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Cuba

El siglo XVIII o "siglo de los vascos"

El cambio de dinastía tras la guerra de Sucesión española (1700-1713) va a suponer un giro copernicano en la política de la monarquía española, también respecto a América. Quizás los dos rasgos más importantes de este cambio de política se refieren a un renovado centralismo, que implicará el desarrollo de una nueva burocracia donde primará la eficacia y la preparación sobre otros criterios, como la nobleza, y la creciente y progresiva apertura de la política comercial con América, con objeto de obtener de ella mayores recursos fiscales. Estos dos nuevos criterios básicos de la política indiana van a facilitar enormemente la mayor participación de las gentes vascas y navarras en la administración y en los negocios ultramarinos, en general. Una participación que fue incrementándose con el siglo, a medida que se profundizaba en aquellas políticas y aparecían nuevas oportunidades de hacer carrera en el servicio de la monarquía, como ocurrió al crearse el ejército profesional y una potente armada real, con el establecimiento en América del sistema de intendencias y con la generalización del sistema de comercio libre desde 1765.

La isla de Cuba, y en particular la Habana como capital y su región inmediata, fue a menudo el lugar de ensayo de esas políticas en América, por la sencilla razón de que su privilegiada situación le otorgaba un extraordinario valor estratégico en el conjunto de la nueva política imperial. Así, vamos a ver cómo se inicia allí, en 1717, el establecimiento del estanco del tabaco -el impuesto más rentable de la monarquía en todo el siglo-, en cuya administración y renta tendrán un destacado papel algunos vasco navarros. Muy pronto también, en 1728, se escogió la bahía de La Habana como la sede del arsenal y astilleros de la armada real en el nuevo mundo: en esta decisión tuvo mucho que ver un vasco, Agustín de Arriola, enviado con esa finalidad por los habaneros a la corte en 1713. En 1740 comenzó su andadura la Real Compañía de La Habana, una de las pocas compañías privilegiadas de comercio que tuvieron un relativo éxito, en cuyo origen y evolución intervienen sobre todo los vascos. Desde 1755 se sitúa en La Habana uno de los primeros regimientos del ejército profesional que se establecen en América, y también en el nuevo ejército borbónico jugarán un papel destacado los vascos y navarros. Por fin, y tras la conmoción que supuso la toma de La Habana por los ingleses en 1762, en el curso de la guerra de los 7 Años, la corona se decidió por dar un impulso ya definitivo a las reformas de todo tipo en el gobierno de América, escogiéndose precisamente a Cuba como el lugar de ensayo de las principales novedades: el inicio del llamado comercio libre (en realidad, la posibilidad de que los más importantes puertos peninsulares, excepto el de Bilbao, comerciaran libremente con la mayoría de los puertos americanos), la "nacionalización" de la trata negrera mediante asiento con compañías constituidas en la península, el establecimiento de las milicias disciplinadas, y la creación en La Habana de la primera intendencia americana; medidas todas que estaban en marcha en 1765.

Esas medidas reformistas facilitaron una peculiar y estrecha relación de las elites cubanas con la metrópoli, porque fueron los primeros y más beneficiados; así se explica, sobre todo, que la isla no participara del movimiento general independentista de la América continental española. Pero esto facilitó también que muchos vascos y navarros afianzaran allí sus posiciones, sobre todo económicas, y que, a diferencia de lo que ocurrió con el continente, continuara la emigración hacia Cuba desde las costas vascas, tanto peninsulares como francesas. Así, veremos como algunos descendientes de estos emigrantes de finales del XVIII y comienzos del XIX han logrado encumbrarse a lo más alto de aquella elite cubana de hacendados y comerciantes.

Gobernantes excepcionales y otros que no lo fueron tanto

En las últimas dos décadas del siglo, la capitanía general de La Habana (de la que también dependían entonces los gobiernos de Florida y Luisiana) va a ser ocupada por tres personalidades de origen o nacimiento vasco.

