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French Revolution (1995 version)

Planteamiento. En 1789 en Francia había tenido lugar una revolución. De esto eran perfectamente conscientes no solamente los franceses, que más directamente la habían experimentado o provocado, sino toda la Europa que aún se esforzaba por comprender, entre el temor y la esperanza, el alcance de aquellos acontecimientos que había desencadenado la convocatoria de los Estados Generales de Francia por Luis XVI, rompiendo con una ausencia de 178 años de la escena política francesa de tal asamblea estamental.

Por lo pronto lo que se sabía era que esta asamblea había transformado radicalmente su naturaleza, convirtiéndose en una representación de la Nación francesa y no en una reunión de los estamentos del reino. Había sido el Tercer Estado el que se había negado a constituirse como estamento y había proclamado una representación nacional a la que luego invitaría a sumarse a nobles y eclesiásticos.

Cuando el propio monarca Luis XVI ordenó el 27 de junio de 1789 a estos otros dos estamentos unirse al tercero, éste había proclamado ya hacía una semana su carácter de Asamblea Nacional y realizado el juramento -que inmortalizara J. L. David- de no disolverse en tanto no se dotara a Francia de una nueva constitución. El hecho tenía entonces una gran transcendencia puesto que por primera vez en la historia de Europa se afirmaba la capacidad de los hombres para constituir un orden político.

Lejos ya de legitimidades por derecho divino, de tradiciones dinásticas o de leyes fundamentales asentadas en la costumbre, los hombres se disponían a intervenir sobre su propio destino político. Hacía su aparición en escena la capacidad de autodeterminación política del individuo. Solamente este hecho debía ya de por sí hacer crujir las más profundas estructuras políticas de la vieja Europa y temer a las monarquías tradicionales por las implicaciones que los sucesos de Francia podían tener para ellas.

Entre aquellas monarquías se encontraba indudablemente la española, la monarquía católica hispana que además se encontraba dinásticamente vinculada a la francesa. Esta monarquía no puede decirse que se hallara entonces en sus mejores momentos. Pasada la época de gloria imperial, había visto reducido su espacio y hegemonía en Europa decisivamente desde que a comienzos del s. XVIII tuviera que ceder las posesiones europeas extrapeninsulares en favor de la rama austríaca que renunciaba a la sucesión de Carlos II.

Se habían venido produciendo, sin embargo, interesantes y prometedoras reformas en el reinado de Carlos III, el monarca ilustrado, que había muerto un año antes de iniciarse la revolución en Francia. En esa clave, de reforma que no de revolución, se había querido agilizar la pesada y lenta maquinaria de gobierno de la monarquía, procurar ingresos estables a las finanzas reales, consolidar el ejército y mantener una política exterior de vinculación familiar con Francia pero sin excesivas participaciones militares exteriores.

Era ésta por lo demás una monarquía en la que, aun asistiéndose ya a algún debate importante sobre su orden interno, no había comparecido idea alguna de transmutación político constitucional que hiciera presagiar derivaciones similares a las que en Francia estaban actuando. Desde que, a comienzos del s. XVIII, la monarquía viera mermadas sus posesiones flamencas e italianas y desde que en 1717 se pusiera fin a las formas de representación política propias del reino de Aragón (decretos de Nueva Planta), aunque no ni mucho menos a todo su entramado foral, las provincias de Álava y Guipúzcoa, el Señorío de Vizcaya y el reino de Navarra eran los únicos territorios que en aquella monarquía mantenían sus particulares formas de representación y su derecho territorial en forma de fueros o de ordenanzas de hermandad. Eran, como Juan Antonio Llorente lo recordaba en 1806, los únicos cuerpos políticos de provincia que existían en el seno de la monarquía.

En estos territorios, como luego expondremos más detenidamente, lejos de producirse un derrumbamiento de su orden político foral, se asiste, especialmente desde mediados de la centuria, a un proceso de consolidación institucional en el seno de la monarquía. Es precisamente en ellos en los que de una forma más notable se dejó sentir la revolución del país vecino.

Su monarca, Luis XVI, había sido ejecutado tras un complicado proceso, por un delito de lesa nación, proclamándose, ya antes de su ejecución, la República. Cuando, el 21 de enero de 1793, Luis XVI accedía al que fuera pedestal de la estatua de Luis XIV para ser guillotinado, en las diferentes cortes de Europa, especialmente en la de su cuñado austríaco y en la de su primo español, se preparaban declaraciones de guerra al nuevo régimen de la Convención republicana.

