elementos del caserío labortano -disimetría en las cubiertas y las fachadas, grandes vanos y estancias amplias, juegos de listones de madera en color en las fachadas con fines decorativos, el uso de la piedra en el zócalo del edificio-, los arquitectos franceses Edmond Durandeau, Henri Godbarge, Jean Longeray y William Marcel fueron los primeros que desarrollaron el estilo en las localidades turísticas de la costa de Lapurdi. Posteriormente se extendió por el resto de Euskal Herria tanto en la arquitectura de viviendas unifamiliares como en otro tipo de tipologías como edificios de aduanas o estaciones de ferrocarril, a través de la obra de Pedro Guimón, Amann, Smith, Rucabado, Achucarro, Bastida y otros arquitectos vascos.

Aunque la arquitectura de estilo ecléctico fue la principal protagonista de este período, a finales del siglo XIX la burguesía europea apostó por un nuevo estilo que denominamos modernismo. El modernismo promulgaba la superación del eclecticismo y buscaba la inspiración en las formas vegetales y orgánicas, con un predominio de la línea curva. En Euskal Herria este nuevo estilo más innovador sólo influyó superficialmente en las fachadas de los edificios y, sobre todo, en el ámbito de las artes aplicadas, destacando, los trabajos en hierro y las vidrieras. No obstante, el modernismo aportó a la arquitectura de Euskal Herria una utilización más sobria del lenguaje en lo decorativo y un hábil empleo de los materiales, destacando el ladrillo y la cerámica. Respecto a las influencias, mientras que en Donostia se desarrolló un tipo de modernismo de resonancia francesa, en Bilbao, predominó la huella del modernismo catalán, aunque también fue muy importante la influencia que ejerció la Secesión vienesa en la obra de Rucabado, Smith, Amann y Teodoro Anasagasti.

En cuanto a las obras, en Pamplona hay que destacar la Delegación de Hacienda, en Vitoria-Gasteiz la vivienda de la calle General Álava de Julio Saracibar y la Casa Erbina de Fausto Iñiguez de Betolaza, en Bilbao el teatro Campos Eliseos y la Casa Montero de Jean Batiste Darroguy, y en Donostia, sin una obra que podamos considerar enteramente modernista, podemos señalar algunos elementos modernistas en detalles de edificios de viviendas -fachadas, portales, miradores- ubicados en el segundo ensanche de la ciudad. Para finalizar, destacar por su singularidad el Sanatorio de Gorliz de Mario Camiña, el primer edificio realizado en Euskal Herria en hormigón y que aunque sigue el estilo del modernismo vienés en sus detalles decorativos nos anuncia el racionalismo en sus líneas compositivas simples y sencillas.

La utilización de nuevos materiales como el hierro y el hormigón, constituyó el preludio de una auténtica revolución en el ámbito arquitectónico; de hecho, la utilización de estos nuevos materiales no sólo transformó y condicionó el modo de construir, sino también la estética, permitiendo apostar por la sobriedad y las líneas rectas en el diseño de las formas. Sin embargo, a pesar de que la industria vasca basó su desarrollo económico en el apreciado metal, son escasas las construcciones que conservamos de este período realizadas en hierro u otros materiales innovadores.

El ejemplo más relevante es el puente trasbordador de Portugalete en Bizkaia de Antonio Palacio, el primer puente colgante del mundo. En Gipuzkoa, cabe citar el puente de Ormaiztegi del ingeniero francés Alexandre Lavalley y la estación de ferrocarril del Norte en San Sebastián del estudio de ingeniería francés Leteourneur y Eiffel. Otro edificio característico de este período por el empleo del hormigón en los cimientos y la cubierta de hierro fue el mercado de abastos de Vitoria-Gasteiz de Javier Aguirre. En hormigón, además del Sanatorio de Gorliz, hay que destacar también la fábrica harinera de La Ceres de Federico Ugalde en Bilbao.

En las artes plásticas también predominó el eclecticismo, y así, romanticismo, historicismo y costumbrismo, fueron los principales estilos que se cultivaron tanto en la pintura como en la escultura. De todos modos, técnica y formalmente se continuó con el más estricto de los clasicismos y el cambio de estilo sólo se aplicó temáticamente.

La primera generación de pintores vascos la constituyeron, entre otros, Francisco Bringas, Antonio María de Lecuona, Juan de Barroeta y Eduardo Zamacois; estos artistas fusionaron el romanticismo con el costumbrismo, realizando una pintura de género que comenzó a tener cierto éxito entre la burguesía vasca ya que abordaba temas tanto relacionados con el ámbito rural vasco como con la propia burguesía.

En cambio, la siguiente generación, en la que destacaron José de Echenagusia, Ignacio Díaz Olano, Alejandro Irureta, Rogelio Gordón e Ignacio Ugarte, sí comenzó a dar señales de los cambios que se avecinaban. Entre las principales novedades que aportaron, señalar la apuesta que realizaron por el paisaje, con lo que ello suponía de avance en la libertad creadora, y por la pintura de historia, en la que comenzaron a establecer algunos de los modelos que posteriormente se desarrollaron con gran éxito.

Sin embargo, los primeros signos de cambio también los encontramos a finales del siglo XIX y, concretamente, en las dos últimas décadas. Influidos por los estilos renovadores que se estaban desarrollando principalmente en Francia -impresionismo, simbolismo, postimpresionismo-, un grupo de pintores vascos decidió adaptar a sus estilos algunos de los signos y elementos de modernidad que se estaban desarrollando en Europa. Entre los pintores que decidieron apostar por combinar el clasicismo que se desarrollaba en Euskal Herria con estos nuevos estilos, destacaron Anselmo Guinea, Adolfo Guiard y, sobre todo, Darío de Regoyos; mientras que los dos primeros sólo tomaron algunos de los recursos técnicos más característicos del impresionismo sin abandonar el dibujo, Regoyos apostó por el impresionismo en su esencia.

