Cuaderno de agravios.
Cuaderno de agravios de las mujeres de San Juan de Luz y de Cibour al rey I (1789). Señor, permitid a las más respetuosas y fieles de vuestros súbditos traer al pie de vuestro trono las justas quejas sobre la formación de los estados generales que vuestra majestad acaba de convocar. Esta formación es verdaderamente infamante para la dignidad de nuestro sexo. ¡Cómo podríamos guardar silencio ante una injuria tan grave sin deshonorarnos nosotras mismas! Señor, vuestra Majestad declara a Europa entera que quiere reunir a toda la nación y somos olvidadas en la convocatoria. Pero este desdeñoso olvido no proviene en manera alguna de vuestro corazón, demasiado bueno, ni de vuestra razón, demasiado lúcida, ni de vuestra voluntad, llena de rectitud; esto es la obra malignamente concebida de un ministro parcial que ha procurado nuestra exclusión de esta augusta asamblea para consumar nuestra nada política. Así pues, ¿no se cuenta para nada con nosotras en el Estado? ¿no se nos reconoce el suficiente apego al interés del Estado? o ¿es que se nos considera como incapaces de tratar los asuntos del mismo? ¡que responda a esto...! Ahora bien, ignorar a catorce millones de almas, seria sin lugar a dudas una prueba de la más completa ineptitud, tanto desde el punto de vista del cálculo, como de la legislación, y sin embargo este es el insultante fallo cometido, a nuestro parecer, por ese pretendido gran hombre a quien todo el mundo se complace en ensalzar como al más hábil de los calculadores políticos. Si, Señor, nosotras constituimos, en vuestro imperio, una población de por lo menos catorce millones; y si Vuestra Majestad tiene la menor duda al respecto que reúna a los dos sexos, que los separe luego en dos cuerpos similares y ya verá de qué lado queda el mayor número. Una vez expuesto y constatado este hecho, nosotras preguntamos si una asamblea nacional en la que se proscribe injustamente a la clase más numerosa puede ser llamada razonablemente asamblea representativa de esta misma nación, si puede considerarse que tiene la universalidad moral, la suficiente legalidad para sancionar leyes, si las leyes pronunciadas a espaldas y contra la voluntad de estos catorce millones de seres rechazados podrían ligar a estos últimos, si éstos no están en su justo derecho al quejarse ante esta injuriosa omisión de sus personas en un asunto que les es de tanto interés, o, en una palabra, si no está plenamente fundado que pidan ser escuchados. La razón y la justicia han respondido de antemano a esta pregunta. Hacer ver a Vuestra Majestad, para anular nuestros títulos civiles y políticos, que no estamos lo bastante interesadas en vuestro servicio, seria imponerse indignamente a vuestro culto. Señor, si vuestro ministro hubiera sido capaz de hablaros con semejante lenguaje, pedimos venganza contra él... ¡Ah! acusarnos de permanecer impávidas ante los intereses de vuestra adorable persona, a nosotras, la parte más amable y más sensible de vuestro reino; ante esta sola idea nuestras cabezas se encolerizan, nuestros corazones se sublevan de indignación y nuestras manos arden en deseos de hacer callar al indigno calumniador. Poned a prueba nuestra devoción, Señor, veréis si los más costosos sacrificios pueden detener el empuje de nuestro sexo. Sin duda, nos sentimos muy ligadas a nuestros brazaletes, a nuestras joyas, a nuestros adornos, a nuestros collares y pendientes, a todos los brillantes objetos impuestos por las modas. Más ligadas que el alto clero a sus inmunidades, la nobleza a sus prerrogativas, la magistratura a sus privilegios, el financiero a su oro, pero una sola palabra de Vuestra Majestad y ante esa orden nos despojaremos de todo ello sin protestas, sin reclamaciones, sin discusión, sin lamentos; corazones como los nuestros no saben negar nada a su soberano; no saben hacer otra cosa que obedecerle, amarle, y para ellos adorarle representa la más exquisita de las delicias. Invocar como motivo de exclusión nuestra prejuzgada incapacidad para los asuntos públicos, sería otro pretexto igualmente falaz; desafiamos primero a vuestro ministro a citarnos un imperio compuesto únicamente de hombres sin ninguna mujer; gobernado por ellos solos en todas las ramas de la administración, y que haya subsistido con tal organización siquiera el espacio de un año; y nosotras, con la ayuda de la historia, le proporcionaríamos uno completamente formado por mujeres, sin un solo hombre, gobernado por ellas solas con honor, y con gloria, con toda la prudencia deseada durante siglos; este hecho único refuta de manera