La guerra tuvo efecto inmediatamente: el 7 de marzo de 1793, con el ánimo de que los Borbones dejaran «un trono que usurpan», la Convención francesa declaraba también la guerra a la corona española. En la primavera de 1794 los ejércitos de la Convención entraban en Navarra y Guipúzcoa para proseguir posteriormente internándose en las otras dos provincias vascas peninsulares. La revolución entraba así en contacto con las provincias exentas de una manera especialmente intensa, hasta el punto de poderse llegar a plantear en una de ellas, Guipúzcoa, la posibilidad de una anexión a la república revolucionaria. Este, que sin duda ninguna es el episodio más conocido de la guerra de la Convención, no debe sin embargo, ocupar todo el análisis de la relación entre el territorio vasco y la revolución francesa. Antes bien, existen elementos más generalizados y permanentes que la historiografía ha venido pasando por alto maravillada por aquél de la pretensión guipuzcoana de anexionarse a la república francesa.

Expondremos aquí la cuestión en una triple vertiente: veremos en primer lugar lo que la revolución era y lo que ofrecía en sus «guerras de liberación»; nos fijaremos sucintamente después en la situación en que las provincias vascas y el reino de Navarra se hallan a la altura de 1789-1793; comprobaremos finalmente hasta qué punto ambos elementos podían resultar compatibles y producirse una comunicación y entendimiento entre el orden provincial vasco y el revolucionario francés.
La aportación revolucionaria. Debemos por lo tanto primeramente cuestionarnos acerca de lo que la revolución, como fenómeno político y social, aportaba. Dicho de otra manera ¿qué ofrecía a la altura de 1793 la revolución?. Había comenzado afirmando algo que ya se ha dejado apuntado, esto es, la propia capacidad política del hombre. Partiendo de este sujeto político individual, el primer acto verdaderamente revolucionario había consistido en la afirmación del poder constituyente de la nación. Dejaba con ello ésta de ser mero sujeto pasivo, constituido, para alzarse con una capacidad activa de definir un nuevo orden político: la nación se convertía en el nuevo soberano. La cuestión debe ser entonces qué hizo la nación francesa con este poder, cómo desarrolló aquella revolución. Acabamos de decir también que tras su declaración como Asamblea Nacional, los diputados del tercer estado habían jurado no separase hasta haber realizado una constitución para Francia. Ésta, la constitución, es el primer objetivo revolucionario, cumplido definitivamente el 3 de octubre de 1791, fecha de la proclamación de la primera constitución contemporánea de Europa. La constitución se entendía como la ley básica, el marco de gobierno dentro del que debían actuar los diferentes poderes que la nación, mediante su soberanía, había instituido. Ni el rey ni la asamblea ni los jueces -depositarios respectivamente de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial- podían considerarse ya soberanos; su poder lo marcaba y definía ya un código político fundamental llamado constitución. Pero ya antes de redactar y aprobar la constitución la asamblea constituyente francesa había ido realizando una labor de desmonte del viejo edificio político de Francia y creando algunas instituciones y herramientas para el nuevo. Entre ellas destaca una, pues es también fundamento de la revolución. El 26 de agosto de 1789, en una memorable reunión, la Asamblea proclamaba una Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano. Los derechos en efecto eran requisito primero para el propio texto de la Constitución que así los coloca a su frente. Téngase presente sin embargo todo el título de la declaración pues los derechos que ahora se proclaman lo son del Hombre y el Ciudadano, de sujetos individuales y no de corporaciones o cuerpos políticos de radio superior al del individuo. Tanto es así que contemporáneamente derechos feudales, privilegios de cualquier especie, corporaciones y estamentos, oficios patrimoniales, votos religiosos contrarios a la constitución, todo tipo de distinciones que no se basaran en el mérito individual, quedan definitivamente abolidos y así lo proclama en su preámbulo el mismo texto constitucional. Decimos que la Asamblea constituyente había procedido previamente al desbroce institucional del viejo orden. El acto más expresivo de este proceso lo constituye el decreto adoptado la noche del 4 de agosto de 1789 tras la proclamación de renuncia por parte de algunos nobles de sus derechos feudales. Por decisión del nuevo soberano, de la asamblea constituyente, quedaban abolidos todos los privilegios feudales que habían subsistido en Francia desde la Edad Media. Es quizá éste el acto que más simbólicamente encarna la transición de un umbral que coloca a Francia ante un nuevo régimen. Pero hacía falta articularlo; no valía con destruir un viejo modelo sino que era necesario crear uno nuevo. A ello vino primeramente la constitución como hemos visto, pero tras ella debían seguirle los nuevos instrumentos de consolidación del orden revolucionario, los códigos que recogieran y articularan el nuevo orden jurídico y político de la revolución. Debían contener un derecho que, a diferencia del que había venido operando anteriormente, se refiriera al individuo como sujeto y partiera de la concepción de la igualdad ante la ley frente al mundo del privilegio que quería superarse. La oferta revolucionaria por lo tanto hallaba sus puntos fundamentales en la posibilidad de crear un orden político nuevo en el que los ciudadanos con capacidad para ello -los varones mayores de edad y con un cierto nivel económico- tuvieran una capacidad de intervención política a través de la legislación. Un orden que debía descansar sobre la base de los derechos de todos los miembros de la sociedad -derechos civiles- y hacer de su salvaguardia la razón de ser básica del orden político. Un orden, en definitiva, a la medida del nuevo sujeto político coincidente con el individuo y su libertad.

