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Argentina. Integración social de los inmigrantes vascos

Las romerías fueron, siguiendo esta línea de análisis, un ámbito de reunión habitual en la mayoría de los pueblos de la provincia durante la segunda mitad del siglo pasado y principios de éste; y la presencia de vascos constante entre sus organizadores y la concurrencia. Al parecer, este es un ejemplo tímido de que la primer etapa hacia la asimilación estructural fue rápidamente alcanzada por los vascos que llegaron antes del último cuarto del siglo pasado. Un repaso por la colección de la revista La Vasconia, desde 1890, nos ilustran sobre fiestas que duraban varios días y convocaban a todo el pueblo y comisiones organizadoras con más de treinta personas; pero sobre todo dejan entrever la predisposición de los vascos hacia la integración con el resto de la sociedad, formando parte activa tanto de las comisiones como de la concurrencia. Las romerías se presentan también como otro ejemplo de continuidad en cuanto a costumbres que los vascos portaron en su bagaje cultural. Pero como casi todas las manifestaciones que pueden rastrearse hasta algún punto de España e incluso la misma Euskal Herria -deportes, comidas, contratos laborales. etc.- estas fiestas modificaron algunos aspectos para acomodarse a nuevos ambientes.

Respecto a las redes sociales posibles que desencadenarían estas manifestaciones, piénsese que hasta finales del siglo XIX las romerías -como así también el frontón y la capilla- reunían a representantes de los distintos sectores sociales. Aquellas fiestas, organizadas sólo un par de veces al año, no eran empero un símbolo inequívoco de los vascos; todo lo contrario, éste era compartido -como hemos visto- y en cierta forma capitalizado por el grupo español. Esto las debilitaba como elemento constructor de la imagen de la colectividad vasca; imagen que se estaba conformando -según nuestra hipótesis- con predominio de elementos "culturales". Pero hablar de que los españoles capitalizaban la organización de las romerías a favor de su patrimonio cultural, es trasladar una problemática actual -al menos posterior a Sabino de Arana- hacia una etapa donde seguramente ser español y vasco o francés y vasco no fuesen posiciones antitéticas. Durante casi todo el período que dura la inmigración, los pirenaicos conformaban -desde hacía varios cientos de años- una región -dividida en provincias- de España. El concepto de patria englobante parece definir bien lo que debió acontecer con una mayoría euskara hasta casi finales del período que analizamos.

Pero los inmigrantes eran personas y como tales, con más o menos fortuna en los negocios y con más o menos pretensiones de alcanzar espacios sociales en el nuevo lugar. Esta es una realidad que tenemos que tener siempre presente para comprender que los inmigrantes no eran un grupo homogéneo y que actuaba al unísono, sino personas con proyectos personales o familiares que algunas veces se juntaban para realizar alguna experiencia y que hoy son compactados por los investigadores para intentar visualizar su experiencia. Sintiéndose vascos o españoles - o ambas cosas- a fines del siglo XIX y principios del XX algunos de los protagonistas de aquellas fiestas de ciudades importantes alcanzaron ciertos progresos materiales, comenzaron a desentenderse de las romerías y a frecuentar los clubes y otros lugares más selectos y menos étnicos. Sin embargo, en algunos puntos del interior, en las primeras décadas del siglo XX todavía eran frecuentes y exitosas las romerías españolas e italianas. Pero entre 1910 y 1920, algo debió suceder para que los vascos contaran por primera vez en algunos de esos sitios más alejados con sus propias romerías. ¿Los ecos de la prédica de Sabino de Arana? ¿El clima de nacionalismo que invadía todos los rincones del planeta? ¿El festejo del centenario patrio argentino que contó con personalidades internacionales y muestras públicas de sus compatriotas? ¿O acaso fueron los españoles y franceses los que se alejaron de los vascos? Posiblemente jugó un poco de cada cosa para que se produzca el cambio que se profundizaría después de 1940.