En cuanto a la escultura, aunque las circunstancias fueron las mismas, los principales artistas que trabajaron en Euskal Herria procedieron de otros territorios. Entre los escultores de los que se conserva obra destacamos a Mariano Benlliure.

Con el inició del siglo XX, surgió en el ámbito cultural y artístico el concepto de modernidad. Este término comenzó a utilizarse para referirse al arte que se realizaba para la sociedad del momento y desde la perspectiva del presente, en oposición al que se realizó en el período ecléctico a finales del siglo XIX vinculado también a la sociedad del momento pero desde la perspectiva del pasado, fundamentalmente, a través del historicismo. En el seno de esta modernidad, a los movimientos y corrientes artísticas que proponían rupturas con las formas de creación tradicionales y establecidas, y abogaban por nuevos lenguajes artísticos, se les denominó vanguardias.

En Euskal Herria, esta primera etapa del siglo XX coincidió con un período convulso políticamente ya que en tres décadas se sucedieron una monarquía -la de Alfonso XIII-, una dictadura -la de Primero de Rivera-, una república -la II República- y una nueva dictadura -la de Franco-, después de una guerra civil. Sin embargo, económicamente Euskal Herria conoció durante este período su momento de mayor crecimiento, desarrollo y esplendor tanto económico como social y cultural.

En el ámbito artístico, el arte realizado en Euskal Herria también comenzó a situarse en la vanguardia del panorama español, ya que las primeras manifestaciones artísticas modernas llegaron a través de Euskal Herria. Sin embargo, los movimientos de vanguardia, tanto culturales como artísticos, desarrollados durante este período en otras áreas de Europa -Francia, Alemania e Italia, principalmente- aquí no se conocieron. De hecho, en Euskal Herria durante este período no surgieron movimientos de vanguardia sino que, generalmente, y con retraso, se adaptaban y se amoldaban los procedentes del exterior a las características del arte que se realizaba en nuestro territorio. Por todo ello, a esta primera etapa del siglo XX, que en el ámbito europeo se le denomina período de vanguardia, en el contexto vasco la conocemos como fase de modernidad ya que, aunque se hace un considerable esfuerzo por situarse al mismo nivel que el arte europeo contemporáneo y se intenta responder a las nuevas necesidades de la sociedad vasca, la propia sociedad no estaba preparada para asimilar las novedades y sólo aceptó una renovación moderada de sus manifestaciones artísticas.

Durante las primeras décadas del siglo XX, el eclecticismo fue el estilo predominante en la mayoría de las obras arquitectónicas realizadas en Euskal Herria. Sin embargo, la aportación más importante y trascendental de este período fue la aparición del lenguaje moderno. Este nuevo lenguaje que se propuso desde su creación hacer coincidir la forma con la función, emplear los nuevos materiales, eliminar la decoración superflua de los edificios, destacar la estética de los propios valores expresivos de las formas y utilizar formas geométricas, se articuló como la respuesta arquitectónica a las necesidades de la sociedad del momento. Una sociedad que en constante proceso de cambio y de transformación, utilizó la arquitectura no sólo para cubrir sus necesidades sino, también, para significarse.

Una vez más, a la hora de introducirse en Euskal Herria esta segunda corriente Iparralde jugó un papel determinante. De este modo, en las mismas décadas en las que se desarrollaba el estilo neovasco, en Iparralde también se extendió un estilo que con el nombre de art déco hacia uso del racionalismo promovido por los arquitectos que crearon el lenguaje moderno de un modo puramente formal, e impulsado por el despegue turístico de la costa de Lapurdi. Un ejemplo de este tipo de arquitectura fue el casino de Donibane Lohizune del arquitecto francés Louis Mallet-Stevens.

De la misma manera, en el resto de Euskal Herria comenzamos a encontrar desde las primeras dos décadas del siglo, construcciones que sin abrazar el lenguaje moderno, en algunas características apuntan hacia el posterior movimiento que denominaremos racionalista. Entre estos edificios hay que destacar además del Sanatorio de Gorliz de Mario Camiña, el balneario de Igeretxe en Algorta de Antonio Araluce, que recoge características de la estética náutica, tan importante en el desarrollo del primer estilo moderno, y la obra de tres arquitectos vizcaínos -Teodoro de Anasagasti, Antonio Palacio y Secundino Zuazo- que aunque realizaron sus trabajos más importantes fuera de Euskal Herria, en algunos proyectos de juventud en Bilbao dejaron la huella de un espíritu que también podemos considerar moderno.

A partir de la tercera década la aceptación de los postulados del lenguaje moderno fue más amplia y surgió una generación de arquitectos que asimilaron el lenguaje y lo intentaron aplicar en el medio vasco. Esta generación tuvo un protagonista significativo, el guipuzcoano José María Aizpurua que, junto a Joaquín Labayen, y un grupo reducido de jóvenes arquitectos -Luis Vallejo, Joaquín Zarranz, Tomás Bilbao, Eduardo Lagarde y Juan Antonio Ponte, entre otros- se sumaron a la aventura creativa del GATEPAC (Grupo de Arquitectos y Técnicos Españoles para el Progreso de la Arquitectura Contemporánea), constituyendo en Euskal Herria el foco norte de dicho grupo. El objetivo de este colectivo era realizar una nueva arquitectura de espíritu moderno y formas racionalistas que sustituyese al eclecticismo.

