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MUJER (HISTORIA: EDAD MEDIA)

La mujer en el Fuero navarro de la Novenera. El matrimonio «a bendición», como es designado, conlleva la fidelidad recíproca, sin perjuicio de que la ley sea más severa y discriminatoria con la esposa. Si una mujer casada pasaba la noche fuera del hogar, el marido estaba facultado para impedirle la entrada en tanto no jurase su inocencia en las Arribas. Igualmente, todo esposo que recibía acusaciones de mala conducta de su mujer, podía no admitirla en casa en tanto no hubiese jurado su inocencia con dos mujeres de crédito. Sin embargo, el marido que cohabitaba con otra mujer o tenía un hijo natural, quedaba libre ante la ley mediante el pago de la correspondiente multa. Si este mismo individuo cohabitaba con una señora casada y el marido engañado recurría al alcalde, quedaba libre previo el pago de cinco sueldos. La ley protegía de manera especial a la esposa encinta. Tenía terminantemente prohibido testificar en cualquier clase de juicio o pleito hasta después de dar a luz, por ser creencia común que el perjurio atacaba al feto y le causaba horrendas taras. Las viudas formaban un mundo aparte. Si contraían segundas nupcias antes del año del fallecimiento del esposo, eran multadas con cinco sueldos. Curiosamente, toda mujer casada dos veces no podía testificar en los juicios. El fuero exigía al marido la entrega de la dote a la esposa, consistente en tierra de cultivo de distinta extensión, de menor a mayor, según estuviese cerca de la villa (un robo), dentro del término concejil (seis cuartos) o fuera de él (dos robos de tierra y un arienzo de viña). También el padre estaba obligado a dar dote al hijo y lecho a la hija. Si eran varios los hijos, no cabían discriminaciones: lo que había dado a uno, debía darles a los demás. La mujer que contraía matrimonio conservaba sus bienes propios, llamados de patrimonio, pero necesitaba el permiso del marido para venderlos o empeñarlos. El marido disponía de los bienes muebles de la esposa como garantía del cumplimiento de los contratos, pero jamás de los inmuebles. Los bienes gananciales del matrimonio pertenecían por mitad a los cónyuges, pero cuando uno de los dos vendía parte o todos sus bienes patrimoniales, existían dos posibilidades: que "metan el trigo en casa", es decir, que los dos participen en el producto de la venta, o que este dinero pase a la cuenta del autor de la operación. Si el marido edificaba en terrenos de la mujer, existían también dos alternativas; o resarcirle según el parecer de dos buenos hombres, o que la esposa se quedase la cuarta parte de la edificación. Los hijos e hijas tienen prioridad absoluta en la sucesión, pero faltando éstos, la libertad era plena. Toda persona mayor de 12 años tiene capacidad para testar. El hombre o mujer sin hijos puede dejar sus bienes propios al otro cónyuge, a familiares o a quien quiera. Dentro de la viudedad debemos distinguir dos apartados: la herencia necesaria y la voluntaria. La necesaria tenía el nombre de "leyto". El lecho, en el caso de los matrimonios no pudientes, consistía en un jergón, un colchón, una almohada de pluma, un cobertor, una sábana de hilo y otra de estopa; además, un manto de piel de cordero para diario y otro para los domingos para los hombres y dos tocas para las mujeres. En los matrimonios de posición desahogada, esta herencia tenía que ser acorde a la posición: "deue prender leyto a laudamiento de los trapos". Fuera de esta exigencia, marido y mujer podían dejarse libremente los bienes, a condición de que se guardasen fidelidad. No obstante, la herencia de un cahiz de tierra y un arienzo de viña, no resultaba impedimiento para un matrimonio posterior.

Isabel DEL VAL