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Bizkaia. Historia

La más reciente historiografía vizcaína ha logrado armar un modelo de análisis e interpretación procesual que explicaría la Historia Moderna de este territorio foral, para el período comprendido entre los siglos XV y XVIII, atendiendo y subrayando los siguientes caracteres paradigmáticos:

  1. Fuerte debilidad del sector agropecuario, con un estado crónico de superpoblación, sólo paliable mediante la emigración de sus contingentes poblacionales y la importación de subsistencias.
  2. Compensación de este secular déficit económico a través de la exportación de recursos propios, brutos o manufacturados, las transferencias dinerarias procedentes de las carreras de la burocracia, de las armas y de las Indias y el cobro de los réditos e intereses devengados de capitales propios impuestos sobre la Corona, la alta aristocracia castellana y los entramados fiscales (alcabalas, millones, aduanas, etc.) de las Monarquías de los Habsburgo y Borbones a través de los censos consignativos y juros.
  3. Finalmente, el desarrollo del sector servicios, comercial y transportista, por la óptima situación geográfica en la que Bizkaia se hallaba inmersa, siempre dentro de los grandes circuitos mercantiles de la Europa Occidental, logrando sus habitantes captar la función de intermediarios entre la Europa atlántica y mediterránea, al menos en los últimos decenios de la dinastía Trastámara y buena parte del s. XVI, y entre Europa y América, a través de Sevilla y Cádiz, hasta las postrimerías del siglo XVIII.

Por supuesto, estos elementos axiales de la precozmente estructurada economía vizcaína seguirían las pautas de la organizada especialización internacional del trabajo, siendo Bizkaia un engranaje más de las relaciones socio-económicas tejidas a escala planetaria durante la Modernidad, hasta el punto de definir y caracterizar sus estructuras históricas como un "modelo inducido desde el exterior", en el que las variaciones de la demanda externa no sólo determinarían ritmos de crecimiento o de estancamiento inferidos, sino ajustes y acoplamientos en la organización de los recursos internos. Sin pretender minusvalorar las influencias externas, sin negar la importancia de los factores considerados, que por otra parte se presentan necesariamente evaluables y metodológicamente pertinentes, y sin desdeñar la honradez del esfuerzo intelectual realizado hasta aquí, el modelo histórico sugerido me parece problemático, malthusiano en sus raíces y economicista en su desarrollo, esencialista en sus definiciones y articulaciones y teorético en sus conclusiones, muchas de las cuales se apuntan -además- sin demostrarlas, muy pobre en la atención y seguimiento de las estructuras de clase agrarias y sus consiguientes conflictos y enfrentamientos e impotente a la hora de diseñar y negociar una estrategia discursiva que sea capaz de insertar las conductas y comportamientos humanos en un modelo histórico elaborado con excesivos sesgos y expectativas presentistas. Ciertamente, tan hipotecadora fue aquella práctica historiográfica que, desde los primeros años de la Restauración hasta la Guerra Civil, se empeñó en bosquejar una historia positivista carente de estructuras como las lecturas redundantes de estos últimos veinte años, tan enfáticas en dibujar y escribir la realidad histórica vizcaína a partir de una hermenéutica estructuralista caracterizada por la ausencia de toda explicación histórica, a menudo elaborada en laboratorios foráneos y sólo aplicable -con sumas dificultades, por cierto- para aquellas latitudes en que fue concebida.

Las Guerras de Bandos de la Baja Edad Media vizcaína no dejan de ser episodios conflictivos para ajustar y readaptar el monopolio de los diversos clanes de linajes sobre la tierra, en general, y los distintos recursos y sectores económicos, en particular. Una imagen aceptable de la estructura social para este período histórico podría ser la siguiente: los Parientes Mayores, situados en el vértice de cada uno de los linajes existentes en el territorio nuclean, por lazos de parentesco y de feudalidad, un denso organigrama de clanes sociales que agrupaban desde el más poderoso al más débil de cada una de las parentelas y que comportaban una serie de intercambios de servicios y solidaridades internas. La parentela comprendía vínculos de diversa índole. La familia de sangre, propiamente dicha (padres, hijos, hermanos, abuelos, nietos), la "familia política" o familia por alianza (cuñados, suegros, yernos), la mancomunidad parental en su acepción más amplia (tíos, sobrinos, primos) y el "parentesco espiritual" o clientela, en su sentido más prolijo (campesinos, artesanos, vendedores ambulantes, mercaderes, etc.), que reforzaba el poder y dominio de los círculos familiares anteriormente citados al constituirse en fuerza laboral vasallática y, en caso necesario, en fuerza militar para garantizar la estabilidad y viabilidad de este singular ecosistema social.

El pariente mayor, por consiguiente, era a la vez "pater familias" de su propia casa y patrón y mecenas de una vasta clientela, con una gama de relaciones y de intercambios con los dependientes muy compleja, ya fuese mediante la entrega de gracias y mercedes, protegiendo, prestando favores y ventajas, recompensando servicios, ejerciendo su mecenazgo, repartiendo justicia, interviniendo en disputas, buscando la integración y el entendimiento, protagonizando rituales y simbologías de orden y sumisión, pero también recurriendo a la coacción y a la violencia cuando los mecanismos de integración fallaban. En líneas generales, la "morada señorial", con su torre, molinos, ferrerías y tierras de cultivo, realidades productivas insertas en un territorio que considera suyo y que domina y expolia, siguió siendo válida a lo largo de todo el siglo XV y los primeros decenios del siglo XVI. Sus vasallos feudalizados, trabajan en actividades agropecuarias bajo la cúpula protectora y coactiva de las redes parentales que, como se ha insinuado y fácilmente debe colegirse, vertebraban un orden social muy verticalizado. El comercio también es controlado por señores del estilo de los Salazar de Muñatones, no sólo el cronista de las guerras banderizas, sino también un noble que monopoliza la producción del hierro de Somorrostro, exportando ingentes cantidades de mineral venaquero a Bayona, Burdeos e Inglaterra, en carabelas que no siempre eran de su propiedad. Estos mismos señores, asentados en puntos estratégicos del intercambio de mercancías, exigían exacciones arbitrarias y cobraban derechos de peaje a mercaderes de las villas del Señorío y a los comerciantes laneros castellanos que abastecían los mercados europeos a través de los puertos vizcaínos. La multiplicación de pautas disruptivas sobre los intermediarios semidependientes o autónomos del giro comercial, el intento sistemático de imponer mayores prestaciones a su red vasallática, esencialmente a la masa labriega, y las continuadas disputas entre las distintas fracciones de la clase linajuda para despojarse de poder político y económico, constituyen los ejes directrices y los elementos clave que explican las llamadas guerras banderizas.

