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NAZIONALISMOA (PRENACIONALISMO)

El dilema de la nacionalidad en la Primera Guerra carlista.

El nacionalismo moderno, hijo de un liberalismo laico engendrado en moldes ilustrados, desatado al viento durante la gesta napoleónica, progenitor, a su vez, de otros nacionalismos, defensivos -español, alemán, ruso-, va a ser deglutido y asimilado hasta por sus más acérrimos enemigos. Desaparecen los agentes, toman el relevo otros (el conservadurismo foral, el foralismo a la defensiva, principalmente) pero las nociones, la teoría de las nacionalidades, siguen difundiéndose y penetrando en la sociedad vasca. El conflicto soterrado entre nacionalismos irá cobrando forma a lo largo del s. XIX con la cuestión foral como eje. «La conciencia foral -dice el profesor Elorza (1986)- generaba una peculiar fragilidad en la relación con el Estado. Ahí sí cabe señalar una raíz efectiva del futuro nacionalismo». El sintagma nación vasca tardará en arraigar al Sur de los Pirineos. La diferencia jurídica entre el Reino (de Navarra), el Señorío (de Vizcaya), y las Provincias (Guipúzcoa y Alava) y el País Vasco (Pays Basque) de Francia va a constituir una barrera no sólo administrativa sino también en gran medida psíquica que sólo irá siendo reducida conforme la foralidad, sustentáculo de tal diferenciación, vaya declinando entre los vascos de España. De esta forma, las guerras carlistas, ocaso de los Fueros, van a ser además, de forma paradójica, cuna de un sentimiento prenacionalista común a carlistas y liberales. De la mano de Garat (Estado Nacional Vasco) y de Zamácola (confederación de Naciones vascas), del concepto jacobino y del concepto casi alemán romántico, el general navarro Espoz y Mina podrá escribir en sus Memorias de mediados del s. XIX: «Los guipuzcoanos, vizcaínos y alaveses, en el interés de derechos y nacionalidad siempre han marchado unidos con los navarros». Y el suletino Augustin Chaho, discípulo de Sanadon, comentando la «insurrection des basques» contra la reina María Cristina, hablará de la «pérdida de la independencia nacional», asimilando Fueros y libertad originaria, es decir, haciendo una lectura historicista radical del ordenamiento jurídico preconstitucional vasco. Con esta interpretación, que heredará el aranismo, «la causa nacionalista quedaba uncida contradictoriamente al carro de la foralidad» (Monreal, 1986:53).

Mientras existan pues los Fueros, el trinomio Navarra-Vascongadas-País Basque será el que autointitule, pese a la noción de Euskal Herria, a los vascos como nación mientras Basque Country, Basque Provinces, Provinces Basques o Baskichen Provinzien basten a franceses, ingleses, alemanes, etc., para denominar a un grupo humano visto con la precisión que da la lejanía eliminando diversidades interregionales. Pero, independientemente del nombre a adoptar, creemos con V. Garmendia (1984:431) que, frente al nacionalismo español representado por el liberalismo, el pueblo vasco carlista aparece ante sus propios ojos como «una región autónoma con personalidad propia, muchas veces distinta del resto de España, y además oprimida e incluso amenazada de muerte por el poder de Madrid». Ante esa generalizada apropiación del sentir popular por el carlismo, el liberalismo vasco moderado juega un desairado papel a medio camino entre su propia versión de la cuestión vasca y su necesidad de ser protegido por el Estado unitario de los desmanes del enemigo. Por eso, tanto en una como en otra guerra, habrá un carlismo protonacionalista, incluso separatista, pero casi nunca un liberalismo de tal clase. Aunque sólo sea por mera supervivencia el nuevo liberal vasco tiene que optar por fórmulas que no rompan los vínculos de Vasconia con el Estado (federalismo, foralismo, luego autonomismo). El genio conspirativo del carlismo contribuye desde sus inicios al perfeccionamiento del concepto grupal. «Se había comunicado este plan (el del levantamiento de 1821) a algunos sujetos de influjo y opinión de las provincias de Alava, Guipúzcoa y Vizcaya, cuyas leyes, usos y costumbres y genio de lealtad han seguido a la par de los Navarros» relata Andrés Martín en su «Historia de la División Real de Navarra», precedente del carlismo en armas.

La guerra crea, por otra parte, toda una serie de condiciones para que se renueve lo que Loewenstein llama «contrato tácito e inconsciente» entre miembros de un pueblo. El más llamativo de sus elementos es el Estado vasco de D. Carlos dotado de una Corte, un Tribunal Supremo Vasco Navarro, una policía, una prensa, una administración, un ejército, un Gobierno, etc. evidentemente españoles -Monarquía Universal de D. Carlos- pero, de hecho, sólo o casi sólo vascos. De esta forma y con los precedentes reseñados, no es de extrañar que, al calor de estas circunstancias, surja la leyenda independentista no sólo en torno de Zumalacárregui sino también alrededor de otros protagonistas de esta guerra. No hay que olvidar que nos hallamos en pleno Romanticismo literario, momento en que lo vetusto y heroico, la libertad y la llamada de la sangre encienden los ánimos (en 1834 se publica causando sensación el Canto de Altabizkar, cantar de gesta vasco que entonces se consideró contemporáneo a la batalla de Roncesvalles). El fantasma de la separación ronda sobre las cabezas de los contendientes. «Esas provincias han estado en una situación equívoca -dirá más tarde el senador progresista Ferrer-, están situadas en una frontera extranjera; no ha sido la primera vez que han sido objeto de alguna operación diplomática en que se ha tratado de formar de ellas una pequeña Bélgica o Suiza, eso data de muchos años, el interés de quienes deseen esto puede existir aún (en 1839)». El duque de Frías, embajador de España en París, describe ante el Rey de Francia (1834) a los territorios forales como «repúblicas sobre las cuales el Rey de España no ejerce más que un protectorado» (AHN, Est.).