incontrovertible la opinión poco honesta y desfavorable hacia nuestra capacidad para los asuntos públicos. Roma nació sin el concurso de las mujeres, cierto es, pero sin las Sabinas, ¿qué habría sucedido con Roma? Hubiera desaparecido de la superficie de la tierra casi inmediatamente después de haber nacido. Además recomendamos a vuestro ministro que abra los anales de nuestros antepasados, y verá cómo antiguamente en la Galia, nuestros príncipes, nuestros jefes, nuestros magistrados, no tomaban ninguna deliberación importante, en la paz o en la guerra, no decidían ningún proyecto esencial y no lo llevaban a la práctica sin consultar antes con nuestro sexo. Los hombres de entonces sí nos consideraban, pues, capacitadas para los asuntos importantes; y rendían homenaje a nuestro talento; eran más justos que los hombres de nuestros días; y ¿esto por qué? Porque eran menos soberbios y menos tiranos; a sus ojos nosotras éramos diosas, pero unas diosas de otro género que las de nuestra época. Aquellos felices tiempos no existen ya, aquellos siglos tan gloriosos para nosotras; y ¿cuál es el resultado del actual estado de cosas? una multitud de abusos destructivos, una multitud de deplorables desgracias, el despotismo en fin con toda su violencia; este monstruo no podía surgir más que de una cabeza masculina. ¡Qué ventura para Francia si la revolución que se gesta nos trajese tales gloriosas épocas! El patriotismo renacería con todas sus virtudes en los corazones franceses. Y nosotras, asociadas a la legislación, con nuestras primitivas libertades recuperadas, nos convertiríamos en otras tantas heroínas y ofreceríamos a la patria una nueva raza de héroes. En una palabra, Señor, ante vuestra voz retornarían esos benditos tiempos. Aunque, hay que aceptar, en verdad, que en general no poseemos ahora las luces necesarias para encauzar un mal gobierno ni para propiciar uno bueno. Pero todas las cosas tienen un comienzo, y la época es favorable; el amor a la libertad enardece nuestras almas, el deseo, tan natural, de mejorar nuestra condición nos consume, la noble pasión de la gloria acaricia nuestros corazones, la fuerza del ejemplo que nos ofrecen los hombres nos anima; aprovechad pues la ocasión presente, y no escuchéis a esos cobardes cortesanos que Vas habernos adulado a nosotras van a deciros a vos que somos incapaces de adquirir los conocimientos necesarios para ostentar la representación en los estados. Si nos faltan actualmente estos conocimientos no es ciertamente a la naturaleza a quien debemos achacar el fallo; no es más madrasta con nosotras que con nuestros déspotas; sin falsa modestia ella nos ha deparado tanto ingenio, tanto criterio, tanta cabeza como a ellos. Al lado de los grandes personajes brilla con luz propia una Blanca de Castilla, una Isabel de Inglaterra, una María de Hungría de imperecedera memoria y la actual emperatriz de todas las Rusias, esa soberana admiración de toda Europa y terror de la media luna. Sólo pues al despotismo masculino debemos la universal ignorancia en la que tiene sumido nuestro talento; sólo a la voluptuosa tiranía de los hombres se debe el que nos hayamos convertido en una especie de autómatas lo bastante complacientes para divertirles y entretenerles. Así es como el hombre ha degradado a su semejante; ¡y pensar que esto no le hace enrojecer de vergüenza...! Vos solo, Señor; si, vos solo sois digno de reparar este ultraje hecho a la naturaleza, a la mitad del género humano. Por otra parte, vemos que siguiendo vuestras órdenes se llama a las asambleas de parroquia, de bailiazgo y de senescalado a los campesinos, agricultores, rústicos que ciertamente son menos instruidos que la mayor parte de nosotras. ¿Qué consejo útil pueden brindar estos innobles representantes que no podamos ofrecer nosotras mismas? ¿Por qué la ley que por esencia debe ser imparcial, y a los ojos de la cual no debe haber distinciones, los convoca a ellos prefiriéndolos a nosotras? No es en razón de sus luces puesto que carecen de ellas, y tampoco en razón de sus títulos de propiedad, puesto que pueden ser comunes a los dos sexos. Es, pues ¿porque son hombres por lo que se les llama al consejo de la nación? ¿Y a nosotras se nos excluye porque no lo somos? ¡Qué parcialidad tan indigna! ¿Es que es una mancha ignominiosa el haber nacido mujer? ¿Será posible que bajo un reinado tan ilustrado tengamos que avergonzarnos de nuestro sexo? Seguramente si el sentido común y la equidad presiden los estados ecuménicos de los franceses, éstos abrogarán una ley odiosa que crea una distancia casi infinita entre dos