Kontzeptua

Matxinadak (1989ko bertsioa)

Fueros y Matxinadas. De la misma manera que evidenciábamos una correlación entre coyuntura histórica y revuelta, las peculiares características institucionales, sociales, económicas y culturales de las Provincias Exentas, dotadas de códigos específicos (Fueros, franquezas, libertades, usos y costumbres) e instancias propias de gestión y administración, en definitiva de poder autónomo, nos comprometen a hacer una reflexión, ineludible y necesaria sobre el hecho foral y la revuelta. Si observamos los modelos de revuelta en la Monarquía española y, por extensión, en la Europa moderna, encontramos una recurrencia constante de dos tipos de disturbios. Por una parte, está la revuelta del hambre, insurrecciones de masas provocadas directamente por la miseria o por la elaboración «paranoica» y colectiva de un futuro de pobreza y que, en repetidas ocasiones, se transforman en protesta violenta contra la totalidad del orden social; por otra, también encontramos la revuelta que surge de una «nación» política: la protesta de una fracción o de la mayoría del «país» político contra una prerrogativa impopular impuesta desde la cúspide del poder central monárquico. Las revueltas vascas, las grandes matxinadas vascas, son una simbiosis de ambos modelos insurreccionales. El Estanco de la sal, la instalación de las aduanas o la exigencia de un servicio militar zamacolista con carácter obligatorio, fueron, desde un punto de vista jurídico, una verdadera declaración de guerra al modelo institucional foral vasco. Ciertamente, la cuestión planteada es delicada. Desde luego, tal como señala Juan Aranzadi, los fueros son algo más que una mera organización política o una legislación variable. Si aceptamos que la foralidad, y por ahora no encontramos motivos para lo contrario, es «la encarnación jurídico-institucional de toda una sociedad y cultura», lo que equivale a una defensa a ultranza de la sucesión troncal, la hidalguía universal, la exención fiscal y de servicios militares y la libertad de comercio, se comprenderá fácilmente el impacto que pudo provocar históricamente cualquier disposición contraria al mantenimiento del «statu quo» foral vigente. En este sentido, no puede olvidarse algo que llama la atención cuando se analizan las diversas manifestaciones de enfrentamiento social en el País Vasco durante la modernidad: sitúese la frontera social que divide y opone a los contendientes, entre artesanos y patriciado urbano, como en el Estanco de la sal; entre comerciantes y campesinos, de una parte, y notables rurales de otra, como en la zamacolada; o, incluso, entre «jauntxos» y campesinos, de un lado, y burguesía urbana, de otro, como en las guerras carlistas; lo importante es que esta frontera coincide siempre para los participantes en la revuelta con la existente entre foralidad y antiforalidad. Dicho de otra manera, siempre aparece superpuesto al conflicto social generado en el seno de la propia sociedad vasca, la oposición entre el Estado central y la «foralidad moral de la multitud», recibiendo de modo reiterado el grupo que se apoya o se identifica con la política centralista el calificativo de «traidor a la Patria». Y ello con independencia del contenido de las reivindicaciones inmediatas y de la cual haya sido la medida concreta que ha suscitado el conflicto. Tal constante parece revelar que, al margen de cuáles sean los intereses sociales que pueda haber bajo esta o aquella decisión de las juntas, regimientos o diputaciones, de cuál sea la clase, fracción de clase, estrato o categoría social que controla y utiliza a su servicio las instituciones forales, la defensa de los fueros fue siempre un referente dominante que afectó a la totalidad de la sociedad vasca preindustrial. Cualquier ataque, ya fuese pretendiendo imponer el estanco de la sal, las aduanas en el litoral, etc., rompía la cohesión foral vasca, no sólo porque eclipsaba los marcos infraestructurales (libertad de comercio, exención fiscal) sino también porque demolía todos los tejidos políticos, institucionales y culturales trazados y defendidos por el conjunto de la sociedad vasca. Merece la pena, desde luego, leer con detenimiento este alegato, elaborado por Fontecha y Salazar, patricio vizcaíno, a mediados del siglo XVIII, sobre el estanco de la sal: «Fundaba el Señorío que no era obligado admitir en su distrito la imposición ni estanco de la sal: lo primero, por haber confirmado Su Majestad a Vizcaya las inmunidades todas de sus Fueros, y oponerse directamente el estanco a la libertad (de comprar y vender los vizcaínos) y la imposición a la inmunidad capitulada... , lo tercero porque no eran súbditos los Vizcaynos, quando por uso, costumbre y Fuero establecieron sus Leyes, ni quando celebraron su contrato en la ereccion del Señor: por lo que, .. , no pueden padecer ni alteracion ni revocacion...». Un contemporáneo de aquella matxinada, el licenciado Echevarri, síndico del Señorío, fue más contundente en las conclusiones elevadas al Consejo de Castilla: «... con su execucion se le quiebran los fueros... El primero de ser libres los vizcaínos en comprar y vender y recibir en sus casas cualesquiera mercadurias y vituallas... El segundo de poder cualesquiera mantenimientos de Francia, Inglaterra y otros reinos extranjeros... El tercero, de ser libres y exemptos de cualesquiera imposicion, pecho, servicio o tributo, alcabala, derecho de