Concepto

Matxinadas

A pesar de ocurrir esencialmente en Bizkaia y Gipuzkoa, esta Machinada debe ser situada en un contexto más amplio para su perfecta comprensión, puesto que coincidió en el tiempo con los motines de provincias y el de Esquilache. Según los expertos en la materia, fueron los sectores contrarios al reformismo liderado por Esquilache quienes azuzaron al pueblo para que se amotinase del 23 al 25 de marzo de 1766. No obstante, las razones fueron diversas, tanto a largo como a corto plazo, de carácter estructural y coyuntural. Entre las primeras deben tenerse en cuenta las medidas reformistas de la dinastía Borbón, los límites de una agricultura esencialmente extensiva y tecnológicamente atrasada, los límites del mercado de cereales, la enajenación de la propiedad, el carácter extensivo de la agricultura, la proletarización y el empobrecimiento del campesinado, el fortalecimiento de la burguesía o la expansión del librecambismo. Entre las segundas estarían las malas cosechas que se produjeron a partir de 1763, la escasez de alimentos, la inflación de los precios, la especulación y las consecuentes dificultades de abastecimiento, el Real Decreto de 11 de julio de 1765, prohibiendo la tasa de cereales y permitiendo su libre comercio, y la oposición a los ministros extranjeros de Carlos III, sobre todo en torno a Esquilache. A pesar de que los amotinados obtuvieron alguna de sus demandas, Carlos III aprovechó el tumulto para acelerar sus reformas. Pero la principal víctima del suceso -además de Esquilache y los ministros italianos- fue la Compañía de Jesús, acusada de ser su principal instigadora y por ello expulsada del territorio bajo dominio español -España, Nápoles, Parma y América- en 1767.

Tan pronto como terminó el motín madrileño, estallaron los motines de provincia. En los conflictos ocurridos en provincias, sin embargo, fueron otras las razones que estuvieron detrás de ellos. Mientras que en el caso de Madrid las claves hay que buscarlas en motivos políticos, los de provincias fueron motines de subsistencia. En éstos, las diferencias entre clases sociales y la polarización social se fueron incrementando a lo largo del siglo XVIII. La propiedad de la tierra cada vez estaba en menos manos, ya que a lo largo de dicho siglo se produjo una clara enajenación de la propiedad; la mayoría del campesinado era arrendatario y pocos eran los que contaban con ganado para trabajar sus tierras. Muchos campesinos, a fin de sobrevivir, se vieron obligados a trabajar fuera de casa, produciéndose una clara proletarización y un empeoramiento de sus condiciones laborales. Se debe tener en cuenta que en esta época más del 80 % de la producción de un campesino iba destinada al pago de rentas e impuestos, siendo el diezmo el más gravoso de todos, puesto que llegaba a significar el 90 % de dicha cifra. Por si fuera poco, la presión fiscal aumentó durante el período: para mantener la política exterior de los diferentes estados europeos y el nivel económico del clero y la nobleza. Finalmente, los bienes concejiles y comunales, que hasta la fecha habían sido un recurso complementario, entraron progresivamente en un proceso de privatización en favor de aquellos que asimismo controlaban la vida y el poder locales. Por tanto, la situación del estado llano empeoró durante el siglo XVIII, incrementando su malestar.

De cualquier forma, en los motines de provincias existieron dos grupos antagonistas. Por un lado, se situaban los campesinos productores, nobleza rural, intermediarios, especuladores, molineros y panaderos, y por otro los consumidores. En este caso, los amotinados procedían tanto de los pueblos circundantes como de las ciudades, puesto que fueron ellos quienes directamente sufrieron las prácticas especulativas y la inflación de los precios del cereal. Todas sus frustaciones las dirigieron hacia el resto de grupos, a los que culpaban de ser los responsables de la inflación. Los miembros del primer grupo mencionado trataron de obtener el mayor beneficio posible a costa de los consumidores. A pesar de que los problemas relacionados con la especulación no eran nuevos, empeoraron con el establecimiento del decreto de 1765. En opinión del rey y de sus ministros, las medidas implementadas beneficiarían y protegerían a los consumidores, puesto que, gracias a la competencia y a las leyes de la oferta y la demanda, el precio de los cereales descendería. Sin embargo, ocurrió justo lo contrario y el decreto acabó beneficiando a los especuladores. Dichas medidas podían haber sido efectivas en caso de que hubiese exisitido un sistema de comunicaciones más avanzado en toda la península. De escasear el cereal en un punto, se podría abastecer a precios justos desde la cercanía o incluso desde el mar. Pero el problema eran los caminos, puesto que la España del siglo XVIII conservaba el sistema de caminos heredado de época romana y medieval: los caminos eran muy malos -hasta el siglo XIX España no contará con un sistema radial, cuyo kilómetro cero fuese Madrid, como ocurre en la actualidad-, los sistemas de transporte eran muy lentos -desde San Sebastián a Madrid los boyerizos y acemileros tardaban quince días-, y existían incontables aduanas y peajes, encareciendo el proceso. Por tanto, así las cosas, la competencia real era imposible y, por contra, el sistema dio vía libre a la especulación y al contrabando.

