Concepto

Agote: etnología e historia

El gran hito en la historia de estos colectivos es la bula papal de 1515. En ella, el Papa León X accede a la solicitud de los agotes de las diócesis de Baiona (Bayonne), Pamplona, Jaca, Dax, Huesca, Lescar y Oloron de ser tratados en las iglesias y todos los rituales religiosos como el resto de los feligreses. Argumentan para ello que, pese a su origen herético albigense, el paso de los siglos cumpliendo fielmente los mandatos de la Iglesia los ha convertido en tan buenos cristianos como cualquier otro, argumento que el Papa da por bueno, exigiendo un trato igualitario en las funciones religiosas. El emperador Carlos ratifica la bula papal. A partir de entonces se dan dos situaciones jurídicas: en la Navarra recién incorporada a la Corona de Castilla las Cortes, el Obispado y el Tribunal de Pamplona se posicionan a favor de la igualdad de los agotes. En los territorios bajo la órbita del monarca francés la bula papal no se hace efectiva, y las legislaciones seguirán amparando la marginación. En la práctica, sin embargo, apenas hubo diferencias, ya que en los valles de uno y otro lado del Pirineo las entidades locales, seculares y eclesiásticas, mantuvieron e incluso agravaron sus disposiciones contra los agotes, y las decisiones tomadas en Pamplona no se llegaban a ejecutar, pese a las insistentes peticiones de los agotes en este sentido. Sí parece que surtieron efecto las nuevas disposiciones en la Navarra Media, ya que, al contrario de los valles pirenaicos, la documentación deja de registrar conflictos en localidades donde se sabe que hasta entonces existían agotes.

Se dedicaban a oficios manuales: ferrones y herreros, músicos, tejedores/as y costureras, sastres, manteros, canteros, cesteros, alfareros, tejeros, curtidores, viñadores, cerrajeros, muchos molineros y sobre todo trabajos ligados a la madera: leñadores, carpinteros constructores de casas y barcos, ebanistas, cuberos, zoqueros. En la costa se dedicaban a actividades portuarias especialmente duras o peligrosas, como el dragado o arreglos de los muelles, además de navegar como pescadores, marinos mercantes o militares, o corsarios. Se ha querido ver en su dedicación a estas artes su origen leproso, porque se creía que la madera o el hierro no transmitían la enfermedad. Esto explicaría que en Zuberoa se les prohibiera a principios del XVII el oficio de molinero; pero éste fue uno de los más corrientes, lo que demuestra que no era el miedo al contagio físico lo que se temía de ellos. Tampoco la prohibición de comprar y vender productos se mantenía con rigor.

En los valles pirenaicos, sobre todo en los que disfrutaban de hidalguía colectiva, como Roncal, Salazar o Baztan, los agotes no gozaban de vecindad, por lo que quedaban excluidos de cualquier cargo público y tenían grandes dificultades para el aprovechamiento de los bienes comunales, tales como pastos, helechos, roturaciones, aguas, leña y madera, etc. Esto les impedía vivir exclusivamente de la agricultura y ganadería, puesto que la inmensa mayoría no poseía suficientes tierras de cultivo o pastoreo. La vecindad, con los derechos que conllevaba, iba asociada a la casa. Había una fórmula para lograr la vecindad que los agotes no dejaron de intentar: el matrimonio con una vecina, lo que les proporcionaba el uso de los derechos inherentes a la casa. En los territorios bajo la soberanía del monarca francés les estaba prohibido casarse con no agotes; en la Alta Navarra el resultado, de nuevo, fue similar: las corporaciones locales reaccionaron negando la vecindad a las mujeres que se casaran con ellos. Entre los derechos vecinales que se les niegan se hallan algunos que sólo buscan la separación simbólica del resto de la comunidad, como el de llevar el nombre de la casa o, en el caso de Roncal, el de colocar ribete colorado al capote, que había de ser amarillo para distinguirse bien de los vecinos; también a sus mujeres roncalesas se les niega el ribete colorado, o seguir manteniendo el mismo asiento en la iglesia, junto a las vecinas. A ambos lados del Pirineo, las formas de violencia ejercidas contra ellos eran más simbólicas que físicas, con predominio de los elementos humillantes: insultos (el peor de ellos era la propia palabra agote), gritos, aspavientos, tirones de pelo, bastonazos, expulsiones a rastras, rasgaduras de ropas, pedradas, tirones de oreja y pellizcos, etc., muy rara vez la muerte, fracturas de huesos o heridas con arma. Los autores de los altercados generalmente eran mujeres, niños, criados o mozos solteros, en pocas ocasiones los cabezas de familia o cargos públicos.

Estas escenificaciones de la desigualdad debieron adquirir una importancia enorme, teniendo en cuenta los procesos judiciales tan largos y costosos que originaron. Es difícil generalizar acerca de la situación real de los agotes, que variaba de valle a valle en los detalles, incluso dentro de un mismo marco institucional: aunque la exclusión es genérica, no en todas las iglesias tenían una puerta específica para ellos, o una pila bautismal, o una aguabenditera; algunos se sentaban en un banco como los demás, aunque fuera el último, otros quedaban relegados a un hueco bajo el coro, el campanario o la escalera. Aunque en los enterramientos se diferenciaban, el lugar podía ser un rincón dentro del camposanto, bendecido o sin bendecir, o en su periferia, o directamente fuera, en una ermita o monasterio. Tampoco en todas partes se les obligaba a llevar distintivos en la ropa.

