Concept

Deidad

El Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española, nos ofrece las siguientes definiciones para el término deidad:

(Del lat. deitas, -atis).

1. f. Ser divino o esencia divina.

2. f. Cada uno de los dioses de las diversas religiones.

Y si a continuación buscamos la definición de divino encontramos lo siguiente:

(Del lat. divinus).

1. adj. Perteneciente o relativo a Dios.

2. adj. Perteneciente o relativo a los dioses a que dan culto las diversas religiones.

Esta introducción con recurso al diccionario pretende mostrar lo poco adecuado que resulta el vocabulario del que disponemos para describir las diversas realidades que es posible topar en las distintas religiones. En efecto, directa o indirectamente, todo nos remite a Dios, o en su defecto a "dioses", que, dicho así, se entienden como seres con algunas características aparentes distintas del "Dios" de quien toman el nombre prestado, pero que básicamente imaginamos parecidos en sus atributos y funciones, ya que para todos usamos el mismo término. Sin embargo, de cara a una correcta comprensión de lo que es una deidad, la primera reflexión que se impone es que hay deidades que en nada se parecen a Dios o a dioses, por lo que la propia palabra resulta engañosa y escasamente adecuada a lo que se intenta describir. Usaremos sin embargo el término deidad, ya que no se pretende aquí modificar el diccionario, pero con la acepción precisa y limitada de "ser sobrenatural", sin condicionar en absoluto el conjunto de atributos asociados al mismo, que, como veremos a continuación, está sujeto a una notable variabilidad y define en cada caso una personalidad diferente y un marco determinado y característico de relaciones con los humanos.

Llamamos por tanto deidad a cualquier ser sobrenatural, que por el hecho de serlo, es percibido por los humanos como de fuerza superior a la suya propia. Esta percepción es la base sobre la que a continuación se establecerá la caracterización funcional de cada deidad, y asociada a la misma, surgirá un marco de relaciones entre la deidad y los humanos que creen en su existencia.

Independientemente de la cuestión cosmológica y teológica en torno a la existencia o no de Dios, el hecho antropológico indiscutible es que todas las religiones y todas las concepciones divinas asociadas a las mismas, que existen y han existido sobre la Tierra son el fruto de la especulación humana. Dicho llanamente, son las personas quienes han imaginado las deidades y quienes han creado las religiones. Por ello las religiones de cada sociedad, y las deidades que en ella intervienen son un reflejo de la propia sociedad, de los modelos a seguir, de la escala de valores y de los objetivos vitales que dicha sociedad se da a sí misma.

Las materias primas con las que se conciben las deidades y se modelan las religiones son dos: la Naturaleza y las relaciones sociales.

La Naturaleza es el primer factor desequilibrador que conduce a los humanos a la percepción de que hay realidades más fuertes que él mismo. En un contexto primitivo, un sol que no calienta porque lo ocultan las nubes, o porque el día se ha acortado y pierde fuerza en invierno, una lluvia que no cae, que seca los campos y amenaza con el hambre, la enfermedad que en cualquier momento aparece y se lleva a nuestros seres queridos, la muerte que no cesa,... todo el contexto es un constante recordatorio para los humanos de que hay realidades que los superan. Sin embargo, los mismos estímulos naturales provocan reacciones culturales muy diversas e incluso contrapuestas a la hora de responder simbólicamente a los mismos.

Nos referiremos exclusivamente al caso de la mitología vasca y de la mitología indoeuropea que convive históricamente en estrecho contacto con la misma (incluimos en esta a la Iglesia de Roma), a la hora de mostrar los ejemplos de las mencionadas reacciones culturales.