Las machinadas vascas tuvieron características específicas. No obstante, el principal problema fue también el de la especulación. Si bien las cosechas de 1763, 1764 y 1765 no fueron tan buenas como en años anteriores, no fueron tampoco tan malas. En aquella época, los principales cultivos eran el trigo y el maíz. El maíz, además, desde que comenzó a extenderse en el siglo XVII, permitió un sistema intensivo y complementario, permitiendo marginar el barbecho. Los campesinos producían tres o cuatro cosechas al año (trigo, maíz, legumbres y nabo), cubriendo así las necesidades humanas y animales. El trigo y maíz cultivados tanto en Gipuzkoa como en Bizkaia acababan en manos de los notables rurales por medio del cobro de rentas, puesto que la gran mayoría del campesinado era arrendatario. Pero dichos notables tenían un problema: los fueros de ambos territorios prohibían la exportación de alimentos, por ello optaron por la exportación ilegal de los excedentes. Valiéndose del decreto de 1765 los comerciantes de San Sebastián, que acostumbraban a importar desde el extranjero los denominados "bastimentos", incrementaron la reexportación hacia otros puntos del Cantábrico, práctica hasta la fecha prohibida. Aprovechando dicha práctica, la Corona incrementó sus ataques e intentos en pos de trasladar las aduanas a la costa. A comienzos del año 1766 la Corona prohibió la reexportación de alimentos desde Gipuzkoa, bajo la excusa de la no existencia de aduanas en la costa. El Consulado de San Sebastián trató reiteradamente de obtener el permiso real para la exportación de trigo, hasta que finalmente en 1770 lo consiguió. En ese sentido, las reivindicaciones de los machinos son ciertamente reveladoras: equiparación de pesos y medidas en todas las localidades, control concejil y no particular de los excedentes obtenidos a través del cobro por parte del clero de las primicias, prohibición de extracción fuera de la jurisdicción de los excedentes locales o acceso libre a los comunales.

El decreto de 1765 transformó el sistema utilizado hasta entonces por los ayuntamientos en el campo del abastecimiento de cereales, dentro de lo que habitualmente se conoce como "economía moral": impulso de la producción local, control de pesos y medidas, prohibición de extracción de cereales hasta cubrir las necesidades propias, tasación de precios en los productos básicos. La burguesía donostiarra y la oligarquía propietaria, sin embargo, acogieron el decreto con satisfacción y se lanzaron a una salvaje especulación: los terratenientes cobraban la mayor parte de las rentas en especie, o bien los comerciantes compraban los cereales a bajo coste, para después almacenarlos a la espera de que la oferta y la demanda provocase la inflación de los precios. En cuanto tal supuesto se producía, unos y otros sacaban el producto al mercado con cuentagotas, obteniendo de esa forma pingües beneficios, en detrimento de los consumidores, teniendo además en cuenta que ellos nunca sufrían los vaivenes del mercado, gracias a dicho almacenamiento. Dichas prácticas especulativas provocaban hambrunas entre los consumidores, por los problemas de abastecimiento, que derivaban lógicamente en malestar y levantamientos. El año 1766 los especuladores exportaron a Navarra, Asturias y Galicia parte de la cosecha de cereal guipuzcoano (trigo y maíz) a fin de obtener mayores beneficios. Precisamente fue eso lo que provocó el inicio de la machinada en Azkoitia: un grupo de trabajadores que se hallaban en el Santuario de Loyola observaron como un carro, propiedad de uno de los jauntxos locales, se dirigía a San Sebastián cargado de cereales producidos en la localidad para su exportación. Partiendo de Azkoitia, el movimiento se fue expandiendo hacia el este y el oeste. Entre los amotinados se encontraban campesinos, artesanos y pescadores, perjudicados por la liberalización de los mercados y la anulación de las tasas, es decir, consumidores y pueblo llano. En términos generales, la machinada tuvo mayor impacto en el área noroccidental de Gipuzkoa, hasta el oriente vizcaíno. Comenzó en Azkoitia y Azpeitia y pronto se extendió por todos los pueblos de la cuencia del río Deba: Elgoibar, Eibar, Mondragón y Placencia de las Armas. Luego se dividió en dos ramales: uno hacia la costa, Deba, Mutriku, Zumaia, Zestoa, Getaria y Zarautz, y otro hacia el interior, en dirección al Goierri y Tolosaldea, donde entre el 15 y 19 de abril de 1766, concretamente en Asteasu, Alkiza, Zizurkil Aia, Régil, Goyaz y Beizama hubo ciertos altercados. Los conflictos más remarcables en Bizkaia se dieron en Ondarroa, Markina y Berriatua, y en Álava en Aramayo, aunque en Salvatierra y Vitoria hubo ciertos conatos.