El resultado de este cúmulo de conflictos y luchas fue diverso; en cualquier caso, se manifiestan como un capítulo esencial de la crisis de los siglos XIV y XV, con sus consiguientes transformaciones socioeconómicas durante ambas centurias para todo el ámbito europeo occidental. En Bizkaia, la resistencia campesina (con el apoyo de la Corona, sobre todo durante el reinado de los Reyes Católicos, y de la red de las corporaciones urbanas que proclamaron la soberanía de la "voz del concejo" sobre las pretensiones del vínculo señorial, a través de las Hermandades) devino no sólo en la progresiva atenuación del consuetudinario dominio señorial, sino -lo que es más importante- en la consolidación de un pequeño campesinado propietario de la tierra que trabajaba y, por tanto, de una nueva estructura de clases agrarias, que fue consagrada por el Fuero de Vizcaya de 1526. El cambio, sin duda alguna, era significativo. La crisis del sistema feudal se resolvía relegando a posiciones marginales la relación enfitéutica que sólo los abades de Zenarruza lograron rescatar e imponer en la cuenca del Lea-Artibai y articulando un universo social que caracterizaría la historia rural de las otras Bizkaias hasta la Primera Guerra Carlista: la coexistencia -muy beligerante y conflictiva, por supuesto- de las propiedades vinculadas por mayorazgo y la mayoritaria y hegemónica propiedad caserial, regentada por una familia nuclear que anhelaba resolver sus seculares problemas de contabilidad económica doméstica y el autoconsumo por medio de la intensificación del trabajo de todos sus componentes, la troncalidad en las sucesiones, la exclusión de los desheredados, la proclamación de la hidalguía universal y la asunción de una ideología mixtificadora presuntamente igualitarista.

Pero, ¿cómo explicar la permanencia en Vizcaya de este modelo de propiedad rural a lo largo de los siglos modernos? El mantenimiento de un alto porcentaje de "propietarios libres", constituyendo unidades económicas que primaban una gestión de subsistencia, tan marcadamente agrarista como residualmente mercantil, fue factible enfatizando el cúmulo de características inherentes a la explotación intensiva de esa propiedad parcelaria y que han sido enunciadas líneas arriba; pero su capacidad regenerativa o de reciclaje se vio favorecida por "factores de salvaguarda" que primaban la continuidad sobre los elementos de disolución y quiebra de la estructura caserial. Entre tales factores tuteladores debemos destacar los siguientes: una baja presión fiscal, más elocuente si la comparamos y medimos con otras áreas peninsulares y europeas; un sistema crediticio a plazo indefinido (censos consignativos) que tenía la virtualidad de capitalizar la propiedad parcelaria sin excesiva vocación de usura, con intereses devengados cada año que impactaban relativamente en la gestión de la "empresa agrícola"; un sector protoindustrial metalúrgico, naval y artesanal de importancia que evacuaba a los segundones y desheredados de las actividades agropecuarias y, fundamentalmente, un lubrificante modelo demográfico de "baja intensidad o presión" que consolidaba, generación tras generación, el asentamiento de la tipología familiar tronco-nuclear en cada una de las unidades económicas caseriales mediante la emergencia compatible de unos índices relativamente bajos de nupcialidad, natalidad y mortalidad, un acceso al matrimonio muy rígido, siempre en edades altas, unas tasas de fecundidad pequeñas, unos coeficientes de soltería definitiva muy elevados, unos registros de ilegitimidad excepcionales y una relación de masculinidad muy desfuncionalizada en los tramos fecundos de las pirámides poblacionales locales, en definitiva, un juego de indicadores muy alejados de los paradigmas demográficos pre-industriales del Antiguo Régimen agrario.

La otra realidad rural a la que hacíamos mención más arriba era el mayorazgo. Aunque porcentualmente este modelo de propiedad era minoritario, en el transcurso de los siglos, especialmente en el Setecientos, condicionará a las libres regentadas por pequeños propietarios y colonos, en buena medida porque las tierras vinculadas a su identidad estaban parapetadas por una codificación judicial que impedía su enajenación y, en consecuencia, su sustracción por los circuitos comerciales de la tierra, circunstancia esta que no ocurría con las explotaciones de los caseros propietarios, las cuales podían ser amortizadas, tal y como ocurrió en la segunda mitad del siglo XVIII, pero de una manera tan acelerada y paroxística que provocó importantes conflictos sociales, siendo el germen del partido campesino ultrarrealista y carlista. El proceso de formación de las nuevas oligarquías vizcaínas, en todo caso, está asociado a la consolidación de las redes de mayorazgos. Sus poseedores, al tiempo que detentadores de patronatos eclesiásticos, rentistas de la tierra, diezmeros, especuladores de granos, proveedores de los consumos municipales, propietarios de ferrerías y molinos, participantes con mayor o menor éxito en el giro comercial, millaristas, acaparadores de hábitos, títulos, honores y dignidades, usufructuarios de censos y juros encabezados sobre las rentas de la Corona, representantes de la legitimidad foral de las distintas instituciones políticas del Señorío de Bizkaia, etc., acabarán constituyendo la clase de los notables de la sangre o "jauntxos".

Esta fue una categoría social dominante que, en sus orígenes, el convulsionario Siglo de Hierro, desplazó a la tradicional y absentista nobleza de abolengo rural, sobre todo a partir de la eficaz e inteligente acción desarrollada por familias emprendedoras de la pequeña nobleza agraria, en las que compartían objetivos idénticos y participaban con estrategias pertinentes y simultáneas sus distintos componentes. Entre éstos encontramos, con insistencia documental, un indiano enriquecido, un mercader de vituallas, un arrendatario de consumos, de diezmos y primicias, un ferrón, un presbítero beneficiado, un notario y, con ineluctable frecuencia, una cohorte de mujeres del vínculo parental susceptibles de ser instrumentalizadas en las mediáticas estrategias nupciales para consolidar y ensanchar el dominio de esta fracción social. No hace falta insistir que la confusión de mayorazgos en una misma persona, fuese por consunción en unos casos, enlaces matrimoniales sucesivos o simple expoliación en otros, quedó refrendada en el transcurso de dos o tres generaciones. Ejemplo clásico y muy bien conocido de lo que estamos apuntando podrían ser los quince mayorazgos y los cuatro patronatos eclesiásticos que llegó a detentar el Conde de Peñaflorida, fundador de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, habilitados tanto en tierras vizcaínas como guipuzcoanas, y que a la postre vendrían a revelar los cimientos en los que se asentaba el rol central que este personaje público alcanzó en las relaciones económicas, sociales, culturales y políticas del Setecientos vizcaíno, vasco y peninsular.

