Los depósitos en su parte inferior y en cada compartimiento tenían una tolva, conocida como "boquilla" que al abrirse, utilizando manualmente una palanca, daba paso al mineral que caía en las vagonetas con capacidad de 1,8 toneladas de carga cada una. A veces se apelmazaba el material a su salida lo que obligaba a los cargadores "a pinchar hasta conseguir fluidez en la descarga". El cierre se llevaba por el mismo sistema. Para sanear el ambiente acabó colocándose una chimenea que evacuaba los humos.
La anchura útil del cantilever era de 6,2 metros con tres vías; por los dos laterales circulaban las vagonetas cargadas de mineral que alcanzaban un peso total de 2,5 toneladas utilizándose la tercera, la central, para su regreso una vez descargadas. Según Luciano Prada Iturbe (Prada, 1996) "cada vagoneta era empujada por dos cargadores que tras recorrer unos 50 metros de un plano, ligeramente ascendente, desde la tolva, hasta el inicio del cantilever, la impulsaban y solían subirse en los topes viajando de esta forma hasta poco antes de llegar a la vertedera desde donde de nuevo tenían que empujar. Al término del recorrido, tras pesar la vagoneta con su contenido, llegaban al tope que era una traviesa" donde esperaban hasta cuatro trabajadores que "golpeaban con un hierro la llave de cierre y caía el mineral por volquete y gravedad". Terminada la operación volvían por la vía central con la vagoneta vacía "en total, ida y vuelta unos trescientos metros muchas veces al día".
El trabajo era muy duro pues las vagonetas no llevaban rodamientos, sino casquillos de bronce y tenían un comportamiento muy distinto en su rodadura. Además el polvillo que caía de la carga sobre la vía en caso de lluvia formaba una masa que dificultaba su marcha. Para mejorar el deslizamiento mojaban las vías con una mezcla de agua y grasa quemada. Asimismo el trabajo a la intemperie, vientos, lluvias, granizos, etc. hacía todavía más penosa la tarea.
Por todas estas circunstancias era muy importante elegir la vagoneta adecuada con la que iban a trabajar toda la jornada por lo que "los cargadores iban mucho antes del inicio de la jornada para escoger la que exigía menor esfuerzo señalándola con una vara o piedra para volver a descansar". Prada señala que un cargador, Pepe Vélez que era bajo de estatura, llegaba el primero y, escogida la vagoneta se acostaba a dormir en el interior.
Hilario Cruz, gran conocedor de la minería vasco-cántabra, autor de varios libros y numerosos artículos, describe muy bien el contexto en que se desenvolvían los cargadores cuando señala:
"trabajaban en medio de un fragor considerable entre el rodar de las vagonetas, el golpeteo del mineral al caer y al deslizarse sobre la vertedera, el vocerío de los hombres y el ruido del mar contra las rocas, todo ello envuelto en una nube rojiza de polvo férrico mientras el barco, bien amarrado a las boyas y a tierra, cabeceaba en aguas de poco fiar." Entendía que la tarea de los cargadores de El Piquillo "era lo más duro, más agitado y penoso, amén de otros imponderables que se realizaban en la explotación de la mina".
Describe la escena como "todo un espectáculo rudo, áspero, grandioso que medía la capacidad de los mineros para trabajar".
Todo este proceso podía durar tres o cuatro días por cada barco que se cargaba y que podía rebajarse a dos en el caso de los de menor tonelaje en jornadas de diez a doce horas incluso en ocasiones de noche, pues reducir la duración del embarque era fundamental ante la permanente amenaza del mar (los temidos vientos del N., N.O.) que podían obligar al buque a abandonar precipitadamente el cantilever como de hecho ocurría con relativa frecuencia para ir a buscar en arribada mayor seguridad generalmente en el puerto de Castro Urdiales o Bilbao. Cuando desaparecían o amainaban las condiciones adversas, se terminaba el embarque.