Concept

Postmodernidad

A menudo son considerados postmodernos una serie de filósofos y corrientes de pensamiento que emprenden, desde enfoques y con propuestas diversas, la misma revuelta contra cierta idea de modernidad. Todos ellos despuntan a partir de los años sesenta y setenta del pasado siglo y comparten cierto "aire de familia", que diría Wittgestein.

Michel Foucault, por ejemplo, elaboró un riguroso método genealógico para el estudio de las nuevas formas de disciplina surgidas en Europa con la expansión de la sociedad moderna, que ya en su día fue erróneamente tildado de post-estructuralista. Roland Barthes, cuyo ámbito de trabajo fue principalmente la semiología y la lingüística, fue un fino intérprete de los signos y las estructuras de significado; su compleja y elaborada obra es vista por algunos como fundadora del postmodernismo lingüístico. Gilles Deleuze, el prodigioso filósofo de la inmanencia, fue en su día englobado bajo el llamado "nietzscheanismo francés", y en la actualidad su nombre es citado entre los precursores del postmodernismo. Su estilo rizomático y la pasmosa vivacidad de su pensamiento desbordan, por supuesto, cualquier etiqueta. En el ámbito de la psicología, por su parte, Jacques Lacan reelaboró el psicoanálisis freudiano a partir de nuevas y controvertidas intuiciones que incorpora elementos de la fenomenología de Husserl, la lingüística estructural, el budismo zen, la topología combinatoria o la teoría de los nudos. Sus influyentes análisis sobre las configuraciones de la conciencia, en la que invierte la célebre fórmula cartesiana (transformada ahora en un "Soy donde no pienso") son también para algunos exponentes de la postmodernidad.

Estrictamente hablando, sin embargo, postmodernos serían aquellos pensadores que hacen de la toma de conciencia del fin de la modernidad el centro de su estudio, y que intentan aportar un poco de luz sobre la condición de la experiencia humana en la nueva situación histórica. El que esta nueva situación histórica sea llamada por éstos la postmodernidad, no quiere decir que todos los pensadores con los que intercambian ideas y valoraciones compartan el mismo diagnóstico, ni siquiera la misma terminología.

Sin embargo, algo une de una manera sutil a todos estos autores, más allá de la siempre polémica división entre escuelas, modelos y sistemas de pensamiento. No son todos postmodernos, por supuesto, pero sí todos se hacen eco del mismo problema de representación. Perdida toda esperanza de totalidad, cada uno en su propio ámbito propone una manera particular de configurar esa dispersión y multiplicidad infatigable de trazos que deja el mundo. Frente a la filosofía moderna de la representación, que pretende establecer una identidad entre sujeto y objeto, entre la realidad y el concepto, que trata de reducir la multiplicidad a la identidad racional, estos autores se enfrentan al problema de cómo pensar la diferencia en sí misma: aquello que no se puede reducir, ordenar, jerarquizar, re-presentar.

Para situar bien el problema, sería conveniente tratar aunque sea con brevedad a otro de los filósofos que también son englobados bajo el rótulo de postmodernos y que, sin embargo, es el inspirador de un método de análisis valioso en sí mismo y que tiene un nombre propio: deconstrucción. Jacques Derrida plantea en términos muy claros la tarea de la filosofía en tiempos en que el ideal de representación de la modernidad va a la deriva. Si, para Hegel, el asunto del pensar es el pensamiento en tanto que concepto absoluto, de lo que se trataría ahora es de pensar, en términos provisionales, la diferencia en tanto que diferencia. Deconstruir el discurso absoluto de Hegel, que es tanto como decir el discurso mismo de la modernidad.

Más aún: en el movimiento de deconstrucción del discurso de la modernidad, es el lenguaje como tal lo que aparece como inverosímil. Vuelto constantemente sobre sí mismo, el lenguaje pretende apropiarse de todos los significados posibles para crear la ilusión de sentido. Pero los significados se derraman, se mezclan y se pierden en un proceso infinito, aparecen en todas partes y se evaporan prácticamente a la vez. Este proceso, conocido como diseminación, pretende afirmar todo lo que el discurso racional de la modernidad niega: nada representa ya a nada, nada puede ser asimilado a nada. El verdadero pensamiento está en los márgenes, entre las palabras, de modo que ninguna diferencia puede ser resuelta y superada en una identidad sintética.

Tras Derrida, no sólo el discurso filosófico se pone en cuestión, sino la posibilidad misma de una ontología, que queda reducida a una semiótica y a una pragmática. Ya no podemos suponer elementos de la realidad diferenciados, que nuestro lenguaje se apropia simbólicamente. Todo lo que hay son trazas, tejidos, remisiones más o menos signicativas.

El proceso de deconstrucción al que somete Derrida los lenguajes de la filosofía en Occidente va parejo al ataque postmoderno a la noción de verdad. Todo lo que viene siendo representado en nuestras tradiciones intelectuales como conocimiento, razón u objetividad son simples efectos de una forma particular de articulación simbólica, la victoria de un modo particular de ver el mundo. Éste se presenta entonces como más allá de la mera interpretación, como la verdad misma. Dinamitar esta presunción y reivindicar verdades heterogéneas y, porqué no, contradictorias entre sí, ha sido, ya lo hemos visto, una de las tareas más urgentes que se han dado a sí mismos los pensadores de la postmodernidad.

No han estado solos en este envite. Una corriente de filosofía que ha confluido en intereses y lenguaje con los postmodernos ha sido el del llamado "pensamiento débil", concepto acuñado por Gianni Vattimo en 1983. Su idea central: el tiempo de los pensamientos fuertes, construidos tras el impulso dado a la razón en Occidente, ya ha pasado; vivimos por el contrario tiempos de pensamientos débiles, provisionales, fugaces, que no intentan abarcar ningún asunto en su totalidad y que en ningún caso pueden ni deben imponerse.

Así, frente a una lógica férrea y unívoca, el pensamiento débil propone dar libre curso a diferentes maneras de enfocar un problema. "No hay hechos, hay interpretaciones", será la afirmación dionisíaca de Nietzsche convertida por Vattimo en un lema prudente y afable. Frente a una política monolítica y vertical dirigida por partidos, Vattimo propone apoyar movimientos sociales transversales y dar fuerza a la llamada sociedad civil. Frente a la soberbia y el autismo autoreferencial de la vanguardia artística, el pensamiento débil querrá recuperar manifestaciones artísticas plurales y populares, y no retrocede siquiera ante el kitsch. Por último, frente a una Europa etnocéntrica, apoyará una visión multicultural del mundo que no deje de lado una sola muestra de la diversidad y la creación humanas.