Con las pobres referencias documentales de carácter cuantitativo con que contamos y la escasa atención historiográfica que ha merecido en los últimos años el estudio de la Alta Edad Moderna vizcaína apenas podemos esbozar un cuadro de impresiones que pueda caracterizar la situación real de los sectores agropecuarios durante los siglos XV y XVI. Con todo, las fuentes históricas consultadas apuntan, precisamente cuando las guerras banderizas alcanzaron su cénit más virulento, un incremento de la producción agrícola mediante la extensión y cultivo de nuevas tierras. Sabemos que esta expansión del área roturada provocó enfrentamientos entre los labriegos, más interesados en fomentar la plantación de panificables y, en menor medida, manzanales, con sus señores, cuya economía seguía incidiendo en la explotación ganadera y forestal. Las quejas de los campesinos vizcaínos del primer Renacimiento ante las continuas depredaciones de los aristócratas, los cuales se apropiaban por la fuerza de los montes y los convertían en seles, bien constatables en la documentación manejada de los concejos abiertos y en los propios Cuadernos de Hermandad, es reveladora y denotativa del avance de una mentalidad y de una práctica agrícola entre la masa rústica que primaba el uso del suelo para el cultivo prioritario de los cereales, sin duda productos más eficaces y nutritivos para responder a las penalidades de una coyuntura adversa, máxime cuando la demanda de comestibles era creciente como consecuencia del crecimiento demográfico.

En tal sentido, no puede parecernos ya sorprendente que la mayoría de los contratos enfitéuticos del siglo XVI capitulasen el pago de la renta en trigo y que las viejas aparcerías de pomerales se fueran cambiando por un tributo fijo en grano. Especializar la producción de los suelos de las propiedades suponía, también, optimizar la productividad de las mismas y, al mismo tiempo, consolidar e incrementar numéricamente las estructuras de la propiedad caserial en el conjunto de las jurisdicciones rurales vizcaínas. Este juego de correlaciones alcanzó su máxima virtualidad con la disposición y adecuación de los suelos destinados a la producción de maíz. Bizkaia durante el siglo XVII marcará un decisivo giro agrícola caracterizado por el signo de la vertebración de nuevos usos del terrazgo, nuevos métodos del trabajo y nuevas aplicaciones técnicas del espacio productivo, en claro contrapunto a otras regiones peninsulares. No debieron ser ajenas a este cambio las malas cosechas, epidemias pestíferas y hambrunas de las postrimerías del siglo de los Austrias Mayores y primeras décadas de la siguiente centuria.

El avance del maíz se hizo a costa del mijo, cuya siembra coincidía con la de aquél, pero principalmente se expandió en las antiguas tierras parceladas destinadas al cultivo de cebada y avena y de los pastos del fondo de los valles, muy húmedos para el resto de los cereales menores que se plantaban en las colinas. Al retroceder el área dedicada a pastizales, el ganado mayor sufrió una regresión significativa, aumentando por el contrario la cría del ganado menor. La llamada "revolución del maíz" trajo consigo, ciertamente, un amplio movimiento de roturaciones que avanzó en tres direcciones: hacia las tierras comunales, antes destinadas a rozas, a la obtención de abono, a pastos o a leña; hacia las tierras de propiedad particular, muchas de las cuales estaban sujetas a servidumbres colectivas, como los seles; y, finalmente, el avenamiento de juncales. La consolidación de una agricultura prácticamente sin barbecho no fue posible sin la adecuación y aplicación de un novedoso instrumental técnico con un abonado más sistemático y racional del suelo, realidades ambas que, combinadas ajustadamente, tendían a incrementar la rentabilidad productiva por unidad de superficie sembrada. En efecto, el aireamiento de los suelos con layas y la utilización de abonos naturales, obtenidos de las amplias posibilidades fertilizadoras de las hojas del maíz, a menudo mezcladas con excrementos de ganado del caserío, argomas y helechos, y de la cal, que producía una capilarización en los suelos arcillosos vizcaínos, facilitando la penetración del agua e impidiendo que esta se estancase en las primeras capas del suelo, permitió un considerable aumento de las cosechas, una mayor productividad del factor trabajo, una oferta de productos que cubría incluso las necesidades básicas de la población descualificada dedicada a actividades protoindustriales y de servicios y una consolidación de las estructuras de la propiedad de la tierra.

Todo este conjunto de transformaciones agrarias aceleró el crecimiento demográfico. Bizkaia dobló su población durante los siglos modernos, superando los cien mil habitantes en 1787, de los cuales más del ochenta por ciento dependían directa o indirectamente de las actividades agropecuarias. Sin embargo, la magnitud poblacional alcanzada también reflejaba los límites e hipotecas de ese crecimiento. El empeoramiento de las condiciones y del nivel de vida del campesinado vizcaíno a lo largo del siglo XVIII, acompañado con frecuencia de la pérdida de la propiedad, fue el corolario lógico e inevitable de la inserción del campo en una economía de libre mercado, las periódicas crisis de subsistencias, las guerras, el incremento de la tributación fiscal, tanto local como foral, la inflación, el progresivo endeudamiento de colonos y pequeños propietarios respecto a arrendatarios de diezmos, tratantes de ganado y especuladores de granos, y la lucha antagónica entre los partidarios de la propiedad comunal y los de la propiedad privada, enfrentamiento que ya se esboza en las dos últimas décadas del siglo XVIII y que adquiere caracteres convulsivos con ocasión de las desamortizaciones del primer cuarto del Ochocientos (Godoy, Guerra Napoleónica y Trienio Liberal), hitos históricos que prologan y traman la formación de los bloques sociales que habrían de chocar y batirse en la guerra civil iniciada en 1833.