El primero de ellos fue Luis de Unzaga y Amézaga, en el corto espacio de diciembre de 1783 a abril de 1785. Nacido en Málaga en 1715 de padres vascos, fue un típico militar de éxito en el renovado ejército borbónico. Antes de recalar en Cuba fue comandante general de Venezuela y presidente de su Audiencia. En su gobierno en La Habana se unieron su excesiva edad y la relativa depresión de la actividad económica, al término de la guerra con Inglaterra (1779-83), para que no pasara de ser un gobernante de transición. Se le recuerda sobre todo por su decisión de expulsar a los comerciantes norteamericanos de La Habana cumpliendo, quizá con excesivo rigor, las órdenes que había recibido al respecto; pero esa actuación provocó, entre otras cosas, que se viera conveniente enviar un encargado de negocios -primer representante diplomático español en los recién independizados Estados Unidos- a José de Gardoqui, destacado miembro de una conocida familia de comerciantes vascos. Unzaga fue nombrado gobernador de la Florida tras su breve paso por La Habana y falleció en Málaga pocos años después.

A finales de 1785 llegó a La Habana como nuevo capitán general José de Ezpeleta y Galdeano, nacido en Barcelona en 1742, donde su padre, pamplonés, estaba destinado como capitán del regimiento de infantería de Castilla; su madre, María Ignacia Galdeano y Prado era natural de Olite; por ambas líneas pertenecía a la más antigua nobleza navarra. Como su padre siguió la carrera de las armas. Intervino en la guerra con Portugal (1762-63); fue luego enviado a Cuba y Puerto Rico, donde participó activamente en la implantación de las milicias disciplinadas, lo que le proporcionó un conocimiento cercano de la realidad de las Antillas. En febrero de 1779 desembarcaba por segunda vez en La Habana, formando parte del ejército que recuperó la Florida de los ingleses, quedando al frente de la gobernación de Mobila y Panzacola entre enero de 1780 y febrero de 1781. Ascendido a brigadier, su matrimonio en La Habana al año siguiente con María de la Paz Enrile y Alcedo le relaciona con la elite de hacendados y comerciantes habaneros. Durante 1783-84 fue gobernador interino de la Luisiana y Florida occidental. Por fin, en diciembre de 1785 llega de nuevo a La Habana como gobernador y capitán general de Cuba, gobierno que ejerció hasta finales de abril de 1789, cuando fue nombrado virrey de Nueva Granada. Su gobierno en Cuba destacó por si decidida política de reforzamiento de la autoridad del capitán general, frente a las pretensiones de otras autoridades de la isla, la promulgación de una Instrucción para el gobierno de los casi cincuenta distritos o partidos del interior (reglamento que estuvo vigente hasta 1842), el fomento de las obras públicas (en especial, del Palacio de Gobierno) y de la economía en general, de modo que en pocos años la isla recuperó los niveles de producción de antes de la guerra con Inglaterra. Fue un típico representante del despotismo ilustrado, como demostró luego con creces en el virreinato de Nueva Granada. A su regreso a la península, en 1797, recibió el título de Conde de Ezpeleta de Beire, y será sucesivamente capitán general de Castilla la Nueva, de Cataluña y virrey de Navarra, donde fallecerá en 1823.

Sucesor de Ezpeleta fue su medio pariente Luis de las Casas y Aragorri, nacido el 25 de agosto de 1745 en alguna localidad del País Vasco (unos autores señalan a Sopuerta y otros afirman que fue San Sebastián). Su padre, Manuel Antonio de Las Casas y de La Cuadra, nacido en 1703 en Sopuerta, donde fue regidor, ocupó el empleo de juez de arribadas e intendente de marina de Guipúzcoa de 1739 hasta 1756. Su madre, María de Aragorri y Olavide, natural de Ainhoa (Francia), pertenecía a la familia Las Casas y Cuadra, una de las de mayor relevancia social y económica de las Encartaciones: a Sebastián de La Cuadra y Llarena, primer marqués de Villarías, que ocupó cargos relevantes en la administración del Estado, se debió la promoción social y política de buena parte de sus familiares, entre los que se encontraba el padre de Luis de Las Casas.