Aunque fueron escasas las obras realizadas en este estilo, las que finalmente se erigieron resultaron ser además de novedosas muy significativas. La más destacable fue el Club Náutico de Donostia de Aizpurua y Labayen, un ejemplo de la nueva estética, que rompía deliberadamente con la arquitectura del pasado y armonizó elementos racionalistas y expresionistas. El resto de los miembros del grupo también lograron construir algunos edificios, como el edificio de viviendas en la calle Ripa de Bilbao de Tomás Bilbao. Sin embargo, la mayoría de las obras construidas fueron realizadas por arquitectos que no formaban parte del grupo, aunque conocían a sus componentes y muchos de ellos recibían información de las actividades del mismo. Así, Fernando Arzadún construyó en Bermeo la vivienda Kikunbera, Emiliano Amann las viviendas de Solokoetxe en Bilbao, o Pablo Zabalo el sanatorio antituberculoso de Leza en Biasteri.

A finales de la década de los años treinta, la asimilación y la aceptación del lenguaje moderno fue más generalizado y encontramos ejemplos más numerosos, realizados desde una perspectiva no tan canónica y literal como la anterior década, sino a partir de una lectura art déco, que hacía un uso del lenguaje moderno de un modo puramente formal, con un carácter más superficial. En este estilo construyeron, Manuel María Smith una casa de vecindad en Las Arenas, Manuel Ignacio Galíndez el edificio de la Equitativa en Bilbao, y para la misma compañía, Fernando Arzadún el de Donostia, en Vitoria-Gasteiz José Luis López Uralde la estación de servicios Goya y Jesús Guinea un conjunto de viviendas en la Calle San Antonio, y en Pamplona Joaquín Zarranz el edificio de Caja Navarra en el Paseo Sarasate.

No obstante al final de esta fase también encontramos edificios que respondían al estilo moderno de un modo más canónico, como en el caso de las fábricas SACEM en Billabona y Unión Cerrajera en Arrasate de Luis Astiazaran, la fábrica Hermanos Laborde en Andoain de Manuel y Enrique Laborde, la casa Sollube en Donostia de Eugenio María de Aguinaga, el edificio de viviendas en Hondarribia de Aizpurua y Eduardo Lagarde, y el grupo escolar Luis Briñas de Pedro Ispizua en Bilbao.

Para finalizar destacar un arquitecto singular en este período que, al mismo tiempo, sintetiza todo lo visto hasta el momento, el navarro Victor Eusa. Y es que con una obra realizada fundamentalmente en Pamplona, Eusa supo combinar desde un punto de vista personal y creativo los lenguajes ecléctico, modernista y moderno en una obra que siempre se caracterizó por la honradez constructiva, la habilidad en el manejo de los volúmenes y la sinceridad material y estructural. Entre sus trabajo más interesantes destacaremos en Pamplona el Seminario, el Colegio de los Escolapios, la Casa de la Misericordia y el edifico Bahía, y en Tafalla el asilo de la localidad.

Entre las disciplinas plásticas, la pintura fue la que durante este período alcanzó un mayor desarrollo. La creciente y enriquecida burguesía se convirtió en una exigente clientela ya que la adquisición de obras pictóricas reflejaba su solvencia económica así como su prestigio social. Este auge de la pintura estuvo acompañado por la aparición de numerosos artistas y por la apuesta en práctica de algunos rasgos innovadores. De todas formas, como ya hemos señalado en la introducción, en el contexto artístico vasco no predominó una apuesta rápida ni radical por la vanguardia del momento, sino la asimilación lenta y progresiva de algunos rasgos innovadores procedentes de Francia.

Así, impresionismo, simbolismo y postimpresionismo fueron los tres principales movimientos que a través de numerosos viajes realizados a París por nuestros artistas, determinaron el arte vasco del momento. La mayoría, después de sus estancias en el extranjero, adaptaban de forma superficial los nuevos lenguajes, ya que el gusto dominante continuaba determinado por lo convencional y lo conservador. Así, a la generación de Guinea, Guiard y Regoyos, le siguió una nueva y numerosa generación de artistas nacidos en las últimas del siglo XIX, y que tuvo una gran influencia en el ambiente artístico vasco. En este momento la capital artística vasca fue Bilbao; en esta localidad residieron la mayoría de los artistas más importantes, se celebraron los concursos y las exposiciones de mayor interés, y el asociacionismo tuvo una incidencia fundamental, destacando la Asociación de Artistas Vascos -fundada en Bilbao en 1910- como la principal dinamizadora del ambiente artístico del momento.

Esta generación, en la que se integraron pintores de distintas procedencias, continuó con la tónica general de añadir al lenguaje clásico establecido de la pintura vasca del siglo XIX las influencias parisinas. Sin embargo, dependiendo de la influencia y del grado de asimilación de la misma, en esta generación podemos distinguir dos grupos. Por una parte, se encuentran los pintores que acudieron al impresionismo y el postimpresionismo, y entre los que destacaron Francisco Iturrino, Pablo Uranga, Manuel Losada, Juan de Echevarría, Julian de Tellaeche, Ascensio Martiarena, Aurelio Arteta, Antonio de Guezala y Fernando de Amarica. Además, en este primer grupo encontramos, desde los pintores -Uranga, Losada, Martiarena- que alentados por los estilos innovadores de finales del siglo XIX se inclinaron por experimentar con la incidencia de la luz en el color a través de una paleta de tonos claros y un trazo que comenzaba a alejarse del dictado del dibujo, hasta los artistas -Iturrino, Arteta, Echevarría, Tellaeche, Guezala- que se dejaron influir moderadamente por la primeras vanguardias -fauvismo, cubismo, futurismo- y realizaron una obra amable y sin rupturas, entre la tradición y la innovación -aunque en algunos casos con contenido social- y adecuándose al gusto de la burguesía, que poco a poco aceptó la modernidad.