Producir para consumir era la máxima y la auténtica obsesión del casero vizcaíno. Durante la Alta Edad Moderna la dieta campesina estuvo condicionada por las periódicas hambrunas. Hasta el siglo XVII, momento en que se regularizó el consumo de la borona en los ámbitos de las familias rurales y artesanas, los productos básicos de la población eran el trigo, el mijo, el centeno y la manzana, así como los salazones de bacalao y ballena que, ofertados en los mercados de la Vasconia halo-húmeda, eran sustitutivos de la carne para amplias capas sociales, sobre todo las más necesitadas y humildes. Así pues, los sucedáneos, las grasas y las mermas proteínicas caracterizaron las dietas campesinas de la multitud campesina. Durante este mismo período histórico los labriegos compensaron su secular déficit alimentario con el consumo de legumbres secas y de pseudo-harinas, a partir de la trituración de las castañas, un fruto muy extendido en Vizcaya, así como un sinfín de productos silvestres que la amplia y seleccionadora cultura silvo-pastoril proporcionó a nuestros antepasados vizcaínos.

La excelente aclimatación del maíz favoreció el incremento per cápita de la dieta de panificables de los contingentes rurales, pero tal circunstancia no significó una diversificación de los menús de sus mesas y cocinas. En este sentido, es elocuente la monotonía de los glúcidos o hidratos de carbono (cereales), que rebasaría ampliamente el cincuenta por ciento de la ración de comestibles diarios expresados en calorías. Para el casero y su familia comer equivalía a comer pan y más pan a lo largo de toda su vida. Ello obedecía al hecho de que, a igualdad de poder en calorías con los otros grandes alimentos, la torta de maíz o el pan cocido era relativamente el alimento más barato. De los cálculos que hemos realizado de los mercados de abastos de las grandes villas vizcaínas a finales del siglo XVIII, el pan de borona valía diez veces menos que la carne, cinco veces menos que el pescado salado, siete veces menos que los huevos, cuatro veces menos que el aceite, dos veces menos que el pan de trigo. Y es que las fluctuaciones del consumo de trigo y maíz coinciden con la evolución a largo plazo de su precio. Por otra parte, durante el siglo XVIII, además de regularizarse el consumo de cereales, las dietas populares cotidianas comenzaron a requerir productos cárnicos de las abacerías. El consumo global máximo de vacuno, ovino y porcino, podríamos cifrarlo en torno a las tres onzas diarias por persona, cantidad de la que probablemente más de la mitad era gordo, hueso y minucias. Se imponía así una demanda de aportes proteínicos de origen animal consistente en callos, sebo, hígado, patas, tripas, mantecas, etc. En cuanto a los caldos, especialmente los vinos riojanos y navarros y en menor medida los chacolines autóctonos, los testimonios históricos reflejan un consumo, ya desde las últimas décadas del siglo XVII, que no dudaríamos en calificar de espectacular. Buena prueba de lo que decimos es que la red de caminos reales auspiciada por las autoridades forales del Señorío se verificó, esencialmente, gravando de forma fiscal su consumo. Los otros nutrientes, como cacao, chocolate, azúcar, azafrán, abadejo, aceite de oliva, salmón, dulces, licores nobles, etc., tienden a reflejar las distancias sociales y los distintos poderes adquisitivos de los consumidores. Por supuesto, los aportes de quesos, huevos, leche y mantequilla no constituían un lujo. Junto a las hortalizas y legumbres, eran subsistencias que producía y suministraba la actividad económica de la casería. El tabaco no podría considerarse un alimento, pero fue un excitante que se popularizó en el siglo XVIII. Muchos comerciantes bilbaínos se especializaron en su giro, incluso contrabandeándolo, y ya para finales de la centuria era consumido por todas las clases sociales y en todas sus modalidades: tabaco en polvo, rape, melaza y almizcle.

Durante la Edad Moderna la producción y comercio del hierro fueron un dominio casi exclusivo de los vascos, en general, y de los vizcaínos, en particular. Subsistencias, granos y paños del Norte europeo serían precisamente la contrapartida de los reputados "hierros vizcaínos". Es a partir de la configuración y desarrollo de este circuito macroeconómico donde la presencia de ferrones y mercaderes vizcaínos alcanzó un protagonismo innegable en las más dinámicas plazas comerciales de la Europa de los siglos modernos. Este hecho explica, en la larga duración, y con todos los altibajos que se quieran, la seña de identidad más característica del sector férrico: su permanente ciclo expansivo. Así, mientras que en el siglo XVI contabilizamos la presencia de ochenta ferrerías distribuidas por toda la geografía vizcaína, en 1664 tal cifra debe duplicarse, superando a mediados del Setecientos las dos centenas. Grosso modo, la historia de la protoindustrialización siderúrgica vizcaína podría ser la que a continuación referimos.

El crecimiento demográfico de Castilla y Bizkaia, la colonización de América y los seculares conflictos bélicos en los que las monarquías de los Habsburgo y Borbones hispánicos se vieron envueltas, ya desde la conquista de Granada, estimularon la producción siderúrgica, optimizaron la progresiva especialización de los propietarios ferrones, facilitaron la cualificación de los trabajadores (fundidores, forjadores y peones) y favorecieron las mejoras técnicas, entre las que debemos destacar las máquinas soplantes, los martillos pilones y, fundamentalmente, la aplicación de la fuerza hidráulica para desplazar los pesados barquines y martinetes forjados. Sabemos que la crisis general del siglo XVII afectó a la siderurgia vizcaína, reajustándose los juegos de la producción y de la exportación férricas, incrementándose la elaboración en grueso de barras sobre la fabricación manufacturera y pasando los canales de la distribución del producto a manos de extranjeros, tanto en Bizkaia como en los mercados del interior peninsulares y del exterior americanos.

La reactivación de los talleres ferreriales en la primera mitad del siglo XVIII estuvo determinada por la expansión agrícola. Se necesitan más instrumentos de labranza, clavos, herramientas y herrajes para las nuevas construcciones, llantas para carros, herraduras para los animales de carga, armazones de hierro para los cascos de navío y un voluminoso arsenal ferratero de productos cotidianos para los ajuares y dotes de todas las categorías sociales. Con todo, las últimas décadas del siglo XVIII significaron un grave quebranto para el sector. Las causas fueron múltiples. Entre las más significativas debemos destacar la desforestación, la falta de racionalización en las exportaciones, las reiteradas prácticas usureras y especulativas ejercitadas por muchos comerciantes que adelantaban dinero a ferrones, las continuas guerras contra Inglaterra y otras potencias europeas que bloquearon el giro y los intercambios mercantiles, los descubrimientos técnicos siderúrgicos operados por la primera industrialización británica, con la sustitución del carbón vegetal por el mineral como combustible sólido para la obtención del hierro, circunstancia ésta que abarataba el coste por tonelada de hierro, la competencia de los productos metalúrgicos suecos, la legislación estatal primando las industrias armeras asturianas, la habilitación del puerto de Santander al comercio de América, en claro perjuicio del bilbaíno, el derecho de extranjería con que se fiscalizaron desde 1779 los productos férricos vizcaínos al introducirse en Castilla, la inversión de capitales de origen comercial en la tierra, en claro menoscabo y desincentivación de los complejos industriales autóctonos y la acelerada deserción de los oficiales de las ferrerías hacia otros lugares del Reino.