Después de una extensa y brillante carrera militar en España y en el extranjero, fue nombrado gobernador y capitán general de Cuba; su gobierno duró de julio de1790 a noviembre de 1796. La historiografía cubana le tiene por uno de los mejores gobernantes de la isla durante toda la época colonial. A ello contribuyó sin duda el que, como afirmaba uno de los más prominentes miembros de la elite habanera, el general O'Farrill, "siempre tuvieron en él los habaneros el más eficaz agente de sus pretensiones". En efecto, su gobierno coincidió con la revolución de Haití, que produjo la ruina de esa colonia francesa y convirtió a Cuba en la primera productora mundial de azúcar; en ello tuvo mucho que ver las gestiones del entonces apoderado del ayuntamiento habanero en Madrid, el joven abogado Francisco Arango y Parreño -que se convertiría en confidente y mano derecha de Las Casas- al conseguir de la corte una serie de ventajas fiscales y mercantiles que permitieron el despegue de la economía azucarera. Desgraciadamente, este hecho significó la extensión de la economía esclavista, iniciándose precisamente durante el gobierno de Las Casas la entrada masiva de esclavos.

Aunque algunas de las que se suelen contar entre sus mejores realizaciones ya estaban en marcha antes de su llegada, a él le correspondió la fama del establecimiento de las instituciones que darían más lustre a la enriquecida elite criolla habanera, como son la Sociedad Económica de Amigos del País, de la que fue presidente nato, y la Junta de Agricultura y Fomento, que iniciaron sus actividades en el año de 1793. El año anterior inició su publicación el Papel Periódico de La Habana, en realidad una actualización de la Gaceta de Gobierno, pero que fue una de las primeras publicaciones periódicas de la América española. Se inició también, en 1791, la publicación de la Guía de Forasteros, una especie de anuario y directorio a la vez que proporcionaba la nómina de los principales vecinos, sociedades mercantiles, datos de la producción y el comercio, etc. En 1792 envió a la corte el segundo padrón de habitantes que se hacía de la isla (el anterior es de 1778), el primero realmente fiable de acuerdo con los autores de la época, que ofreció una población total de 272.000 habitantes, de los que cerca de cincuenta mil residían en la capital.

Destacó también por su impulso a las obras públicas, orientadas principalmente a facilitar la comunicación entre la ciudad y sus alrededores (caminos, calzadas y puentes) además de iniciar el empedrado de las calles de La Habana y del primer paseo público que tuvo la ciudad. Las Casas demostró también una cierta preocupación por los pobres y marginados: estableció el empleo de "defensor de pobres", algo así como un abogado de oficio, que no existía en la isla; reformó las pésimas condiciones en las que se encontraba la cárcel pública e impulsó el establecimiento de una Casa de Beneficencia.

A su regreso a la península fue nombrado capitán general de Valencia, pero renunció por su delicado estado de salud, y posteriormente, en diciembre de 1799, tomó posesión del gobierno de la plaza de Cádiz, cargo que desempeñó junto con la capitanía general de Andalucía. Las Casas permaneció soltero durante toda su vida, y murió en el Puerto de Santa María (Cádiz) el 19 de julio de 1800.

La otra gobernación de la isla, la de Santiago de Cuba, estuvo bajo el mando de Juan Antonio Ayanz de Ureta entre 1771 y 1775. Este navarro de carácter fuerte sostuvo fuertes competencias de autoridad, en primer lugar, con su correspondiente de La Habana, competencias que sólo sirvieron para que el gobierno central confirmara la completa subordinación de la gobernación oriental a la de la capital de la isla; también, con el obispo, el cabildo de Santiago y el intendente de La Habana, a todos disputó, en alguna manera, sus respectivas competencias. Fue el intendente el que lo acusó de contrabandista, acusación que le costó el puesto.