Sin embargo, esta no fue la única tendencia en las primeras décadas en el panorama artístico vasco. Paralelamente, existió un segundo grupo de artistas que prefirió mantenerse fiel a un lenguaje más clásico y tradicional, y adoptar una determinada gama cromática procedente del simbolismo europeo; además, los integrantes de esta tendencia prefirieron abordar temas costumbristas en sintonía con el movimiento cultural noventaiochista y regeneracionista. El pintor más importante de este grupo fue Ignacio de Zuloaga, aunque también hay que citar a los hermanos Zubiaurre, Angel Larroque, Ricardo Baroja, Alberto Arrue y Gustavo de Maeztu.

A finales de este período, apareció en la escena artística vasca una nueva generación de pintores que sin sustituir a la anterior, convivió con ella. Esta generación cuyos miembros nacieron con el nuevo siglo, también se puede dividir en dos grupos. Por una parte, se encuentran los pintores seguidores y herederos de la tradición convencional establecida, que en estos momentos comenzaron a investigar en nuevos temas sin abandonar algunas de las innovaciones técnicas importadas anteriormente desde Francia. A este primer grupo pertenecen desde los pintores como José y Ramiro Arrúe, Elías Salaverría y Mauricio Flores Kaperotxipi, que partiendo de la moda procedente de Iparralde a favor de la recuperación de los temas vascos, desarrollaron temas costumbristas en los que ensalzan características de la identidad vasca, a los pintores que prefirieron retomar el paisaje y abordarlo a partir de la obra de Daniel Vázquez Díaz, que aplicó en este género el cubismo, inaugurando una tendencia que se denomina Escuela del Bidasoa, ya que fue en el curso de este río navarro donde busaron inspiración pintores como Gaspar Montes Iturrioz o Bernardino Bienabe Artía.

El segundo grupo de artistas, sin embargo, destacó por mantener el compromiso con las vanguardias y continuar añadiendo rasgos característicos de las mismas a sus propios lenguajes. La mayoría de ellos, por tanto, recurrieron a la pintura metafísica y el surrealismo para desarrollar un estilo en el que sin abandonar la tradición, se incluyeron un mayor número de elementos innovadores con respecto a la fase anterior. Durante el final de este primer período, el foco artístico más importante estuvo en Donostia, de hecho, la mayoría de los artistas importantes residieron en la capital guipuzcoana, y como ocurrió con Bilbao al inicio del período, también en Donostia se celebraron las exposiciones y los certámenes más importantes, así como la creación de grupos artísticos como la sociedad GU. Entre los pintores que destacaron citaremos a Jesús Olasagasti, Juan Cabanas Erauskin, José Sarriegui, Nicolás Lekuona, Narkis Balenciaga y Carlos Ribera; mientras que en Bilbao, a José María Ucelay y a Juan de Aranoa.

En cuanto a la escultura, los primeros escultores que se atrevieron a alejarse del academicismo y asomarse a la modernidad fueron Francisco Durrio, Nemesio Mogrobejo y Joaquín Lucarini. Sin embargo, por cuestiones técnicas y monetarias la escultura no podía evolucionar al mismo ritmo que la pintura, y de momento, sólo estilos como el modernismo o el simbolismo influyeron en esta disciplina. Por ello, a pesar de que la escultura conoció durante este período un momento de desarrollo gracias al gran número de encargos que se hicieron para realizar monumentos públicos, en la mayoría de los casos se recurrió a un estilo tradicional. Entre los escultores que más trabajaron durante este período destacamos, además de los citados, a León Barrenechea, Julio Beobide, Carlos Elguezua, Moisés Huerta, Quintín de la Torre, Ramón Basterra y Fructuoso Orduña. Sin embargo, es necesario señalar que a finales de este período, comenzaron a llegar nuevos aires de renovación a través de un artista fundamental para entender la posterior evolución del arte vasco; nos referimos al escultor guipuzcoano Jorge Oteiza, que comenzó a realizar sus primeras esculturas influido por la vanguardia.

Esta segunda etapa del siglo XX fue especialmente difícil para Euskal Herria. Durante la dictadura del general Franco, Euskal Herria sufrió una dura represión política y cultural. Las manifestaciones artísticas anteriores a la guerra fueron severamente reprimidas -para el franquismo la modernidad y la vanguardia se asociaba con la democracia-, y el nuevo régimen impulsó el regreso a un arte convencional e histórico que recuperara los estilos que la dictadura identificaba con los momentos de mayor esplendor del Imperio español. Sin embargo, a partir de los últimos años de la década de los cincuenta, el panorama dio muestras de cambio gracias al desarrollo de la economía. Y aunque en el ámbito político se continuó sin realizar ningún progreso, en el cultural se avanzó; concretamente en Euskal Herria, se respiraron de nuevo los aires modernos de la vanguardia histórica europea de la primera mitad del siglo XX, y se dejó sentir el eco de los nuevos estilos que se desarrollaban entonces en la escena internacional.

De este modo, el arte vasco pudo crear, por primera vez en su historia, su propia vanguardia y, por este motivo, aplicamos ahora este término, ya que no solamente se intentaron crear nuevos lenguajes en el arte vasco -en muchos casos, a partir de lo autóctono, modernidad y tradición-, sino que hubo un deseo de crear con absoluta libertad, pero también de acercarse a la sociedad, de establecer un diálogo con ella, una intención que en Europa ya había desaparecido en esta etapa. Esta segunda etapa concluyó cuando finalmente la dictadura de Franco despareció y se implantó la democracia; un nuevo período en el que Euskal Herria pudo progresar y desarrollarse plenamente en todos los ámbitos y, entre ellos, también en el artístico.