Y ésta es la oferta que portan los ejércitos revolucionarios franceses desde que en 1792 iniciaran sus guerras revolucionarias cuyo objetivo era la liberación de un continente que aún seguía durmiendo el sueño de la tiranía. Precisamente será este carácter mesiánico y esta ansia libertadora la que hará imparable la expansión de los ejércitos convencionales. La cuestión era sin embargo que lo que éstos encontraban a su paso era una Europa poblada aún de instituciones que difícilmente podían compatibilizarse con el orden revolucionario. Su base era la corporativa, su derecho el antiguo, su principio de funcionamiento el privilegio y su marco de desenvolvimiento las monarquías tradicionales o el Imperio. Sobre esta realidad y no sobre alguna más proclive a sus proyectos debía actuar la revolución. Las situaciones que así se provocan son dispares. Ciertamente en Europa existía entre los ilustrados -en lo que ellos llamaban la república de las letras- un clima de opinión favorable a la revolución, al menos mientras ésta se mantuvo en los márgenes de una revolución ni violenta ni de intervención popular. Veían en los sucesos de Francia actos liberadores del hombre que en algunos casos habían ellos mismos planteado desde un punto de vista teórico. La constitución, los derechos y los códigos les parecían herramientas imprescindibles para esta liberación. En Francia ocurría, para muchos de ellos, ni más ni menos que lo inevitable: la revolución que se venía de tiempo vaticinando. Pero, con toda la influencia que entonces pudiera ejercer esta república de las letras del mundo ilustrado, ésta era limitada en aquella Europa en la que la realidad más cotidiana era la de la cultura de base religiosa, católica o no, en la que lo mágico y lo transcendental ocupaban un espacio difícilmente compartible con la razón ilustrada y su fe en el progreso. Era además una Europa articulada sobre una comprensión de su orden ajena totalmente a la idea de que la voluntad humana pudiera determinarlo o variarlo. Nunca más que entonces pudo oirse en Europa apelar a la costumbre y al privilegio cuando la revolución amenazaba variar aquellas formas corporativas: desde Bruselas hasta Polonia, patriciados urbanos, estamentos, clero, territorios, invocaban estos «sagrados» principios ignorados por la revolución frente a ella. Dentro de la misma Francia algunos territorios, no casualmente aquéllos que, como Bruselas, habían logrado mantener una estructura territorial corporativa, comenzarán a oponerse violentamente al nuevo orden revolucionario. Esto era la contrarrevolución. Nos interesará ahora, antes de pasar a contemplar el encuentro de la revolución con los territorios vascos, tener alguna noticia de su situación. Buena parte de la respuesta que pudiera recibir la oferta revolucionaria dependía lógicamente de la situación en que los territorios se encontraran en el seno de la monarquía, de sus posibilidades de desenvolvimiento en ella y de sus relaciones con la propia corte.
La situación provincial vasca en vísperas de la Revolución. Desde comienzos del setecientos la monarquía había sufrido un súbito proceso de clarificación territorial. Aquel componente agregativo de enorme diversificación que había caracterizado a la monarquía de los Habsburgo españoles se vio drásticamente alterado.

Por lo pronto, y como resultado de la misma guerra sobre la sucesión, se habían tenido que ceder los territorios flamencos e italianos. Inmediatamente después el reino de Aragón perdía, como ya se ha recordado, su entidad política manteniendo otros elementos más sociales de su orden foral. El resultado de todo ello es que la monarquía borbónica inaugurada con el reinado de Felipe V se había simplificado enormemente con respecto a la de sus antepasados austríacos.

Hacia mediados de siglo quien fuera ministro de este monarca, Melchor de Macanaz, podía advertir que prácticamente toda la monarquía seguía «unas mismas leyes». Pero lo que debe fijar nuestra atención es precisamente la salvedad que denota: «El reyno de Navarra y las provincias de Vizcaya las tienen particulares». Era una conciencia que se iría constantemente manifestando a lo largo de la centuria: las provincias de Vizcaya, las provincias del Norte, las provincias exentas -como la documentación oficial las denomina desde 1727- se señalaban como elementos extraños en el entramado político territorial de Castilla. Su singularidad además se sabía detectar perfectamente: constituían unos cuerpos políticos de radio provincial que no era posible encontrar en otros espacios de la monarquía. Perdida aquella tradición en otras áreas de la franja cantábrica, las provincias vascas -y a su manera el reino navarro- mantenían aquellos elementos que fácilmente las identificaban como tales cuerpos provinciales.