Entre los obispos cubanos de este siglo sólo contamos con uno de origen vasco, Santiago de Hechavarría y Elguezua que ocupó la mitra durante veinte años, entre 1769 y 1788, el único criollo que ocupó una diócesis cubana en los casi cinco siglos de presencia española. La familia Hechavarría era una de las principales de la región oriental de la isla, pero el hecho de que el obispo residiera en La Habana (aunque su sede era Santiago de Cuba) facilitó la inserción de la familia entre la elite habanera. Un hermano suyo llegó a ser administrador de la Factoría de tabacos. Santiago de Hechavarría fue el que elaboró los estatutos del Colegio Seminario de San Carlos, establecido en el edificio del colegio de los jesuitas, expulsados de todos los territorios de la monarquía en 1767. Su mentalidad y comportamiento, en general, respondieron más al de un miembro de la alta sociedad cubana que al de un ministro de la Iglesia. En 1788 se decidió la división de la diócesis y la creación del obispado de La Habana; con ese motivo, Hechavarría fue nombrado obispo de Puebla, en México.

Directores de la real hacienda y de la renta del tabaco

La ya tradicional presencia de vascos entre los altos funcionarios de la real hacienda cubana continuó en el siglo XVIII. El Tribunal Mayor de Cuentas siguió siendo el organismo superior de alta inspección de las reales cajas de La Habana e islas del Caribe hasta 1765. En la primera mitad del siglo presidió dicho tribunal el contador mayor Juan José de Jústiz Umpierrez y Hechavarría. Él mismo ya nacido en La Habana de padres guipuzcoanos, murió sin descendencia pero legando una buena fortuna a su sobrino, que le heredó en el empleo. Otro vasco, Miguel de Arnaiz será contador mayor en 1783-1792.

En 1765 se estableció en La Habana la primera intendencia general de ejército y real hacienda de América, modificándose así la planta de ese organismo. El intendente pasó a ser el jefe superior absoluto de todas las oficinas de real hacienda de la isla, incluido el tribunal mayor de cuentas, del que pasó a ser su presidente, e inmediatamente por debajo de él se situaban tres funcionarios, que son los que sustituyen a los antiguos oficiales reales: el contador y el tesorero de ejército y real hacienda, y el administrador general de rentas de la isla (éste, cargo de nueva creación, venía a ser el jefe de las aduanas). Con el establecimiento de la intendencia, al mismo tiempo que se ponía en marcha el sistema del comercio libre, los ingresos de la real hacienda en Cuba experimentaron un incremento espectacular: concretamente se triplicaron en los primeros treinta años (1765-1795), de modo que para 1800 ya no fue necesario enviar el situado desde México para cubrir el déficit del presupuesto de la isla.

El tercero en ocupar la intendencia de Cuba fue Juan Ignacio de Urriza, concretamente entre 1776 y 1787. A Urriza le tocó cubrir todas las necesidades logísticas y monetarias de la costosísima guerra contra Inglaterra (1779-83), al ser escogida La Habana como centro de operaciones. La enorme cantidad de dinero llegado de México para cubrir los gastos de la guerra -en torno a 35 millones de pesos fuertes, algo así como el 30 % del presupuesto nacional entonces- facilitó importantes fraudes; aunque se pudo demostrar que él no tuvo nada que ver, ese fallo en su gestión le costó el puesto, siendo sustituido interinamente por Domingo de Hernani, que era intendente del Apostadero naval y que, en el poco tiempo que estuvo al frente de la intendencia general, demostró un celo ejemplar en la persecución del fraude.

Más conocido que Urriza fue José Antonio de Armona y Murga, el primer administrador general de rentas de La Habana (1765-1773), a donde llegó años antes para establecer la renta de correos, un nuevo servicio oficial que mejoró mucho las comunicaciones oficiales entre la península y las colonias americanas. La mayoría de los pequeños buques (paquebotes) de la renta de correos, que tenían su base en La Habana, fueron fabricados en los astilleros de Zorroza y casi todos sus capitanes eran vascos.

En los cargos subalternos de la intendencia encontramos también a Juan de Alda, contador principal de ejército y hacienda en 1768-1772. Martín de Aramburu, tesorero en 1765. Francisco Antonio de Astigarreta, contador-tesorero de la administración de rentas entre 1773 y 1791, fue el hombre de confianza de Urriza, y su fama de eficaz le aupó al tribunal mayor de cuentas de México; fue también el primer comisionado de la Real Sociedad Bascongada en La Habana. Le sucedió en el empleo otro vasco, José Vicente Orúe, también socio de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País.