La superioridad de las fuerzas de la Naturaleza sobre las de los humanos conduce en las mitologías indoeuropeas, entre otras, a representarse dichas fuerzas como instrumentos en manos de ciertos seres sobrenaturales, -los dioses-, que las emplean para la consecución de ciertos fines. La Naturaleza es un instrumento, la Naturaleza está sometida a la voluntad de los dioses. La Naturaleza es más fuerte que los humanos, pero los dioses son a su vez más fuertes que la Naturaleza: son inmortales y no sufren sus vaivenes; los dioses no pasan ni frío ni calor; no enferman ni mueren. Son inmunes a las fuerzas naturales. Sin embargo sí que pueden valerse de dichas fuerzas para conseguir sus propósitos: envían plagas, provocan tempestades, causan sequías o diluvios, fulminan con el rayo. Y, ¿por qué hacen todas esas cosas? Para conseguir sus propósitos. Los dioses tienen sus propios planes para la humanidad: quieren que los humanos hagamos esto o aquello, que vivamos de esta o aquella manera, que nos abstengamos de ciertas cosas, que les ofrezcamos sacrificio según unos rituales precisos. Si los humanos no cumplen la voluntad de los dioses, éstos pueden utilizar las fuerzas de la naturaleza para castigarlos. Hallamos en muchas culturas testimonios de este tipo de sucesos. Veamos un ejemplo de la mitología céltica irlandesa, a propósito de una rebelión de los attacot (agricultores) que consiguen sacudirse el dominio de la nobleza:

"La situación de Irlanda se tornó terrible en tiempos del tal Cairbré, porque la tierra negó sus frutos a los attacot tras la carnicería que hicieron con los nobles de Irlanda. Así, el mijo, los frutos y los productos de Irlanda fueron yermos, porque sólo había un grano en cada espiga, sólo una bellota en cada roble, sólo una avellana en cada avellano. Los puertos vacíos, las vacas sin leche, la hambruna se apoderó de Irlanda durante los cinco años que duró el reinado de Cairbré. Luego que murió éste los attacot ofrecieron el trono a su hijo Morann Cairbré. Siendo éste un hombre culto e ilustrado, contestó que no podía aceptarlo porque carecía de derechos sucesorios. Más aún, predijo que la hambruna y la escasez no desaparecerían hasta enviara alguien a rescatar del destierro a los legítimos sucesores de la realeza ...

Luego trajeron de vuelta a los nobles y los attacot les juraron obediencia a ellos y a sus sucesores, sobre el Cielo, la Tierra, el Sol, la Luna y todos los elementos, por todo el tiempo en que Irlanda permaneciera rodeada por el mar". (Hartsuaga, 2011).

Por supuesto, tras reponer al legítimo rey las cosas cambiaron radicalmente:

"Año 15 de la era de nuestro señor Jesucristo. Primer año del reinado en Irlanda de Fearadhach Finnfeachtnach. Las cosas fueron bien en su tiempo. Las estaciones fueron regulares, la tierra dio frutos, los ríos abundaban en peces, las ubres llenas de leche, los árboles frondosos y con anchas cúpulas".

Incluso en la Roma republicana, en un contexto sin monarquía y con elecciones, el poder sigue estando reservado a ciertos estamentos sociales que gozan de la preferencia de los dioses, que por supuesto intervienen constantemente en el destino de la ciudad:

"He aquí los hechos del año: llegaba el tiempo de elegir a los tribunos militares, y ello causó casi más trabajos a los Padres que la propia guerra, porque se daban cuenta que casi más que compartir el poder absoluto con el pueblo, éste se lo había arrebatado. Entonces, tras elegir prudentemente como candidatos a personas reputadas, -tan reputadas que sería un escándalo que no fueran elegidas-, se enfrascaron todos en la cuestión como si cada uno de ellos fuera el propio candidato, no renunciando al uso de ninguna arma y recurriendo tanto a los hombres como a los dioses al querer sembrar un miedo religioso en torno a lo sucedido en las elecciones de los dos años anteriores: "El primer año el invierno fue tan insoportable que verdaderamente parecía una señal del Cielo. Y al año siguiente, la señal se tornó realidad y la epidemia se extendió en el país y en la propia Roma, -indiscutiblemente a causa del enfado de los dioses-, y no desapareció hasta que no fueron expuestos los Libros del Destino para aplacarlos. Dado que las elecciones se celebraban bajo el auspicio de los dioses, éstos no admitían que aquellas sirvieran para dejar los cargos en manos del pueblo invirtiendo la jerarquía social". (Hartsuaga, 2011).

