"Con mi tío Domingo viví unos cuatro años (década de 1860). Después me fui a La Chumbiada, cerca de Azucena, donde otro tío, Juan Chapar, tenía una casa de negocio en sociedad con Alchourrut. Era un fortín; en él se acogían las gentes de los a alrededores al menor amago de los indios, como ocurrió en 1867.
Pero los indios no atacaron, contentándose con robar las yeguadas de un señor Lastra. En 1870 hubo otro avance de los salvajes: saquearon la casa de comercio de un señor Ríos, en El Cristiano, mataron al dueño y a la madre y se llevaron a la esposa y dos hijos, uno de brazos y una niña de 14 años. La señorapudo escapar dejándose caer en unos pajonales con el niño. Llegó a la Chumbiada después de tres días de errar sin rumbo.
Recuerdo que lloré desconsoladamente al ver el aspecto de la pobre mujer. La jovencita fue rescatada más tarde en el Azul..."
Semanario Ilustrado, año I, nº 17, 29/05/1929.
Recientemente, antropólogos e historiadores como Raúl Mandrini y Miguel Angel Palermo han comenzado a reinterpretar esas mismas fuentes -oficiales- a partir de las cuales estábamos acostumbrados a aceptar los sucesos justificadamente violentos de la ocupación del "desierto" donde habitaba el indio. Sin ánimo de repetir aquí las visiones de estos autores y sin buscar en un diccionario lo que se entiende por "desierto", cabe remarcar dos aspectos cruciales que pueden modificar aspectos del escenario al que arribaron los inmigrantes, principalmente aquellos pioneros como los vascos. En primer lugar la complejidad económico-social y política de varios de los grupos aborígenes asentados en esta zona de la Pampa, que dista de aquella visión de bandas de "borrachos, haraganes y ladrones" que señalaban los trabajos tradicionales. Aquellos adjetivos no podían ser otros viniendo de los generales que tenían que justificar su conquista y a veces su matanza. En segundo lugar, la heterogeneidad socio económica y cultural alcanzada por los aborígenes a lo largo de la Pampa. Sin ir más lejos la caracterización de indios amigos e indios iles, con las diferencias que eso conllevaba para la sociedad blanca y los mismos aborígenes en su conjunto. En tercer lugar, y producto de lo anterior, el desdibujamiento de una línea de frontera rígida, impenetrable. En la historiografía anterior a 1980, la frontera era una línea que separaba dos mundos; en las nuevas visiones, a partir de las mismas fuentes, se traza de una franja que antes bien los enlaza.
Existen sobradas fuentes de información sobre el trato comercial entre blancos e indios, ya sea en los comercios de campaña como en los mismos pueblos. Pese a un endurecimiento de las relaciones tras la caída de Rosas, deberíamos minimizar, sin temor a equivocarnos, la imagen terrorífica de marchar a la frontera durante casi todo el período de nuestro estudio. La nueva visión de los sucesos es sumamente interesante para nuestro análisis, ya que si por algo se van a caracterizar los vascos es por su penetración temprana en el territorio ocupado por aborígenes. Precisamente, como veremos, muchos de ellos apostaron al rentable comercio de frontera: acopio, aprovisionamiento a indios amigos y fortines, almacenes de ramos generales -donde comerciaban indios- fueron algunos elementos y mecanismos que comenzaron a completar aquel paisaje posiblemente igual o menos peligroso que las afueras de una ciudad como Buenos Aires o Rosario.
Pero desde el punto de vista de la escala de peligros que implicaba marchar a una zona nueva, en la frontera, es muy posible que los indios no ocuparan el primer lugar. Muchos de los relatos de extranjeros de aquella época, como los del danés Juan Fugl en Tandil, dejan trascender que sus altercados -armas por medio- eran con nativos y no con indios. Sin duda este aspecto ha sido descuidado en los estudios sobre inmigración. Hasta no hace mucho tiempo, los inmigrantes se han movido en la historiografía como marionetas en un escenario vacío.