Durante los primeros años de la dictadura, el régimen buscó un estilo nacional de raíz popular e histórica, que recurriese a la decoración de estilos antiguos, en especial el escurialense, ya que se identificaba este momento con el de mayor esplendor del Imperio español. Así, en la mayoría de los edificios que se construyeron en este período -la iglesia dedicada a los caídos por el bando nacional de Pamplona, el Seminario de Donostia, la plaza mayor de Gernika- se produjo un abuso de la escala monumental y el exhibicionismo. En este intento de establecer un estilo nacional jugaron un papel fundamental dos arquitectos vascos, Pedro Muguruza Otaño, desde la Dirección General de Arquitectura, y Pedro Bidagor Lasarte, desde la Dirección General de Regiones Devastadas. Sin embargo, estas directrices no se pudieron aplicar en todos los casos ya que, además de resultar muy costoso económicamente, no respondían a las necesidades de una sociedad en la que la precaria situación económica obligaba a una masiva y rápida reconstrucción. Así es como a partir de los años cincuenta el lenguaje moderno se volvió a recuperar tanto por los arquitectos que estaban en activo en los años anteriores a la guerra, como por las nuevas generaciones. De hecho, Pedro Ispizua, Fernando Arzadun, Pedro Guimón y Manuel Ignacio Galíndez en Bilbao, Jesús Guinea y José Luis López Uralde en Vitoria-Gasteiz, o Ramón Cortazar y José Antonio Ponte en Gipuzkoa, continuaron realizando edificios de viviendas, en los que combinaban el racionalismo con elementos expresionistas y detalles art déco.

Sin embargo, la década de los años cincuenta también fue propicia para otro tipo de experimentaciones. Así, en la arquitectura religiosa hay que destacar la renovación que vivió la tipología de la iglesia en unos años en los que todavía no se había celebrado el Concilio Vaticano II. Así, el arquitecto navarro Francisco Javier Sáenz de Oíza junto a Luis Laorga propuso en la basílica de Aranzazu en Oñati una iglesia que, aunque todavía mantenía numerosos elementos anclados en la tradición, en otros existía un evidente compromiso con el lenguaje moderno. Esto también lo encontramos en Vitoria-Gasteiz, en los templos de Los Ángeles de Javier Carvajal y José María García de Paredes, y La Coronación de Miguel Fisac; en ambas iglesias lo que destaca es la estructura del propio edificio que, adecuando su geometría a los propios solares irregulares, transmiten una gran potencia plástica y escultórica.

A partir de los años sesenta, una nueva sensibilidad irrumpió en el panorama arquitectónico vasco. El lenguaje moderno y racional evolucionó hacia un nuevo estilo que bajo el nombre de organicismo dio prioridad a las formas curvas y, sobre todo, concedió especial importancia a la integración de los edificios en el entorno tanto natural como histórico en el que eran construidos. En la difusión de este estilo hay que destacar el papel que jugó en el ámbito teórico el arquitecto vizcaíno Juan Daniel Fullaondo, y los trabajos que realizaron Eugenio María de Aguinaga y Sáenz de Oíza en este estilo, concretamente la vivienda que realizó este último en la localidad de Durana.

De cualquier forma, el arquitecto más importante de este período fue el guipuzcoano Luis Peña Ganchegui. De hecho, desde sus obras iniciales, como la Torre Vista Alegre de Zarautz, Peña Ganchegui apostó por superar el racionalismo estricto en aras de un organicismo y un plasticismo que, además de adecuarse al entorno y al paisaje, también lo hacía en relación con la historia local. Entre sus numerosos trabajos hay que destacar la Casa Imanolena de Mutriku, el edificio de viviendas Iparraguirre en la misma localidad guipuzcoana, la iglesia de San Francisco y la plaza de los Fueros en Vitoria-Gasteiz, y las plazas de la Trinidad y del Tenis en Donostia; en esta última, Peña Ganchegui planteó, a partir de la recuperación de un terreno marginal, una plaza escalonada de impronta minimalista, con sugerentes arritmias y expresivas texturas, que da la sensación de haber existido siempre en el paisaje.

En este final del período, aunque el organicismo fue la estética más novedosa, en muchas obras continuó combinándose con el racionalismo, y tampoco faltaron elementos y detalles expresionistas. Entre los arquitectos que mejor trabajaron en ese estilo hay que destacar al propio Fullaondo, Fernando Olabarria, Álvaro Líbano, Rufino Basañez, José Erbina, Miguel Mieg, Miguel Oriol e Ibarra, Francisco Javier Guibert, Fernando Redón y los hermanos Félix y José Luis Iñiguez de Onzoño. Entre las obras a señalar, destacar los institutos de enseñanza media de Txurdinaga en Bilbao, el campus de Deusto en Donostia, la iglesia de Santiago Apóstol de Pamplona, y otras muchas obras relacionadas con grupos escolares, equipamientos culturales y bloques de viviendas. Sin embargo, el edificio que mejor representa este período es la primera gran obra del arquitecto navarro Rafael Moneo en Donostia, el edificio de viviendas Urumea, en el que junto a Javier Marquet, Javier Unzurrunzaga y Luis María Zulaika, asume el paisaje y el pasado de la ciudad, combinando las bandas ondulantes de los miradores con las esquinas ortogonales que cuadran y definen la manzana del ensanche.

Tal y como ocurrió con la arquitectura, durante las dos primeras décadas del franquismo, las artes plásticas también se refugiaron en un estilo tradicional y conservador en el que las corrientes y las tendencias modernas desaparecieron del panorama artístico vasco. En el caso de la pintura, la mayoría de los artistas se refugiaron en el paisaje y realizaron una pintura figurativa -que no realista- donde se intuían algunos ecos de la influencia ejercida por el impresionismo y el postimpresionismo. En este estilo trabajaron, entre otros, pintores como Menchu Gal, Mari Paz Jiménez, Gonzalo Chillida.

Las novedades, los cambios e, incluso, las rupturas llegaron, por tanto, a partir de los años sesenta. En esta década surge en Euskal Herria una nueva generación de pintores que apuestan no sólo por recuperar las vanguardias históricas del primer período, sino por dejarse influir por los nuevos movimientos artísticos que entonces surgían -informalismo, expresionismo abstracto- y, además, intentar aproximarse a la sociedad que comenzaba a transformarse y a tener nuevas necesidades.