Ante todo sus Juntas, la asamblea territorial de sus corporaciones locales de diverso ámbito -ciudades, villas, anteiglesias, Encartaciones, cuadrillas, uniones -que, como Antonio Bernabé de Egaña recuerda en 1773 para el caso guipuzcoano-, eran la provincia misma. Era la Junta lo que dotaba realmente de corporeidad política a la provincia y de hecho era el momento en que ésta actuaba propiamente en primera persona. Entendida en principio como pura emanación suya, como comisión de la Junta, las diputaciones venían a asegurar la representación política provincial y por tanto su capacidad de actuación en el gobierno provincial. El mismo Egaña nos presenta al diputado como un mandatario de la junta para actuar lo ordenado por ella, aunque la realidad que se irá mostrando a lo largo de la centuria será la de una confirmación de la diputación como el elemento políticamente más operativo del entramado foral. El corregidor, en fin, era el tercer elemento institucional que -en el caso de Vizcaya y Guipúzcoa, pues en Álava sus funciones las desempeñaba el propio diputado general- permitía identificar a los territorios vascos como cuerpos políticos de provincia diferenciados. Eran corregidores de provincia, con audiencia que identificaba su jurisdicción con la del territorio provincial. A ello debe añadirse, como fundamento primero de todo el ordenamiento interior provincial, la existencia de un derecho territorial en forma de fueros o de ordenanzas de hermandad.

Consolidados en diferentes momentos entre los ss. XVI y XVII como derivación de un derecho de raíz castellana, los textos forales vascos marcaban también sus diferencias como derecho territorial inexistente ya en Castilla. Sobre la base de su permanencia podrá hacerse ahora, en esta segunda mitad de siglo, una interpretación de los mismos que rebasaba lo meramente textual para situar a los fueros en los cimientos del ordenamiento provincial que entonces se define. La expresión más depurada de esta operación corresponde al jesuita de Andoain, el padre Larramendi, cuando afirma en su Corografía de Guipúzcoa, la necesidad de los fueros para la felicidad de la provincia, que era algo similar a lo que se afirmaba en el proemio a la consolidación del texto foral guipuzcoano -primera como Fueros- de 1696.

La historiografía provincial vasca ha venido últimamente poniendo seriamente en cuestión la imagen ofrecida por la historiografía tradicional, según la cual la evolución política del espacio vasco en el s. XVIII podía equipararse con una situación de acoso y derribo por parte de una monarquía escasamente respetuosa con los privilegios territoriales considerados residuos periféricos. Esta interpretación se basaba en un planteamiento de las relaciones entre la corte y las provincias en términos de centro potente y expansivo y periferia debilitada institucionalmente y determinada más o menos a la desaparición política. Estudios más recientes, tanto sobre las primeras décadas del s. XIX como sobre las últimas del XVIII vienen ofreciendo sin embargo una diferente composición de lugar no dando de entrada nada por probado y analizando la evolución político institucional vasca desde perspectivas diferentes.

Veamos a la luz de estas aportaciones cuál fue la suerte del entramado provincial de poder en estos momentos previos a su encuentro con los revolucionarios franceses. Desde aproximadamente la mitad de la centuria, entre los reinados de Fernando VI y Carlos III, en el seno de la monarquía, se venía fraguando una dinámica de gobierno que lograra variar sus pesados mecanismos tradicionales. La necesidad de agilidad ministerial y la reforma fiscal que simultáneamente se plantea exigían algunas operaciones de envergadura constitucional en el seno de la monarquía. En este sentido es en el que se plantean las llamadas reformas ilustradas que, sobre todo desde la década de los sesenta, se inician en la monarquía hispana. Afectarán a la propia corte pero también a los ayuntamientos y a sus finanzas municipales o al comercio ultramarino. En cualquier caso el planteamiento desplegado desde la corte consistía en lograr un mayor control directo sobre el reino mediante el asentamiento de algunas figuras intendenciales que pusieron en contacto más directo al ministerio con el territorio. Como puede suponerse ello generó multitud de reacciones contrarias por la merma de poder que suponía para las oligarquías locales, para la Iglesia en su caso o para la nobleza en el suyo. También en las provincias exentas produjeron tales medidas su reacción. Se temía ante todo precisamente la entrada en el espacio político provincial de esas nuevas figuras ministeriales que, desplegando su jurisdicción, pudieran alterar un equilibrio de poder provincial que claramente ya se estaba definiendo en favor de los poderes más netamente forales. Desde aproximadamente 1760 -aunque es una dinámica que puede hallarse también durante el gobierno de Ensenada- en las provincias exentas se asiste a una pugna continua por la reserva de espacios de poder en manos de juntas y diputaciones en primer lugar como decimos frente a los oficiales ministeriales que se tratan de introducir en ella: intendentes, delegados de correos, delegados de rentas, jueces de comercio y veedores. Pero también frente a los corregidores y sus oficiales que más integrados se hallaban en el entramado provincial de poder o a los oficiales militares en los casos de conflicto como el que ahora nos ocupará. Se trataba en cualquiera de los casos de un mismo proceso de pugna por el control del espacio político provincial. Evidentemente tal pugna debía desenvolverse dentro de la lógica interna al sistema en el que se producía y en él la definición del poder en términos de jurisdicción resultaba esencial, aún tratándose de materias más propiamente administrativas.