Otra de las instituciones que representan las reformas borbónicas en Cuba fue la Renta de Tabacos, establecida en 1717 en La Habana, donde se hallaba la famosa Factoría que almacenaba toda la hoja producida en la isla para su envío a la fábrica de Sevilla, además de procesar una parte de ella para su remisión a otras plazas americanas como Lima o Caracas. Pues bien, a lo largo del siglo la Renta estuvo, se puede decir, en manos de vascos o navarros. Después de un comienzo azaroso, debido a la resistencia (incluso armada) de los cultivadores y cosecheros de tabaco de la isla -dos de los cuales eran descendientes de vascos, Juan José de Jústiz y Sebastián Calvo de la Puerta- a aceptar el nuevo monopolio estatal (que se reservaba la adquisición de toda la producción y fijaba los precios), el primer intendente general del tabaco, Martín de Loinaz (1727-1731) puso orden en la factoría, acordó precios adecuados y fue el primer responsable de la renta que dejó un buen recuerdo en La Habana. Loinaz tuvo como segundo, con el empleo de tesorero, a Domingo de Lizundia, que terminó siendo su yerno. Después de esta primera etapa, el monopolio estatal fue concedido en asiento a otros negociantes peninsulares, lo que no fue en absoluto del agrado de los habaneros. Éstos supieron organizarse y presentar a la aprobación real una Compañía de comercio, la famosa Compañía de La Habana que, entre otras cosas, será la encargada durante los siguiente 25 años de recoger el tabaco y ponerlo a disposición de la fábrica de Sevilla.

Por fin en 1765, como una de las medidas reformistas que ese año se implantaron en la isla, el Estado se hizo cargo de nuevo de la renta y factoría de tabacos habanera; al año siguiente toda la producción tabacalera de la isla estaba, en teoría, bajo el control de la administración de la renta. El cargo de administrador recayó de nuevo en Martín de Loinaz, que llamó a su lado a su sobrino Ignacio, que ocupó la tesorería, y a su paisano Juan de Mecolaeta como contador (éste socio de la RSBAP). Loinaz debió de confiarse en su gestión, pues años más tarde, en 1776, se le descubrió un fraude de más de cien mil pesos que le costó el puesto a él y a Mecolaeta. Vino entonces para sustituirle Ignacio de Murga, que procedía de la fábrica de Sevilla, quien dio un gran impulso a la producción tabacalera, algo deprimida en esas décadas porque no resistió la competencia del azúcar como cultivo preferente en la isla.

Los hombres del comercio

Se puede afirmar sin temor a equivocarse que el comercio de la isla durante el XVIII, estuvo dominado por vascos y navarros, que sólo a finales del siglo ven cómo empiezan a hacerle competencia los catalanes. Pero a diferencia de éstos, que solían regresar a su tierra, muchos vascos y navarros invirtieron pronto una parte de sus beneficios en la compra de tierras, montaron ingenios azucareros y enlazaron por vía matrimonial con alguna rica familia criolla -a menudo de antigua ascendencia vasca también- y terminaron formando parte de la elite habanera, dejando así una herencia que perduró, en bastantes casos, hasta época reciente. Ya desde principios de siglo los vemos actuando. Antonio de Mendieta fue uno de los grandes armadores de naos de comercio y vecino de La Habana en el primer cuarto del siglo XVIII. Pero el ejemplo más claro de este tipo de nuevos emigrantes son los hermanos Martín y Esteban Aróstegui y Larrea, procedentes de Aranaz (Navarra). Martín hizo pronto fortuna en el comercio, sobre todo con Cartagena de Indias, y contrajo matrimonio con una rica criolla habanera, también de origen vasco, Tomasa Basabe, lo que le dio acceso al patriciado y al cabildo. El fue quien consiguió que la corona otorgara al ayuntamiento habanero en 1738 el privilegio exclusivo del envío del tabaco cubano a la península. La continuación de esas gestiones culminaron en la creación de la Compañía de La Habana en 1740, de la que fue su director hasta 1750. En su primer accionariado figuran algunos grandes hacendados criollos de origen vasco, como los Calvo de la Puerta, Jústiz, José de Beitia, y comerciantes vascos afincados en La Habana, como Domingo de Ugarte y Zubieta, entre otros. La Compañía tuvo una vida azarosa y complicada, debido a las gravosas contraprestaciones que debió aceptar -sobre todo el compromiso de construir buques para la armada- a cambio de los privilegios que recibió: un cuasi monopolio del comercio de la isla desde 1740 hasta que se implantó el comercio libre en 1765. Después de esta fecha la Compañía siguió actuando en la isla, aunque ya sin gozar de su anterior monopolio. Fueron sus administradores en La Habana: José Iturrigaray y Martín de Aramburu en 1762; Martín José de Alegría, en 1765; José María de Olazábal (1770-1783) y Bernardo Goicoa (1783-93; los tres últimos también socios de la RSBAP.