En este panorama, al igual que en el primer período, en este segundo el asociacionismo ocupó un lugar muy importante. De hecho, desde finales de los años cuarenta las asociaciones de artistas vascos comenzaron a resurgir y tuvieron una indudable importancia a la hora de revitalizar el panorama artístico. En la década de los sesenta, por lo tanto, fueron numerosos los grupos que surgieron, aunque la mayoría tuvieron una corta existencia y la influencia que ejercieron fue limitada y circunstancial.

Entre los grupos que nacieron en la década de los sesenta, los que más relevancia alcanzaron fueron aquellos que se crearon en 1965 en torno al pensamiento y las propuestas de Jorge Oteiza. Gaur en Gipuzkoa, Emen en Bizkaia, Orain en Araba y Danok en Navarra, de hecho, aspiraron a fomentar los primeros movimientos de vanguardia en Euskal Herria -existió incluso el proyecto de crear un quinto grupo en Iparralde, con el nombre de Baita- en los cuales además de apostar por la interdisciplinaridad, se propugnase la iniciativa de crear un arte que aunase tradición y modernidad sin perder el contacto con la realidad social.

Aunque los grupos citados no prosperaron, esta iniciativa fue muy importante ya que una nueva generación de pintores vascos apostaron por abandonar la figuración y traer nuevos lenguajes al panorama artístico vasco. Sin embargo, entre éstos encontramos opciones estilísticas muy diversas, que fueron desde la abstracción a un nuevo tipo de realismo interpretado desde una perspectiva social. En el primer estilo destacaremos, entre otros, a José Antonio Sistiaga, Rafael Ruiz Balerdi, Amable Arias, Bonifacio Alonso y Ramón Vargas, mientras que en el segundo estilo cabe citar a Agustín Ibarrola, Dionisio Blanco e Isabel Baquedano.

Respecto a la escultura, en este segundo período del siglo XX, debido a la prematura relación con las tendencias más renovadoras, la disciplina artística que más éxito y desarrollo tuvo fue la escultura. De hecho, al grupo de escultores que entre las décadas de los cincuenta y los sesenta desarrollaron en Euskal Herria su labor se les ha denominado como la Escuela Vasca de Escultura.

Este término no hay que entenderlo como el de una organización sistemática dotada de un ideario común, sino más bien como una sensibilidad común de un grupo de escultores que, pese a sus diferencias, tuvieron características similares: predominio del lenguaje abstracto sobre el figurativo, gusto por la monumentalidad, estrecha relación con la naturaleza y el ser humano, y la utilización de materiales como la madera, la piedra o el hierro. Sin embargo, este grupo no sólo creó un movimiento de arte contemporáneo acorde con las últimas tendencias del panorama internacional, sino que, además, quiso realizar un arte de vanguardia; el objetivo era desarrollar un nuevo lenguaje artístico que combinase lo autóctono con las aportaciones de los principales movimientos de las vanguardias para luego ofrecerlas a la sociedad.

La actividad de este grupo de escultores que comenzó en los años cincuenta coincidió con el regreso de Jorge Oteiza de Sudamérica -lugar al que se marchó antes de la guerra- y con el inicio de las obras de la basílica de Arantzazu. La construcción del edificio y de las esculturas y de las pinturas que completaban el conjunto, implicó a una generación de artistas con sensibilidades muy afines, a que se reuniesen en torno al proyecto y a la poderosa personalidad de Oteiza, partícipe junto a Nestor Basterrechea, Agustín Ibarrola, Lucio Muñoz y Eduardo Chillida, de los trabajos.

En la década de los sesenta, algunos de los miembros del grupo de Arantzazu volvieron a coincidir en la formación de un nuevo movimiento artístico que en este caso agrupase artistas de diferentes disciplinas y territorios de Euskal Herria. De este modo se formaron Gaur, Emen y Orain, intentando apostar por utilizar lenguajes modernos, aunar lo tradicional y lo contemporáneo, y realizar un arte que se aproximase a la sociedad. El proyecto fracasó por desavenencias tanto formales como ideológicas, pero contribuyó a que la escultura vasca y, en general, el arte contemporáneo tuviesen una enorme presencia en la sociedad vasca. De hecho, son numerosos los escultores que posteriormente han seguido la estela de Oteiza y Chillida -los dos escultores más importantes de este período-, destacando Remigio Mendiburu, Vicente Larrea, Ricardo Ugarte, José Ramón Anda y Ángel Bados.

Con la desaparición de la dictadura de Franco y la llegada de la democracia, entramos en una tercera etapa en la que se impusieron las tendencias posmodernas, por lo que ya no podemos utilizar los términos de estilo o movimiento. Y es que a partir de los años setenta, en el ámbito artístico se conoció la incidencia de una tendencia que, en rasgos generales, ha sido identificada con el término de posmodernidad. Dicho término estuvo determinado por un nuevo pensamiento que proponía recuperar la historia con el objetivo de contextualizar la disciplina. De este modo, al igual que en la pintura y la escultura de esta década se recuperaban la figuración y el lenguaje narrativo, la arquitectura decidió recurrir a la historia a través del espíritu ecléctico de la segunda mitad del siglo XIX y reutilizar los estilos y los movimientos de los siglos XIX y XX, aunque de un modo descontextualizado.

En Euskal Herria, mientras que en los períodos anteriores el arte vasco se desarrolló a la sombra de los principales estilos europeos y siempre con cierto retraso, en la actualidad, las manifestaciones artísticas creadas en Euskal Herria están en sintonía con las creadas en el resto del mundo. De hecho, las creaciones artísticas de nuestro territorio difieren en muy poco con las que se realizan en otras latitudes consecuencia, fundamentalmente, del proceso de homogeneización y globalización. La novedad más importante ha sido, además de la desaparición de las fronteras entre las diferentes disciplinas artísticas, la incorporación de nuevas disciplinas determinadas por las nuevas tecnologías. Este rasgo, que también caracteriza al resto de la escena internacional, junto al de la posmodernidad nos obliga a definir este período como plural, y nos abre nuevas puertas que, sin duda alguna, volverán a transformar el futuro del panorama artístico vasco e internacional.