A ello obedece el hecho de que, en el contexto que venimos describiendo y sobre todo a medida que la centuria finalizaba, las provincias y sus diputaciones plantearan la cuestión desde la premisa de la existencia de una suerte de jurisdicción foral que hasta entonces no había sido definida. Tal especie de jurisdicción, que hacía derivar su fuerza legitimadora de vías alternativas a la más contundente jurisdicción real que difícilmente habrían podido reclamar para ellas las instituciones forales vascas, se concretaba en un poder de vigilancia y custodia jurisdiccional sobre el propio orden provincial. Apelando a ella se podrá argumentar con éxito en favor de un control interno de instrumentos de gobierno provincial de la envergadura del uso foral, las hidalguías y, ante todo, el Fuero como derecho territorial y su interpretación.

Sobre esta base, en las décadas que cierran el s. XVIII se asiste a una consolidación de lo que venimos denominando el orden provincial vasco y que los contemporáneos con más contundencia comienzan a denominar insistentemente su constitución. Se produce para empezar una consolidación institucional, especialmente de las diputaciones que se demuestran ya para los años sesenta el instituto central de gobierno de las provincias, pero también de los elementos más visibles e instrumentales de aquel ordenamiento como las juntas respectivas o los oficios de consultores, secretarios y síndicos que materializaban cotidianamente la interpretación del Fuero. Se está así asistiendo a una definición y consolidación más precisa de la estructura provincial vasca en el contexto de la monarquía hispana que más o menos forzadamente por su propia circunstancia lo consiente. Cierto que no de grado y que en ocasiones se muestran desde la corte planteamientos más disruptivos respecto a esta constitución provincial. Pero la realidad operativa que viene imponiéndose desde 1760 y hasta el momento constituyente de Cádiz es la de un gobierno de aquellos territorios en clave foral hasta el punto de que las diputaciones lograrán ir ocupando buena parte del espacio político que en otras áreas comienza a gestionarse por figuras más dependientes del ministerio. Hasta tal punto será todo ello así que cuando en 1813 arrive a las provincias para su reconocimiento y proclamación la primera constitución política española habrá de encontrarse con la existencia de una peculiar constitución provincial que dotaba de orden y estructura política a aquellos espacios.
La Revolución en las provincias vascas y el reino de Navarra.