La crisis del sector siderúrgico en los estertores del Antiguo Régimen, pareja a la del sistema foral, no contradice ni cuestiona su trascendental peso en el crecimiento y desarrollo globales de la economía del Señorío. En efecto, la protoindustria siderúrgica generó una demanda continuada del mineral de hierro a partir del aprovechamiento de los criaderos venaqueros y expendedores de Galindo y Somorrostro en las Encartaciones, favoreció la adecuación de los puertos occidentales de Bizkaia, sobre todo los de Plentzia y Portugalete, al especializarlos en transportes de cabotaje y diversificó las actividades de miles de trabajadores, como leñadores, carboneros, mineros, gabarreros y arrieros, con la particularidad de que parte de estas esferas de trabajo eran cubiertas por los campesinos, complementando así el ritmo estacional de sus labores e ingresos y reduciendo, en consecuencia, la emigración estructural y el paro agrícola. De esta manera, el mundo rural vizcaíno quedaba inserto en un marco de relaciones económicas de marcado tono mercantil.

Pero el engranaje de la protoindustria metalúrgica no se reducía al trasiego enorme de materiales y el transporte a lomos de mulas, carretadas de boyeros y conductores de gabarras. En las inmediaciones de las ferrerías, la vena campanil, carbonatada y espática, que llegaba en compactos bloques de mineral, era troceada mediante el trabajo de numerosas familias del barrio y, especialmente, de las mujeres. Sin embargo, en la actividad ferrerial directa no intervenían, por regla general, más allá de ocho personas. Los oficiales ferrones trabajaban toda la semana, con jornadas laborales de catorce horas. Los operarios, durante el siglo XVIII, percibían del ferrón cinco reales por cada quintal labrado, dando un cuarto del mismo al desmenuzador del mineral y repartiendo el resto, a iguales partes, entre los fundidores y el tirador, otorgando a este último cada año, además, entre veinte y treinta pesos, por vía de gratificación o "guantes", tal y como transcribimos de la documentación histórica, "por ser muy penoso su oficio". El ferrón, por su parte, que trabajaba en su taller, que vivía en el monte con sus oficiales, que mantenía con éstos una relación más paternalista que contractual y que tenía graves problemas de financiación de su empresa, en buena medida motivada por las actitudes ventajistas de comerciantes e intermediarios, tendió a identificarse con los problemas de las comunidades campesinas donde se hallaba inserto su negocio y no es raro rastrear su presencia, a veces al lado de los alborotadores, en las matxinadas de 1718, 1766 y 1804.

Hablar de prácticas comerciales nos remite, indefectiblemente, al código foral. Comprar y vender libremente era norma y pauta general para todos los vizcaínos. Tal y como hemos hecho hasta aquí, apuntaremos de nuevo los hitos históricos más significativos en los que se desenvolvió la praxis del intercambio mercantil a lo largo de la Edad Moderna.

Durante el siglo XV, la marina vizcaína alcanzó una posición central y preeminente en aguas del Atlántico. El alquiler de naves, el transporte, la pesca de cetáceos y el comercio se erigieron en los pilares básicos que proyectaron, al unísono, el crecimiento de las interrelaciones producción-mercados, la configuración de las áreas del mercado y la concentración de rentas y capitales por parte de aquellas familias que protagonizaron el giro comercial. Este esplendor estuvo inducido, en buena medida, tanto por la exportación de lanas castellanas como por la venta del hierro elaborado en las ferrerías vizcaínas, más en bruto que manufacturado. Los mercaderes vizcaínos se valieron del eje Flandes-Castilla la Vieja para participar en el giro exportador de mercancías castellanas y la importación de tejidos y subsistencias foráneas.

Como cabía esperar, el siglo XVI acentuó las expectativas heredadas de la centuria precedente, aunque con varios matices descolorantes que deben subrayarse: la proliferación de ferias y mercados en Castilla la Vieja multiplicó las posibilidades del tráfico terrestre y, en consecuencia, los mercaderes vizcaínos diversificaron el intercambio de productos autóctonos (especialmente hierro y pescado en salazón) en el interior meseteño; de igual manera, la exportación lanera acrecentó la demanda de esta mercancía, creando nuevas áreas de mercado y focos de consumo en el sur de Inglaterra y en las áreas rurales francesas de la protoindustrialización textil, en muchos casos guiada por medianos mercaderes vizcaínos que, sin dinero para emprender negocios por su cuenta, como factores de las grandes casas comerciales castellanas y flamencas, comienzan haciéndolos por cuenta ajena; finalmente, la rotación de capitales y los réditos de las mercancías se aceleran, en buena medida determinados y favorecidos por la eclosión y diversificación de técnicas y estrategias mercantiles como las letras de cambio, los asientos y los seguros marítimos, sin los cuales no hubiese sido posible la capitalización y el comercio de altura de la navegación atlántica. El giro comercial, por tanto, durante el Quinientos se enmaraña y allá donde exista una plaza con un importante volumen de intercambios, allí también encontraremos una pequeña colonia de mercaderes vizcaínos que, en última instancia, institucionalizarán una red de corresponsales y un engranaje de múltiples operadores para canalizar el tráfico mercantil concebido a escala continental.

Este modelo comercial se vería muy deteriorado por la sublevación de los Países Bajos en el año 1566 y en quiebra absoluta por la acción combinada de factores incidentales regresivos, agravados en el caso peninsular por la circulación de la plata americana que conllevó un encarecimiento de precios y salarios, una inflación desmedida, la primacía de la ruta mediterránea sobre la atlántica, que partiendo de Barcelona enlazaba a Génova con el Franco-Condado. Y, en general, también con las redes de ferias y mercados del centro de Europa, la peste atlántica que asoló el norte cantábrico y sus plazas mercantiles y el monopolio comercial que la oligarquía andaluza obtuvo con la usufructuación en exclusiva de la Casa de Contratación de Sevilla a partir del año 1573. Al menos hasta la finalización de la Guerra de los Treinta Años (1648), el comercio bilbaíno estuvo "colonizado" por la presencia de mercaderes franceses, alemanes, flamencos y británicos asentados en la villa.

