Marinos

Oquendo y Zandategui, Antonio de (versión de 1992)

Almirante de la Marina española, nacido en San Sebastián en 157. Fallece en La Coruña el 7 de junio de 1640.

hijo de Miguel de Oquendo y de María de Zandategui. Comenzó a servir como entretenido en las galeras reales de Nápoles en el año 1600, avezándose en la vigilancia de las travesías y en la persecución de la piratería que infestaba el Mediterráneo y las costas portuguesas.

En 1604 rindió a un importante corsario inglés que saqueaba Portugal y Andalucía, obteniendo el nombramiento de jefe de la Escuadra de Vizcaya y luego Capitán General de la Escuadra de Cantabria (buques de Vizcaya, Guipúzcoa y cuatro villas cántabras de la costa), distinguiéndose por sus señalados servicios. Desde este momento la estrella de Oquendo refulge con ascensos rápidos, escalando los cargos y jerarquías más elevados. Todo ello como justo premio a su sabiduría, valor temerario, prudencia, fidelidad a las ordenanzas, carácter y ambición. Sucesivamente irán desfilando ante nuestra vista, confundidos por la derrota o bajo la impresión del miedo, renegados de sinistra historia: Danzer, Pie de Palo..., o tipos curtidos en la guerra de los mares: Hans Pater, Von Tromph; o estrambóticos personajes de opereta cual el galo Sourdis de Burdeos; o arrogantes y empingorotados, cual Júdici.

Las relaciones directas o indirectas de Oquendo con las personalidades más ilustres de la época acusan en sus justas dimensiones la importancia de su eficiencia personal en la trascendental misión de su carrera a través del tiempo y del espacio en episodios cruciales.

En 1610 ascendió a General de la Flota de Nueva España. En esta nueva fase de la vida de Oquendo, se abre un capítulo interesante en emociones, episodios, aventuras y hazañas nimbadas por el éxito más risueño. En efecto, a través de sus numerosos viajes transoceánicos que inicia este año de 1611, confirmará el temple de su carácter, un valor superior -admiración de propios y extraños-, gran capacidad de organizador y administrador, vastos conocimientos en materia náutica. En suma, dotes de un jefe completo de mar y guerra.

En 1613 casó con María de Lazcano, heredera de la casa solar de este nombre. AL año siguiente es promovido al cargo de Capitán General de la flota de Nueva España, viajando al Nuevo Mundo, invernando en Cuba y volviendo como custodio de enormes caudales al cabo de los meses por lo que recibe el nombramiento de Caballero de la Orden de Santiago. Dicho invierno se retiró a San Sebastián donde se hizo construir un palacio en la calle de San Telmo.

Entre 1616 y 1617 sirvió contra los piratas y corsarios a las órdenes de Filiberto de Saboya en las zonas de Levante y Estrecho. En 1619 fue nombrado Almirante General de la Armada del Mar Océano en funciones; su negativa a aceptar el cargo en tales condiciones le llevó a ser procesado por desacato llegando a conocer incluso la prisión de Fuenterrabía. La llegada al trono de un nuevo rey, Felipe IV, le devolvió al favor real y le acreditó el del Conde Duque de Olivares, enzarzados ambos en la guerra de los Treinta Años. La consigna de este último a Oquendo fue "que las Armas de esta Corona sean tan temidas en la mar como en la tierra", cosa en la que no defraudó a sus señores.

En 1623 es nombrado Almirante General de Galeones, custodiando las azarosas travesías del oro y la plata americanos. A partir de 1626, llega a encomendársele la vigilancia de las actuaciones de su inmediato superior, D. Fadrique de Toledo. Los años sucesivos destaca por su denodada lucha contra los bucaneros que asolaban las costas de América, especialmente los piratas holandeses con sus navíos ligeros que ocultaban en islas abandonadas. En 1628 se envió, reforzada, la flota a América al mando de D. Fadrique, con Oquendo como maestre de campo. Su objetivo era dar un escarmiento a los piratas caribeños. Tuvo gran éxito en el ataque a las islas de las Nieves, San Cristóbal y San Martín. Una de sus mayores hazañas fue la victoria naval que obtuvo en 1631 contra el temible pirata holandés almirante Hans Pater en socorro de Pernambuco y Todos los Santos.

El nombre del Almirante Oquendo brillará en esta postrera década de su vida con el nimbo de una serie de hazañas que perpetuaron su invencibilidad, no sólo entre los marinos de su tiempo, sino también en los escritores posteriores. La célebre batalla naval de los Abrojos (1631), los viajes a América cual señor de los mares en el amparo de los tesoros auríferos españoles; la escena caballeresca en el lance de honor con el puntilloso almirante Don Nicolás Judici y Fiesco (1636); pero, sobre todas las gestas épicas realizadas por el donostiarra, alcanza relieve extraordinario, por la fuerza del dramatismo y por la impresionante desproporción del número, la insuperable escena de gloria de la última batalla de las Dunas (1639), socorriendo los Países Bajos contra la escuadra holandesa, con sólo su fragata contra todos los navíos enemigos, sin que nadie pudiese abordarla, episodio éste que suele ser considerado como el último de esplendor de la Corona española en los mares. Por tan brillante acción, en carta del 20 de julio de 1639, le escribió el Rey pasase a la Coruña, advirtiéndole que atendiendo a sus servicios le hacía merced de título de vizconde. Con las fatigas de esta expedición, los ataques que sostuvo y el no haberse desnudado en más de cuarenta días, contrajo una fiebre lenta, que al fin le obligó a postrarse en el lecho en el puerto de Mardie. En cumplimiento de la real orden, salió de éste en mayo de 1640 a la Coruña, donde aumentada cada vez más la calentura, le desahuciaron los médicos. El P. Gabriel Henao, lo asistió en los últimos momentos de su vida. No es casual que a su cabecera se hallara el sabio jesuita, ya que Oquendo fue un hombre más que medianamente culto como puede constatarse por sus numerosas cartas (Col. Vargas Ponce) y por su bien surtida biblioteca privada.

Su estatua, obra de Marcial Aguirre (1892), se alza en los jardines donostiarras de su nombre en la calle dedicada a la familia. El Ayuntamiento posee dos retratos póstumos, obra de Brugada. La bandera y el garfio que usó el General en sus campañas, se ponían todos los años el día del Corpus en el balcón de su casa en San Sebastián, y el Ayuntamiento mandó hacer otros iguales con el mismo fin de colocarlos el propio día en el balcón de la Casa Consistorial.