seres tan estrechamente ligados por la naturaleza y la religión. Y ahora os voy a presentar una de esas verdades indiscutibles y luminosas sobre la que desafiamos a Francia entera a que pueda formular una duda razonable. Parece evidente según las declaraciones emanadas de vuestro consejo que los estados generales van a ser una asamblea económica. Y es ciertamente sabido que la economía pública, para tener una sólida consistencia, debe estar moldeada sobre los principios de la economía particular; y ¿no está claro que quien mejor entienda de ésta, más capacitado está para ordenar aquélla? Ahora bien, yo pregunto, ¿cuál de los dos sexos está más familiarizado con las operaciones y las reglas de la economía doméstica? La respuesta está ya dada; todos los hechos están a nuestro favor. Si, Señor, entre nuestra clase hay muchas economistas y aún más, ecónomas. Nuestros adversarios no lo ignoran; muy a menudo se han servido de nuestra experiencia y si fuesen justos lo confesarían francamente. Quién sabe si entre aquellos que podrán votar en los Estados Generales, habrá alguno que no lleve otras respuestas que las de su esposa, o de su ama de llaves. Conocemos madres de familia perfectamente al tanto del gobierno de una familia, fuente primera, aunque remota, del bienestar nacional. Perfectamente al tanto de la administración de vastas posesiones territoriales, perfectamente expertas en varias ramas de comercio; incluso podrían proporcionarnos amplias instrucciones sobre este triple objeto; ¿y no se les querría escuchar? Eso seria evidentemente huir de la claridad aparentando un vivo deseo de conocerla. ¿Pero será posible que la verdad en nuestros labios dé miedo a los hombres, y pierda su prestigio y atractivo? Por otra parte tenemos gran cantidad de objetivos que proponer a la asamblea de los cuales no se ocuparían otros sino tos miembros llamados a la asamblea general, objetivos que sin embargo tienen como meta, todos ellos, la regeneración del imperio. I.° Tenemos que solicitar la reforma de la frívola educación que se nos ofrece. ¿No clama al cielo que sólo se cultive en nosotras las facultades corporales, como si no fuésemos más que materia, como si no tuviésemos alma? ¿No resulta vergonzoso que se limiten a enseñarnos solamente a guardar la compostura, a armonizar nuestros gestos, a andar cadenciosamente, a bailar con gracia, a cantar melodiosamente, como si no se viera en nosotras otra cosa que unas marionetas y unas cabezas de chorlito sin provecho? ¿No es humillante que sean los trabajos manuales, la costura, el bordado, el punto, las únicas tareas en las que se ocupe nuestra preciada juventud, cuando podríamos hacer tantos o más progresos que los hombres en las ciencias y las artes nobles, sobre todo en aquellas que requieran gusto e imaginación y como ejemplos cito las Desnoulières, las Duchatelet, las Du Bocage, etc.?: para acabar con tales abusos vamos a proponeros escuelas, colegios, universidades, donde se nos admita para recibir la instrucción necesaria, para el completo desarrollo de nuestras facultades intelectuales con el fin de que podamos prestar todo el concurso que nos sea posible a la obra inmortal del bienestar general. 2.° Tenemos que denunciar otro abuso que provocará siempre la indignación de todo ser sensible y cuya propagación si no se tiene cuidado, inutilizará poco a poco las más fecundas fuentes de la población; hablamos del celibato; ese monstruoso celibato cuyos placeres resultan difíciles, que multiplica los crimenes, que reseca las almas, perpetúa el egoísmo, corrompe las costumbres, lleva el deshonor al seno de las familias, incluso las más honradas, este celibato gana terreno insensiblemente en nuestras ciudades, en nuestros campos, en provincias. Y ¿qué consecuencias trae todo esto? Pues de todo esto resulta que de todas las niñas que nacen en vuestro reino apenas la mitad logra establecerse, y que a las desamparadas no les queda otra cosa a excepción de sus votos fervientes, pero estériles, porque las fuerzas del estado se multipliquen, pues no es a ellas a quien hay que atribuir la culpa de esta plaga destructora de la sociedad. Este vicio tan opuesto a las leyes de la naturaleza así como a las de una sabia constitución, merecería toda la atención de los legisladores. ¿Cuántas veces no se les ha pedido en nombre de la patria que detengan lo antes posible un desorden tan peligroso? Y sin embargo ¿qué remedio han ofrecido? Ninguno, porque ellos son a la vez jueces y parte en la cuestión. Y sin embargo los hay; el más eficaz seria poner una nota de infames a todos los célibes por gusto, declararlos inhábiles para poseer cargos, desheredarlos y adjudicar sus herencias a las muchachas sin fortuna, o poco favorecidas, en una palabra concederles una dote.