Alguna relación con la anterior tuvo la Compañía del Real Asiento de Negros, también llamada Compañía Gaditana o "Uriarte y Cía.", que hizo un asiento general con la corona en 1765 para la introducción de negros esclavos en Cuba, sucediendo en esa actividad a la Compañía de La Habana. Entre ese año y 1779, cuando cesó su actividad, la Compañía introdujo en la isla 23.700 esclavos. La Compañía Gaditana tuvo entre sus fundadores y primeros accionistas a algunos de los vascos que ya lo habían sido de la de La Habana, como Miguel de Uriarte y Juan José de Goicoa. Al cesar la contrata de la Gaditana, algunos comerciantes vascos continuaron con el negocio por su cuenta, como es el caso de Domingo Jaureguiberri, Tomás de Zavala y Francisco de Mendiola, hasta que en 1789 se liberalizó por completo ese triste comercio.

Tras la pérdida del monopolio de la Compañía de La Habana, la capital cubana fue inundada literalmente por nuevos emigrantes vasco navarros dispuestos a aprovechar la oportunidad de la recién aprobada apertura comercial de 1765. Dos de los más activos durante el último tercio del siglo son navarros: Juan Bautista de Lanz y Pedro Juan de Erice; cada uno por su cuenta hicieron pingües negocios con la importación de harinas y maderas desde Nueva Orleáns, entre otros productos. Los dos afincaron en Cuba, llegando a convertirse en importantes hacendados y miembros de la elite habanera. Un cuñado de Aróstegui, Juan Tomás de Jáuregui, es otro representante de este grupo, que aparecerá a finales de siglo como uno de los miembros más prominentes del Consulado de agricultura y comercio, fundado en 1793. Junto a estos tres, otros comerciantes vascos residentes en La Habana que aparecen a finales de la década de 1780 unidos a los principales hacendados de La Habana pidiendo la liberación de la trata esclavista son: José Manuel López Lanuza, hacendado y comerciante; Juan Bautista Galainena, abogado y comerciante; Manuel José de Torrontegui y Gabriel Raimundo de Azcárate, éste representante de los intereses de la Compañía de Filipinas; todos eran miembros de la RSBAP. Junto a éstos, aparecen como socios de la Bascongada residentes en Cuba en el último cuarto del siglo XVIII: Manuel de Aróstegui Uribarri, Sebastián de Arratibel (militar), José Antonio Arregui Altiano, José Ramón Arteche Zurieta, Francisco Benitua Iriarte, Martín Díaz Garchitorena, Francisco Javier Eceiza, Gabriel de Ercazti (guarda almacén de la aduana), Juan Lino Gortari, Sebastián de Lasa, Agustín de Lequerica, Ignacio Loinaz, Andrés Loizaga, Domingo de Ugarte y Zubiate, José Vertiz Verea, Tomás de Ilincheta (asesor del gobierno) y Ramón Yoldi (capitán de ingenieros). Varios de ellos, como Juan Tomás de Jáuregui, Juan Bautista de Lanz y Tomás de Ilincheta reciben poderes de paisanos y familiares de sus tierras de origen para distintas operaciones de compra venta, cobro de deudas, tomar al cargo herencias de familiares fallecidos allí, etc.