El agrupamiento barrial o zonal de las viviendas aparece también, a primera vista, como otra característica que permite presuponer acercamiento entre inmigrantes. En las cédulas censales del Primer Censo Nacional, es frecuente la aparición de apellidos vascos (tanto en Barracas al Norte, Barracas al Sud y Chascomús), completando carillas enteras de los cuadernos para luego desaparecer y así sucesivamente. Si se reconstruye lógicamente el recorrido seguido por el encargado de levantar el Censo, queda claro que muchos vascos se encontraban ocupando la misma cuadra o manzana, incluso las mismas casas. Al no discriminar habitantes por vivienda, la misma fuente torna posible la convivencia habitacional -subalquiler de piezas- frecuente en casi todos los grupos inmigrantes. Tal agrupamiento barrial o zonal de las viviendas debió ser un fenómeno que permitía sospechar un entrelazamiento entre paisanos. De hecho muchos "barrios étnicos" se conformaron, precisamente, a partir del compartimiento habitacional entre inmigrantes recién llegados y otros instalados previamente, fenómeno que desembocaba naturalmente en la adquisición de un terreno cercano. Este aprovechamiento de solares contiguos -muchas veces baratos- y la presión de los prestadores del lugar para que los adquieran rápidamente, parece opacar la posibilidad de que la cercanía geográfica fuese un intento de cohesión étnica, al menos en la etapa temprana. En pueblos nuevos como Tandil o Lobería es esperable pensar también que el tamaño del poblado permitiese acercar fácilmente a los vecinos que uno quiera. Sabemos que el poblamiento de solares siguió cierta lógica en la demanda de los nuevos vecinos, los que querían vivir cerca del arroyo o la calle principal, generalmente la más transitable.

Pero aunque se puedan atribuir éstas y otras explicaciones a la cercanía residencial entre inmigrantes, parece claro que existieron fuerzas centrípetas que conllevaban a intentar estar cerca de un connacional. Los vascos y descendientes entrevistados a propósito de un trabajo sobre fondas y hoteles en Tandil, recordaban emocionadamente lo gratificante de moverse en un "ambiente vasco" como el que se respiraba en la calle Paz, entre Pinto y Mitre. Allí había comercios y fondas atendidos por paisanos a la vez que numerosos vecinos vascos. Los carteles de aquellos establecimientos (El Bilbaino; Hotel Euskalduna; Hotel Kaiku; Hotel Maritorena) que podían verse en apenas 200 metros servirían de cobijo a más de un nostálgico. Los elementos simbólicos portados y reproducidos por los vascos en el nuevo lugar construían y apuntalaban, inconscientemente, una imagen de colectividad para ellos mismos y el resto del pueblo. Una concentración geográfica de otro grupo nacional que no contara, a diferencia de los vascos, con atuendos típicos o características edilicias marcadas -incluso con apellidos resonantes- bien pudo pasar desapercibida. Pero en realidad -y salvo algunos comerciantes o artesanos- la gente tiende a residir en un lugar pero trabaja y pasa gran parte de sus días en otro. Esto significa que vivir cerca de un paisano no equivaldría a un trato mayor al de un compañero de trabajo o que llevase ineludiblemente a conseguir como pareja una mujer vasca en ese vecindario, u otras cuestiones. Lo que obstaculizaba la integración con el resto de la sociedad no era compartir la medianera con otro vasco, sino negarse a participar en instituciones o comisiones vecinales; no enviar a los hijos a Iglesias o Escuelas junto al resto del vecindario, o simplemente tener intenciones férreas en cuanto a no querer aprender el idioma local. De alguna manera, actitudes que tuvieron los inmigrantes irlandeses y los daneses en los mismos sitios y momentos.

