Al término de la guerra civil, el problema que había dado lugar a la construcción de los barracones, en el último tercio del siglo XIX, seguía vigente, es decir, por un lado la falta de alojamiento para los trabajadores que llegaban a las minas y por otro, el interés de las compañías de mantenerlos cerca de las explotaciones y con un cierto control. Todo ello hizo que se mantuvieran las antiguas instalaciones e incluso se transformaran otras para utilizarlas como vivienda, si bien, pasaron a llamarse albergues, lo que la cultura popular no acabó de asumir.
Los albergues seguían siendo, en algunos casos de madera y en otros de ladrillo, aunque no faltaban las adaptaciones, como las de las antiguas cuadras de las caballerías, utilizadas en el arrastre de las vagonetas hasta las explotaciones mineras. En el albergue de Orconera, los lavabos, situados en el exterior del edificio, eran los antiguos bebederos de los animales. Su capacidad no era uniforme, situando generalmente, en torno a cien mineros y disponían además, de la cocina, una sala que hacía de comedor y dormitorio (con separación cada cuatro camas en dos hileras) y taquilla individual. Cuando las condiciones fueron mejorando, contaron con duchas, aunque insuficientes y lavabos, así como con un botiquín de urgencia, conocido como "la enfermería".
Las grandes empresas mineras, propietarias de los albergues, nombraban entre sus empleados a los que debían administrarlos, los que en ocasiones, a su vez, subcontrataban los servicios que debían prestarse (cocina, dormitorios, limpieza, etc.). De estas tareas se ocuparon, entre otras mujeres, Ricarda Allúe (1913) y Angelines Arroyo (1924).
Los gallegos siguieron siendo mayoritarios entre los mineros inmigrantes, junto con asturianos, andaluces y notable presencia de extremeños, en su gran mayoría jóvenes. Al término de la segunda guerra europea, soldados alemanes trabajaron en las minas, hospedándose en los albergues. La rotación de los mineros era elevada; "a los tres días de faltar al trabajo los echaban y tenían que dejar el albergue". Generalmente estaban ocupadas todas las plazas, "la empresa decidía quien entraba", por lo que los trabajadores tenían que "ir de posada" o a las llamadas "casas de peones".
Las funciones básicas de los subcontratistas eran, la preparación de las comidas, la limpieza general y los dormitorios. La alimentación (desayuno, comida y cena), se basaba en legumbres (garbanzos, alubias y lentejas), y huevos fritos. En ocasiones pescado o como plato único, patatas guisadas con carne de caballo o la llamada "carne barata". Al anochecer sopa y agujas en escabeche. Recogían en su plato lo que les servían de una gran perola e iban al llamado comedor. El administrador de la empresa visitaba en ocasiones las instalaciones y revisaba el servicio prestado.
Mediados los años cincuenta del siglo pasado, los trabajadores, que utilizaban los albergues de Orconera, pagaban 14,06 pesetas diarias a las empresas por los servicios y 1 peseta, también cada día, a la encargada (subcontratista y sin que se le cotizara a la Seguridad Social). Además, la compañía le abonaba otra peseta por albergado y día. También aportaba los alimentos, utensilios y enseres considerados necesarios en la época y el material de limpieza. Si el subcontratista utilizaba a terceras personas, lo hacía por su cuenta. El control de la empresa sobre el uso de las mercancías que aportaba era riguroso.
En los albergues también se prestaban a los mineros otros servicios, como el lavado y planchado de ropa, por lo que se les cobraba una cantidad previamente acordada.
Eran frecuentes los retrasos en los pagos de los mineros y el abandono de los albergues, llegando a establecerse sistemas de control (no se les liquidaba la nómina sin confirmación de que habían pagado el albergue). También se originaban problemas con el plus familiar "los puntos", que los que los percibían, tenían que enviar a sus familiares por los que cobraban, lo que en ocasiones no cumplían.
En el recuerdo ha quedado el perro "Overedo", que ayudaba a regresar al albergue a los mineros que, sobre todo los fines de semana, tenían problemas para hacerlo por sí mismos.
Hay que imaginarse la fuerte personalidad de estas mujeres para dirigir un albergue, con un centenar de jóvenes mineros que llegaban tras una dura jornada con el clásico saco de arpillera en la cabeza protegiéndole la espalda, que vivían solos y comparativamente, mal pagados, con muy escasa formación, a los que tenían que imponer una disciplina y solventar, en ocasiones, situaciones difíciles.
El paulatino cierre de las minas y la mayor disponibilidad de alojamientos para los mineros, hizo que los albergues fueran cerrándose, sobre todo, a partir de los años cincuenta del siglo XX, aunque algunos, como Concha de Orconera, siguieron prestando sus tradicionales servicios hasta casi los primeros años sesenta.