¿Qué peso real tuvo la figura del indio en la toma de decisiones o la vida cotidiana de aquellos inmigrantes? No queremos demostrar con esta ligera introducción, que los inmigrantes no tuvieron contacto con el aborigen; pero sí que aquellos fueron aislados y significaban en tal caso un problema más, entre muchos otros. Posiblemente nunca lleguemos a recuperar la real dimensión que el peligro aborigen representaba para los primeros pobladores de la Pampa. Estamos tentados a pensar, de todos modos, que aquellos malones de indios sobre un pueblo fueron la excepción -pero son los que quedaron documentados- y no la regla, y que la gente del pueblo vivía "más tranquila" de lo que se podría suponer. Esto no implica negar, como vimos en la cita inicial del apartado, que el peligro estuviera latente, principalmente para la gente que vivía lejos del núcleo urbano; aquellas que habían reconstruido un caserío en la Pampa húmeda.
"Algún tiempo después encontré a Calefuquén y su escolta en una calle de Tandil, frente a una pulpería. Me dijo que iría a saludar al coronel Machado y después me visitaría en mi casa... no mucho tiempo después fue muerto, con otros indios, en una contienda con la guarnición militar de Azul".
Juan Fugl.
Lamentablemente, y como era de esperar, las escasas crónicas existentes sobre el tema refieren generalmente a momentos de violencia, mientras que los largos períodos de "convivencia" -o tolerancia- deben intuirse, salvo excepciones, a partir de la falta de aquellas. Pero a poco de andar por el desolado camino de la reconstrucción de los sucesos por los propios protagonistas, surge una primera -y casi obvia- conclusión. Todos los inmigrantes no experimentaron la misma actitud frente a la presencia indígena. Domingo Aguerre, vasco, arribado al país en 1854, deja entrever en una de sus cartas a su nieto, aspectos y dimensiones del fenómeno en su conducta.
"Cuando en 1864 nos casamos, tu abuela Mariana que era una vasquita porteña, no ignoraba lo que por aquellos años significaba internarse en la Pampa... El mismo año de nuestro matrimonio, después de comprar al fisco de la provincia de Buenos Aires el campo que ocupaba, levanté junto al primitivo rancho, mi primera casa de material. [Aquella tierra] la ocupaba en arrendamiento hasta el año 1864, pues el gobierno no vendía por quedar fuera de la línea de fronteras. Estábamos a dos leguas y media del pueblito vecino (25 de Mayo). Por aquellos años la frontera pasaba a ocho leguas de nuestra vivienda. Los pobladores de la frontera siempre estábamos sobresaltados. Las alarmas frecuentemente eran infundadas, producto de la imaginación sobreexitada(sic), pero de todos modos casi siempre, tras alguna vacilación resolvíamos abandonar nuestros bienes."
Esta impresión de que la ficción desbordaba la realidad de largos períodos de convivencia posible, también la sugiere un viajero británico de mediados de siglo pasado.
"En la mañana siguiente continué mi viaje en dirección al Azul. Este es el punto fronterizo de intercambio con los indios. Si hubiera dado crédito a todo lo que me dijeron sobre los peligros del viaje a lo largo de la frontera, habría adoptado muchas medidas de seguridad. Pero, en esta región -como en todas aquellas escasamente pobladas- los peligros son, en mucho creados por el miedo y por los rumores circulantes, de modo que se desvanecen cuando nos aproximamos a ellos.
W. Mac Cann.
Al parecer, los inmigrantes tenían plena conciencia de la presencia indígena; pero ésta -aunque respetada- no representaba más que otro obstáculo a salvar. Cada inmigrante, según el momento, lugar e indios con que se topara, lo resolvería a su manera. El danés Juan Fugl, por ejemplo, nos relata en sus memorias lo que encontró a su regreso después del malón de 1855, cuando varios cientos de tandilenses huyeron a la ciudad de Dolores.
"Mi propiedad la había cuidado -en parte- mi paisano Pedro Stagsvold, que había sido soldado en la guerra entre Dinamarca y Alemania en 1848/50 y le parecía que podría defenderse muy fácilmente de estos pobres indios desnudos que no tenían más armas que unas malas lanzas".
"Los indios deambularon 2 o 3 días por el fuerte. Una de las mañanas, según me contó Stagsvold cerca del mediodía, había aparecido un grupo de indios, se acercó al arroyo y dividiéndose en dos grupos uno cruzó el agua para asaltar y robar la casa de negocio del vasco-francés Gaebeler, que estaba próxima, pero en la orilla del pueblo. El otro grupo se dirigió hacia mi casa. El vasco, que desde el pueblo [Fuerte] vio que intentaban asaltar la propiedad, había reunido un grupo de connacionales armados que cubrieron rápidamente los 400 o 500 metros hasta la quinta y descargaron unos 20 ó 30 tiros sobre los indios. Estos huyeron y desaparecieron enseguida."