Se ha indicado que la reactivación y exportación de la industria ferrona vizcaína posibilitó el reinicio y rescate, por parte de los bilbaínos, del grueso del comercio activo que estaba en manos de extranjeros, pero nadie hasta ahora lo ha demostrado. Es claro que Bilbao en el Siglo de Oro creció por la crisis de Castilla, por la imposibilidad de los comerciantes burgaleses de controlar y dirigir el tráfico de las lanas segovianas hacia los mercados exteriores y por la ruptura definitiva del tutelaje ejercido por los mercaderes extranjeros sobre las estructuras crediticias, financieras y comerciales de la villa, hasta el punto de proclamarla en las renovadas ordenanzas municipales de 1699, las cuales disponían que "ningún forastero ni extranjero sea osado de tener factorías, ni hagan negocios con las personas que asisten en las partes de estos reinos y señoríos de Castilla, ni reciban lanas ni otros géneros". Pero tales razones, una al lado de las otras, son insuficientes para explicar la radical reordenación del comercio interior vizcaíno. En este sentido, es verosímil apuntar que el despegue comercial bilbaíno de la segunda mitad del siglo XVII estuvo determinado, además, por la rentabilidad de los aprovisionamientos de cereales y pescados y, en general, de toda clase de comestibles rematados por mercaderes naturales, los derechos de estolaje que percibían numerosos pequeños comerciantes autóctonos dependientes de los extranjeros por el almacenaje de mercancías en sus lonjas, el mantenimiento de la función de consignatarios, factores y comisionistas ejercida por las viejas sagas familiares dedicadas al intercambio y la repatriación de capitales indianos. Tal cúmulo de interrelaciones facilitó una acumulación de capitales que, puestos en movimiento, fueron capaces de competir y sostener una actividad comercial alimentada durante muchos decenios con fondos ajenos. Sea como fuere, la concentración del tráfico, la recuperación del comercio y la asunción de las tradicionales funciones de intermediarios sirvieron de lanzadera para el desarrollo, durante el Siglo de las Luces, del capitalismo comercial vizcaíno, siendo las compañías mercantiles bilbainas las que protagonizaron el giro de lanas, hierros y vinos ibéricos hacia los mercados europeos y la reexportación de algodón, cacao, cueros y tabacos americanos hacia las áreas del consumo peninsulares.

La historia de la sociedad rural vizcaína del Antiguo Régimen ha estado dominada por la tesis -formulada por Julio Caro Baroja y avalada más tarde, aunque con matices sugerentes, por A. Otazu- de un proceso de conflictos de las comunidades campesinas contra los "señores de la tierra", en un largo y tortuoso período que se extiende desde la Alta Edad Moderna hasta el siglo XVIII, y que permitió la paulatina liberalización del régimen señorial y la definitiva afirmación y consagración de comunidades democráticas e igualitarias implantadas por doquier a lo largo y ancho de todo el Señorío de Bizkaia. La investigación histórica, matizando tal planteamiento, ha acabado demostrando que durante la Edad Moderna se produjo en el territorio foral una fuerte oligarquización de las estructuras del poder y del dominio, una progresiva exclusión de las categorías vecinales con menos recursos de los entramados institucionales y de los gobiernos locales, un significativo aumento de las diferencias intracomunitarias, tanto en los niveles de "cultura" como en las formas de representación y reproducción de las fortunas y las posiciones sociales y, finalmente, un desarrollo eficaz de prácticas desagregativas que tendieron a asfixiar progresivamente las viejas formas de vida colectiva y los usos y costumbres comunitarios. Estas conclusiones, de alguna manera, echan por tierra aquella propuesta que, sugerida inteligentemente por P. Fernández Albadalejo, pretendía afirmar como categoría histórica analítica la "fuerza centrípeta de la comunidad" sobre la "fuerza centrífuga de la clase social", para acabar asegurando que el conflicto dominante durante los siglos modernos dimanaba de la propia constitución comunitaria y no tanto del enfrentamiento de clases.

Fueron las transformaciones y mutaciones de las unidades familiares y productivas, sobre todo a partir del siglo XVI, las que permitieron apuntalar un modelo de comunidad y de propiedad donde el pretendido "uniformismo social" sólo se obtuvo y fraguó por la recreación y enunciación de un imperio de correspondencias míticas, refrendadas por el Fuero y las Ordenanzas Municipales de cada concejo, anteiglesia y villa, tales como la "limpieza de sangre", las "cartas de hidalguía", la paz y armonía de las "Repúblicas de los Hombres Honrados" y el "igualitarismo identitario" de cada una de las estructuras de la propiedad campesina asentadas en un espacio jurisdiccional específico. Sin embargo, en la realidad histórica tal imperio de correspondencias se basó en la adecuación de una mecánica paternalista, a la vez agresiva e idealizadora, obediente y deferente, vigilante y protectora que, hegemonizada por una clase social, los jauntxos, regirá la práctica política y el dominio económico y cultural de las parroquias vizcaínas durante toda la Baja Edad Moderna.

Si la posición económica y social de los hacendados vizcaínos fue decisiva para controlar a sus arrendatarios y pequeños aldeanos propietarios, también el paternalismo jauntxo sería determinante para crear una red de cacicatos y clientelas de valle, comarca y provincia. Históricamente, el poder de los jauntxos se manifestó en la forma con que su red de dependientes seguía la política cotidiana emanada de aquéllos, en las recompensas tradicionales y la caridad para los que lo merecían, en el trato más brutal para los forasteros pobres, los vagabundos y mendigos, los artesanos en paro, los cazadores furtivos y los que usaban sin licencia los bienes del común y en la continua vigilancia de la moral y el comportamiento de todos los habitantes, especialmente del colectivo femenino. Mientras se mantuvo un alto porcentaje de propietarios rurales en las distintas jurisdicciones vizcaínas, los jauntxos estuvieron en condiciones de reforzar la cohesión híbrida de la comunidad, manteniendo un modelo de relaciones sociales fundamentado en la jerarquización y dinamicidad de principios tales como la propiedad, la riqueza, el prestigio y la autoridad.

