Concepto

Postmodernidad

A falta de otra denominación quizá más adecuada, nuestro tiempo se ha dado a sí mismo el nombre de postmodernidad. Acuñado, en su acepción más genérica, por el pensador francés Jean-François Lyotard, el concepto engloba multitud de actitudes y teorías dispersas, cuyo uso indiscriminado ha conducido a una cierta confusión.

No deja de ser curioso que el mismo Lyotard la introdujera en la reflexión filosófica irónicamente, casi como un seudónimo, un nombre-trampa con el que provocar un debate abierto sobre los cambios que irrumpen en Occidente en los años setenta, con la crisis del Estado de bienestar y el triunfo del neoliberalismo. El nombre-trampa, qué duda cabe, hizo fortuna.

En todo caso, la propia palabra postmodernidad ha sabido reflejar la situación de crisis permanente que caracteriza nuestro tiempo y la perplejidad que le es propia. Transición, encrucijada cultural, falta de referencias: el proyecto de la modernidad parece haberse disuelto ante nuestros ojos, y en su lugar un flujo ininterrumpido de prácticas y juegos de lenguaje compiten entre sí, sin que ninguno pueda reclamar una legitimidad definitiva.

Las coordenadas de la postmodernidad vienen dadas por múltiples cambios en diversas direcciones, que van de la economía al ámbito de la comunicación y las nuevas tecnologías, del "nuevo desorden amoroso" a la conciencia de crisis ecológica y energética. En todos estos casos, la idea-fuerza de la postmodernidad podría resumirse así: disolución de los grandes relatos explicativos, eclosión de la multiplicidad y la fragmentación. Es importante señalar, ya desde el principio, que la postmodernidad no es tanto algo que afecte a la realidad misma como una nuevo marco interpretativo, un nuevo enfoque al partir del cual eso que nos pasa es configurado en base a otros presupuestos y otras expectativas. Podría llegar a decirse que los tiempos postmodernos, escurridizos, siempre cambiantes, no inauguran una época histórica, sino más bien otra manera de referirnos y enfrentarnos a una realidad que parece estar disolviéndose en su propia precariedad e inconstancia. Ya no estamos en condiciones, pues, de imponer aquello que deba suceder, puesto que las grandes apuestas morales han quedado en suspenso. Tampoco nos atrevemos a hacer predicciones, pues lo que acabe por suceder dependerá de un gran número de variables. Quizá nada señale más el desplazamiento a una distinta visión preformativa del mundo, totalmente alejada de los parámetros ideológicos de la Edad Moderna, que esta sensación permanente de riesgo, esta conciencia general de vulnerabilidad. Humildemente, pues, hemos de comenzar a pensar a partir de la futilidad y la continua desestructuración del mundo, que es la percepción a la que la postmodernidad nos emplaza.

Vamos a empezar a considerar, pues, la postmodernidad, analíticamente, a través de tres perspectivas. Primero, desde el punto de vista de sus transformaciones o estancamientos, los materiales a través de los cuales puede definirse respecto a la modernidad. Repasemos, muy brevemente, toda esa serie de cambios y rupturas que han conducido a los discursos, a la mirada propiamente postmoderna. En el ámbito de la economía, la postmodernidad consuma el paso de un capitalismo industrial, de corte keynesiano, nacido tras la Segunda Guerra Mundial, a otro de corte neoliberal, donde el peso de la especulación financiera adquiere proporciones gigantescas en un proceso imparable conocido como "globalización". El desprestigio generalizado en que caen las políticas públicas impulsa una novedosa versión privada de la modernidad, en el que el peso de la construcción de pautas y la responsabilidad del fracaso recaen básicamente sobre los hombros de cada individuo.

Políticamente, esta globalización coincide con el colapso de la Unión Soviética y la entrada de los países llamados socialistas en la economía de mercado. La caída del muro de Berlín en 1989 parece dar la razón al anunciado "fin de las ideologías" (Daniel Bell), y la "revolución conservadora", iniciada con los triunfos electorales de Margaret Thatcher en el Reino Unido (1979) y de Ronald Reagan en Estados Unidos (1981), enmarca un nuevo horizonte para la acción política. A partir de ahora, la retórica sobre la libertad del individuo y la celebración de la iniciativa privada frente al peligro de cualquier aventura colectiva se convierten en los tópicos infranqueables de eso que ha dado en llamarse "pensamiento único" (Ignacio Ramonet). Los desórdenes, excesos, aceleraciones y desviaciones de los supuestamente armónicos procesos de la modernidad han terminado por alumbrar una nueva incredulidad y un nuevo distanciamiento, que conciben como inevitables la gestión privada de toda desigualdad e incertidumbre.