En ese malón grande a Tandil, en su Fuerte quedaron varios vecinos a defender lo que se podía; entre ellos 40 vascos. Es evidente que la experiencia "militar" de cada extranjero jugaba un papel decisivo; posiblemente los 40 vascos que quedaron a defender el Fuerte Independencia habían tenido -como Stagsvold- alguna participación bélica, quizá en la primer contienda carlista.
Cuatro años más tarde, recuerda otro contemporáneo, el español Suárez García:
"en 1859, a las fuerzas del coronel Machado que se dirigía a repeler un ataque indio se incorporaron los voluntarios que habían partido de Tandil para defender sus vidas y sus intereses; entre ellos los estancieros José y Sulpicio Gómez y los vecinos de la colonia francesa, cuyo jefe era Don Luis Arabehety, señores Juan Dhers, Setzes, Chanfreau, Aizaguer y muchos otros".
Algunos encuentros de extranjeros e indios fueron menos heroicos, aunque no por eso exentos de peligro. Aún hoy se recuerda al grupo de poceros y zanjeadores vascos asentados en Necochea que mantuvo a pedradas durante varias horas a los indios desde el pozo que cavaban.
Como fuera -y aunque pueda minimizarse- buena parte de los extranjeros que emigraron a nuestro país compartieron durante dos o tres décadas el escenario con los aborígenes. Algunos hechos relacionados con aquellos cobraban, por cierto, dimensiones que los convertían en trascendentes. Así recuerda Domingo Aguerre, a través de la pluma de su nieto José M. Garciarena.
"Luego de la batalla de San Carlos, 8 de Mayo de 1872, en que el general Rivas vence a Calfucurá, quedaron 80.000 vacunos y 16.000 yeguarizos que cada dueño tendría que apartar y recuperar. Más de 500 hombres que durante 30 días estuvimos en continuo aparte. Terminada la jornada y a pesar del cansancio siempre pasábamos un rato rodeando los fogones. Y también teníamos nuestra música los treinta y tantos vascos que andábamos en aquella brega. Domingo Elisiri, el txistulari, nativo de Hasparren, sacaba de su faja el txistu y entonaba aires del viejo Laburdi, que los demás coreábamos..."
Esta cita del vasco Aguerre, pareciera minimizar la importancia de la presencia indígena. Aunque podríamos citar algunos ejemplos más -que van desde la salida de Pedro Luro y sus empleados a recoger ganado hasta peleas en almacenes y boliches con algún indio- no alcanzaríamos a recuperar la dimensión que los indios representaban -junto a pestes y necesidades de todo tipo- para los inmigrantes. Pero como dijimos, todas estas citas hacen referencia a momentos de recrudecimiento en la frontera. Aunque menos numerosas -por intrascendentes a los contemporáneos- también han quedado relatos que pintan otro tipo de convivencia. Uno de esos contactos fue observado, con naturalidad, por el inglés Mac Cann a fines de la década del 40, en camino entre los pueblos de Azul y Tapalquén.
"En la tarde del día que partí, llegamos a una chacra donde nos detuvimos para pasar la noche. El propietario era también dueño de un almacén bien provisto de los artículos más consumidos en las poblaciones cercanas. Desde el atardecer y hasta muy entrada la noche estuvieron llegando indios, unos a pedir, otros a hacer sus compras y trocar sus productos."
Consecuencia de esta confianza debió consensuarse la decisión de desmantelar el fuerte Independencia de Tandil en 1860/61; al igual que dejar poco guarnecido el fuerte azuleño en la misma época. Pero una prueba más firme de aquella convivencia posible, es el hecho de que la corriente migratoria hacia estas zonas no se cortó en ningún momento. La gente debió estar preparada -psíquica y materialmente- para enfrentar esos espaciados momentos de tensión; entre otras cosas, como vimos, optando por reforzar sus casas con defensas para los posibles ataques. Estas construcciones, nada excepcionales en el sudeste bonaerense, hablan a las claras de que el indígena distaba de ser una leyenda para los inmigrantes que se asentaron al sur del Salado antes del 1870. Pero también deja entrever que el potencial peligro indígena no pasaba de ello; no alcanzaba, en definitiva, para doblegarlos en su afán de progresar y "adueñarse" de una porción de la Pampa.