Concepto

Cerámica. Etnología

La característica fundamental de la alfarería de estas tres provincias a diferencia de la de otros centros alfareros, ha sido, sin duda, la de su vidriado blanco. Cántaros, jarras, orzas, tazas, platos, botijos, etc., bien parcial, bien totalmente, siempre han sido vidriados de blanco en nuestros talleres alfareros, hasta que poco antes de la guerra de 1936-1939 comenzó a escasear el estaño, uno de los componentes del baño blanco. Coincide este momento con el de la vertiginosa caída de la alfarería en nuestro país. En algunos centros alfareros aún siguieron con este baño blanco, trayéndolo de Valencia, pero en general se comenzó a vidriar las piezas, con sulfuro de plomo; "alcohol de hoja", que procedía de Linares. También se conseguían tonalidades cremosas más conformes a lo que hasta entonces se había hecho, a base de dar engobe a las piezas y vidriarlas luego con el "alcohol de hoja". El perfil, la forma de algunas de las piezas, también ha contribuido a dar personalidad a esta alfarería. En la memoria de todos están las jarras de txakolí, de hombro subido, que al igual que otras para el agua y la sidra, iban bañadas de blanco por dentro y hasta la mitad, más o menos, por fuera, formando un elegante pechero. Y sobre todo el cántaro, de líneas tan excepcionales, tan apartadas de los moldes clásicos, al que sólo hemos podido hallar semejanza, como ya lo señalaba Violant y Simorra, con el "doll" catalán que salía de los alfares de La Bisbal, Figueras, etcétera.

Los talleres alfareros de estas provincias eran más numerosos de lo que en un principio pudiera parecer. Los había en Bilbao, Amorebieta, Durango, Mungia, Orduña, Abadiño, Apatamonasterio, Elosu, Amézaga, Salvatierra, Narvaja, Galarreta, Ullíbarri de los Olleros, Ullíbarri Gamboa, Zegama, Eskoriatza, y seguramente otros más de los que en estos momentos no tenemos noticias. Estos talleres solían tener cada uno varios oficiales, lo que supone un importante número de alfareros en el país.

Las arcillas que precisaban, normalmente dos, las obtenían casi siempre de lugares no muy lejanos obrador. La extracción era, por lo general, superficial, si bien en Durango se llegaba a practicar pozos de hasta 5 m. de profundidad en terrenos cercanos a la ermita de San Salvador de Guerediaga. Las herramientas solían ser picos, azadas, palas, efectuándose el transporte con carros de bueyes. En algunos lugares se dejaba el barro en el mismo sitio del que era extraído, durante un año, para que con las lluvias, heladas, etc., el barro se esponjara y se pudiera así trabajar mejor con él. Estas tierras pasaban después a los coladores; era éste un procedimiento común en Gipuzkoa, Álava y Bizkaia. Se volcaban las tierras en un depósito y añadiéndoseles agua se batían hasta conseguir una masa homogénea ligera. De este primer depósito hacían pasar el barro a otro normalmente más grande, previa purificación del mismo a través de un cedazo, o a través de unos pozos de decantación donde iban quedando los chinarros, raíces, etc. En este depósito permanecía la masa hasta que el barro se asentaba en el fondo y el agua quedaba arriba, dándosele entonces salida a la misma. A continuación este barro era pisado, y poco antes de pasar al torno, sobado a mano para conseguir el grado de plasticidad óptimo.

El torno que se ha usado en estas provincias ha sido el movido a pie. En algunos centros les llegaron a incorporar un pequeño motor para hacer girar la rueda pequeña. En otros sin embargo siguieron como siempre. Incluso en Narvaja, en la alfarería que aún sostienen nuestros últimos alfareros, José Antonio Larrinoa y Federico Garmendia, de tres tornos que tienen en el obrador, sólo a uno incorporaron el motor eléctrico. Al torno llamaban rueda, "erroberie". A la rueda superior, que solía ser de madera, o de hierro, la llamaban cabecera, cazoleta, rodal. Su diámetro oscilaba de 30 a 40 cms. A la inferior, de madera, la llamaban unánimente, rueda, siendo su diámetro de 1 m. aproximadamente. Estas ruedas en algunos casos solían llevar una llanta metálica, lo que facilitaba su movimiento giratorio con un menor esfuerzo por parte del alfarero. El eje antiguamente fue de madera, sustituyéndoselo más tarde por el de hierro. La punta del eje solía descansar y girar, en algunos alfares, sobre una moneda de cobre de 10 céntimos encajada en una madera; en otros sobre el fondo de un vaso de vidrio grueso, como los de los "chiquitos" de vino; y en fin, en algunos otros, sobre un punto en una plancha de metal. Más tarde, casi en todos los centros alfareros, fueron incorporados juegos de bolas a los tornos.

Las piezas una vez torneadas, se ponían a secar. Si llevaban asas o algún otro aditamento, se los solían poner cuando la pieza había cogido una cierta consistencia, volviendo, una vez hecha esta operación, otra vez al secadero. Cuando la pieza estaba bien seca procedían a vidriarla. El vidriado blanco, como queda dicho, era el de uso común. Lo solían hacer ellos mismos a base de plomo, estaño y arena. La proporción variaba algo de unos alfareros a otros. José Ortiz de Zárate, de Ollerías, hijo y nieto de alfareros, recuerda que lo hacían con "15 kg. de plomo, 1 kg. de estaño y arena". Mariano Marquiegui, de Durango, "150 kg. de plomo, 20 kg. de estaño, 150 kg. de arena". En un horno especial fundían conjuntamente el plomo y el estaño. Cuando todo quedaba calcinado, convertido en polvo, se pasaba por un cedazo y se mezclaba con la arena, moliendo todo acto seguido, en suspensión acuosa. El estado óptimo del baño lo conocían por experiencia. Una vez vidriada la pieza, tenía que volver a secarse bien antes de meterla al horno. Un exceso de humedad en las vasijas daría al traste con las mismas, pues al recibir el fuego estallarían, "habría tiros en el horno".