La mitología vasca, cuya cosmología es originaria de la cultura agrícola neolítica, conserva aún las trazas de una reacción cultural de sentido opuesto a la anterior, y de una "modernidad" conceptual que se puede juzgar inverosímil desde posiciones ortogenéticas, es decir, desde posiciones que suponen que la evolución siempre es un avance en sentido positivo y que cualquier tiempo pasado fue peor. En efecto, la concepción de la Naturaleza que se aprecia en dicha mitología es la de una serie de fuerzas, obviamente más poderosas que los humanos, pero carentes de designio o propósito y de ninguna manera vinculadas a la voluntad de una deidad. La Naturaleza no es un instrumento en manos de algún ser superior, sino una serie de sucesos de apariencia más o menos arbitraria, sucesos que se observan a fin de descubrir ciertas pautas, sucesos que resulta legítimo intentar controlar y reconducir simbólicamente, puesto que tal cosa no interfiere con una voluntad superior. Las fuerzas naturales se simbolizan mediante la personificación, (Mari, Sugaar, etc.), lo que lleva a una apariencia de similitud con los dioses, pero nada más lejos de la realidad. Por más que nos refiramos a Sugaar como el dios-dragón, o a Mari como la diosa que representa la Madre Tierra, ni el uno es un dios ni la otra es tampoco una diosa, porque ni uno ni otra usan las fuerzas naturales para imponer su voluntad a los humanos. No son seres que utilicen a voluntad las fuerzas naturales: son simplemente la representación simbólica de dichas fuerzas y carecen por tanto de plan, propósito o designio alguno. Las referencias meteorológicas míticas, atribuidas a Mari y a Sugaar, sin el más mínimo intento de explicarlas recurriendo a eventuales enfados o disgustos de estos por el comportamiento de los humanos, son abundantes, entre los testimonios recogidos por Barandiaran.

"Cuentan en Villafranca y en Atáun que de siete en siete años sube a la sima de Muru el señor Cura de Isasondo a conjurar a Mari. Añaden que si el conjuro la sorprende en su morada, no descarga ninguna furiosa tormenta durante los siete años siguientes; en caso contrario, caerán abundantes pedriscos que causarán perjuicios en las cosechas. En Oñate dicen que los frailes de Arántzazu suben una vez al año al monte Aloña a conjurar a la Señora de Anboto que vive en Gaiztozulo . A propósito de este relato, me escribió el P. Adrian de Lizarralde, entre otras cosas, la siguiente noticia: Un año vino a Aránzazu una devota vieja cegamesa, quejándose amargamente de que, por no haber conjurado los frailes de Aránzazu a la Sorgiña de Aizkorri (Mari), esta había desatado un temporal deshecho de piedra que asoló los maizales.

También en Aya existe la creencia de que si el conjuro del día de la Invención de la Santa Cruz (3 de Mayo) sorprende a Mari en su cueva, los vientos y las tempestades no salen de ésta. (Informe de D. Juan de Iruretagoyena).

Dicen en Azkoitia que cuando la Dama de Amboto y su marido Majue vienen a juntarse, cae algún pedrisco o granizada.

(...) Entonces empezó a explicar muy seriamente la causa de los temporales: -"Vedlo! Si la Señora de Amboto se halla dentro de la cueva el día de Santa Bárbara, el verano siguiente será bonancible y abundante(en cosechas, etc.); pero si en ese día se halla fuera de la cueva, en el verano siguiente hay terribles temporales y revuelos. Y el día de Santa Bárbara del pasado año, esa Señora de Amboto anduvo en fuego y llama por el lado de Mugarra, y por eso son todos los temporales, tormentas y males de este año.

Y en el mismo sentido, esto es lo que cuentan en Amezketa:

También se traslada con alguna frecuencia de Txindoki a Muru, o viceversa. Cuando se halla en Txindoki, no cae ningún pedrisco en Amezketa, ni en los pueblos circunvecinos; pero sí, cuando se halla en Muru.