Sin embargo, con la crisis de las estructuras de la propiedad de la tierra, cuyo fenómeno es fácilmente detectable en la segunda mitad del siglo XVIII, surgió un contingente humano cada vez más numeroso y diferenciado, tanto social como económicamente, que acabó por reordenar de forma muy traumática y compartimentada las distintas tipologías familiares locales, llegando incluso a transformar el concepto de comunidad en sinónimo de clases bajas; de unas clases que, por cierto, fueron capaces de poner en permanente entredicho, a partir de las experiencias heredadas y las expectativas blandidas por su cultura popular, la cohesión social monopolizada por las élites nobiliarias rurales. Desde luego, la historia de la comunidad campesina es más compleja de lo que el esquema propuesto deja entrever; en todo caso, lo que parece evidente -y subrayo- es que toda propuesta de estudio de la comunidad que no tenga en cuenta el análisis de las relaciones de la propiedad y sus consiguientes conflictos y enfrentamientos está condenada al fracaso. Ciertamente, en las tres primeras décadas del siglo XVII, en las dos primeras del siglo XVIII, en los años que preceden a 1766 y en el período en el que los historiadores datamos la crisis histórica del Antiguo Régimen y del Sistema Foral (1789-1833), el "pánico antiquimérico" de las clases dominantes vizcaínas se esforzó en rebatir y cercenar todas las iniciativas de la vida social plebeya, en estrangular sus tradiciones lúdicas, en corregir sus distracciones y festejos, en penalizar sus espacios del encuentro grupal, en castigar sus chismorreos cómicos y burlescos, en acallar sus reivindicaciones políticas. Frente a semejante programa, los valores comunes del "populacho" convergieron en una cita alborotada que nada tenía que ver con la sobriedad que las estructuras de los distintos poderes patricios anhelaban para los cada vez más amplios colectivos de desposeídos. A veces, en coyunturas traumáticas, como en el período 1631-1634 (Rebelión del Estanco de la Sal), o en los años 1718 (Matxinada de las Aduanas), 1766 (Esquilache), y 1804 (Zamacolada), el conflicto social se saldó con iniciativas violentas de "revuelta matxina" y represión dura, pero lo más frecuente fue "dulcificarlo" mediante la asunción de simbologías de poder y sumisión -caso de las estéticas ceremonias de subordinación del patriciado rural y urbano- o de subversión jocosa y desacreditación burlesca -caso de las dramatizaciones y representaciones bufonescas de la multitud- para favorecer y recrear la utopía histórica de un "mundo al revés". Y es que la tenaz lucha por la supervivencia, en un período estructuralmente atravesado por conmociones sucesivas, hizo factible que el fatalismo socarrón ante las desgracias y la burla hiriente frente a los discursos cada vez más agresivos y rigoristas del "stablishment" se concitasen para que jauntxos, comerciantes y burgueses fuesen desbordados por la espontaneidad corrosiva de varias generaciones populares que hicieron de lo ruin, lo bajo, lo abyecto y lo violento un espectáculo tan cotidiano como gigantesco, repleto siempre de claves de "alternativa inarticulada" y subversión emotiva.

Es desde esta perspectiva donde adquieren toda la relevancia histórica las múltiples conexiones entre la cultura popular vizcaína y los conflictos sociales. Al menos en los ámbitos de la vida privada y de la relación social cotidiana, es un hecho incuestionable que los códigos culturales detentados por las clases subalternas del Señorío reforzaron sus perfiles de resocialización comunitaria, sus prácticas de justicia colectiva y las acciones punitivas directas. Ello explica la explosión de respuestas basadas en la mediación comunicacional irrisoria, en los convites tumultuosos en ermitas, tabernas y cofradías vecinales, en la permanente apelación reivindicativa de la economía moral de la multitud para preservar el consuetudinario mecanismo defensivo de tasación de los productos de primera necesidad, en la charivarización de las palabras y los gestos, en las befas versificadas, en las simbologías esperpénticas, en el complejo de ritualizaciones que acompañaban los tránsitos de la vida, la comensalidad o la muerte y en las locuras vociferantes y furiosas con los que el bloque popular comunitario juzgaba las conductas y los comportamientos arrogantes e injuriosos no sólo de las clases dominantes, sino también la de todos aquellos miembros de su categoría social que infligían una derrota manifiesta a los valores de la densa cultura popular y los usos comunes de la aldea. Para esa comunidad que hemos identificado con clases bajas no importaba que la familia, la barriada, la anteiglesia o la villa apareciesen, progresivamente, compartimentadas y jerarquizadas.

Era una realidad histórica que, con mayor o menor énfasis, siempre habían conocido y sufrido y no podían transformar porque carecían de un modelo social alternativo. De aquí que hayamos hablado de alternativa inarticulada. Para ellos, lo significativo era que los engranajes de la sociabilidad colectiva estuviesen asegurados por los atributos dominantes de la deferencia, la reciprocidad, las relaciones morales y la publicidad de conductas sociales honrosas, al fin y al cabo los auténticos y genuinos axiomas en los que se desenvolvía y privilegiaba la comunidad aldeana. En caso contrario, la cultura popular y sus mecanismos de conflicto social se dispararían para "resocializar" y castigar a los infractores. Por supuesto, existían o se dieron tantas modalidades de conflictos que sería necesario un ensayo genérico y voluminoso para caracterizar sus tipologías y la dinámica intrínseca de sus desarrollos. Baste apuntar aquí, aunque de manera breve y esquemática, las conexiones entre cultura popular, fiesta, conflicto y revuelta, concatenaciones que se explican porque el tiempo del encuentro lúdico y social posibilitó la revitalización, durante los siglos modernos, de los múltiples códigos morales e identitarios que subyacían en las culturas subalternas, tanto campesinas como artesanas y pescadoras.