Cada centro alfarero tenía su horno. En algún caso dos, como en la alfarería de José Ortiz de Zárate, en Ollerías. El horno se componía de dos partes fundamentales. La cámara de cocción donde eran introducidas las piezas y la caldera u hogar donde se hacía el fuego. Ambas cámaras estaban separadas por una solera en la que se habían practicado unos agujeros para el paso del fuego. En los hornos que he visto en Álava, Gipuzkoa y Bizkaia, o que me han contado como eran, llevaban en el interior de la cámara, desde la solera hasta una altura que oscila de unos hornos a otros (1 m., 1,5, 2, etcétera) una doble pared, cuya función era la de canalizar parte del fuego del hogar hacia la zona superior de la cámara al objeto de que todas las vasijas recibieran una misma intensidad de calor. En algunos casos, sobre la doble pared solían montar varias hileras de tejas que, al mismo tiempo que canalizaban el fuego aún más arriba, dejaban escapar parte del mismo a las zonas medias a través de los intersticios de las tejas. El horno que nos mostró en su casa Mariano Marquiegui, es sin embargo, una excepción. No tiene doble pared. Quizá haya habido más hornos así. El acceso a la cámara de cocción para la colocación de las vasijas, tenía lugar por una o dos puertas a diferente nivel. Estas puertas una vez cargada la cámara eran tapadas con adobe. La caldera u hogar suele ser abovedada, y de una altura que variaba de unos hornos a otros (1,5, 2 m., etc.). Normalmente suelen tener una sola boca, por donde es introducido el combustible. Para poner las piezas en el interior de la cámara, solían montarse unos pisos que llamaban tacas. Se levantaban a base de unos cilindros de barro de diferentes tamaños, llamados bodoques, bodoquillos (bodokitxikerra) y ladrillos. Por lo general montaban las tacas con una altura de tres bodoques. El no utilizar un solo bodoque que fuera más largo en sustitución de los tres, se debía a que con el calor del horno se doblaban, poniendo en peligro la hornada. También tenía la ventaja de poder graduar la altura de las tacas con mayor flexibilidad. En Narvaja, entre el final del último bodoque y los ladrillos, ponían una pieza ("cuadrado") con salientes en. cuatro direcciones, donde apoyaban aquéllos. Para separar algunas vasijas, tazas, platos, tiestos, etc., utilizaban unas piezas de barro hechas por ellos mismos: barrus, txakurrek, tarrillos, etc. Una vez llenada la cámara con las vasijas, se cubría todo con cascotes, restos de vasijas rotas, tejas, etc. Solían emplear de uno a dos días en llenar el horno.

El combustible preferido para el fuego de la caldera era la argoma. En algunos sitios como Ollerías sólo quemaban argoma. En otros utilizaban madera de roble, haya, etc., para templar el horno, y argoma para subir el fuego arriba. Gregorio Aramendi, último alfarero de Zegama, nos decía que cuando no pudo disponer de la argoma suficiente y tuvo que quemar "ramera de pino", llenaba el horno sólo hasta la mitad, pues el fuego no subía arriba. En fin, en algunos otros sitios, utilizaban el combustible que tenían más a mano. La carga de este combustible solían hacerla con unas horquillas de dos y tres púas. Algunas, más largas, eran para empujar el fuego al fondo del horno (urkulu, urkulu luxia).

La duración de la hornada variaba de unos centros a otros: 20 horas podría ser la media. Una vez que se comprobaba que las piezas estaban bien cocidas se apagaba el horno, tapando la boca de la caldera, con adobe o con una plancha de hierro. Con ello se evitaba también la entrada de aire fresco que pudiera estropear las piezas recién cocidas. Para sacar las piezas eran necesarios 1 ó 2 días de espera. Algunos alfareros tenían la costumbre de celebrar el final de la hornada con una "comida de fiesta". Asimismo, nos decía José Ortiz de Zárate que su padre, Sabino, se santiguaba antes de encender el horno para que todo fuera bien, y al meter la última carga de argoma, con la horquilla trazaba una cruz sobre el muro del horno, encima de la boca de la caldera. Para saber cuándo estaban las piezas cocidas, se fijaban por lo general en el color que iban cogiendo los cascotes que cubrían el horno. Cuando éstos adquirían un color blanquecino solían sacar una pieza de la cámara, normalmente una taza de las varias que para este efecto habían colocado arriba del todo. A la vista de la misma se terminaba la cocción o se seguía un poco de tiempo todavía. Con 2 ó 3 catas era suficiente. En Cortederra utilizaban el procedimiento de los "visteros", procedimiento que consistía en meter un tubo metálico con un palito seco al final a través de unos agujeros (visteros), y ver, con la luz que daba el palito al quemarse, en qué estado se encontraba el vidriado de las piezas. Ramón Larringan, que fue el último en Bizkaia en dejar la alfarería, llevó a Apatamonasterio este mismo sistema, que había aprendido con su padre en Cortederra. La venta de las vasijas solían hacerla ellos mismos, transportando la mercancía en galeras tiradas por caballerías. Después este transporte se hizo en furgonetas o camionetas.