Dicen en Oñate y Aretxabaleta que cuando Mari se halla en Anboto llueve copiosamente; cuando en Aloña, hay sequía pertinaz. En Orozko dicen que cuando se halla en Supelegor o Supelaur, se recoge abundante cosecha". (Barandiaran, 1973)

La presencia o ausencia de designio tras las fuerzas naturales es un hecho crucial que conduce a formulaciones radicalmente opuestas de las deidades, del marco de relaciones de éstas con los humanos, y del hecho religioso en general. La relación de los humanos con la Naturaleza expresada en la religión agrícola neolítica es una relación entre unas fuerzas naturales arbitrarias y una humanidad que trata simbólicamente de dominarlas. Dominarlas en primer lugar a través de la observación repetida de las mismas y del conocimiento que dicha observación genera, y posteriormente a través de toda una serie de ritos y prácticas basados en dicho conocimiento. La observación y el conocimiento se realizan a iniciativa de los humanos con el propósito de ejercer un control sobre las fuerzas naturales. Este tipo de deidades, que no son más que personificaciones simbólicas de las fuerzas naturales sin voluntad propia de ningún tipo, ni siquiera tienen un nombre específico en castellano, que sirva para designarlas y distinguirlas de los dioses, con los que, desde luego, no deben confundirse, ya que se trata de concepciones radicalmente opuestas. El marco de relaciones religiosas y rituales que se construye a partir de tales deidades se basa en una humanidad primordialmente libre, que se permite tomar la iniciativa para dominar la naturaleza y trazar su propio destino, mientras que en un contexto donde hay dioses, la humanidad carece de libertad, carece de iniciativa y su destino no es otro que el de cumplir pasiva y fielmente el designio que otros, los dioses, han preparado para ella.

Todo lo anterior hace referencia sobre todo a la parte atmosférica de las fuerzas naturales. Pero no es la única. Por ejemplo la muerte, como manifestación suprema de la mayor fuerza de la Naturaleza sobre la humanidad, también da lugar al establecimiento de distintos marcos de relaciones entre humanos y deidades, según sean éstas o no dioses.

En un contexto con dioses, como el indoeuropeo, los humanos no sólo han de adorar y obedecer a dichos dioses, sino que incluso su propia vida les pertenece. Los dioses pueden disponer libremente de la vida de los humanos y decidir quién y cuándo ha de morir. El Dios de la Biblia también goza de esas prerrogativas, y no sólo en vida, obsequiándolos con plagas, incendios, hambrunas y diluvios que los aniquilarán, sino que además decide sobre el eterno destino post-mortem en un Juicio Final en el que separará a los buenos de los malos según su entender. Sin embargo, en el contexto de la cultura dolménica, sólo la Naturaleza carente de designio es capaz de traer la muerte, e incluso ésta es vencida simbólicamente, -al modo que lo son los fenómenos atmosféricos-, convirtiéndola simplemente en el paso a otra vida en la que se vive básicamente igual, desarrollando los mismos o parecidos trabajos y participando en el mismo circuito de contraprestaciones que constituye la vida social de los vivos. Los antepasados difuntos de la casa, que ayudan de noche a sus descendientes vivos en las labores del campo y entran luego de terminar sus trabajos en la casa para comer, beber y alumbrarse, son otras de las deidades de esta religión neolítica, en el sentido de que son tenidas por más poderosas que las personas vivas, pero participan del proyecto común de los vivos sin imponerles un designio extraño o ajeno. Muchas de las leyendas de lamiñas hacen referencia en realidad a los antepasados de la casa, etxajaunak, y a su solidaridad con los vivos.

"Las gentes de Bazterrechea, todas las noches antes de ir a la cama, dejaban en el rincón del fuego, juntamente con un cuenco de leche, panes de maíz tostados y migajas de tocino, sobre los restos de grasa de la sartén.

Al dormirse totalmente, las Lamias bajaban chimenea abajo, y chupa que chupa se ponían en un gruñidito, hasta que hubiesen comido totalmente los restos de comida del rincón del fuego. Después, silenciosamente, se retiraban chimenea arriba.

Y al día siguiente, las gentes de Bazterrechea hallaban esparcidos los abonos, limpias las acequias, arados los campos, escardados los maizales". (Barandiaran 1973).