puerto seco y de cualquiera género... El cuarto, de que ninguna ley ni privilegio de Vizcaya se puede mudar sino es estando el Señor con los vizcaínos, en junta so el arbol de Guernica, de que hay escrituras y capitulación con el rey Don Enrique y todas las leyes del Fuero insinuan lo mismo, porque consta de ellas que las hicieron los vizcaínos. El quinto, que todas las cartas y provisiones reales, que sean o ser puedan contra los dichos fueros, directe o indirecte, sean obedecidas y no cumplidas, aunque sean por primera, segunda o tercera «jusion» (sic), o mas, como cosa desaforada de la tierra... ». Frente a las pretensiones forales, la Corona respondió con el silencio. Pronto aparecerían libelos sediciosos que presagiaban violencias: «Biban los leales y mueran los traidores, pretensores de abitos, mayorazgos y rentas. Balgan nuestros fueros y privilegios» (1632, Bilbao). Y es que, como apuntó magistralmente un funcionario vasco de las Aduanas Reales, Irazagorria, con relación al estanco de la sal, «... la apreensión que ellos tienen es que se viola sus leyes y la voz común que corre ya entre ellos es la que se les quiere reducir a la condición de plebeyos». Existen evidentes paralelismos entre la Junta General de septiembre de 1631 , prólogo a cuatro años de inestabilidad política y social, y la Junta revolucionaria de agosto de 1804, cuando los sublevados legitimaron institucionalmente la revuelta antizamacolista. En el primer caso aquella asamblea contestataria, «... con gran boceria apellidava por la libertad de su fuero... y que heran unos traidores los del govierno y todos los de capa negra, que era mejor matarlos y acavar de una vez con ellos y que Vizcaya fuese governada por sus berdaderos y orijinarios vizcaynos, los caseros de las montañas, que no la benderian como aquellos que alli estavan por sus particulares fines...». Dos siglos después, en 1804, «la Junta escribe Murga en su Memoria Justificativa- se presentó tan concurrida de infanzones de abarcas y garrote, que los mas ancianos decian no haber visto cosa igual sino guando se trató del primer sevicio de gente después que los franceses penetraron en Guipuzcoa». El pueblo, conmovido y reunido en Junta General en ambos casos, desborda las pretensiones del reformismo foral que anidaban en las élites gobernantes. En 1718 no hubo convocatoria a juntas, pero como señaló un Informe Anónimo elaborado en los días de la revolución, ésta fue legitimada llamando a cada una de las anteiglesias «... y ban viniendo todas las jentes de las Republicas a alistarse y empeñarse conjuramento a la Común Defensa (del orden foral)». El mismo anónimo informador constata la existencia de una idea de complot contra la identidad de la foralidad vasca, por parte de las Repúblicas vizcaínas, cuando afirma: «Los de las anteiglesias que por falta de práctica entienden menos la forma de componer la defensa de los fueros con el respeto al Rey desconfiaron de nuestra conducta en el establecimiento de las Aduanas, especialmente cuando vieron que levantó el Rey el embargo de los Patronatos en que nos consideraron más interesados y los mercaderes de menos caudal sospecharon también de los acaudalados, creiendo que por alzarse con todo el comercio influieron para que se extrechase mas lo de las Aduanas...». En todo caso, el testimonio refiere un estado de opinión, de raíz foral, en el que convergen campesinos y pequeños comerciantes. El doctor Femández Albadalejo igualmente ha constatado, para Guipúzcoa, un comportamiento foral por parte del mundo clerical, anterior al estallido insurreccional campesino de 1718, cuando propagan «que los fueros estaban cadáveres». A tenor de lo dicho, cabría preguntarse si existe una conciencia foral en el cosmos mental vasco preindustrial. Todos los testimonios apuntan a una respuesta afirmativa. De hecho, en las actividades y comportamientos de los sublevados observamos una defensa a ultranza de la foralidad, con todo lo que comportaba. Valga como ejemplo el siguiente documento: -1804, agosto, 22. Guernica: «A la lectura bascongada de cada capítulo (del plan militar zamacolista) se seguia gran murmullo de desaprobacion de la mayor parte del auditorio, y parecia declarada la voluntad de la Junta de desechar el plan... Creo, pues, que se decreto asi sin mas tardanza, pero habiendo corrido el plan como equivalente a diferentes sevicios de gentes pedidos por S. M, se paso a ver las ordenes relativas a este asunto, que eran las de mandar entregar un numero determinado de mal entretenidos y cuatrocientos y tantos hombres para reemplazo del ejercito. Esto dio motivo a que se hablara mucho sobre los pases (forales), y a que se desahogaran bastantes quejas sobre las calificaciones de malentretenidos...». Los murmullos de desaprobación están en relación con una gestión política ejecutada, precisamente, por los zamacolistas, que anulaba uno de los principios básicos de la identidad popular foral: la exención militar. Frente a tal desafuero, los matxinos recordaron a las autoridades la existencia de preservativos: el pase foral. Finalmente, frente al vilipendioso calificativo de malentretenidos, muchos junteros clamaron por su nobleza e hidalguía universal. Sencillamente, se remitían a una lectura del Fuero: en Vizcaya, los derechos constitucionales de los avecindados eran los que señalaban los Fueros y el rey no podía despojar a aquéllos sin consentimiento de las Juntas Generales.