La Revolución no se originó en los territorios vascos sino que llegó a ellos en un contexto de guerra. Esta constatación de partida puede parecer inocente y superflua pero es necesario no perderla de vista para impedir que acontecimientos más o menos llamativos hagan perder la perspectiva. Quiere con ello decirse que la revolución no se experimentó en los años de la guerra de la Convención como un fenómeno que surgiera de la propia dinámica política española o provincial vasca sino como el efecto de una guerra que solamente en principio era considerada revolucionaria por el ejército francés. Puede resultar una buena aproximación a la cuestión que nos ocupa el análisis de los elementos que en este conflicto se enfrentaban, de los protagonistas de aquel primer encuentro con la Revolución que era francesa y no española o vasca. El estudio de algunos aspectos concretos puede arrojar luz sobre estas cuestiones que tenemos planteadas: la reacción de los poderes provinciales ante la invasión del ejército revolucionario francés; la organización de la guerra y su financiación; la actitud de quienes se mostraron más proclives a un entendimiento con la revolución y el comportamiento de las comunidades rurales y urbanas que más directamente padecieron la guerra. De los diferentes episodios que pueblan la historia de la guerra de la Convención -tema siempre recurrente de nuestra historiografía- es quizá el más conocido y difundido el relativo a la actitud de la llamada «diputación rebelde» de Guipúzcoa capitaneada por José Fernando Echave Asu (Romero) y Joaquín M.ª Barroeta Zarauz (Aldamar) que se planteó la posibilidad de unir la provincia a la república francesa. A pesar de la importancia que un hecho de esta naturaleza pueda tener, -y que luego atenderemos, contemplado en el contexto de las reacciones que la invasión francesa del territorio provincial y navarro provocó- no deja de ser claramente minoritario. La reacción más común, también en la provincia de Guipúzcoa, fue la de la organización y puesta en marcha de los mecanismos de defensa del territorio dentro de la lógica de la defensa foral. La propia marcha de los acontecimientos en los meses sucesivos a la entrada del ejército francés demostró, con el rápido control que pasa a tener éste de buena parte del territorio vasco, la inoperatividad de este sistema frente al ejército nacional y revolucionario francés de la misma manera que escasamente operativos se habían mostrado otros sistemas militares tradicionales en diferentes puntos del conflicto generalizado que entonces mantiene la república francesa con la vieja Europa. Pero aquí nos interesa ante todo constatar primeramente el dato de la organización en esta lógica foral de la defensa del territorio. Ya desde los primeros atisbos de conflicto las diputaciones vascas se aprestaban a la organización y puesta en marcha de los mecanismos forales de defensa del territorio provincial mediante los oportunos avisos a la corte, el armamento de los naturales y la organización de las diferentes defensas. Al mismo tiempo, sin embargo, también otras formas de defensa, más ministerialmente concebidas, tratan de actuarse en el territorio vasco mediante la involucración de las provincias y el reino navarro en el sistema defensivo de la monarquía articulado desde Madrid. El reparto en ellas de contingentes, el envío de autoridades militares que reasumen, en los casos de Vizcaya y Guipúzcoa, la autoridad de sus corregidores y el más visible envío de fuerzas militares así lo constatan desde el inicio mismo de las ilidades. Sin embargo, aquí ya se produjeron circunstancias que no nos deben pasar desapercibidas. El conflicto entre las dos formas de entender la guerra evidentemente surgió, y la situación era lo suficientemente excepcional y urgente entonces como para forzar la adopción de las medidas que más rápidamente pudieran asegurar la defensa territorial. Resulta enormemente significativo comprobar cómo por ejemplo la diputación de Vizcaya establecía un convenio para su defensa bajo el rasero de la «Constitución de Vizcaya» en el que las autoridades militares no debían mezclarse en la organización dispuesta por la propia diputación o cómo la provincia de Guipúzcoa queda finalmente exonerada del envío de su contingente en función de una forma más autónoma de organización defensiva dirigida por su propia diputación. A ello corresponde obviamente también una específica forma de financiación de los gastos bélicos. Aquí posiblemente es donde se hallaba el auténtico centro de la cuestión. Son de sobra conocidas las dificultades financieras de la monarquía de Carlos IV y la escasa capacidad de maniobra que ello le otorgaba en situaciones de excepción como la que atraviesa desde 1793. Lo que desde las instituciones forales, especialmente desde las diputaciones, se le estaba ofreciendo a Godoy era precisamente la posibilidad de asegurar en estos territorios de evidente valor estratégico una financiación de la guerra. Los censos en los que se comprometen las provincias pero sobre todo el empleo de la riqueza municipal en los gastos originados por las campañas militares de aquellos años -que en muchos casos no llegarán nunca a redimirse- permitieron consolidar el control de las haciendas locales desde las diputaciones. Pero otras significativas aportaciones a la defensa provincial permiten calibrar el grado de compromiso que podía existir entonces con el propio orden foral. Las aportaciones partieron no solamente de la Iglesia más interesada en frenar el avance revolucionario en la monarquía católica, especialmente desde que los ocupantes mostraron sus preocupaciones frente al fanatismo religioso mediante cantidades no despreciables de bienes eclesiásticos que se empeñaron entonces en la defensa provincial. Los consulados de comercio también realizaron sus aportaciones mediante armamento de barcos a su costa y con sumas de dinero entregadas a las diputaciones. Los comerciantes vizcaínos y guipuzcoanos establecidos en las principales plazas de la península realizaron, directamente a las diputaciones, sus aportaciones monetarias, al igual que la congregación de vizcaínos de la ciudad de Lima. No dejaron de llegar en fin donativos particulares con la misma finalidad y destino. Por escasas -que no lo fueron- que se mostraran estas aportaciones en el conjunto del coste de la empresa bélica, deben valorarse en su justa medida. Manifiestan un evidente grado de compromiso con una determinada concepción de la organización de la defensa del territorio provincial y, sobre todo, una clara conciencia de la capacidad de gobierno de las instituciones provinciales. Muy significativamente buena parte de ellas coinciden en su origen con las comunidades más comprometidas en el orden intracorporativo provincial -ayuntamientos, consulados, instituciones eclesiásticas-y, como veremos posteriormente, no debe extrañar tal y como se sucedieron los acontecimientos en el territorio invadido especialmente durante los meses siguientes al primer contacto con la fuerza republicana. No todo fue uniformidad en aquellos años de la guerra de la Convención. El descontento también se puso entonces de manifiesto y lo hizo en la forma que cabía esperar dada la situación de guerra y dado el carácter de los contendientes. Se demostró cooperando con el ejército revolucionario en la esperanza de que el nuevo orden de cosas que proclamaba procurara una felicidad que para determinados sectores no podía ya esperarse del orden provincial ni del contexto de la monarquía católica. El caso más extremo de tal comportamiento es el mantenido por la diputación surgida de la junta de Guetaria bajo control de personalidades como Romero, Aldamar o Carrese ya que llegó a plantear, como se ha recordado en diferentes ocasiones, la vinculación de la provincia de Guipúzcoa a la Francia revolucionaria. No fue el único testimonio de adhesión a lo que el ejército francés suponía: actos simbólicos de desprecio hacia la monarquía hispana o a su fundamento católico se dieron con cierta frecuencia durante estos años. Pero conviene considerar más detenidamente todo ello. Es evidente que el orden foral que se había venido defendiendo en las provincias vascas no se había construido sin dejar a su margen determinados sectores, alguno de los cuales puede hallar precisamente en la crisis planteada por la entrada de los ejércitos revolucionarios de Francia la ocasión propicia para demostrar su