"Una mujer de Sarasketa escardaba su trigo durante los bellos días del verano. Al mediodía solía entrar a casa a dar de mamar a su niño, y cuando volvía se encontraba el trabajo adelantado y la herramienta en el mismo sitio. Esto la tenía extrañada.

Finalmente, le picó tanto la curiosidad, que un día fingió entrar en la casa pero se ocultó y volvió sobre sus pasos, para tratar de sorprender al misterioso trabajador.

Una lamiña escardaba su trigo.

-"Qué haces ahí?", le preguntó. -"Como puedes ver, estoy escardando tu trigo", le respondió la lamiña. -"Quiero ayudarte y me gusta trabajar sola. Si te parece bien, seguiré así hasta que todo tu campo esté libre de malas hierbas, y no te pediré más salario que masa de trigo frita en grasa". (Cerquand 1881-82).

Cuando, según suelen referir tales leyendas, ocurre algún incidente, no hay más castigo para los humanos que la cesación de las contraprestaciones. Si la lamiña (antepasado) no recibe su premio, simplemente deja de ayudar en las tareas, o a veces deshace los trabajos que hizo anteriormente. También en este tipo de interacción los humanos son libres de decidir y no están sometidos al designio de estas deidades.

Otro tipo de deidad, que no es la de los dioses ni la de las fuerzas naturales personificadas ni la de los antepasados que viven en el mundo subterráneo, es la que representan los gentiles. En efecto, aunque muchas leyendas que los citan los hacen aparecer compartiendo tiempo y espacio con los humanos, (quizás a causa de la confusión que crea el término gentiles que engloba tanto a los gigantes primordiales como a los humanos no cristianos que viven según la tradición de aquellos), del análisis de su mitología se deduce claramente que siempre fueron representados como habiendo vivido en un tiempo primitivo y como habiendo perecido antes de que los humanos poblaran la tierra. En efecto, la mitología de los gentiles contiene un acontecimiento escatológico, una gran epidemia, que separa el tiempo de los gentiles del tiempo de los humanos, y evita que compartan una misma época. Y esto no hace referencia a un cambio de civilización o de religión sino que en el propio tiempo que la religión de los gentiles estaba en vigor, se representaba a éstos como estando ya muertos antes de que llegaran los humanos que los toman como ejemplo y modelo. La mayor fuerza de los gigantes respecto de los humanos se ve equilibrada así por el hecho de que aquellos ya están muertos, y por tanto no se pueden crear relaciones de desigualdad o de dominio entre ellos. Los humanos deciden vivir según su ejemplo, por propia iniciativa, porque les parece que es un magnífico modelo a seguir, y cuando no lo hacen no cabe más que lamentarse de lo bajo que ha caído el mundo y repetir el consabido tópico de que los gentiles eran mejores cristianos que los propios cristianos, porque dichos gentiles, estando muertos, no pueden volver a castigar a nadie por no vivir según su designio. En realidad no hay tal designio, no hay propósito: sólo un modelo, que los humanos son libres de seguir o no. Como es fácil observar, el modelo de interacción y las relaciones de poder que establece entre las partes, poco tienen que ver con lo que sucede con otros tipos de deidades. Eso sí, tiene en común con algunas que hemos visto anteriormente que instituye una libertad primordial para los humanos y deja en sus manos la iniciativa religiosa.

El grado de proximidad de las deidades respecto de los humanos es otro de los aspectos que facilitan la caracterización de aquellos. En este sentido, las deidades indoeuropeas, incluyendo entre ellas asimismo al Dios cristiano, que tiene tanto o más de Jupiter que de Yahvé, tienen en común habitar en un Cielo inaccesible para los humanos, como su mitología se encarga de remarcar en numerosas ocasiones. Además de la ley de la gravedad, hay que superar numerosos escollos para hacerse merecedor de una ascensión. Incluso cuando el más sagrado de entre los reyes mitológicos semi-divinos lo consigue, su estatus allá arriba sigue siendo frágil. Las historias del rey indio Yayati o del persa Kay Us son magníficos exponentes de esta distancia. Sin embargo las deidades que nos muestra la mitología vasca son todas ellas próximas a los humanos. Los gentiles, que por estar ya muertos serían en rigor inalcanzables para los humanos, vivieron sin embargo en un mismo espacio compartido, en el que las huellas de sus hazañas y trabajos son aún visibles a diario. Los antepasados comparten la misma casa, las lamiñas habitan las fuentes de donde a diario se trae el agua casa o donde se lava la colada. Incluso las más poderosas y temidas fuerzas naturales como las tormentas o los vientos huracanados, aunque se manifiestan en el firmamento inalcanzable, surgen de la propia tierra por orificios que los humanos conocen y pueden por tanto controlar. Todo es cercano y controlable, aunque sólo sea simbólicamente.

