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Cuba

Para hablar con más precisión de la presencia vasco-navarra en la isla durante este siglo es preciso distinguir tres etapas, que vienen a coincidir además con otras tantas fases en lo que se refiere a la evolución política y económica de la gran antilla.

La primera alcanzaría hasta mediados de la década de 1830 y podríamos definirla como una etapa de continuidad en relación con las décadas finales del siglo XVIII: son años de consolidación y auge de la economía esclavista, a la que se asocia el esplendor de la elite sacarócrata que mantiene unas excelentes relaciones con el poder peninsular; en esta etapa encontramos a vasco-navarros en los altos puestos de la administración pero también a otros, de origen o descendencia directa de vascos emigrados a fines del XVIII o principios del XIX, convertidos en grandes comerciantes y hacendados que forman parte de aquella elite; y no faltan muchos que emigran a la isla a mejorar fortuna y que, en su inmensa mayoría, no alcanzarán una posición relevante.

Una segunda etapa se puede identificar desde 1835, aproximadamente, hasta 1870. La primera fecha se corresponde con un cambio radical en la actitud del gobierno de la metrópoli hacia Cuba, y en especial hacia las elites criollas: el nuevo liberalismo peninsular aplicó por primera vez a la isla la doctrina colonialista, típica de las burguesías gobernantes en Europa occidental; en concreto, negó a Cuba el carácter de provincia en la nueva planta político-administrativa del Estado, rechazó que tuviera representación en las Cortes y decidió que la administración de la isla continuara bajo los esquemas propios del Antiguo Régimen. A esto se añadió una política fiscal y comercial acusadamente colonialista, que hizo de Cuba un mercado cautivo de la poco competitiva producción peninsular, impidiendo el desarrollo natural del comercio cubano con su cada vez más poderoso vecino del norte, los Estados Unidos. Como respuesta a esta política, los más poderosos representantes de las elites cubanas (entre los que se encuentran algunos de inmediato origen vasco) van a dirigir su mirada hacia el gran país del norte, en busca de un aliado que les libere del opresivo régimen español. De este modo, el grupo de criollos ricos y cultos que sostienen, hacia 1830, una propuesta autonomista para la isla se convertirá, en la década de 1840, en partidario de anexionar la isla a los Estados Unidos, donde había poderosas fuerzas que veían con muy buenos ojos esa posibilidad, sobre todo en el sur esclavista. Si los intentos anexionistas de la década 1845-1855 no prosperaron se debió a circunstancias internacionales y al auge económico, propiciado por la creciente demanda europea y norteamericana. De todas formas, la férrea política colonialista española contribuyó de forma decisiva a la aparición de un pensamiento y actitud nacionalista en la isla.

Se abre así la tercera etapa, la que va desde el inicio de la primera guerra de independencia (septiembre de 1868), conocida como guerra grande o de los Diez Años (1868-78), hasta la independencia definitiva en 1898. La guerra grande afectó casi exclusivamente a la región oriental, la más pobre y deshabitada de la isla, sin que las fuerzas rebeldes lograran dislocar el sólido dominio colonial español. La actitud intransigente adoptada por la mayoría de los españoles residentes en la isla quedó materializada en la formación del Cuerpo de Voluntarios -una fuerza auxiliar del ejército regular- y la fundación del Casino Español de La Habana, como grupo de presión política y social. La actuación arbitraria y en muchos casos violenta de los Voluntarios -entre los que también había un buen número de vasco-navarros- no hizo ningún bien a la causa española en la isla.

En las provincias vasco-navarras se creó un cuerpo aparte de voluntarios para la guerra en 1869-70, los llamados Tercios Vascongados, a iniciativa de la Junta de Comercio de Bilbao, a la que pertenecían los principales elementos de la burguesía vasca con fuertes intereses económicos y comerciales en Cuba. Las respectivas Diputaciones apoyaron la iniciativa y financiaron la operación. Más de mil hombres participaron de esta forma en la guerra de Cuba, de los que al menos quinientos habían fallecido antes de 1873 (Álvarez Gila, 1998).

Pero la debilidad de las fuerzas rebeldes fue su peor enemigo. El Pacto del Zanjón (1878) puso fin a la guerra y supuso la aplicación a Cuba de la Constitución de 1876. Finalizaba así el régimen colonialista, pero sólo en apariencia. Con la bendición oficial se registraron dos formaciones políticas, el Partido Unión Constitucional, que aglutinaba al sector español, fuertemente conservador, y el Liberal Autonomista, representante de la burguesía cubana de ideología liberal moderada. Pero un sistema electoral fraudulento y un régimen administrativo que favorecía descaradamente los intereses españoles restó eficacia y credibilidad a esta solución política, dando alas a la oposición de signo independentista que, sobre todo desde el exilio en los Estados Unidos pero también en el interior de la isla, arraigaba cada vez más en la sociedad cubana.

En los siguientes quince años, la ceguera de los políticos metropolitanos hizo fracasar algunos proyectos para dotar a Cuba de un inteligente sistema de autogobierno, especialmente el de Antonio Maura de 1893. Al mismo tiempo, los intereses económicos y comerciales de los poderosos trusts norteamericanos, acompañados de una cada vez más difundida ideología expansionista, llevaron a los dirigentes de ese país a presionar de forma creciente para que España cediera el control de la isla. Mientras tanto, la oposición cubana al régimen español logró organizarse en el exilio durante la década de 1880, por obra sobre todo de un joven periodista de origen español, José Martí; fundador del Partido Revolucionario Cubano en 1890, logró la unidad y los apoyos necesarios para poner en marcha la definitiva guerra de independencia en la primavera de 1895. Esta vez las fuerzas rebeldes consiguieron introducirse en el centro y occidente de la isla, afectando gravemente la base económica y social del poder español y de la alta burguesía cubana. El desenlace, a través de la guerra hispano-norteamericana de 1898, es bien conocido.