El origen vasco de varias familias de la elite

Como hemos dejado dicho, fue hasta cierto punto una tradición de vascos y navarros el afincarse en Cuba, y algunos de los que lo hicieron se convirtieron en tronco de algunas de las principales familias de la elite habanera, que recibieron títulos de nobleza -llamados en América "títulos de Castilla"- sobre todo en la segunda mitad del siglo XVIII.

El primero de los títulos de nobleza concedido por la Cámara de Castilla a un personaje directamente relacionado con Cuba fue precisamente el de marqués de Casa Torres, al que fue gobernador de la isla entre 1708 y 1711, Laureano de Torres-Ayala y Cuadros, de origen navarro, que casó con otro miembro de la elite habanera también de origen navarro, Catalina Baiona y Chacón.

Conocemos ya a Juan José de Jústiz Umpierrez Hechavarría, de directo origen vasco, y contador mayor del tribunal de cuentas, que recibió el título de marqués de Jústiz de Santa Ana en 1758. Su matrimonio con una rica criolla, Teresa de Zayas Bazán, le convirtió en uno de los mayores hacendados de la isla, especializado en la producción e industria tabacalera durante los decenios dorados de ese rubro económico, entre 1730 y 1760; de los molinos de sus haciendas salían todos los años hacia España varias toneladas del mejor tabaco, que se consumía directamente en la corte.

El título de marqués de la Real Proclamación lo recibió en 1764 Gonzalo Recio de Oquendo, descendiente de aquel Antón Recio de Oquendo que vimos entre los primeros pobladores de la isla.

El marquesado del Real Agrado fue otorgado en 1782 a Domingo de Lizundia y Odria de Echavarría, bautizado en Elgóibar en 1717, que llegó a La Habana (donde falleció en 1785) como tesorero de la renta del tabaco de la mano de Martín de Loinaz. Casó hasta cuatro veces en La Habana, enlazando con las familias Calvo de la Puerta y con la de Arango. Consiguió también un regimiento perpetuo en el cabildo de La Habana. Su hija María Dolores de Lizundia casó con Matías de Armona y Murga, natural de Respaldiza (Álava) y hermano de José Antonio, el que fue primer administrador de correos y de rentas; Matías era coronel del regimiento fijo de La Habana y sargento mayor de la plaza; llegó a mariscal de campo y falleció en La Habana en 1796. Otra hija de Domingo Lizundia casó con Ignacio de Loinaz y Torres, bautizado en Aia (Gipuzkoa) en 1733, que sucedió a Lizundia como tesorero de la renta del tabaco y debió de fallecer hacia 1780. Este matrimonio fueron los terceros marqueses del Real Agrado y su nieta y sucesora en el título, María Dolores Loinaz e Ibarra, nacida en Legazpia en 1789, fue también vecina de La Habana, sin duda emigrada para hacerse cargo de las posesiones de la familia en Cuba.

Antonio José de Beitia y Rentería, nacido en Bakio (Bizkaia), recibió el título de marqués del Real Socorro en 1770, cuando era regidor perpetuo del ayuntamiento habanero y coronel de milicias; falleció en La Habana en 1780. Existen testimonios de la correspondencia de José de Beitia con la casa comercial de los Ruiz de Apodaca en Cádiz.

Por último, el título de conde de Casa Baiona se otorgó en 1733 a José Baiona y Chacón, nacido en La Habana y descendiente directo por línea paterna de vasco y por la materna de una navarra. Consiguió el título al entregar la cantidad de veinte mil ducados a la Cámara de Castilla para la reedificación de las ruinas causadas por los franceses en la ciudad de Fuenterrabía. Con el título recibió además la gracia del señorío de la ciudad de Santa María del Rosario, fundada por él mismo. La familia Casa Baiona se convirtió en una de las más prominentes de la isla, posición de privilegio que mantuvo más de un siglo.