descontento. La historiografía que ha analizado esta cuestión ha puesto inmediatamente de relieve la coincidencia entre los excluidos de los beneficios comerciales anunciados en el proyecto de libre comercio con las colonias americanas y los participantes en los grupos más proclives a un entendimiento con los revolucionarios. La constatación, incluso nominal, que puede hacerse al respecto no debe sin embargo exagerarse. Si resulta evidente que comerciantes como Pablo Carrese se significan por su empeño en lograr los arreglos pertinentes para el libre comercio de los puertos guipuzcoanos con América y después por su apoyo a las tropas de la Convención, no lo es menos que otros comerciantes e incluso la institución comercial por excelencia, el Consulado, adoptaron una clara postura antifrancesa desde el inicio mismo del conflicto e incluso antes. La existencia de estos grupos descontentos con la definición que en la última década había adquirido el orden provincial, puede más bien ilustrar y explicar el fenómeno contrario. Con ocasión de la propuesta de Miguel de Muzquiz, realizada en 1779, de habilitar una serie de puertos vascos para el comercio americano a cambio de la introducción en los territorios provinciales de los oficiales pertinentes para la vigilancia del tráfico comercial, la reacción de las diputaciones vascas (y de instituciones en principio más proclives a reformas de este calibre como la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País) fue la de renunciar a estos posibles beneficios manteniendo intacta la estructura de poder interior de los territorios forales. Evidentemente que tal estructura estaba diseñándose a la medida de los notables rurales, «los del interior» y no los «advenedizos» como despreciativamente denominaban a los comerciantes más interesados en estas reformas. La interpretación utilitarista del Fuero no logró imponerse a la tradicional comprensión del mismo y el mantenimiento de la estructura provincial al margen de la intervención en ella de jurisdicciones más vinculadas al planteamiento ministerial se hizo a costa de quienes habían cifrado buena parte de su cálculo de intereses en aquel comercio masivo que América prometía. Resulta enormemente ilustrativo constatar cómo quince años más tarde la alineación de intereses seguía siendo prácticamente la misma en el interior de las provincias. Hablar entonces de una conciencia revolucionaria de la burguesía comercial vasca resulta cuando menos exagerado. Lo es para esos momentos la idea misma de que los comerciantes pudieran comprenderse a sí mismos como clase antes que como corporación. Pero no es solamente la cuestión que puedan aducirse numerosos casos de comerciantes que se opusieron vehementemente al ejército revolucionario. Lo es ante todo de incomprensión mutua de discursos. Ni los ejércitos de la revolución y los delegados de la Convención que con ellos avanzaban supieron entender muy ajustadamente el orden provincial vasco, ni el grupo de Getaria, el que rodeaba a Romero y Aldamar llegó a articular un mínimo discurso coherente de aplicación de los principios revolucionarios a las provincias vascas o a Guipúzcoa más concretamente. Era una cuestión, ciertamente, cultural. El discurso revolucionario francés integraba una serie de elementos surgidos en el entorno de una cultura política que en gran medida resultaba aún absolutamente ajena a la realidad más cotidiana y operativa en los territorios vascos de la monarquía católica. Su comprensión de los derechos, con su clave individual, su asignación personal, su cualidad natural y su igualdad radical, mal se captaba por quien estaba habituado a una comprensión diversa en clave corporativa, asignación colectiva y privilegiada y situación metapositiva al margen de cualquier intervención de voluntad sobre ellos. Los derechos allí podrían entenderse del Hombre natural y del ciudadano político aunque persona individual siempre; aquí sin embargo, podía entenderse que lo fueran de las provincias, del reino de la Iglesia o de la corporación -local, mercantil, gremial- que fuera en la que la personalidad para empezar ya era primeramente corporativa. Un ejemplo puede ilustrar cuanto aquí queremos decir. Es sabido que la hidalguía colectiva había venido siendo entendida en Vizcaya y Guipúzcoa como qualitas corporativa del territorio provincial, como identidad colectiva sobre la que fundamentar en buena medida las libertades y privilegios territoriales. Ver NOBLEZA. La lectura que los revolucionarios harán de este componente del ordenamiento territorial vasco será sin embargo la de una igualdad constitutiva radical asimilable a la proclamada por los principios revolucionarios. Lo que fundamentaba un privilegio se leía como principio de igualdad revolucionaria. Lo mismo cabe decir de conceptos como el de constitución o libertad. Configurados en el contexto de una cultura política tradicional, estos conceptos, asiduamente manejados en las provincias, mantenían respecto a la comprensión revolucionaria de los mismos diferencias que prácticamente los convertían en absolutamente diversos. Ya el mismo principio motor de la constitución revolucionaria era ajeno de raíz a su comprensión más tradicional, partiendo como lo hacía de la misma institución del poder constituyente con capacidad de intervención sobre el orden político. La constitución provincial, lo que con ello se significaba desde el discurso configurado en las provincias vascas, partía precisamente de su situación al margen de la intervención del poder central e instituciones como el pase o uso foral se centraban en este mismo entendimiento del orden provincial como constitución originaria. Lo mismo cabe decir respecto a la idea de libertad. Confundiéndola con la suya propia, los revolucionarios de la Convención no veían su componente más vinculado a su matriz estamental, de libertades corporativas y privilegios provinciales antes que de libertad del individuo como afirmación de su propia capacidad política de autodeterminación por encima y al margen de compulsiones corporativas. Eran, en fin, discursos políticos diferentes cuyas posibilidades de sintonía eran prácticamente nulas. En situaciones más pacíficas y permisivas se habían constatado también las disintonías con esta cultura política que, con materiales de derribo de la vieja cultura política europea -ciudad, territorio, república, libertad, constitución, derecho- estaba ya construyendo un discurso radicalmente diverso. La misma lectura de obras portadoras de esta nueva cultura -la Enciclopedia, la obra roussonianano había generado en las dos décadas precedentes la elaboración de discursos políticos autónomos en las provincias y en las instituciones más propicias como la Sociedad Bascongada extrayendo consecuencias para el propio orden provincial vasco o para el general de la monarquía. No había ello dado lugar a un debate de envergadura constitucional que hubiera realmente facilitado posteriormente el entendimiento no sólo estratégico sino político con las tropas de la revolución. Bastó, por otra parte, la alteración por parte de los convencionales franceses de algunos puntos de referencia básicos del orden corporativo provincial para encontrarse con una oposición más comunitaria y difusa por tanto. Conocida es y ha sido descrita por la historiografía la pasividad con la que las comunidades rurales recibieron la guerra. No era ello novedad pues la guerra -con su cotidianidad- producía los suficientes desarreglos y desequilibrios en las precarias economías campesinas como para provocar antes que nada su temor. Rehuir la guerra y el servicio en el ejército era lo habitual. Sin embargo, esta guerra también provocó reacciones diferentes y existen diversos testimonios, de una y otra parte, que hablan de la participación de diversas comunidades rurales en la lucha contra los ejércitos franceses haciendo buen uso además de un conocimiento del terreno que, dada la orografía vasca, resultaba decisivo. Sin pretender magnificar tales datos no es, sin embargo, extraña esta reacción sobre todo tras la intervención convencional en aspectos como el culto religioso, la organización del poder local o los aprovisionamientos militares a costa de los bienes concejiles. De hecho algo similar tendrán que empezar a enfrentar ya en su misma patria y en zonas también, como Bretaña, en las que la identificación comunitaria con un determinado orden territorial y religioso era más evidente.