Durante esta última etapa del dominio español, la economía cubana también va a experimentar importantes cambios. Desapareció definitivamente la esclavitud hacia 1880, sustituida de hecho por inmigrantes chinos y europeos, principalmente españoles, como mano de obra cualificada especialmente en el sector de los servicios y la manufactura urbana, como era el caso de la industria tabacalera, que adquiere ahora un gran desarrollo. Se produce también una diversificación en la economía azucarera, concentrándose la producción en grandes ingenios centrales, en su mayoría de propiedad española o extranjera, mientras los cultivadores de azúcar, cubanos en su mayoría, quedaron en una posición claramente dependiente. La posición dominante de los hombres de negocio españoles -entre los que destaca el grupo vasco junto a los catalanes y los cántabros- quedaba reflejada en el control que ejercía el Banco Hispano Colonial sobre las finanzas de la isla. A pesar de ello, la introducción progresiva del capital norteamericano significó que, para 1890, casi el noventa por ciento de las exportaciones cubanas se dirigieran al gran mercado del norte.

Los vascos en la Administración cubana del XIX

  • Miembros del alto clero

Uno de los vascos que han dejado mejor recuerdo en Cuba es Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa, obispo de La Habana entre 1802 y 1832. Nació en Arroyabe (Álava) en 1756. Se graduó en la universidad de Salamanca; fue primero capellán de la Armada; luego catedrático en Salamanca, fiscal y vicesecretario del obispado de Plasencia; obtuvo más tarde una canonjía de segundo orden en la Colegiata de Villafranca del Bierzo, donde alcanzó el empleo de provisor y vicario general. De ahí pasó a la diócesis de Mallorca, donde ejerció como promotor fiscal de la Inquisición.

Electo obispo de La Habana en 1800, no tomó posesión hasta febrero de 1802. Destacó por su espíritu ilustrado y también regalista, pues siempre se consideró tanto obispo como alto funcionario de la monarquía. Su nombre va asociado al establecimiento del primer cementerio público extramuros de la ciudad, iniciativa que, aunque hacía años que estaba ordenada por la corte, suscitó enorme recelo entre las gentes notables de la ciudad, acostumbradas a enterrar a sus difuntos en el interior de las iglesias. Otra de su grandes preocupaciones fue el Colegio Seminario de San Carlos, que durante su gobierno se convirtió en el centro universitario de prestigio, al que acudían en masa los hijos de familia; él mismo apadrinó a dos de los profesores del colegio que serán luego conocidos como "padres de la patria cubana", los presbíteros José Agustín Caballero y el padre Félix Varela. Promovió también, junto con el famoso abogado y hacendado habanero Francisco Arango y Parreño, un plan de reforma global de los estudios en la isla. Fue presidente de la Sociedad Económica, puesto desde el que también promovió la fundación de escuelas de primeras letras y otras instituciones educativas y asistenciales. Llegó a enfrentarse a la oligarquía habanera por su postura antiesclavista, justo en la época de mayor auge de ese triste comercio. Fue, por otro lado, un prelado exigente en lo que se refiere a la disciplina del clero, muy relajada en su diócesis, lo que le costó no pocos enfrentamientos con su presbiterio y con algunos miembros de las ordenes religiosas. Como auténtico ilustrado, no veía con buenos ojos los institutos religiosos y llegó a felicitar al gobierno del trienio liberal cuando éste decretó, en 1821, la supresión de órdenes y conventos masculinos, orden que él mismo se apresuró a aplicar en su diócesis. Esta imprudente toma de posición política, consecuencia en el fondo de su formación y mentalidad regalista, le valió ser acusado de jansenista ante la corte por sus enemigos, sobre todo miembros del clero regular, acusación que también provocó un proceso contra él en la Santa Sede. Pero razones sobre todo políticas, relacionadas con la situación interna de Cuba, llevaron al gobierno de Madrid a no acceder a la petición vaticana para que fuera depuesto y trasladado a la península. Espada falleció ejerciendo su ministerio en La Habana en agosto de 1832.

El famoso obispo alavés coincidió durante al menos dos décadas con otro obispo, Joaquín José de Osés y Alzúa, navarro de Galbarra, que lo fue de la diócesis más antigua, Santiago de Cuba, declarada metropolitana en 1804, cuando el propio Osés fue elevado a arzobispo. Osés llegó a Cuba en 1789 -justo el año en que se decidió la división de la única diócesis existente hasta el momento y se creó la de La Habana- como provisor del nuevo obispo de Santiago, Feliú y Centeno. Cuando falleció éste, a los tres años, él mismo fue elegido como su sucesor, con el apoyo de todo el clero de la diócesis, al que se había ganado durante la visita pastoral que, como provisor del obispado, había realizado por toda la diócesis en 1790. Como Espada, el navarro Osés destacó también por su espíritu ilustrado, su preocupación por el desarrollo material y espiritual de la población de su diócesis -que sufría un serio estancamiento y manifestaba una enorme diferencia en riqueza con respecto al occidente de la isla-, por la mejora de las instituciones educativas (en especial el seminario de San Basilio) y su oposición no sólo a la trata esclavista sino a la misma institución de la esclavitud. Osés acometió además una extensa ampliación de la estructura eclesiástica de su diócesis, duplicando el número de parroquias e iglesias, de modo que por primera vez en la historia del oriente cubano la mayoría de la población tenía acceso a la atención espiritual y cultural del clero. También como Espada, el navarro Osés sufrió en su carne la insidia y persecución de sus enemigos, en este caso el gobernador de Santiago y algunas de las principales familias de la elite local quienes, en venganza por haber denunciado sus prácticas fraudulentas, le acusaron de afrancesado en el delicado momento de la invasión napoleónica de la península. Por otro lado, las relaciones entre los dos prelados de origen vasco no fueron buenas: el de La Habana, Espada, nunca aceptó la supremacía canónico-administrativa de la arquidiócesis santiaguera ni la del propio arzobispo, mientras que éste siempre se quejó a la corte de que el "egoísmo de los habaneros", incluido su obispo, era lo que impedía el desarrollo de la región oriental de la isla. Osés falleció también en Cuba, el ejercicio de su ministerio, en 1823.

Otros tres vascos se situarán al frente de las diócesis cubanas en la segunda mitad del siglo. El franciscano Jacinto María Martínez Sanz (1812-1873), natural de Peñacerrada (Álava), fue obispo de La Habana en el sexenio 1865-71 y le tocó vivir por tanto la enrarecida situación interna provocada por la explosión de la primera guerra de independencia. El obispo Martínez destacó entonces por su actitud conciliadora y en varias ocasiones condenó los excesos de los Voluntarios españoles, además de pedir clemencia para los cubanos condenados a prisión o destierro por su presunto apoyo a los rebeldes. Esta actitud le valió la enemiga de las autoridades y, a su regreso de Roma, donde había participado en el Concilio Vaticano I, los mismos Voluntarios le impidieron desembarcar, debiendo regresar a la ciudad eterna, donde fallecería dos años más tarde.

