Concepto

Revolución Científica

Subyacen a la noción de revolución científica tres imágenes que hay que tener en cuenta: la de giro, la de vuelco y la de gran salto hacia delante que explora nuevos territorios. Los tres elementos indican que acontece una transformación importante en el conocimiento científico y en las prácticas de este ámbito, lo cual abre nuevas posibilidades y objetivos: se pueden incorporar nuevos tipos de entidades, nuevos tipos de procesos y problemas, herramientas para la investigación, etc. Puede que todos estos elementos no existieran con anterioridad o, en caso contrario, que sí existieran, pero que posteriormente sean reordenados y asimilados. Kuhn opta por concebir la revolución científica como reorganización de materiales familiares para los científicos, con influencia directa en cuestiones filosóficas fundamentales como la objetividad del conocimiento científico, la racionalidad en la ciencia, el progreso del saber, la inconmensurabilidad de teorías o el realismo. Sin embargo, la gestación de la expresión "revolución científica" es previa a la obra de Kuhn.

El término "revolución" se acuña en el seno de una amalgama de modos de entender la realidad. Si bien es cierto que en astronomía la obra de Copérnico acerca de los cuerpos celestes se tituló De Revolutionibus Orbium Coelestium (Sobre las revoluciones de las esferas celestes, 1507-1532), el significado moderno del término no cuaja hasta 1688, y en el dominio de la política (Hill 1990, p. 82), donde adopta el sentido de "revuelta exitosa". Sin embargo, el verdadero discurso en términos de "revolución científica" toma verdadero cuerpo durante el siglo XX, cuando Alexander Koyré interpreta en sus Etudes Galiléenes de 1939 la obra de Galileo como una transformación drástica de corte platónico, y el historiador de la política Herbert Butterfield (1949, Los orígenes de la ciencia moderna) subraya la relación histórica y conceptual (filosófica) inherente a toda revolución científica. Butterfield es un pluralista y considera que hubo muchas revoluciones científicas, perspectiva que contrasta con el monismo de A. Rupert Hall (1954, La revolución científica: 1500-1750), para quien sólo hubo una única revolución científica en el sentido tradicional mencionado al comienzo.

Butterfield es por lo tanto uno de los primeros historiadores que articula la cuestión del vínculo entre la ciencia y la civilización occidental. Se aproximan a este tipo de labor otros historiadores como Edwin A. Burtt, que proporciona una visión clara de la revolución científica en Los fundamentos metafísicos de la ciencia moderna (1924); Alfred N. Whitehead, que analiza la noción del genio en La ciencia y el mundo moderno (1925); John B. Bury, que examina la noción de progreso en La idea de progreso (1920); y Robin G. Collingwood, que escribe su influyente Idea de la naturaleza en 1945. Todos estos son enfoques de la ciencia en el contexto de las ideas de conocimiento, verdad y realidad; son estudios próximos a la filosofía. Cabe destacar aquí la figura del mencionado Koyré, que expande el enfoque de Burtt al combinar excelentemente filosofía y conocimiento especializado sobre ciencia.

Desde la década de 1950, los estudios históricos sobre la revolución científica han continuado perfeccionando la vía de Koyré. Entre otros, son textos sobresalientes los de A. Rupert Hall (1954, La revolución científica), Charles Gillispie (1960, The Edge of Objectivity), Allen Debus (1978, El hombre y la naturaleza en el Renacimiento) y Richard S. Westfall (1971, La construcción de la ciencia moderna). Pero desde la perspectiva próxima a la filosofía, a partir de 1962 es Kuhn y su forma de hacer historia de la ciencia la que dominará la disciplina. Esto hace que la noción de revolución científica entendida como "revolución copernicana" caiga en desuso, aunque aún se continúen publicando textos históricos especializados en Galileo y Newton, pero que evidentemente carecen de una idea amplia de revolución científica que capture los cambios radicales acaecidos en la ciencia del siglo XX.

La obra de Kuhn "y parcialmente la de Paul K. Feyerabend (1924-1994)" convierte la literatura sobre revoluciones científicas en elemento fundamental para el nexo entre la historia y la filosofía de la ciencia. Aunque Kuhn publica The Copernican Revolution en 1957, son La estructura, la "Posdata" de 1969 a este libro y la segunda edición de 1970 las que propician el éxito de la concepción kuhniana. Según Kuhn, ha habido muchas revoluciones científicas en la historia de la ciencia, tanto en áreas muy extensas como en otras muy reducidas de unos pocos miembros, pero lo importante es ver que se trata de avances que, aunque de apariencia normal, progresiva y acumulativa, en realidad son de un carácter diferente: no-normal y no-acumulativo. Para Kuhn hay paradigmas envolventes, de gran 'tamaño' "el ejemplo más claro es la mecánica clásica?, que contienen otros paradigmas menores distribuidos en especialidades, y lo importante es ver que el cambio final de un paradigma a otro en un campo científico es siempre revolucionario.

La aportación de Kuhn hace que el estudio de las revoluciones científicas convierta la historia de la ciencia en una verdadera historiografía madura que genera gran interés en varias disciplinas de investigación a partir de la década de 1960. Posteriormente, a partir de 1990, esta mayoría de edad permite proyectar la historia de la ciencia como un área temática capaz de enfrentarse a dificultades notables: por un lado, hay autores post-kuhnianos importantes como Steven Shapin (1996) que niegan que haya existido la revolución científica, afirmación que justifica sobre la base de que durante más de 150 años nadie ha podido reducir la actividad científica a una caracterización que incorpore todos sus cambios teóricos, metodológicos, prácticos, instrumentales y sociales. En este sentido, Shapin se opone a las grandes narrativas de corte moderno típicas de la escritura histórica previa a la obra de Kuhn. Por otro lado, hay historiadores como Alistair C. Crombie (1994) y Peter Dear (2001) que no confían demasiado en la noción de revolución científica porque consideran que no es posible localizar exactamente el momento de la Revolución Científica tras la Edad Media y el Renacimiento. Evidentemente, son historiadores que tan sólo se fijan en la noción tradicional de revolución científica.

Una consecuencia general de todo ello es que los historiadores y filósofos actuales de la ciencia aceptan que las revoluciones se han distribuido en disciplinas específicas y más reducidas. Sin embargo, resta una cuestión clave para comprender una revolución científica: ¿en qué sentido nos hace variar de forma de ver el mundo? En otras palabras: ¿cómo se relaciona la revolución científica en su sentido histórico con el cambio conceptual?

Estas preguntas nos conducen hasta la interrogación acerca del inicio del discurso revolucionario en la filosofía de la ciencia. Además de Kuhn, aquí nos encontramos con algunos antecedentes menos radicales que él, todos ellos posteriores al período de la filosofía de la ciencia del Círculo de Viena y de la concepción heredada (1925-década de 1950). El primer gran predecesor es Norwood Russell Hanson, quien en 1958 (Patrones de descubrimiento) propone la tesis de la carga teórica de la observación y analiza el papel de los cambios perceptivos de tipo Gestalt en ciencia, abriendo camino con ello al discurso sobre el cambio en ciencia. Por supuesto, sus resultados no superan los de Kuhn a la hora de concebir e identificar revoluciones científicas, algo que ni siquiera la monumental obra de Cohen (1985, Revolución en la ciencia) y sus supuestas condiciones necesarias para la aplicación del concepto de revolución científica ha conseguido.