La paz de Basilea y sus consecuencias. Cuando las Cortes navarras adoptaron en julio de 1795 la decisión de aprobar el decreto de apellido general y congregar 25.000 hombres para la guerra, hacía algunos días que Godoy había ya alcanzado una solución de compromiso al conflicto aceptando las negociaciones que el día 22 habían conducido a la firma de la paz entre España y una Francia desmarcada ya de los radicalismos previos.

Si la paz era necesaria para Francia dada su situación europea y los numerosos frentes más o menos abiertos, no lo era menos para una monarquía financieramente exhausta como la española. El resultado inmediato fue la retirada de aquel ejército revolucionario que había ocupado buena parte de los territorios forales. Pero la paz de Basilea tuvo más consecuencias, alguna interesante para el planteamiento que aquí se ha venido haciendo respecto al orden provincial y su interacción con la revolución.

Resultaba evidente después de la guerra que el sistema foral de defensa del territorio había mostrado sus vías de agua. Ni más ni menos por otra parte que otros sistemas tradicionales de defensa territorial. La situación en las provincias que más directamente habían padecido la guerra era ciertamente desastrosa. En aquellas circunstancias las posibilidades de intervenir sobre el orden provincial vasco podían ser evidentemente mayores. Consejos en este sentido no le faltaron a Godoy. Su enviado Zamora no dejaba de insinuarle la oportunidad de proceder a una «igualación con Castilla» del territorio provincial. Sin embargo, ésta no se dio en ningún sentido. Es más, desde 1795 se intensifica el control ejercido por las diputaciones vascas sobre el espacio provincial en cuestiones además decisivas como la persecución de la criminalidad o las fórmulas de amortización de la deuda que entonces se ensayan.

Las razones que permiten explicar el por qué de esta evolución tras la guerra con los revolucionarios franceses se escapan sin duda de los márgenes de esta voz. Sin embargo, conviene dejar apuntados dos datos. Que, en primer lugar, el encuentro con la revolución no se saldó en las provincias con la formación de grupos o de planteamientos favorables a la misma sino más bien con la recuperación e intensificación de dinámicas iniciadas anteriormente. Y que, en la cultura y el ideario políticos provinciales pesará durante buena parte de la siguiente centuria -auténticamente revolucionaria en su contexto- el rechazo de las formas revolucionarias francesas en favor de otras más miradas y condescendientes con las tradiciones políticas previas, la historia y la costumbre.

José María PORTILLO VALDÉS