La diócesis habanera quedó entonces sin obispo durante ocho años. En 1880, el general donostiarra Ramón Blanco Erenas, recién nombrado capitán general de la isla, influyó decisivamente para que fuera nombrado obispo otro vasco, Ramón Fernández de Piérola y López de Luzuriaga, nacido en Otiñano (Navarra) al que había conocido en Santo Domingo, cuando Blanco participaba en la campaña militar de 1861-65 y Piérola era canónigo de la catedral dominicana. Piérola realizó una extensa visita a la diócesis y advirtió claramente la escasa práctica y lo difundida que estaba la indiferencia religiosa entre la población cubana, además del auge de la masonería. Una de las causas -y consecuencia a la vez- de esa situación era la escasez de vocaciones, de modo que los seminarios estaban casi vacíos; esto obligaba a traer sacerdotes, seculares y regulares, de la península, lo que a su vez influía en que la Iglesia en Cuba tuviera un claro perfil españolizante, perdiendo atractivo para el público en general en unas fechas en que el sentimiento independentista estaba ya generalizado. Desde luego, Piérola no debió de cambiar en nada esta imagen, puesto que él mismo podía contarse entre los más firmes partidarios de mantener a la isla bajo el dominio español. La obra de la que más orgulloso se sentía al dejar la diócesis era la fundación de las escuelas dominicales para niñas, en La Habana, donde recibieron instrucción elemental más de dos mil infantas. En 1887 regresó a España y fue preconizado obispo de Ávila, de donde pasó dos años después al obispado de Vitoria. La satisfacción que le produjo el regreso a su patria vasca quedó reflejada en su primera pastoral vitoriana: "Siendo nos oriundo también de las Provincias Vascas, sabemos que entre todas las provincias españolas la tierra vasca es un suelo privilegiado".

El también franciscano Francisco Sáenz de Urturi (1842-1904), nacido en Arluzea (Álava), hizo sus primeros estudios en el Seminario de Vitoria y siendo aún estudiante ingresó en la Orden de los Frailes Menores Observantes, en Bermeo en 1860. Ordenado sacerdote, ocupó cátedras de filosofía y teología en los conventos de Bermeo y de San Millán de la Cogolla. Exclaustrado en 1869, a raíz de la revolución, regentó una parroquia en Vitoria hasta que, convencido de la imposibilidad de la pronta restauración de la orden en España, se trasladó a las misiones de Bolivia. Fue llamado a Roma después de diez años de trabajo misionero y nombrado vicecomisario general apostólico de la orden en España, cargo que desempeñó entre septiembre de 1884 y junio de 1891. Electo obispo de Badajoz por el Papa León XIII en ese año, fue promovido al arzobispado de Santiago de Cuba el 21 de mayo de 1894, tomando posesión el 8 de noviembre siguiente. Recorrió todo la arquidiócesis y mostró un activísimo interés por la abundante población pobre y analfabeta de la diócesis. Al final de la guerra de independencia, en 1899, cansado de las calumnias y después de reconocer que no podía dejar de ver en sus diocesanos a los enemigos de su patria, renunció al gobierno pastoral del arzobispado y se retiró a Cantabria. Murió en Zarautz, viviendo como un simple fraile, el 13 de diciembre de 1903.

Para no hacer demasiado extensa la relación de clérigos vascos en la Cuba del XIX, que fueron muchos, recordemos sólo a algunos más señalados.

Juan Justo Vélez de Elorriaga, abogado, catedrático y sacerdote de gran erudición, nacido en Álava en 1786; terminó sus estudios en la Universidad de San Jerónimo de La Habana, donde se graduó en Derecho en 1812, año que se ordenó sacerdote; ganó por oposición la cátedra de Derecho patrio en 1820; fue nombrado por el obispo Espada Director del Colegio Seminario de San Carlos, donde se preocupo de montar el laboratorio de Física experimental y dictó además la cátedra de Economía política, para la que tradujo el Tratado de la misma materia de J. B. Say; fue miembro, uy director de la sección de Educación, de la Sociedad Económica de Amigos del País. Viajó en comisión por Europa y Estados Unidos. Un buen número de los primeros intelectuales padres de la nacionalidad cubana -como Poey, Govantes, Carrillo y José Antonio Saco- se reconocían discípulos suyos.

Manuel Gómez Marañón, clérigo nacido en el lugar de Ahedo o Aedo (Balmaseda, Vizcaya) en 1806, llegó a Cuba en 1846 como arcediano de la catedral de La Habana. Se hizo muy popular como administrador de los hospitales de San Felipe y Santiago y el de enfermos contagiosos de San Lázaro. En 1848 fue nombrado rector de la Universidad y en 1855 obispo de Puerto Rico, dignidad a la que renunció, falleciendo en La Habana en 1864.

No podemos dejar de mencionar, por último, al capuchino Pedro Francisco Marcuello y Zabalza, en religión Esteban de Andoain, hombre de confianza del famoso arzobispo de Santiago de Cuba san Antonio María Claret. El capuchino fue uno de los más activos misioneros con los que contó el santo prelado en su cruzada para acabar, entre otros vicios sociales, con el amancebamiento, una práctica casi generalizada en la isla, también entre los españoles. El celo y la firmeza del prelado se ganó muchos y poderosos enemigos que, al no poder con la autoridad del obispo, se cebaron contra su misionero capuchino (y contra su compañero, Antonio de Galdácano), acusándole de fanático carlista y peligroso defensor de la igualdad de razas; Andoain llegó a sufrir un atentado y, como el arzobispo, debió salir de la isla ante el peligro que corría su vida. Esteban de Andoain continuó su labor misionera en Guatemala, de donde fue expulsado también por un gobierno liberal; de ahí pasó a Andalucía, muriendo con fama de santidad en Sanlúcar de Barrameda en 1880.