El trono de Navarra puede ser ofrecido así por Zumalacárregui (carta a D. Carlos del 18 de mayo de 1834) al Pretendiente como paso previo a la reconquista del trono de San Fernando. El inglés Wilkinson coloca a este mismo Zumalacárregui a la cabeza de los vascos secesionistas: «Los vascos necesitaban un caudillo y lo hallaron en Zumalacárregui, a quien quisieron coronar como Tomás I rey de Navarra y señor de Vizcaya. Sus escrúpulos legitimistas le inclinaron a reconocer a don Carlos, y entonces se dio otra paradoja: que los vascos, partidarios de la libertad, la querían para ellos solos y pretendieron imponer un rey absoluto a los demás españoles. La muerte de Zumalacárregui cambió el aspecto de la guerra. El rey y el ejército la sintieron con sinceridad, pero la camarilla no pudo disimular su satisfacción y propaló la especie de que quería la independencia de su país y que no era insustituible, como algunos creían. Los amigos de Zumalacárregui fueron postergados, y los gobiernos europeos, que simpatizaban con los vascos cuando defendían la libertad, comenzaron a apoyar a la reina Cristina». El inglés Somerville, el prusiano Laurens, los españoles de Vargas y «Un español guipuzcoano», el americano Mackenzie, diversos anónimos, Chaho, el escribano Muñagorri, se hacen eco de esta leyenda independentista que en los días finales de la guerra cobra cuerpo otra vez, ahora en torno a la figura de Elío, comandante en jefe de las tropas carlista de Navarra remisas a entregarse en el campo de Vergara, y en torno a varios jefes de la división carlista guipuzcoana dispuestos a separarse de la causa de D. Carlos (Mitchell, 1840; Egaña, 1850). Frente a estos planteamientos radicales, el fuerismo (Muñagorri) rechaza la idea de independencia «porque ya estaba calificada de quimérica y monstruosa, además de contradictoria con la del reconocimiento y confirmación de los Fueros» (Egaña, 1850:121). Diversos autores se hacen eco, además, del «confuso vocerío de aclamaciones a la independencia de Navarra lanzadas a consecuencia de aún hoy misteriosas sugestiones por elementos levantiscos que rendían culto a ideas políticas de muy diversa índole» durante la insurrección de la guarnición liberal de Pamplona en 1837 (Campión, 1899; Mencos, Memorias). El coronel León Iriarte y el comandante Pablo Barricart, navarros, fueron fusilados a continuación por Espartero acusados de haber pretendido proclamar la independencia de Navarra.

Y es que, junto a este fantasma secesionista, flota también, fluctuante y ambigua, la idea de nacionalidad liberal. «La Ciudad de San Sebastián -escribe el ayuntamiento progresista donostiarra- en 1834 se congratula de entrar sin reserva en la familia: España debe ser una». En un Memorial dirigido a la Reina, la Diputación Provincial de Navarra, también progresista, afirma (1837) que la parte más rica e ilustrada de Navarra «se somete con placer a seguir la suerte de la monarquía española bajo esas bases indispensables (libertad legal y constitucional) y no sin ellas» (AGN, Actas, 12 en.).Otro progresista, Yanguas y Miranda, expresa aún más claramente la incompatibilidad entre dos nacionalidades: «yo busco la conveniencia pública en donde creo que la puedo encontrar y me parece haberla hallado en el gobierno representativo de la nación española» (Mina, 1981:172). La palabra nacionalidad aparece expresamente. «Pueden restituirse los Fueros siempre que se modifiquen con leyes que les den más nacionalidad (española), más vida, particularmente en el ramo comercial e industrial» dice la diputación provincial de Guipúzcoa en 1838 (Múgica, 1950:159). «¿Será prudente destruir la esperanza que tiene el mismo partido rebelde de terminar la guerra, por medio de un arreglo en el que se conserven los Fueros, exponiéndose a que la guerra tome entonces un carácter de nacionalidad (vasca) que hasta ahora no ha tenido, reanimando con nuevo entusiasmo el carácter tenaz y belicoso de los habitantes de estas montañas?» se pregunta desde el otro extremo del arco liberal la Diputación Provincial moderada de Vizcaya en 1839 (Sagarmínaga, 1892:717).

La adaptación, mediante la Ley de Fueros de 1841, de Navarra a la voluntad general representada por las Cortes españolas es vivida como participación en la nacionalidad española no sólo por los mismos navarros progresistas sino también por el ponente de la Ley que elogia a los representantes navarros ya que «animados del más vivo deseo de identificarse con la Nación de que naturalmente forma parte aquella provincia, sus exigencias fueron siempre racionales y prudentes» (Olábarri, 1986:96).