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MUJER (HISTORIA: EDAD MEDIA)

La actitud social. Este segundo hecho está, sin duda, en estrecha relación con la tendencia social al respecto, pues algunos indicios de ésta parecen indicar con bastante claridad que, socialmente hablando, la mujer queda relegada con respecto al varón.

En este sentido puede traerse a colación ese artículo del Fuero Viejo de Vizcaya en el que se recrimina a los maridos que venden bienes raíces sin que su mujer esté al tanto del hecho, al tiempo que establece que siempre que se enajenen ese tipo de propiedades, si pertenecen a la parte de la esposa, ésta debe de dar su consentimiento. Es decir, el marido puede disponer libremente, por ley, de los bienes de su «mitad», sin que la mujer tenga nada que decir al respecto, y además, de hecho, a juzgar por lo que dicen los legisladores, debe de hacer lo propio con lo que a ella pertenece, y todo esto sin que haya posibilidad real de reciprocidad para el cónyuge femenino, ya que no podrá disponer de los bienes pertenecientes al marido, y tampoco, verdaderamente, de los suyos propios sin la intervención de éste. Aunque no siempre los maridos actuarían de esa forma, pues también son abundantes las escrituras públicas en las que aparecen como protagonistas ambos cónyuges, la tendencia a cometer ese abuso debía de estar muy marcada, pues de otra manera el legislador no hubiera entrado en tal asunto, y menos aún alegando, como en este caso se hace, que la norma viene justificada porque lo contrario «sería gran perjuicio de la mujer», como efectivamente lo era, ya que por esa vía podía verse totalmente privada de sus bienes.

Quizá pueda interpretarse en el mismo sentido el hecho de que en Vitoria el fallecimiento de un varón es anunciado con tres toques de campana, y el de la mujer solamente con dos. Y sin duda apunta en la misma dirección lo establecido por las ordenanzas de los pescadores de Bermeo, donde nos encontramos con que, al regular lo relacionado con la obligación de rendir honras fúnebres a los difuntos, únicamente se habla de «algún nuestro cofrade o hijo o criados», lo que supone una clara marginación de las mujeres. hijas y criadas, que no parece que estén incluidas en el genérico masculino, ya que de no ser mencionado ni recordado el cónyuge femenino, difícilmente puede interpretarse que esos «hijo» y «criados» se refieran a individuos de ambos sexos (en contraposición a esto hay que decir que los pañeros de Durango tienen las mismas obligaciones para con los oficiales fallecidos que con sus respectivas mujeres). Como una muestra más del lugar que ocupa realmente la mujer, hay que recordar lo que sucede en Oñate, donde claramente es el varón la persona que aparece como responsable de las decisiones que afectan al conjunto del núcleo familiar, ya que sus ordenanzas, al referirse a la posibilidad de que éste abandone el condado, hacen alusión directa al marido, junto al cual sitúan, pero como sometidos a él y por tanto sin capacidad de decisión y sin responsabilidad al respecto, a su mujer e hijos.

Por otra parte aquí se aligeran las responsabilidades de ciertos delitos. del tipo de amenazas, insultos, intentos de agresión, agresiones con golpes o heridas, etc., cuando han sido cometidos en defensa propia, por el amo contra su paniaguado, o por el marido contra su mujer, en ningún caso al contrario, por lo que se supone que la mujer o el paniaguado que actuaran de esa forma serían penados, como el resto de los agresores no incluidos en la excepción, con una elevada pena pecuniaria y quince días de cárcel. Esto parece demostrar una vez más el sometimiento de la mujer al marido, y la aceptación social de este hecho, que parece presentarse como algo natural. En este caso concreto incluso se pone de manifiesto la calidad y grado de dicho sometimiento, al equiparar a la mujer casada con el paniaguado. A su vez esta disposición parece indicar que la autoridad local autoriza ciertas actuaciones violentas del marido respecto a la mujer, cuando en ningún caso parece permitir lo contrario.

El trato discriminatorio es, pues, evidente. Junto a esto hay que tener en cuenta la opinión que parece prevalecer respecto a la mujer vasca medieval entre sus contemporáneos. No sólo es que el mundo brujeril sea femenino por antonomasia, y que la explicación que se da para hacer comprender por qué las duranguesas se unen a la herejía, se centre sobre su «facilidad» en lo referente a las relaciones sexuales (mientras que no parece necesitar explicación el hecho de que los durangueses abracen la misma desviación doctrinal), sino que además se presenta a la mujer como objeto de pecado y sujeto de actuaciones peligrosas para la comunidad, por lo que incluso en algún caso se toman medidas para que, tras asistir a los oficios litúrgicos, no le sea posible participar en tertulias callejeras. La sociedad parece temer las consecuencias, se supone negativas, de la conducta femenina. En definitiva, a la luz de lo hasta aquí apuntado, parece claro que tanto en la familia como en la sociedad la mujer ocupa, en general, un lugar secundario respecto al varón, siendo éste quien adopta el papel público por excelencia. Pero la mujer, como integrante de una colectividad, tiene también, por supuesto, responsabilidades, obligaciones y derechos que la ley le impone y ampara, pues, aunque relegada a un segundo plano, tiene una definida personalidad social que es necesario respetar y preservar. La sociedad parece tomar medidas defensivas frente a los efectos negativos de las posibles desviaciones de su conducta y de los delitos por ella cometidos, exactamente igual que en el caso del hombre, pero con un cierto carácter específico, pues parece que prevalece la opinión de que existe una conducta típicamente femenina capaz de molestar al conjunto social, por lo que éste procura reprimirla, intentando evitar, entre otras cosas, las ocasiones propicias a la murmuración, la presunción ofensiva, la envidia, la ostentación, etc.