  • Gobernadores y capitanes generales de la isla

Cuatro militares de origen vasco van a ocupar a lo largo del siglo la más alta magistratura de la administración española en Cuba, el gobierno y capitanía general de la isla.

El primero de ellos, Joaquín María de Ezpeleta y Enrile nació en La Habana en 1786, cuando su padre José de Ezpeleta era el gobernador y capitán general de la isla. Siguió una brillante carrera militar, iniciada en la guerra de independencia contra Napoleón en la península y continuada luego durante el conflicto con los liberales, en la década del 20 y, ya en la década siguiente, en la primera guerra carlista. Con sólo 44 años ya era mariscal de campo (general). Sucedió al general Tacón como gobernador y capitán general de Cuba en 1838, gobierno que duró sólo dos años pero llenos de realizaciones que, en buena parte, fueron culminación de las iniciadas por su antecesor: organización del cuerpo de bomberos, inauguración del teatro Tacón, conclusión de los dos primeros tendidos de ferrocarril de la isla (Habana-Güines y Habana-Matanzas)), establecimiento de la primera caja de ahorros, traslado de la Audiencia pretorial o principal a La Habana desde Puerto Príncipe, inauguración del primer museo de historia natural, etc. Su gobierno fue un respiro para las clases dirigentes cubanas, maltratadas por su antecesor Tacón. A su regreso a la península fue sucesivamente ministro de guerra, consejero de estado y senador; fue un típico representante del liberalismo moderado o conservador.

Blas Villate y de la Hera, nacido en Sestao en mayo de 1824, conde de Balmaseda, fue tres veces gobernador de la isla. Llegó a Cuba por primera vez en 1844, en un momento delicado debido a las conspiraciones de los anexionistas, las dificultades con Inglaterra porque España no cumplía el tratado que prohibía la trata esclavista (firmado en 1817) y porque se descubrieron movimientos subversivos de esclavos y otras gentes de color. De regreso a la península destacó en la segunda guerra carlista, ascendiendo a brigadier general; después estuvo en las campañas de África, ya en época de O'Donnell, y en agosto de 1860 volvió a Cuba como gobernador de Trinidad y Puerto Príncipe. De aquí pasó a la campaña militar de Santo Domingo, que resultó un fracaso. Ascendido a mariscal de campo, regresó a Cuba en 1866 como segundo jefe militar. Cuando comenzó la guerra grande o de los Diez Años, en septiembre de 1868, fue el encargado de afrontar las primeras operaciones contra los insurrectos, a los que venció en sucesivos encuentros durante ese otoño y la primavera del año siguiente: es lo que se conoce como "la creciente de Balmaseda", por el avance firme e impetuoso de su campaña, que frenó de forma decisiva el impulso de la revolución de independencia; esta campaña le valió el nombramiento de general jefe del ejército de operaciones hasta que en 1870 fue ascendido a teniente general y se le entregó el gobierno de la isla, que ejerció hasta 1872. De nuevo regresó a la isla como gobernador a principios de 1875 hasta que en diciembre de 1876 regresó definitivamente a la península, donde fallecía seis años más tarde.

Francisco Lersundi y Ormaechea, Olabe-Beléndiz y Bustinzuria (La Coruña, 1815-Bayona 1874), hijo de vizcaínos, teniente general de ejército, ministro de Estado, de guerra y de marina, presidente del Consejo de ministros y gobernador de la isla de Cuba en dos periodos entre 1866 y 1869, tuvo que hacer frente al inicio de la guerra grande o de los Diez Años, para lo que contó, como hemos visto, con el decisivo apoyo del conde de Balmaseda. De formación militar estricta y de carácter áspero, además de su ideología conservadora y autoritaria, sus breves gobiernos en Cuba se recuerdan sólo como los de un jefe militar en tiempo de guerra.

El último capitán general de Cuba fue Ramón Blanco Erenas (San Sebastián 5.IX.1833-Madrid 4.IV.1906). Participó en las campañas de Santo Domingo (1861-66), de donde pasó a Filipinas como gobernador de Mindanao; después de participar en la tercera guerra carlista fue capitán general sucesivamente de Navarra, Aragón y Cataluña. Fue enviado a Cuba como capitán general en 1879, permaneciendo allí dos años y teniendo que hacer frente, en 1880, a la llamada "guerra chiquita", un segundo intento armado revolucionario que resultó también fracasado. Nuevamente capitán general de Cataluña, Extremadura (1881-93) y Filipinas (1893-96), fue enviado de nuevo a Cuba a finales de 1897. Tras el asesinato de Canovas en agosto de ese año en el balneario de Santa Águeda (Mondragón), el entonces capitán general de Cuba, Valeriano Weyler, que tenía en su mano la victoria sobre el ejército insurgente cubano, se vio obligado a dimitir presionado por la opinión pública. El siguiente gobierno liberal de Sagasta se vio entonces abocado, en un último intento por evitar la intervención norteamericana en el conflicto, a instaurar un régimen autonómico en la isla, el mismo que se había propuesto cinco años antes y que habría evitado la guerra. La misión de Blanco consistía en asegurar la instauración de dicho régimen -lo que en efecto se hizo, en enero de 1898- e intentar una salida negociada al conflicto con los líderes del ejército insurrecto cubano, Máximo Gómez y Calixto García. A los dos se dirigió por carta advirtiéndoles de que lo único que iban a conseguir era sustituir un dominio conocido por otro mucho peor, el norteamericano, ajeno a la historia y cultura cubanas. Ninguno de los dos aceptó entonces el planteamiento, aunque poco después se lamentarían de la verdad que encerraba.

