Se entiende por modernidad una fase cultural compleja, profundamente dinámica y heterogénea, que tiene su origen en las sociedades europeas con la crisis del orden cristiano-medieval durante la transición renacentista, y que viene siendo entendida como un proceso general de secularización y mundialización.
Afecta a todas las órdenes del saber y la experiencia humanas, e impacta progresivamente o de una manera violenta en aquellas sociedades que hereden su legado civilizatorio, al recibir la influencia política, económica y cultural de Occidente con la expansión colonial. Traza un arco que va, en el arte, de Miguel Ángel a Marcel Duchamp; en literatura, de Cervantes a Franz Kafka, pasando por Baudelaire; en ciencia, de la mecánica newtoniana al principio de indeterminación de Heisenberg; en reflexión política, de Maquiavelo a Hannah Arendt; en filosofía, de Descartes a Ludwig Wittgenstein y Jacques Derrida.
Es en esta amplia perspectiva, que podemos hacernos una primera idea del alcance y envergadura de una apuesta civilizatoria que ha llegado a confundirse con la civilización misma, ha encumbrado la libertad humana como eje de la historia y ha supuesto un proceso general de creación y destrucción permanentes, sobre el que aún no hay un balance preciso. Si ya la hemos dejado atrás, como sugieren ciertos pensadores en la órbita de eso que ha dado en llamarse postmodernismo; si ha entrado en su fase líquida, en significativa expresión de Zygmunt Bauman, o si sigue siendo un proyecto en marcha, válido para las nuevas circunstancias y capaz de dar cumplimiento a sus viejas aspiraciones, es algo que excede, con mucho, nuestras posibilidades.
Varios y de muy diferente signo son los factores que inciden y hacen posible el nacimiento de la modernidad. Por un lado, la repentina aparición de los diferentes humanismos renacentistas, cuya sensibilidad e independencia respecto a los grandes dogmas teológicos comúnmente aceptados supondrá un refrescante soplo de aire fresco en un ambiente cultural dominado hasta entonces por una fatua erudición escolástica. Lorenzo Valla, Erasmo de Rótterdam, Joan Lluís Vives y Michel de Montaigne, entre otros, se embarcan, cada uno a su manera, en una búsqueda intelectual propia, inspirada y honesta, sin concesiones a la autoridad. El lema que dos siglos después hará célebre Immanuel Kant, ¡Sapere aude!, atrévete a saber, atrévete a pesar por ti mismo, está en el origen mismo de la modernidad.
Otros factores deben de tenerse en cuenta. La recuperación de textos fundamentales de la Antigüedad griega y latina, que abrirán campos nuevos de saber e interrogación. Los nuevos y fabulosos descubrimientos geográficos, que harán posible el florecimiento del comercio con América, Asia y África, y con ello la expansión y el fortalecimiento de la burguesía urbana. También, la progresiva aplicación del método experimental y la investigación en la ciencia positiva, cuyos hallazgos no sólo ampliarán nuestro conocimiento sobre el mundo, sino también nuestra capacidad de dominarlo.
Por último, la fabricación de la primera imprenta de Occidente, en 1449, de la mano de Johannes Gutenberg, tendrá una inusitada repercusión. El mundo cultural en la Edad Media se articulaba alrededor de costosos manuscritos elaborados por copistas, muchos de los cuales eran monjes y frailes dedicados exclusivamente al rezo y a la réplica de ejemplares, por encargo del propio clero o la alta nobleza. Hacia 1600, los talleres de imprenta estaban ya esparcidos por toda Europa, lo que dio un impulso fulgurante a la palabra escrita: las ideas comenzaban a cruzar fronteras con desenvoltura, y el arte de la tipografía ayudaría enormemente a ello.
En 1543 se produce el que sin duda ha de ser entendido como el primer hito de la modernidad. Nicolás Copérnico publica De revolutionibus orbitum coelestium, librito donde reformula con rigor matemático la olvidada teoría heliocéntrica del Sistema Solar. Su audacia: reemplaza la centralidad e inmovilidad de la Tierra, que pasa a describir órbitas alrededor del Sol. Las consecuencias filosóficas de su modelo astronómico no tardarían en hacerse visibles. Con sus meticulosos cálculos, Copérnico privaba al hombre de su tradicional posición de privilegio en el cosmos, dejándole en un movimiento de rotación permanente: este singular desplazamiento es lo que ha dado en llamarse "la revolución copernicana".
Las nuevas estructuras mercantiles, mientras tanto, propician la aparición de una sociedad mucho más dinámica que la medieval. Esta deja de ser una comunidad estamental, que gravita en torno a las actividades agrarias y se articula en una meticulosa red de vínculos y relaciones de parentesco, para convertirse en una sociedad de clases, que enfatiza la iniciativa individual y se abre a los intercambios comerciales.
Y es que, para algunos, la acumulación de riquezas está dejando de ser pecado. En el primer cuarto del siglo XVI, irrumpen con fuerza la reforma protestante de Martín Lutero y otros movimientos de contestación a la Iglesia, como el levantamiento de la ciudad de Münster y los diversos anabaptismos. Una virulenta crisis social y espiritual que recorrerá Europa, y que desembocará en suicidas guerras de religiones que asolarán el continente. Paralelo a la búsqueda y establecimiento de nuevas formas de religiosidad evangélica, el incipiente proceso de secularización seguirá imparable: lenta y fatigosamente, la Iglesia católica irá perdiendo poder en todos los terrenos. Su capacidad para definir la realidad, monopolio incontestable suyo durante más de mil años, irá erosionándose, y sus apelaciones a la fe y su violencia inquisitorial no harán sino aumentar la sensación de miedo, falta de referencias creíbles y desconcierto.
Tenemos aquí una de las primeras contrariedades a los que se enfrenta la modernidad, una cuestión aún no resuelta y que actúa más bien como estímulo y acicate. Rotos los vínculos feudales y en disolución la autoridad de la Iglesia, ¿cómo recomponer, sin un centro de referencia sociopolítico, simbólico y cognoscitivo, la unidad rota de la sociedad, y la unidad perdida del saber? De mil maneras diferentes intentará resolverse el problema, configurando nuevas unidades incuestionables que sustituyan la unidad perdida. Pero la tarea va a demostrarse imposible. Ni los antagonismos sociales ni los distintos saberes, en muchos casos contrapuestos y compitiendo entre sí, lograrán auspiciar esta nueva unidad definitiva. Las persistentes llamadas a la razón, entendida ya como autónoma -y, por consiguiente, emancipada de la fe- no serán suficientes, por mucho que sea reconocida base común e insustituible de todos los hombres.
Desplazadas las verdades sin una confrontación crítica y puesta en suspenso la fe como garantía del conocimiento, la modernidad ha de empezar de cero.