Concept

Postmodernidad

Indudablemente, si algo caracteriza a la modernidad es la confianza en la razón, esa razón concebida como autónoma y universalista, capaz de sustentar sus pretensiones. Tal confianza en la razón es la que sostiene los diferentes proyectos emancipatorios que, a lo largo de los tres últimos siglos, han gravitado en torno a la idea de progreso. Progreso moral, progreso científico, progreso social; la humanidad, en efecto, estaría avanzando siempre hacia cuotas más amplias de igualdad, justicia y conocimiento.

Pero este avance exigiría un esfuerzo permanente, la movilización de todas las energías humanas. La meta es, qué duda cabe, grandiosa: una humanidad, puede decirse en términos hegelianos, al fin "reconciliada consigo misma". En no pocos casos, este progreso ha llegado a confundirse con la necesidad. Y la filosofía, durante todo este tiempo, ha sido a la vez aliada, impulsora, portavoz e instancia vigilante de este noble e imparable proceso.

La aspiración a superar toda superstición y oscurantismo y la actitud de sospecha y crítica por parte de esa razón autónoma impulsan una nueva moral y una nueva ciencia. En su versión más optimista, el nuevo espíritu de la modernidad sometería todo a su "tribunal de la razón". Todo: desde la idea de Dios al más miserable prejuicio, de la rutina más insignificante al ritual más solemne, todo comparecería ante nuestra conciencia y el veredicto sería ecuánime. Es importante señalar que la modernidad encumbra también una idea de conciencia considerada en clave racionalista-idealista, cuyo paradigma es el sujeto. Un sujeto autónomo, liberado de toda determinación, capaz de abarcar el mundo en su totalidad.

Sin embargo, algo comenzó a fallar estrepitosamente. La barbarie del siglo XX, las Guerras Mundiales, los diferentes totalitarismos. Auschwitz, pero también Hiroshima. La democracia convertida en espectáculo, nuevas y poderosas formas de dominio y servidumbre. La ambigüedad del progreso político y económico. La devastación imparable del planeta.

Es tras el espíritu de Mayo del 68 que el desaliento recorre Europa. Los discursos de la modernidad parecen agotados, antes incluso de haberse asentado definitivamente. La razón occidental, crítica y emancipadora, que espolea al mundo hacia una mayor libertad, aparece también cómplice de nuevas formas de sometimiento. La aparición y difusión de nuevas tecnologías comunicativas agilizan la información a la vez que nos vuelven ciudadanos pasivos, bien alejados de aquel ideal forjado en el Siglo de las Luces. La tensión entre homogeneización creciente y rebelión de los particularismos amenaza con convertir la cultura en un hervidero de tópicos y enfrentamientos banales. El mercado, por último, aparece como único horizonte colectivo.

Señalemos una de las primeras paradojas de esta nueva situación: la crisis de la modernidad se ha ido fraguando desde la lógica interna de su propio pensamiento. Tanto por lo que se refiere a sus excesos (arrogancia racionalista, positivismo a ultranza, etc.), como por lo que toca a esa radicalización de sus pensadores críticos: por ejemplo, aquellos que advierten de una nueva mitología en la noción de progreso, y que entienden que la modernidad es un proyecto inacabado. Tanto para unos como para otros, este nuevo impulso que supone pensar qué es vivir en la postmodernidad sería imposible sin la modernidad misma como modelo de negación, subversión o reconocimiento.

La cuestión que, inevitablemente, va a quedar abierta es justamente si podemos dar por cerrado el ciclo abierto en Occidente por la modernidad y si es cierto que vivimos en la postmodernidad. Gran número de discursos así lo sugieren, así como cierta disposición general al desencanto y a la inactividad política. Por ejemplo, la crisis del gran relato emancipador parece haber estimulado la procesión variopinta de pequeños relatos, la mayoría de ellos fuertemente individuales, que funcionan casi como guías orientativas para un mundo en perpetua transformación. Cómo sobrevivir, sin excesiva desconfianza y a no demasiado largo plazo: ¿acaso el éxito de toda esa ingente literatura de autoayuda no estaría avalando también las tesis de la postmodernidad? La cada vez más extendida desafección hacia una democracia representativa con indudables déficits, y paralelamente el fortalecimiento de nuevos espacios democráticos más participativos, apuntarían en la misma dirección. Aún así, la tan denostada noción de progreso parece gozar de una mala salud de hierro. A pesar de la crisis que está atravesando el capitalismo neoliberal, muy pocas voces se alzan por un modelo económico de decrecimiento, y en realidad parecería que nadie quiere quedarse rezagado a la hora de tomar decisiones. Probablemente, la sensación de que el futuro está dirimiéndose cada día sigue entre nosotros intacta, aunque el vínculo entre las elecciones individuales y los proyectos y acciones colectivas parece especialmente frágil.

Sin embargo, no es éste el lugar para discernir si para las élites gobernantes o si para el conjunto de la población en las sociedades occidentales ya estamos en la postmodernidad. La pregunta quedará abierta. Vamos a intentar, más modestamente, resumir en qué términos y bajo qué sospechas diversos pensadores se han enfrentado a la cuestión.