Comerciantes y hombres de negocios

Como mencionábamos al inicio de este apartado, en el primer tercio del siglo XIX encontramos un grupo significativo de vascos formando parte, de una u otra forma, de las altas clases cubanas, sobre todo comerciantes y hombres de negocio. El mejor elenco nos los ofrece la relación de miembros de la Sociedad Económica de Amigos del País (SEAP), fundada en 1793 durante el gobierno de Luis de Las Casas, como quedó apuntado. En ella se inscribieron todos los que ya conocemos como socios de la Bascongada con residencia en la isla, además de los siguientes (entre paréntesis, los años en que aparecen como socios, según Alvarez Cuartero, 2000): Joaquín de Azpurúa (1829-32), Martín Felipe de Apezteguía (Trinidad, 1828-32), José de Arazoza (1814-27, que fue redactor del Diario del Gobierno y de la Guía de Forasteros), Domingo Aristizábal (1824-30), Miguel de Arrambarri (1798-1817), Joaquín de Arrieta (1822-31), Pedro Azaola (1821-31), Gabriel Raimundo de Azcárate (socio fundador, 1793-1820), Miguel Barbería (Matanzas, 1929-32), el presbítero Pedro Antonio de Borda (capellán de la Casa de Beneficencia 1818-32), José Ignacio Echegoyen (socio fundador, 1793-1832), José María Echemendía (Sancti Spiritus, 1814-22), el presbítero Manuel Echeverría (1822-26), Gabriel Ercazti (miembro de la RSBAP entre 1786-93 y de la SEAP en 1808-20), Pedro Juan de Erice (socio fundador, 1793-1814), Juan Bautista de Galainena (socio fundador, 1793-1832), Domingo de Garmendia (Trinidad, 1814-32), Juan Antonio Garmendia (1814-22), Domingo Garro (1816-32), Bonifacio González Larrínaga (1793-1828, socio de la RSBAP desde 1785), Jacinto González Larrínaga (1818-32), el capitán de artillería Agustín Ibarra (socio fundador, que fue director de la SEAP en 1814), el teniente José de Ibarra y Laguardia (1810-31, director de la diputación de la SEAP de Matanzas), Manuel Antonio de Ibarrola (1829), Juan José Iguaran (1814-22), el teniente de gobernador José de Ilincheta (1795-1829, que ocupó los cargos de censor, presidente de la clase de ciencias y artes, y director segundo), fray Manuel de Ilizaliturri (1818-32), Francisco Iraola (Puerto Príncipe, 1832), José Antonio de Iríbar (Sancti Spiritus, 1814-22), fray Juan Irola OFM (1818-26), Cayetano Izalgue (Santiago de Cuba, 1826-30), Pedro José y José Antonio Iznaga (Trinidad, 1814-32), Andrés B (1793-1832, contador y vicedirector), Juan Tomás Jáuregui (socio fundador, 1793-1832), Domingo Jaureguiberri (socio fundador, 1793-1822), Juan Bautista Lanz y Norris (socio fundador, 1793-1832), Mariano Mendigutía (Sancti Spiritus, 1814-22), Severo Mendive (1822-32), Juan Francisco Oliden (socio fundador, 1793-98, administrador general de la Compañía de La Habana), Roque Oyarbide (doctor en medicina, 1814-18), Domingo Rosaín (doctor en medicina, 1823-32), Laureano y Santiago Roteta (Güines, 1818-29), Martín de Ugarte (coronel jefe del regimiento de Santiago de Cuba, 1793-1832), Domingo Urquiola (Trinidad, 1814-31), Alfonso de Viana (militar, teniente de gobernador de Sancti Spiritus, 1793-1821), José Antonio Vidaondo (socio fundador, 1793-95, comisario ordenador y contador principal de real hacienda), Juan Ortiz de Letona (1814-23), Ignacio María de Álava (1814-17), José de Aycinena (1813-29).

La representación vasca en el sector comercial cubano se va a mantener en las décadas centrales del siglo. En concreto, según Jordi Maluquer de Motes (1992, 49-54), eran 126 los comerciantes vascos registrados en Cuba en el periodo 1833-1865, la mayoría de ellos residentes en La Habana, aunque una tercera parte se encontraba disperso por las ciudades y poblaciones del interior. Pero hemos de reconocer que su posición relativa no tiene ya la importancia de las décadas anteriores, salvo algunos casos excepcionales, ya que ahora compartirán presencia y fortuna con catalanes y asturianos, sobre todo. En todo caso, unos y otros formarán parte de lo que era conocido como el "grupo español", que será el sostén fundamental de la política colonial metropolitana en esas décadas centrales del siglo. Pero no faltarán cubanos de origen vasco que, perteneciendo también a la elite de hacendados y hombres de negocios, no sólo militen en el campo contrario -el de los autonomistas y anexionistas- sino que sean incluso sus dirigentes.

Entre estos últimos tenemos a los Iznaga, una de las familias más ricas y poderosas de la isla que tenían su base económica en la región de Trinidad. Compañeros políticos de ellos y quizás el más importante dirigente autonomista-anexionista fue Miguel Antonio de Aldama y Alfonso, Aréchaga y Soler (La Habana, 1820-1888), hijo de Domingo Aldama, de Gordejuela (valle de Ayala, Álava), uno de los hombres más ricos de Cuba y mecenas de artistas e intelectuales. Exiliado a Nueva York desde 1868, fue allí agente de la República en Armas durante la guerra grande o de los Diez Años. En el enorme palacio de estilo neoclásico que se construyó en La Habana se encuentra actualmente la sede del Instituto de Historia de Cuba.

Como es lógico, son más los que aparecen en el bando contrario. Es el caso por ejemplo de la familia Arrieta, propietaria hacia 1850 del famoso ingenio azucarero "Flor de Cuba", uno de los mayores y más productivos de la isla, donde trabajaban más de 400 esclavos y 170 chinos. Miembro de la alta burguesía que se oponía a la abolición de la esclavitud, presidió la Junta Cubana que se creó en Madrid en 1868 para hacer frente a la corriente abolicionista que surgió en estos años en la península (y que alcanzará algunos éxitos durante el sexenio revolucionario).