En Euskal Herria aunque la tendencia posmoderna, determinada por un nuevo pensamiento que proponía recuperar la historia con el objetivo de contextualizar la disciplina, ya la había asumido Peña Ganchegui en su obra, los pioneros en la introducción del nuevo lenguaje fueron los guipuzcoanos José Ignacio Linazasoro y Miguel Garay en el proyecto de la ikastola de Hondarribia; en este centro de enseñanza, Linazasoro y Garay propusieron un nuevo clasicismo esencial y atemporal, institucional y monumental, que aun siendo racionalista dialoga con el pasado de la arquitectura.

A continuación, en la década de los ochenta, la nota predominante fue la libertad formal y, aunque volvió a surgir el racionalismo predominó, sobre todo, un cierto eclecticismo en el que se combinaban tradiciones tan dispares como el funcionalismo, el organicismo, el expresionismo, el historicismo y el regionalismo, y un nivel de calidad y de cuidado del detalle exquisito, en obras que destacan por su rigor compositivo.

En esta década, el foco más activo fue el alavés, que contaba con un grupo de arquitectos de diferentes generaciones y estilos -Iñaki Usandizaga, Fernando Ruiz de Ocenda, Roberto Ercilla, Miguel Ángel Campo, Javier Mozas, Luis María Uriarte, José Luis Catón- y que realizaron una obra de gran calidad entre la que cabe destacar los centros cívicos de Vitoria-Gasteiz y las oficinas de la Hacienda Foral. En Gipuzkoa, la misma función la han desempeñado otro grupo de arquitectos -Javier Marquet, Luis María Zulaika, Xavier Unzurrunzaga, Francisco de León, Ángel de la Hoz, Joaquín Montero, José Antonio Pizarro, Manuel Iñiguez, Alberto Ustarroz- con obras tan estimulantes como los edificios que componen el campus de Ibaeta de la Universidad Pública Vasca o la cripta subterránea del cementerio de Zumarraga.

A partir de la década de los noventa, la arquitectura ha recuperado el racionalismo del lenguaje moderno a través de una lectura minimalista, sencilla, austera y sobria, y aunque no ha sido este el único estilo en el panorama arquitectónico internacional -ahí están para atestiguarlo el deconstructivismo o el informalismo- es el que mayor éxito y aceptación ha tenido en Euskal Herria. Esta circunstancia nos remite nuevamente a la sensibilidad que mayoritariamente ha predominado en la evolución de la arquitectura vasca, el gusto por las líneas claras, ponderadas y sencillas.

El proyecto que abrió la década y la simbolizó fue el auditorio y palacio de congresos del Kursaal de Rafael Moneo en Donostia. En este sorprendente edificio, Moneo recogió toda la tradición arquitectónica previa -racionalismo, organicismo- y se atrevió a dar un paso más hacia delante apostando por hacer un edificio además de funcional, poético y artístico, ya que enlaza con la tradición minimalista y el land-art. Así, siguiendo la estela del Kursaal, la mayoría de los proyectos interesantes de estos últimos años han hecho hincapié en la importancia de las líneas rigurosas, de cariz abstractas, aunque no exentas de expresión. De todos modos, la variedad y la pluralidad es otro de los rasgos característicos, pudiéndose encontrar en la misma tipología y en fechas muy próximas obras como el centro de salud de Lesaka en Navarra de Manuel Iñiguez y Alberto Ustarroz, donde se vuelve a reinterpretar el clasicismo riguroso, hasta el centro de salud de Ariznavarra en Vitoria-Gasteiz de Luis Maria Uriarte, un edificio basado en la reiteración modular abstracta. En cambio, en el parque deportivo de Iruña de Oka, Roberto Ercilla y Miguel Ángel Campo, prefieren unan ordenación donde predomine el carácter paisajístico, mientras que Ignacio Vicens y José Antonio Ramos apuestan en su facultad de ciencias sociales de la Universidad de Navarra en Pamplona por los volúmenes de carácter expresivo, y José Luis Catón en el museo Artium de Vitoria-Gasteiz combina la arquitectura racionalista histórica con la estética industrial.

Entre las nuevas generaciones uno de los arquitectos que mejor ha sabido aplicar el lenguaje racionalista conciso pero expresivo ha sido el navarro Francisco José Mangado. Así, en obras como las Bodegas Marco Real y la plaza de Carlos III de Olite, la plaza de los Fueros de Estella, el Club de Campo Zuasti, el centro de salud Iturrama, la escuela infantil Mendillorri, o el auditorio y palacio de congresos Baluarte en Pamplona, Mangado ha demostrado saber captar, simplificar y depurar la esencia lo complejo y lo heterogéneo de los programas, a base de una obra neutra y contundente.

Por el mismo camino ha circulado el vizcaíno Eduardo Arroyo, aunque en sus trabajos más recientes -escuela infantil de Sondika, plaza del Desierto de Barakaldo, estadio de fútbol de Lasesarre de Barakaldo- añade a la simplificación formal un indudable componente estético, producto de la combinación de las propias formas, como si estas compusieran un mosaico urbano fluido y mutante.