Pero también se pueden registrar otros tipos de contactos entre vascos. Dos momentos frecuentes reconstruyen el acercamiento entre ellos tanto en circunstancias vitales como poco trascendentes. Veamos algunos ejemplos extraídos de documentos testamentarios provenientes de inmigrantes que arribaron en la segunda mitad del s XIX. Juan Etchart (vasco francés) murió un poco antes de 1920, siendo ya viudo y sin haber tenido hijos; en tal situación testó sus únicos bienes -una casa y una deuda a su favor de 2000 pesos- a su paisano y amigo Gregorio Etchevest. Otro vasco francés, Fernando Etchevest murió el 6 de julio de 1878, de anginas, a los 55 años. Firmaron como testigos de su muerte dos euskaldunes, Santiago Hourcade y Bernardo Mignatborde. Cuando murió Lorenzo Etchart, natural de Isturits (1886), que se domiciliaba en Victoria 104 de la ciudad de Buenos Aires, salieron de testigos el comerciante Guillermo Landerreche y el panadero Bautista Etchart. Mientras que cuando en enero de 1894 murió Candelario Echeverría, navarro, de tan sólo 28 años de edad, se llamó a dos testigos, Larrea e Iriarte, ambos vascos. ¿Los vecinos o familiares que dieron cuenta de los fallecimientos señalaron a tales testigos por tener conocimiento de un trato mayor con los vascos acaecidos? Posiblemente el llamado de connacionales blanqueaba las circunstancias de la muerte ante los familiares y conocidos de éste en su lugar de origen, dado que debieron ser en muchos casos los encargados de enviar la mala noticia a sus pueblos. Pero como dijimos, los vascos se solicitaban también en circunstancias menos trascendentes o cruciales. Si observamos, por otra parte, lo que reflejan algunos documentos protocolares encontrados en el Archivo de la ciudad de Azul, veremos otros tantos ejemplos de colaboración cotidiana. En Tandil, en 1876, el vasco José Salsamendi pidió a su paisano Juan Gardey -por no saber leer- interceda ante el Banco Provincia en una operación de 100.000 pesos; pero el mismo día hizo lo mismo con un nativo, Luis Miguens. Un tiempo antes, el mismo Salsamendi había pedido interceder -en otra operación similar- a su compatriota Basilio Urruti. Ese mismo año (1875) José Salsamendi inició un Protesto a otro vasco, Salvador Ibarlin, por 20.600 pesos en igual valor recibido seis meses antes. Por Ibarlin firmó otro vasco, José A. Lavallén. El 6/5/1876, en el mismo pueblo de Tandil, se extendió un poder especial de Miguel Aldunsin a Graciano Ayzaguer (ambos vascos) por no saber escribir para que interceda en un documento ante el Banco Provincia. Seis días más tarde, en una operación de locación -de un terreno y horno de ladrillos- entre el vasco Arrillaga (propietario) y sus compatriotas Altolaguirre y Achaga (interesados) por un valor de 30.000 pesos anuales, firmaron dos personas españolas (no vascas) en lugar de Altolaguirre y Achaga que no sabían hacerlo. Como se ve, los inmigrantes vascos que intentamos recuperar llevaban una vida cotidiana que transcurría en el límite de los contactos con sus paisanos y otras personas, según la conveniencia; que podían acudir a pedir un favor tanto a un compatriota como a otro vecino cualquiera. Pero no debemos olvidar que reconstruir la historia no es hilvanar los documentos encontrados. Debió haber infinidad de operaciones y contactos diarios que no quedaron escritos, que se hacían de palabra. Sí sabemos, y eso es importante, que estos documentos encontrados debieron ser representativos de lo que acontecía cotidianamente.

Un tercer tipo de acercamiento refiere a la solicitud de préstamos, situación que no sólo involucraba a paisanos ni tenía siempre finales étnicamente armónicos. Algunos ejemplos también extraídos de documentación testamentaria bastarán para imaginarnos aquellas situaciones recurrentes. Cuando Beltrán Etchemendi, vasco francés, 52 años, ya enfermo dispuso el destino de sus bienes, declaró que le debía a Emilio Ayhens (posiblemente francés) 300.000 pesos, suma que fuera facilitada a interés, 2 ó 3 meses antes, en Marzo de 1878. Pero también declaró que le debía Juan Iribarne, de Lomas de Zamora, la suma de 10.000 pesos. Por su parte, cuando el vasco francés Bernardo Echegoin, 44 años, radicado en La Matanza, dispuso su testamento en 1878, declaró (entre otros bienes) "una obligación hipotecaria constituida por Juan Echeverri a su favor por 170.000 pesos; también declaró poseer varios pagarés: uno por $ 6.000 (s/d), uno por .000 y otro por 8.000 firmados por Pedro Altapano (seguramente vasco), lo mismo que una deuda de .000 del vasco Pedro Isuribehere", del que "no hay documento pero que el deudor reconoce". Prestar dinero podía ser una muestra de solidaridad étnica pero también una posibilidad rentable; queda claro desde el momento que se realizaba intereses por medio.

De todos modos, la causa principal de la frecuencia de este fenómeno debió radicar -junto a la costumbre de la práctica portada- en la ausencia de un prestador oficial (banco u otro), principalmente en el interior, que empujaba a solicitar ayuda a vecinos o paisanos. Los almaceneros, y luego fonderos y hoteleros, suplieron en casi todo el interior bonaerense dicha deficiencia crediticia. Esta última posibilidad, la más factible, nos habla también de la complejidad de las redes en que se encontraban inmersos los inmigrantes, principalmente antes de 1880/90 cuando el espacio obligaba a encontrar soluciones a las deficiencias. También nos recuerda que muchos mecanismos que aparecen como muestras de fraternidad étnica, distaban de convertirse en obstáculos para una integración rápida.