La religión y la sociedad son como un juego de espejos en el que ambas se reflejan mutuamente. Las religiones basadas en dioses, es decir, en seres supremos concebidos como dueños de las vidas humanas, que guían en función de un designio propio, suelen reproducir las mismas relaciones de dominio presentes en la sociedad que las ha concebido. Cuanto más poderoso y más inalcanzable es el rey, más lejano y celestial es su dios. Cuanto más arbitrario es el poder celestial, más lo es igualmente el terrenal. Cuanto más lejano y más arbitrario es el dios, más espacio habrá para que surja una intermediación especializada en la sociedad. Cuanto más arbitrario e incomprensible es el dios, surgirán en la sociedad más intérpretes especializados en explicar sus designios y proclamar lo imposible de comprender sus misterios.

Los diversos tipos de deidades de la mitología vasca que hemos evocado, excluyen expresamente la imposición de un designio divino sobre los humanos y el secuestro de la iniciativa ritual en beneficio de los dioses y de sus representantes. Esto se manifiesta asimismo en la actividad sacrificial.

Hace ya mucho tiempo que las gentes del País Vasco abrazaron el cristianismo y que los valores representados por la Iglesia Católica, tanto los judeo-cristianos como los indoeuropeos empaparon la cultura popular. Sin embargo los restos de un marco de relaciones entre lo humano y lo sobrenatural carente de elementos divinos, son bastante evidentes y relativamente frecuentes en la mitología vasca registrada a finales del XIX e inicios del XX. Basándonos en esos datos podemos afirmar, aunque suene extraño, que los vascos fueron fervorosos practicantes de una sacralidad muy profana, de una religión básicamente atea.

El paso de una religión basada en deidades neolíticas del tipo de las que se conservan en la mitología vasca, a una religión según las premisas ideológicas indoeuropeas, basada en dioses que establecen con los humanos relaciones de dominación, que secuestran su libertad primordial para someterlos mediante las fuerzas naturales, convertidas en instrumentos al servicio de la voluntad divina, y que secuestran asimismo la iniciativa ritual de los humanos para entregarla a una casta sacerdotal a su servicio, tuvo que estar lleno de tensiones. Encontramos un eco de dichas tensiones en el mito de Prometeo, en su versión del Protágoras de Platón así como sobre todo en la de la Teogonía de Hesiodo. En efecto, tal transformación debió producirse en todo el mundo neolítico tras la llegada de los conquistadores indoeuropeos. Los conflictos de Prometeo, un titán, o sea, un gentil o gigante, con Zeus, el dios celeste indoeuropeo, en los que el primero aparece, a veces como creador de los humanos, a veces como el benefactor que les proporciona los medios para sobrevivir, son el claro reflejo del conflicto. Prometeo consigue, engañando a Zeus, que los humanos puedan consumir ellos mismos la carne de los sacrificios, no reservando para el dios nada más que los huesos y la grasa, y su acción es castigada por Zeus. La leyenda evoca que antiguamente dioses, titanes y humanos compartieron el mismo espacio, y que tras el conflicto entre dioses y titanes primero y tras el engaño de Prometeo después se llegó a la situación en la que los dioses residen en el cielo, los humanos en la tierra y los titanes en el mundo subterráneo. Ecos lejanos de las antiguas deidades, del choque entre dos modos de entender la religión y la sociedad, y reflejo del sincretismo preciso entre ambas que se produjo en Grecia.