Para finalizar, no podemos olvidarnos de las obras realizadas por arquitectos foráneos en nuestro territorio. Aunque hasta el momento no han sido muchas, cada vez son más numerosas -Museo de Navarra en Pamplona de Jordi Garcés y Enric Soria, viviendas sociales en Basauri de Beatriz Matos y Alberto Martínez, auditorio y palacio de congresos de Bilbao de Federico Soriano y Dolores Palacios, aeropuerto de Loiu de Santiago Calatrava-, y en los últimos años dos de ellas han causado entre nosotros un gran impacto. La primera es el Metropolitano de Bilbao, una de las obras más interesantes del británico Norman Foster, donde ha sabido combinar magistralmente ingeniería y arquitectura, destacando las galerías subterráneas curvas que revelan la forma inherente del sistema de perforación, y la segunda el Museo Guggenheim de Bilbao del estadounidense Frank Gehry. Levantado en el borde industrial de la ría, el edificio asume la compleja estructura urbana y se organiza a partir de un programa informático de la industria aeroespacial en torno a un monumental atrio acristalado desde el que se disponen una serie de piezas de distinto tamaño; estas piezas son revestidas con escamas de titanio consiguiendo que el edificio se convierta en singular, único, admirable por su capacidad simbólica, por su condición parlante e irrepetible.

A partir de los años setenta, el arte vasco comenzó a recibir noticias directas de los movimientos más importantes que se estaban desarrollando en la escena internacional -pop art, minimalismo, arte conceptual- y aunque todos no influyeron de la misma manera entre nosotros, por lo menos, fueron conocidos y los artistas vascos pudieron elegir el camino que más les seducía. Los Encuentros de Pamplona de 1972, aunque fueron clausurados por el régimen franquista antes de su finalización, jugaron un papel muy importante; en los mismos, se pudo contemplar además de exposiciones de prestigiosos artistas del panorama internacional, la situación del arte en Euskal Herria y constatar algunas de las características que aún hoy en día continúan en el arte vasco: la desaparición de las fronteras entre pintura y escultura, la ausencia de colectivos o asociaciones que agrupen a los artistas vascos, el alejamiento de posiciones respecto a cuestiones como la identidad vasca, el conocimiento exhaustivo -a través de estancias en el extranjero- de la situación del arte internacional y la aparente ausencia de relaciones con la sociedad. Estas características, aunque no se dan en todos los creadores, han sido las más comunes en el arte vasco de las últimas décadas.

En cuanto a las corrientes que predominaron en este primer período posmoderno, aunque es difícil realizar una aproximación a los movimientos que más influencia han tenido, es necesario señalar que en la mayoría de los artistas las apuestas fueron bastante conservadoras; de hecho, la mayor parte de ellos, emplearon la pintura y la escultura como principal medio de expresión, y la figuración y la abstracción fueron entre los lenguajes seleccionados, las dos opciones más utilizadas.

En la década de los setenta, de hecho, surgió un grupo de aristas que sin formar un colectivo, intentó hacer frente a la tradición abstracta de los años sesenta y apostó por la figuración; entre estos artistas destacamos los nombres de Marta Cárdenas, Vicente Ameztoy, Andrés Nágel, José Llanos, Ramón Zuriarrain, Juan Luis Goenaga, Juan José Aquerreta, Pedro Salaberria, Xavier Morrás, Pedro Oses y Clara Gangutia. Sin embargo, en los mismos años, otro grupo de artistas continuó realizando un arte abstracto aunque desde una mirada más personal; en este grupo, cabe citar, a Carlos Sanz, Gabriel Ramos Uranga, Carmelo Ortiz de Elgea, Santos Iñurrieta y Juan Mieg.

Frente al protagonismo de las artes pictóricas en los años setenta, en la siguiente década, una joven generación de escultores no sólo abordó y reinterpretó la herencia del arte vasco de los años sesenta, sino que puso al día la disciplina escultórica introduciendo las últimas tendencias posmodernas; Txomin Badiola, Pello Iraza y Juan Luis Moraza, son algunos de los nombres que destacaron en este momento, aunque tampoco debemos olvidar a otros artistas -pintores y escultores- como Darío Villalba, Esther Ferrer, Elena Asins, José Ramón Morquillas, Fernando y Vicente Roscubas, Pablo Donezar, Prudencio Irazabal, Iñaki Cerrajería, Pablo Milicia, Txupi Sanz, Juan Ugalde, Koldobika Jauregi, Cristina Iglesias, Dario Urzay o Jesús Maria Lazkano, que aunque no han limitado en ningún movimiento concreto, aportaron a la plástica vasca de esta década nuevos lenguajes contemporáneos y aires de renovación.

En cambio, la década de los noventa ha traído un mayor pluralismo. Se mantienen los rasgos descritos en la anterior década, a los que ahora se suma la utilización de nuevas disciplinas como la fotografía, el vídeo o el ordenador, y el empleo de cualquier material, idea o concepto que el artista considere oportuno.

Realizar una selección de los jóvenes artistas más importantes de estos últimos años resulta mucho más difícil por la falta de perspectiva, pero si nos atenemos al número de ocasiones en las que han sido seleccionados o premiados, y su obra ha sido seleccionada para exponer tanto en el ámbito vasco como en el estatal, en la lista destacaríamos, entre otros, a Javier Pérez, Ana Laura Alaez, José Rekalde, Fracisco Ruiz de Infante, Aitor Ortiz, Javier Balda, Javier Alkain, José Ramón Amondarain, Manu Muniategiandikoetxea, Jesús María Corman, Raúl Urritikoetxea, Edu López, Dora Salazar, Luis Candaudap, Fernando Pagola, Leopoldo Ferrán, Agustina Otero, Maider López, Andoni Euba, Alberto Peral, Pepo Salazar, Jon Mikel Euba, Txuspo Poyo, Asier Mendizábal, Iñaki Garmendia, Sergio Prego, Gema Intxausti, Alfonso Ascunce, Estibaliz Sabada, Itziar Ocariz, Iratxe Jaio, Azucena Vieites, Abi Lazkoz, Ibon Aramberri y Juan Pérez Agirregoikoa.