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CRUZADA

Sexta Cruzada (1238-1242). Con la predicación de esta cruzada por el Papa Gregorio IX ocurrió algo insólito: solamente respondió en Europa el Reino de Navarra con su rey Teobaldo I. En ese momento el pueblo navarro se hallaba coaligado para hacer respetar los fueros a su nuevo rey. La Bula del Papa dada en Vitoria aseguraba al rey Teobaldo la paz y seguridad del reino mientras dure la Cruzada y dos años después de su regreso. Evidentemente la autoridad eclesiástica intervino en un asunto que no era de su competencia y difícil de comprender en Roma. La Bula está fechada en Retti a 18 de las calendas de septiembre de 1235. Y en otra de octubre, fechada en Assis, pensando en la jornada de los navarros a través de tantos y tan diversos países europeos, se dirige a los Arzobispos, Obispos, Abades, Priores y Prelados de las iglesias, a los que ordena y manda «que las vituallas y pertenencias del rey y de los suyos que pasen por los lugares de vuestra jurisdicción tengan paso libre. Y si alguien les pusiese obstáculo, fulminaremos contra él censura eclesiástica sin apelación». El 7 del mismo mes se dirige a la comunidad de Marsella (massiliense) y le ordena «dejen pasar al rey y a sus tropas con sus vituallas, le reciban bien y les proporcionen guías seguros». Pero quedaban enemigos mucho más temibles que los infieles de Tierra Santa: los reyes aragoneses y castellanos que desde antiguo venían atentando contra la integridad del Reino y Corona de Nav. a los que ya habían despojado de Vizc., Guip., Alava y la Rioja. Por este motivo el Papa dio la Bula de Viterbo en las calendas de abril, dirigida a los reyes de Castilla y León, exhortándoles a que permanecieran en paz o pactaren tregua con el rey de Navarra. «Porque si siempre son malas las guerras por los desórdenes, matanzas de hombres y peligros de las almas que llevan consigo, lo son mucho más cuando el rey de Navarra se apresta a ir a la Cruzada. Por eso debes firmar con él una paz inviolable, o a lo menos concertar una tregua hasta que vuelva de su empresa. Si el rey de Navarra te hubiera hecho alguna injuria de la que tengas derecho a quejarte, te daremos las más amplías satisfacciones». D. Teobaldo, notable trovador, escribió versos y coplas que rápidamente se hicieron populares enfervorizando al pueblo. Además del grueso de infantería y de caballería, llevó consigo 400 caballeros navarros de solar conocido, para la guarda de su persona y un lucido séquito de señores gascones que le debían homenaje. Estas huestes vascas hicieron una ostentosa entrada en París, donde les recibió el rey San Luis de Francia. Entre los que le acompañaban se encontraban Pedro, Conde de Bretaña; Enrique, Conde de Bar; Almerico, Conde de Monfort; Ricardo, de Calvomonte; Anselmo, de Illa; Enrique, hermano de Ricardo, rey de Inglaterra; el Conde de Salísbury; Simón de Monfort; los condes de Forets, de Maxon, de Joigni y de Nevers; André de Vitry y Godofredo de Ancenis. De los vascos de ultrapuertos concurrieron, entre otros, Raimundo Guillermo V, Vizconde de Sola, Zub. y señor de Lavedan, propietario del castillo de Mauleón, Zub., y Armando Guillermo I, Barón de Grammont. Los últimos días de abril, es decir, tras las reuniones de Tudela, marchó Teobaldo I a Pamplona, y de allí, acompañado por el obispo de Iruña, D. Pedro Ramírez, marchó a Bayona. Iturralde y Suit, aún considera posible que el obispo de Pamplona acompañara a Teobaldo hasta los Estados de Champagne y Brie. Mientras tanto se celebraba el Concilio de Tours, para avivar a los fieles a concurrir a la nueva campaña, y para ultimar diversos aspectos de la nueva Cruzada, precisamente por la notable experiencia tenida por las anteriores complicaciones y problemas, para asegurar su éxito. Reunidos allí se recibieron desde Constantinopla noticias con ruego de remisión de socorros urgentes ante la nueva gran ofensiva de turcos y sarracenos: Después de disponer y proveer en Bayona de los aprestos oportunos en marina, ya que se trataba de expedición por mar, don Teobaldo marchó hacia el Norte, llegó a París mereciendo toda clase de honores y distinciones. Mas una cosa le preocupaba a Teobaldo, la posibilidad de no encontrar embarcaciones suficientes en el Mediterráneo, pues casi todas ellas se hallaban adscritas a las armadas del emperador de Alemania y del Papa, que se encontraban en lucha. De París marchó Teobaldo, casado con Margarita de Borbón, al frente de sus tropas vascas a Marsella, para embarcar. Precisamente la Bula que dirigió el Papa, a la que antes hemos hecho mención, prevenía su embarque en Marsella, adonde fuera llegando los núcleos de ejército, en unos cuantos meses. Serían los últimos días del año 1238 o primeros de 1239 cuando el grueso del ejército mandado por el rey de Navarra salió rumbo a Oriente. Su ruta fue por el estrecho de Bonifacio (entre Córcega y Cerdeña). Moret admite como posible que Teobaldo llegara a Roma. La expedición pasó entre Sicilia e Italia, es decir, por el estrecho de Mesina, continuando al Sur de Morea para desembarcar en Esmirna (Asia Menor), que continuaba en poder del emperador de Constantinopla. En ese instante puede decirse que comienza la campaña. Los navarros, tras un inicial momento de organización de los ejércitos se dirigieron tomando la cuenca del río Gedis, dejando a un lado el monte Uturad y el Afiun, en ruta Oeste-Este, hacia la salada meseta central de Asia Menor. Pasaron por Karahissar y de allí se internaron en la zona de los lagos salados, en ángulo hacia el Sureste para tomar el camino romano, el mismo que dos siglos antes habían utilizado sus compatriotas, el Infante D. Ramiro, Saturnino Lasterra y otros, en la primera Cruzada. Pasada la zona de los lagos, se presentaron en la muy fértil de la Siconia, y ante su capital Iconio o Konia, y por tanto en las primeras estribaciones del Tauro de Cilicia que habían de traspasar. Sabían nuestros vascos que el paso del Tauro era sumamente difícil, por ser enormes las alturas que tendrían que dominar, y que en aquellos desfiladeros iban a encontrar extraordinaria resistencia, pues habían tomado posiciones ventajosas las huestes del Soldan de Iconio, cerrando absolutamente el paso. Comenzaron a subir las ásperas y difíciles cañadas que presentan las estribaciones del monte Tauro. A los vascos seguían las demás fuerzas cristianas. Es preciso tener en cuenta, además, las enormes y pesadas armas que transportaban los cruzados, las saetas que lanzaban con sus arcos los enemigos. Las mismas piedras lanzadas desde arriba hacían blanco seguro en las columnas de los cruzados, que comenzaban a remontar los desfiladeros del monte Tauro, en muchos casos, reducidos a impotencia, pero no obstante ello, y a pesar de los precipicios naturales que constituían barreras casi infranqueables, las huestes del rey de los vascos, llegaron a medir sus espadas con las cimitarras, blandidas éstas y aquéllas con igual coraje por cristianos y mahometanos. Los vascos, secundados por los otros ejércitos cristianos, obligaron a retroceder a los sarracenos, que comenzaron a huir por entre peñascos, barrancos y zarzales. Mas la lucha no se había presentado en la cima del Tauro, sino en sus primeras estribaciones. Teobaldo de Navarra, no tuvo más remedio que ordenar la retirada. La pérdida de terreno antes conquistado y las dificultades inherentes a una retirada por tan escabrosos lugares, obligó al ejército cruzado, por disposición de D. Teobaldo de Navarra, a sostener la lucha hasta que la noche cerrara la visibilidad y por tanto impidiera el movimiento de tropas de uno y otro bando. Terminada la noche, movió a sus tropas nuevamente, escalando el terreno perdido en el día anterior con un formidable contraataque nocturno. Pero su maniobra llegó a más. Pues consiguió internarse en punta de lanza en terreno enemigo, aprovechando las dificultades y