Sin duda el más típico representante vasco de esta burguesía hispano-cubana de mediados de siglo fue Julián de Zulueta y Amondo, bautizado en la parroquia de Anúcita (Álava) el 9 de enero de 1814 y muerto en La Habana el 4 de mayo de 1878. Hizo sus estudios primarios en Vitoria y llegó a Cuba, como un emigrante pobre más, en 1832. Recibió una importante herencia de un tío suyo, que aprovechó para introducirse en el comercio ultramarino y en la trata negrera, en donde pronto labró una inmensa fortuna, convirtiéndose de hecho en el, probablemente, más afamado "negrero" de la historia colonial cubana. También hizo mucho dinero con la importación de chinos, en sociedad con la firma londinense de su primo, en la década de 1850. Él mismo se convirtió en uno de los primeros industriales del azúcar, dos de menor magnitud, el "Vizcaya" y el "La Habana", y el famoso "Álava", uno de los mayores de la isla, fundado en 1845, donde trabajaban 600 esclavos. Supo luego aprovecharse de su puesto en una junta de hacienda para apropiarse en subasta de otros ingenios embargados. Hacia 1865, su fortuna se valoró en más de 104 millones de reales, una cantidad sencillamente fantástica. Se insertó plenamente en la alta sociedad habanera; llegó a ser coronel jefe del segundo batallón del regimiento de milicias blancas de La Habana; en varias ocasiones regidor de dicho ayuntamiento, teniente de alcalde en 1862, 1870 y 1874, alcalde ordinario en 1876 y ese mismo año senador del reino por Álava y luego por Cuba; fue también gobernador interino de la isla. Como miembro destacado y Presidente del Círculo de Hacendados de Cuba, propuso en 1874 al ministerio de Ultramar la abolición gradual de la esclavitud, propuesta que fraguó en la ley del patronato de 1880, que en realidad prolongó esa situación para la población (ya relativamente escasa) que aún permanecía en ese estado hasta la abolición definitiva en 1886. Pero sobre todo, dirigente del Casino Español de La Habana, es decir, jefe del llamado "grupo español", defensor a ultranza de la permanencia de Cuba en la monarquía española, aunque firme partidario también de las necesarias reformas políticas que dieran autonomía administrativa a la isla y acabaran con el régimen despótico del capitán general. Casó tres veces, la segunda con una sobrina suya, Juliana Ruiz de Gámiz y Zulueta, natural de Betoño (Álava), a la que sucedió, en su tercer matrimonio, la hermana de ésta María Juana. Fue condecorado con las grandes cruces de la Orden de Carlos III y de la Orden americana de Isabel la Católica, recibiendo finalmente el título de marqués de Álava.

Uno de esos vascos que hemos visto como socios de la Bascongada a primeros del siglo, Martín Felipe de Apezteguía, dejó una buena fortuna a su hijo, Julio José de Apezteguía y Tarafa, nacido en Trinidad (Cuba) el 12 de diciembre de 1843 y fallecido en Nueva York en 1902. Ingeniero en la Escuela Central de Barcelona, acaudalado industrial, propietario del ingenio y central azucarero "Constancia", se contó entre los ricos hacendados hispano-cubanos miembros del Partido Unión Constitucional (llegó a ser su presidente en 1892), siendo diputado a Cortes por la provincia cubana de Santa Clara en 1891 y por la de La Habana en 1893.

Otros grandes industriales del azúcar a mediados de siglo eran los hermanos Ayestarán, dueños del gran ingenio "Amistad", en las fértiles tierras de Güines, cerca de La Habana. Esta familia se convirtió en una de las más ricas de Cuba, con negocios diversificados. María Teresa de Ayestarán y Diago, Goicoechea y Tato, fue la primera condesa de Casa Sedano, título concedido en 1878 por Alfonso XII. Entre los casi doscientos cincuenta miembros del Círculo de Hacendados de Cuba a mediados de siglo aparecen, además de los antes mencionados, José M. Cortina, dueño del central azucarero "Algorta"; la familia Zuaznábar, propietaria del ingenio "Urumea", donde trabajaban 400 esclavos; Pablo Aranguren, Juan Bautista Elizalde, Pascual de Goicoechea, Joaquín Martínez Elizarán, Natividad Iznaga, Matías Galárraga, Vicente Garciarena, Ignacio de Larrondo, Herederos de Pedro Elósegui, Juan S. Aguirre, José Zabala y Juan A. Amézaga. Así mismo, Demetrio de Bea y Maruri, nacido en Sodupe (Vizcaya) en 1832, y de linaje oriundo de Llodio, fue un acaudalado industrial de Matanzas, donde fundó la poderosa sociedad "Bea, Bellido y Compañía"; diputado a Cortes por la provincia matancera y senador vitalicio, fue el primer marqués de Bellamar. Por último, Luis Díez de Ulzurrun y López de Cerain (Asiaín, Navarra, 1826), heredero del extenso linaje navarro-mexicano de los Echeverz, fue un acaudalado vecino de La Habana en la segunda mitad del siglo y, por ello, sexto marqués de San Miguel de Aguayo. Sus negocios en la capital cubana fueron continuados por su hijo Eduardo y su nieto Luis Díez de Ulzurrun y Alzugaray, los dos nacidos en Navarra.

Una de las personalidades más influyentes en los últimos años del siglo fue Vicente de Galarza y Zuloaga, natural de Orozco (Vizcaya), rico hacendado, presidente del Partido Unión Constitucional en 1890, regidor y alcalde segundo del ayuntamiento de La Habana, que formó parte del Consejo de Administración de la isla entre 1885 y 1895. Galarza fue uno de los empresarios y dirigentes políticos hispano-cubanos que fundó el Partido Reformista en 1893, formación que intentó una solución intermedia preconizando la aprobación en Cortes y aplicación en la isla del proyecto autonomista de Antonio Maura, entonces joven ministro de Ultramar del gobierno liberal de Sagasta, proyecto que fracasó lamentablemente.

Otro personaje clave en la Cuba finisecular fue el vizcaíno Manuel Calvo y Aguirre, de Portugalete. Industrial azucarero, comerciante y hombre de negocios, fue uno de los más firmes defensores del control español de la isla, sostén básico -junto a los Zulueta, Baró, Apezteguía, Ajuria y Antonio López, el futuro marqués de Comillas- del Partido Unión Constitucional, opositor eficaz de todo proyecto autonomista y accionista principal del Banco Hispano Colonial, institución que manejó las finanzas de la isla hasta su independencia.

Los otros emigrantes

Como es lógico, fueron muchos más los vascos y navarros que emigraron a Cuba a lo largo del siglo sin que dejaran un rastro tan espectacular como los hasta ahora mencionados. Se trata en su inmensa mayoría de emigrantes pobres, procedentes principalmente del norte de Navarra y de Gipuzkoa, que se vieron en la necesidad de salir de su tierra en busca de fortuna; casi todos eran jóvenes, y muchos salieron también con ocasión del largo conflicto civil -las guerras carlistas- que les obligaban a enrolarse en uno u otro bando contra su voluntad. El primer lugar de destino de estos emigrantes fueron los países del Río de la Plata, pero sólo desde que esta región alcanzó una cierta estabilidad, hacia mediados de siglo. Antes, el destino preferido fue Cuba, sobre todo en el periodo comprendido entre 1810 -en que se inicia la crisis de independencia en la América continental española- y 1850.