Aunque las reivindicaciones variaron geográficamente, un tema fue coincidente: el precio de los cereales, bebidas y carnes y la frontal oposición a la libertad de comercio. Junto a ello, se situarían el aprovechamiento libre de los comunales, la regulación del cobro de rentas eclesiásticas, el restablecimiento de la moral pública y la participación del pueblo llano en los órganos de gobierno locales. En los motines no hubo muertes, pero sí importantes destrozos en las posesiones de los notables rurales. Los ayuntamientos fueron ocupados y los vecinos concejantes fueron obligados a firmar y cumplir sus condiciones y capitulaciones, en ciertos casos llegaron a amenazarles y vilipendiarles públicamente y a quemar o destruir sus palacios y posesiones.

Los defensores del orden residían en los principales centros mercantiles. Por un lado, San Sebastián y su entorno (Hernani, Urnieta, Andoain, Amasa-Villabona, Errenteria, Oiartzun, Irun y Hondarribia), y por otro los mercados y ferias interiores, esto es, Tolosa y Bergara, puesto que dichos personajes eran quienes actuaban como comerciantes e intermediarios, por tanto quienes recibían los beneficios de la especulación. Con la experiencia adquirida en 1718 y 1755, estos grupos reaccionaron inmediatamente. En abril y mayo, al comienzo de la machinada, distribuyeron a precios baratos trigo y maíz en los pueblos amotinados, como en 1718 reeditaron la Hermandad de las Villas, una en el alto Deba y la otra en San Sebastián y su entorno, y crearon un destacamento armado para llevar a cabo la represión militar. Bajo el mando de Manuel Antonio Arriola, alcalde de San Sebastián, y del coronel Kindelan, jefe de la guarnición irlandesa del Castilo de Urgull, compuesta por 300 soldados de San Sebastián y sus alrededores, recorrió pueblo a pueblo el escenario de la machinada. Le acompañaron los representantes de los principales linajes de la provincia: el Conde de Peñaflorida, los marqueses de San Millán y Narros, etc. A diferencia de otras machinadas, los machinos no lograron obtener sus reivindicaciones y el castigo fue realmente duro: aunque se redactaron algunas sentencias de muerte, finalmente no se cumplieron, pero sí se realizaron detenciones, secuestro de bienes, multas, encarcelamientos, extrañamientos, galeras, etc. Los participantes de cada pueblo fueron encausados criminalmente y condenados en la mayoría de los casos. Muchos de los acusados huyeron a Bizkaia, Francia o América. Por su parte, la Diputación tomó una serie de medidas para que las cosas volviesen a su cauce: retirada de la tasa sobre los cereales, rechazo de todos los acuerdos firmados bajo coacción, reestablecimiento de regimientos y concejos cerrados. Tras reprimir el levantamiento, San Sebastián repartió ciertas cantidades de cereal a precios justos y cada pueblo recibió la cantidad que precisaba. La única concesión a los machinos fue el establecimiento del cargo de "Diputado del Común" como representante del tercer estado, cuyo principal cometido era velar por el consumo y el abastecimiento. Por supuesto, la toma de decisiones quedó más que nunca en manos de la oligarquía. Este fue el primer acontecimiento que provocó la definitiva ruptura entre el pueblo llano y los poderosos, que se haría realidad posteriormente durante las guerras carlistas.