sinuosidades del lugar. Al llegar el nuevo día, los sarracenos fueron sorprendidos. Gracias a la entereza del ejército y al espíritu que animaba a sus jefes cristianos, pudieron vencer las dificultades de aquel célebre paso. Reunido todo su ejército, D. Teobaldo de Navarra dio la orden de avance, y paso a paso, lento y seguro, fue atravesando el macizo central del Tauro. Así llegaron a la vertiente sur, que dominaron, y por ella descendieron. Mas sin llegar al mar los cruzados se dirigieron a la famosa ciudad de Antioquía, primera población importante de Siria, que aunque fortificada, según hemos visto, en anterior expedición, tomaron con facilidad, debido posiblemente a la gran cooperación de la población cristiana, que era numerosa en tiempos de Behemundo. Moret dice que «de las tres partes de gentes que sacaron de Europa faltaban dos». Tras el descanso obligado de aquella reorganización, puso en marcha el rey de Navarra su ejército hacia Jerusalén. En esta nueva fase de la expedición, la ruta seguida fue similar a la de la primera Cruzada de Godofredo de Boullon y por tanto la que el Infante Ramiro de Navarra había seguido un siglo y medio antes. Y como entre Antioquía y Latakia el terreno es fuerte y montañoso, los cruzados se internaron en la primera parte de su recorrido hacia el Sur de Siria, al interior, aprovechando la cuenca del Orontes. Al paso por los pueblos y por las proximidades de los castillos, situados a las márgenes del río mencionado, los fueron ocupando. Siguieron después hacia la costa, para llegar el 8 de octubre de 1240 ante las puertas de San Juan de Acre o Ptolemaida, donde penetraron. La ocupación de esta plaza era objetivo fundamental de esta campaña, pues allí pensaban encontrar un grupo de alemanes. Mas éstos habían recibido órdenes de su emperador Federico, de suspender las hostilidades en atención a su alianza con el Soldán de El Cairo, motivando este hecho la excomunión de aquél por el Papa Gregorio IX. Ese mismo ejemplo de desbandada cundió también entre otros jefes de las huestes de Teobaldo de Navarra. Así sucedió con el Conde de Bretaña y otros. Pero el rey de Navarra no se desanimó por ello. Otras adversidades le esperaban. Las importantes pérdidas que sufrieron los cruzados al intentar dominar las comarcas de Gaza, al Sur de Siria, fueron contrapesadas con el refuerzo que les proporcionó Ricardo de Cornuailles, hermano del rey de Inglaterra, y el éxito obtenido al tomar y fortificar el puerto de Ascalón, permitió al rey de Navarra continuar la lucha hasta Jerusalén, en la que entró, con sus huestes, al final de 1240. Las luchas, sin embargo, siguieron, y viendo su ejército diezmado, fallecido su protector Gregorio IX, decidió Teobaldo emplear medios amistosos y diplomáticos por los que se llegó a un acuerdo según el cual se garantizaba la libertad de los Santos Lugares, se aceptaba el que pudieran llegar allí los peregrinos sin ser molestados, y sobre todo consiguió la libertad de muchos cristianos que se encontraban detenidos, quedando autorizados a residir en aquellos lugares sin trabas ni dificultades. El rey de Navarra, dejó unos grupos de ejército en los lugares fortificados y tras varios años de jornada, embarcó en el puerto de Ascalón en 1241, regresó por mar hasta Otranto, al Sur de Italia, en el estrecho de su nombre; desde allí pasó a Sicilia, donde acompañado de Ricardo de Cornuailles, se entrevistó con el emperador Federico II de Austria, marchando después a Roma, para intentar una reconciliación entre el alemán y el Papa. Teobaldo I de Navarra regresó con sus huestes a Marsella. Y de allí, seguramente, pasando por la Champagne, regresó al territorio vasco, encontrándose en Pamplona en marzo de 1243. Con el rey de Navarra, llegó al país todo el resto del ejército de sobrevivientes de la jornada de Jerusalén, siendo portadores todos de dos espinas de la corona de Jesucristo, que se veneran desde aquella fecha en la catedral de Pamplona.