El primero que demostró documentalmente esta realidad fue Carlos Idoate (1989) en su estudio sobre emigrantes baztaneses a América durante el siglo XIX. En concreto, más de 130 quedaron registrados como emigrantes legales a Cuba durante ese siglo, y habría que sumar los que salieron por otras vías distintas, normales y frecuentes en el caso de esta población fronteriza de Francia. Como se puede comprobar en ese estudio, durante el periodo 1810-40 Cuba fue con mucho el primero de los destinos. La mayoría de esos navarros llegaron como emigrantes pobres, pero muchos de ellos encontraron un ambiente de acogida que les permitió sobrevivir con holgura y, en algunos casos, enriquecerse. Entre ellos se encuentran bastantes casos de "emigración en cadena", familiares o paisanos que se llaman mutuamente o que continúan la labor o los negocios puestos en marcha por el antecesor. Es el caso de Pedro José de Zozaya, de Errazu, que murió en La Habana a primeros de la década de 1820 dejando cuatro haciendas "de mucha extensión" en las provincias de La Habana y Matanzas; el padre de Pedro José, Martín, junto con su mujer, otorgaron poderes a Miguel José Barbería o Barberena, Mariano Galarmendi y Tomás Angel Irigoyen para que se hicieran cargo de dichas haciendas. A veces, un baztanés bien situado se presta a servir de reclamo para que sus paisanos puedan emigrar a Indias; no de otro modo se entiende el caso de Juan José Inda, maestro carpintero, y su hermano Vicente, que mantienen un taller en La Habana y entre los dos "reclaman" hasta veinticinco paisanos y familiares en la década de 1810-20 para que les ayuden en su negocio. Otros muchos casos responden al esquema más tradicional de ir a servir a la casa de algún paisano que tiene tienda de comercio en La Habana. Es el caso, por ejemplo, de otros Inda, de Elizondo, comerciantes residentes en Sagua La Grande hasta su fallecimiento a finales de la década de 1870, que reciben a varios sobrinos y paisanos durante veinte años para incorporarlos al negocio; otro de Elizondo, Juan Martín de Urdaniz, hace lo propio en la década del 40 con varios paisanos suyos. En general, una buena cantidad de todos los casos registrados menciona expresamente la llamada de familiares suyos, por lo que debemos estimar en varios cientos los casos de baztaneses residentes en la isla durante todo el siglo.

En otro estudio parcial de emigración vasca a América en el siglo XIX se comprueba lo que ya afirmaba el de Idoate para el Baztán. En concreto, de 790 emigrantes a América registrados en los archivos provinciales de Guipúzcoa entre 1852 y 1870, casi doscientos (un veinticinco por cien) se dirigen a Cuba (Pildain 1984, 144-181).

A partir de 1880 comienza a funcionar en la península el registro oficial y centralizado de emigrantes. Estos datos oficiales reflejan una salida de aproximadamente diez mil vascos y navarros hacia América para el periodo 1885-1895, cifra equivalente al seis por ciento del total de peninsulares emigrantes a América en ese mismo periodo. De esa cifra, alrededor de tres mil, casi un treinta por ciento, se dirigieron a Cuba, el segundo destino por detrás, y a gran distancia, de Argentina. La gran mayoría de esos emigrantes de fines de la época colonial se trasladó a la isla para las labores de la zafra azucarera y otros sectores de la agricultura; los datos oficiales disponibles reflejan efectivamente que las tres cuartas partes de los emigrantes se registran a la salida de la península como agricultores, seguidos por los comerciantes, burócratas y militares. Otra cosa es que muchos de ellos optaran luego por quedarse y lo hicieran, casi siempre, en el sector de los servicios urbanos, entre los que sobresale el comercio al por menor.

El Tratado de París, suscrito por España y Estados Unidos en diciembre de 1898, facilitó la permanencia de los residentes españoles en Cuba, así como la conservación de su nacionalidad y patrimonio. Con ese motivo se elaboró, durante el año 1899, un Registro General de Españoles, que recoge los datos de alrededor de 65.000 españoles que quisieron conservar su nacionalidad al acceder Cuba a la independencia. En concreto, los datos consignados en el Registro para cada inscrito recogen el nombre y apellidos, edad y estado civil, nombre de la esposa e hijos en su caso, lugar de origen, profesión u oficio y lugar de residencia en Cuba. Pero no todos se inscribieron en el Registro; parece que en ese año 1899 no lo hicieron más de la mitad de los peninsulares, ya que el censo elaborado por la administración norteamericana de la isla, del mismo año 1899, recoge un total de 129.000 españoles residentes. En todo caso, en el Registro aparecen 1.945 vascos y 680 navarros, que arrojan un total de 2.625, un cuatro por ciento del total de los registrados. Del análisis de todos esos registros podemos sacar algunas conclusiones sobre la tipología del emigrante vasco navarro finisecular a Cuba.

Una primera peculiaridad del emigrante vasco navarro es que, a la vista de otros datos, se observa un alto grado de inserción o permanencia en la tierra de destino; es decir, hay un propósito de arraigarse, a diferencia de otros colectivos peninsulares entre los que predomina la emigración estacional o "golondrina". Una explicación de ese hecho radicaría en la necesidad de quedarse debido a las precarias condiciones de vida en su tierra de origen, donde tardarán todavía mucho tiempo en cambiar las condiciones estructurales que le empujaron a salir de ella.

Es claro también el absoluto predominio de la emigración masculina: más del noventa por cien de los inscritos son varones. Pero este dato podría ser engañoso, ya que se observa que no se registra casi ninguna mujer casada: es decir, muy probablemente en el caso de las parejas, sólo se registra el marido. De todas formas, no debieron emigrar muchas, ya que más del setenta por ciento de los registrados son solteros.