Esta situación variaba incluso dentro de una misma localidad, dándose épocas de mayor permisividad o rigor. Por ejemplo, un agote de Isaba fue expulsado del coro a la escalera -"a su sitio"- tras una década de haber compartido el espacio con los vecinos; en Arizkun, so pretexto de ser terreno comunal, los vecinos confiscan las hoces a los agotes de Bozate para que no corten el helecho en un lugar donde acostumbraban a hacerlo, o talan sus frutales cuando éstos ya estaban crecidos, no al plantarlos. Los juicios evidencian grandes contradicciones en el alcance de la discriminación: los agotes aseguraban pagar impuestos y derramas o acudir a la defensa de la frontera, o gozar de los bienes comunales como el resto de los vecinos, mientras que éstos aseguran que no es así, o lo es de forma limitada. Las leyes, ordenanzas y sentencias tampoco se pueden generalizar porque ni son homogéneas, variando casi de municipio a municipio, ni parece que se apliquen con rigor, ya sean favorables o desfavorables a los agotes. Más bien parece que el rigor o laxitud depende de circunstancias no siempre inherentes al propio fenómeno. En el XVI y primera mitad del XVII, de gran agitación social en los valles pirenaicos del sur (exacerbación de la hidalguía y limpieza de sangre, grandes procesos de brujería, riesgo de "infección" protestante en la frontera, etc.), abundan los juicios por motivos puramente simbólicos, que ponen en juego el quién es quién de la comunidad.

En la vertiente norte, sin el apoyo institucional de León X y el emperador Carlos, los juicios y protestas vinieron de parte de los vecinos, que exigían un riguroso cumplimiento de leyes y sentencias: caminaban descalzos, no ponían distintivos en sus ropas, compraban y vendían en plazas y mercados entremezclados con la multitud, etc. Hasta se llega a acusar a algunos agotes de arrogarse prerrogativas nobles, como portar capa y espuelas, armas blancas y de fuego, salir a cazar con perros o construirse palomares. Tras tímidos intentos anteriores, en 1683 los agotes reciben la igualdad jurídica de manos de Luis XIV a cambio de una aportación económica a la hacienda real. A partir de entonces, las sentencias y las altas instancias, como el obispo de Baiona (Bayonne), comienzan a serles favorables. Pero la postura de los vecinos e instituciones locales hace imposible su aplicación. Por ejemplo, en Biarritz, después de décadas de juicios y recursos, la revuelta popular -con mujeres al frente, pero jaleada por las autoridades locales- imposibilita que se cumplan las sentencias favorables al enterramiento de los agotes en sagrado o a ocupar el mismo espacio en el templo. Se produjeron casos muy parecidos, y por el mismo motivo, en Gascuña y Bretaña. La casi imposibilidad de conseguir en la práctica los derechos simbólicos no desanimaba a los agotes, y en 1765 los de Baigorri seguían reivindicando la igualdad de trato en la iglesia.

La discriminación social constante y la poca voluntad de las instituciones de hacer cumplir sus sentencias y dictámenes contrasta con la concienciación, tenacidad y capacidad de organización que los discriminados mantuvieron durante siglos. Los agotes de diócesis diferentes eran capaces de enviar representantes hasta la santa sede o la corte imperial, amén de mantener recursos en Pamplona y Burdeos durante décadas. Esto parece indicar que al menos un amplio sector era acomodado económicamente, tanto como para no sentir el menor complejo de inferioridad ante sus vecinos.

La localización en el tiempo y en el espacio de los agotes no fue homogénea, desapareciendo de algunas localidades y asentándose en otras a lo largo de los siglos. Al Norte de Pamplona los núcleos, numéricamente poco importantes, apenas dejan rastro ya en el XVIII, a excepción de la comarca del Bidasoa, sobre todo Baztan, donde se citan en muchas localidades. El barrio de Bozate, era ya populoso en el siglo XVI, y en los siglos posteriores osciló entre los trescientos y quinientos habitantes. En las comarcas bajonavarras de Baigorri y su número también fue relativamente importante, pudiendo llegar en el siglo XVIII hasta el 10 % de la población, aunque desigualmente repartida en las distintas parroquias. En algunas no hay constancia, en otras es puntual o se limita a unas pocas casas, y en barrios como el La Magdalena en Izpura o Zubitoa en Anhauze sobrepasaban el centenar de personas.

Los estudios genealógicos llevados a cabo por Paronnaud en Baja Navarra demuestran que los agotes llevaban un modo de vida igual al de sus vecinos. Su modelo de familia es el propio del País Vasco Atlántico, en torno a la casa, de la que toman el nombre. Allí donde tienen banco o sepultura propia en la iglesia, se vende o hereda con la casa. Su casamiento es relativamente tardío, se da la convivencia de tres generaciones, con traspaso de la herencia en vida al matrimonio joven; las bodas y funerales se celebran según el uso de cada zona, haciendo ofrendas y dádivas a la parroquia en las mandas testamentarias, etc. La endogamia, forzada por la legislación o por la costumbre, se compensaba con una exogamia entre las comunidades agotes, que iban a casarse a localidades vecinas o de otras comarcas, llegando a veces hasta Béarn y las Landas.