La fiesta local o cofradial, ciertamente, era el momento, el instante oportuno para zanjar, mediante el recurso a la violencia física o a la ritualización simbólica, odios seculares, conmociones cofradiales o conflictos jurisdiccionales. La monótona repetición de prohibiciones invocadas por los cuadros gubernativos del poder local, comarcal y provincial a lo largo de toda la Edad Moderna vizcaína, así como la letanía de razones imploradas para justificar la represión festiva, prueban hasta la saciedad que las peregrinaciones romeras y las diversiones populares fueron ocasiones propicias para el combate, el desorden y el escándalo, y más cuando estaban asociadas a espectáculos de mascaradas, a transgresiones comunitarias o a representaciones de rudeza plebeya. No es extraño, por tanto, que fueran las cuadrillas de jóvenes solteros quienes, con mayor énfasis y virulencia, activasen los componentes paródicos y burlescos que caracterizaron los encuentros festivos. Los mozos, desplazados de los epicentros donde se adoptaban trascendentales decisiones que afectaban a sus vidas -recordemos: la troncalidad hereditaria y dominante de la sucesión familiar vizcaína-, y con escasos accesos al poder y a la propiedad, ambos gestionados por los gerontes de la anteiglesia, se hallaron siempre en un estado de permanente frustración en relación a los adultos. Ello no era obstáculo para que acabasen convirtiéndose en los tributarios y guardianes de la "conciencia comunitaria" y de la identidad orgullosa de cada aldea. No hay bodas ni bautizos, festines cofradiales, convites tabernarios, romerías parroquianas, ferias y mercados comarcales, mortuorios, cencerradas, festejos del ciclo agrario, etc., en los que no estuviesen presentes. El menor incidente que pusiera en entredicho las normas morales de la comunidad, el más mínimo rumor del placer y del escándalo que bloquease los valores sexuales de la multitud vecinal -muy rígidos y autoritarios, ciertamente- serviría para que explotasen, sitiasen y satirizasen la casa o la entidad "vergonzante" de la infractora o del irrespetuoso. Sin embargo, sus befas, sus simbologías sarcásticas y procaces y sus respuestas burlescas y soeces mantuvieron siempre una definición lúdica absoluta. De aquí que, por mucho que exageremos la violencia de sus expresiones o, al contrario, por mucho que ponderemos la hostilidad de sus agresiones, los complejos festivos y los rituales del escarnio popular y juvenil asumieron la reinserción de la víctima en el cuadro normalizado de las relaciones "afectivas" de la comunidad parroquiana, circunstancia esta que, en raras ocasiones, aceptó el bloque dirigente, más exigente a la hora de penalizar y excluir todas aquellas conductas que suponían un marasmo para los principios de orden y subordinación que aquél gestionaba y producía.

Una excelente prueba de lo que decimos y afirmamos es el tratamiento del sexo y de las relaciones de género generadas en Bizkaia durante la Edad Moderna. De alguna manera, toda concepción histórica que se empeñe en analizar e interpretar las relaciones sexo-género, con independencia de la matriz discursiva que se prime, ha de pivotar en las pautas cambiantes del control masculino, comunitario y de clase social. Aunque la historiografía vizcaína no ha asumido todavía un análisis de tales realidades, debemos afirmar que las relaciones sexo-género forman parte de las relaciones sociales de la aldea. Las experiencias de las mujeres -muy desatendidas, por cierto- son a menudo las de los hombres y viceversa. Los cambios en las relaciones sexo-género son, igualmente, factores incidentales que contribuyeron históricamente al surgimiento de nuevas relaciones de clase y a permeabilizar las mutaciones comunitarias. Quien pretenda escindir lo masculino y lo femenino en las relaciones cotidianas de las parroquias vizcaínas del Antiguo Régimen se equivoca. Los escasos estudios que se han llevado a cabo sobre este particular están demostrando que el problema central no fueron las diferencias sexuales, sino las desigualdades sociales de género y las condiciones materiales femeninas en el seno de las relaciones de producción y de la jerarquización intracomunitaria o, lo que es lo mismo, las distintas clases de poder que los diversos entramados parroquianos vizcaínos dieron a las diferencias sexuales y las formas verticalizadas que éstas impusieron finalmente a las relaciones humanas comunitarias.

Si asumimos con todas sus consecuencias lo anteriormente expresado, estaremos en condiciones de comprender por qué, durante la Edad Moderna vizcaína y europea, se dieron y multiplicaron los resortes para idealizar unas comunidades campesinas concebidas asexuadamente, y en qué medida una concepción rígida de la sexualidad acabó proyectando a esas comunidades como "Repúblicas de Hombres y Mujeres Honrados". No hace falta insistir que la operatividad de este modelo de relaciones sociales -y, por tanto, de sexo y de género- fue extraordinariamente gravoso y dañino para los colectivos femeninos que pululaban en el interior de las anteiglesias y villas vizcaínas antiguorregimentales. Subsumidas en un cuadro de misoginias enfermizas, en el que convergían las ideologías antifemeninas de la Iglesia, las permanentes apuestas puritanas de los Estados de los Austrias y de los Borbones, las mentalidades paternales y represivas de las distintas autoridades forales y las conductas y comportamientos patriarcales de las estructuras tronco-nucleares de la propiedad agraria y artesana, muy pronto se erigieron en el chivo expiatorio de todas las frustraciones que anegaban y amalgamaban la vida comunitaria.

Aunque podamos, con la perspectiva histórica, desaprobarlo, el hecho no debe sorprendernos. El colosal conglomerado de coacciones reseñadas acabó tildando la sexualidad con múltiples referencias pecaminosas y al conjunto femenino como portador diabólico de sus maldades. Y ya se trate de la bruja vizcaína de la Alta Edad Moderna o de la viuda, la soltera o la mujer trabajadora de la Baja Edad Moderna, siempre situadas en los eslabones más humildes de las tramas sociales, es sobresaliente y característica la subordinación femenina y las intimaciones jerarquizadoras de las mujeres con respecto a los roles y poderes regentados por el conjunto masculino. Es verdad que las categorías populares establecieron pautas más plurales en las vivencias sentimentales de sus coetáneos, pero tal circunstancia no implica o significa que careciesen de múltiples acepciones antifemeninas o que, llegado el caso, fomentasen expediciones punitivas, disparasen los mecanismos de los "rumores del placer", blandiesen injurias sexuales marcadamente machistas o participasen en cencerradas contra todas aquéllas que sobresalieran o hubiesen roto el orden social en materia sexual, afectiva y matrimonial que las estructuras comunitarias vizcaínas reivindicaban para su honrada legitimación y reproducción histórica. Ciertamente, para el conjunto popular el sexo fue un arma de combate. Con él se reputaba, se insultaba, se difamaba, se desprestigiaba, se destruían "calidades y circunstancias" personales y familiares. Con él, además, los hombres se jactaban, mientras que las mujeres murmuraban y disparaban los rumores para iniciar y concluir los procesos de desprestigio de las víctimas. De unas víctimas que, con abrumadora frecuencia, eran también del sexo femenino.

CEF