Si nos fijamos en la profesión u oficio declarado, es claro el predominio de los que se dedican al comercio, más de un treinta por ciento del total. La gran mayoría de ellos se dedicaban al comercio al detalle, tanto en ciudades importantes como en poblaciones menores. Mantienen así estos emigrantes una tradición secular entre los vascos emigrantes a América en general, pero también es indicativo de que todavía en esos años Cuba era un mercado cautivo de España. En todo caso, estos emigrantes supieron aprovechar el fuerte crecimiento que experimenta en esos años el proceso de urbanización en la isla y el sector servicios asociado a él.

El segundo grupo socioprofesional más numeroso es el de los que ejercen algún oficio artesanal o mecánico, que suman una cuarta parte del total. Entre ellos destacan algunos oficios concretos, como el de carpinteros, bastantes de ellos con taller propio, pailero, tonelero, herrero y mecánico. Estos cuatro eran precisamente los oficios más demandados en la industria azucarera, la primera con gran diferencia del país. Tendríamos aquí una confirmación de lo que ya conocemos por los estudios más generales sobre la inmigración española a Cuba en estas décadas: la preferencia de los propietarios de ingenios azucareros (algo parecido ocurrirá con los tabaqueros) por la mano de obra blanca inmigrante, en su inmensa mayoría española peninsular, especialmente para las tareas que requerían una cierta especialización.

En un nivel más bajo se encontrarían, aparte de los muchos que se registran como marineros, los que se inscriben simplemente como empleados, jornaleros o con la genérica expresión de "campo" que se trataría en su mayor parte de pequeños aparceros. Este grupo ofrece un índice de soltería muy alto, del 78 por ciento, pero no se corresponde con una edad media baja, pues supera ampliamente los 40 años; parece entonces que el retraso o ausencia del matrimonio habría que relacionarlo con el bajo nivel de ingresos de este grupo; en todo caso, parece que estos emigrantes perpetúan en Cuba su condición original de campesinos, aunque logrando allí la tierra, siquiera en arriendo o aparcería, que no encontrarían en su región de origen.

En todo caso, queda claro así que la inmensa mayoría de estos emigrantes no alcanzaron en esta época una posición entre las elites del país. También son muy pocos los que ejercen alguna profesión liberal, incluidos los representantes del clero, secular y regular. El escasísimo número de titulados universitarios se corresponde con la realidad de cualquier grupo migratorio en esta época. Además, en Cuba la profesión liberal fue un sector controlado por las clases criollas a lo largo de todo el siglo XIX. Aún así, y del modo similar a los que vimos para la primera mitad del siglo, no faltan algunos casos significativos en el mundo de las ciencias y de las letras. Así, Lorenzo Larrazabal, de Maruri (Vizcaya), llegó a La Haban como un modesto emigrante pero a base de trabajo consiguió los medios necesarios para estudiar Derecho y se hizo escribano público (notario), siendo presidente del colegio de escribanos, y luego alcalde ordinario de La Habana. Como vicedirector de la Sociedad Económica patrocinó las artes y las letras. Vicente Acha, vizcaíno, alumno del colegio de Bergara, fue profesor de Álgebra y Geografía en el Colegio seminario de San Carlos desde 1834, falleciendo en La Habana en 1867. José María Andueza, también vizcaíno y antiguo alumno del colegio de Bergara, fue un literato de mediana fama que residió en La Habana entre 1825 y 1838 y aquí publicó algunas de sus mejores obras, en la línea de la novela histórica de corte romántico tan propia de la época: Los herederos de Almazán, María de Padilla y Blanca de Navarra; además, fue redactor del Diario de La Habana y otros periódicos habaneros.

Antonio Casas, de Bilbao, alumno y después director por un tiempo del colegio de Bergara, se exilió a Francia al haber simpatizado con la causa napoleónica. Erudito y estudioso de las ciencias naturales, llegó a Cuba en 1819 y en 1821 se hizo cargo de la dirección de la Escuela de San José de Calasanz, recién fundada en La Habana. Cuando ésta se convirtió en colegio, en 1831, fundó otro, conocido como la Escuela Echeverría o Colegio de Carraguao, que se convirtió con el tiempo en uno de los principales focos de ciencia e ilustración de la isla, el primero en el que existieron gabinetes o laboratorios de química, física y ciencias naturales, además de enseñar las materias más tradicionales de filosofía, matemáticas y lenguas. Un buen número de los profesionales liberales cubanos que formaron parte del primer grupo con auténtica conciencia nacional salió de este plantel educativo.

José Escalante, guipuzcoano, llegó a Cuba en 1814 y en 1834 descubrió las ricas minas de cobre que hoy llevan su nombre, así como el poblado que se levantó para su explotación.

Juan Bautista de Uztáriz e Ibarra, nacido en México en 1812, de la famosa casa Ustáriz, del palacio de Reparacea en Bertizarana, fue fiscal de real hacienda en Santiago de Cuba, magistrado de la Real Audiencia de la isla, Consejero de administración civil, vocal de la Junta superior de Instrucción Pública y Rector de la Universidad de La Habana, donde falleció en 1879. Su hija María de la Caridad, nacida en Santiago de Cuba en 1842, fue la segunda condesa de Reparaz.

Nicolás Gamboa Gorostiaga, fue director del periódico Diario de Cienfuegos desde 1874 e importante miembro del ayuntamiento de esa ciudad entre 1878 y 1895; en 1874 publicó un plano topográfico de la provincia cienfueguina y en 1879 un volumen titulado Nociones de Agricultura para uso de las escuelas de Instrucción Primaria de la Isla de Cuba, que fue declarado texto oficial.

Por último, un navarro de cierto fuste intelectual fue Diego Larrión y Legarreta, veterinario de profesión en La Habana finisecular, quizás el técnico más relevante en al área de sanidad de la administración española en la isla, que ingresó como miembro de la Real Academia de Ciencias Médicas, Física y Naturales de La Habana en 1894.

La emigración de vascos y navarros a Cuba no cesará con la independencia de la isla. Al contrario, como tendremos ocasión de ver cuando completemos este artículo con la historia de la presencia vasca en la primera mitad del siglo XX, continuarán llegando para buscar y mejorar fortuna, y bastantes de ellos lograrán una posición desahogada en la industria y el comercio de la nueva República de Cuba.