Cuaderno de agravios de las mujeres de San Juan de Luz y de Cibour al rey I (1789). Señor, permitid a las más respetuosas y fieles de vuestros súbditos traer al pie de vuestro trono las justas quejas sobre la formación de los estados generales que vuestra majestad acaba de convocar. Esta formación es verdaderamente infamante para la dignidad de nuestro sexo. ¡Cómo podríamos guardar silencio ante una injuria tan grave sin deshonorarnos nosotras mismas! Señor, vuestra Majestad declara a Europa entera que quiere reunir a toda la nación y somos olvidadas en la convocatoria. Pero este desdeñoso olvido no proviene en manera alguna de vuestro corazón, demasiado bueno, ni de vuestra razón, demasiado lúcida, ni de vuestra voluntad, llena de rectitud; esto es la obra malignamente concebida de un ministro parcial que ha procurado nuestra exclusión de esta augusta asamblea para consumar nuestra nada política. Así pues, ¿no se cuenta para nada con nosotras en el Estado? ¿no se nos reconoce el suficiente apego al interés del Estado? o ¿es que se nos considera como incapaces de tratar los asuntos del mismo? ¡que responda a esto...! Ahora bien, ignorar a catorce millones de almas, seria sin lugar a dudas una prueba de la más completa ineptitud, tanto desde el punto de vista del cálculo, como de la legislación, y sin embargo este es el insultante fallo cometido, a nuestro parecer, por ese pretendido gran hombre a quien todo el mundo se complace en ensalzar como al más hábil de los calculadores políticos. Si, Señor, nosotras constituimos, en vuestro imperio, una población de por lo menos catorce millones; y si Vuestra Majestad tiene la menor duda al respecto que reúna a los dos sexos, que los separe luego en dos cuerpos similares y ya verá de qué lado queda el mayor número. Una vez expuesto y constatado este hecho, nosotras preguntamos si una asamblea nacional en la que se proscribe injustamente a la clase más numerosa puede ser llamada razonablemente asamblea representativa de esta misma nación, si puede considerarse que tiene la universalidad moral, la suficiente legalidad para sancionar leyes, si las leyes pronunciadas a espaldas y contra la voluntad de estos catorce millones de seres rechazados podrían ligar a estos últimos, si éstos no están en su justo derecho al quejarse ante esta injuriosa omisión de sus personas en un asunto que les es de tanto interés, o, en una palabra, si no está plenamente fundado que pidan ser escuchados. La razón y la justicia han respondido de antemano a esta pregunta. Hacer ver a Vuestra Majestad, para anular nuestros títulos civiles y políticos, que no estamos lo bastante interesadas en vuestro servicio, seria imponerse indignamente a vuestro culto. Señor, si vuestro ministro hubiera sido capaz de hablaros con semejante lenguaje, pedimos venganza contra él... ¡Ah! acusarnos de permanecer impávidas ante los intereses de vuestra adorable persona, a nosotras, la parte más amable y más sensible de vuestro reino; ante esta sola idea nuestras cabezas se encolerizan, nuestros corazones se sublevan de indignación y nuestras manos arden en deseos de hacer callar al indigno calumniador. Poned a prueba nuestra devoción, Señor, veréis si los más costosos sacrificios pueden detener el empuje de nuestro sexo. Sin duda, nos sentimos muy ligadas a nuestros brazaletes, a nuestras joyas, a nuestros adornos, a nuestros collares y pendientes, a todos los brillantes objetos impuestos por las modas. Más ligadas que el alto clero a sus inmunidades, la nobleza a sus prerrogativas, la magistratura a sus privilegios, el financiero a su oro, pero una sola palabra de Vuestra Majestad y ante esa orden nos despojaremos de todo ello sin protestas, sin reclamaciones, sin discusión, sin lamentos; corazones como los nuestros no saben negar nada a su soberano; no saben hacer otra cosa que obedecerle, amarle, y para ellos adorarle representa la más exquisita de las delicias. Invocar como motivo de exclusión nuestra prejuzgada incapacidad para los asuntos públicos, sería otro pretexto igualmente falaz; desafiamos primero a vuestro ministro a citarnos un imperio compuesto únicamente de hombres sin ninguna mujer; gobernado por ellos solos en todas las ramas de la administración, y que haya subsistido con tal organización siquiera el espacio de un año; y nosotras, con la ayuda de la historia, le proporcionaríamos uno completamente formado por mujeres, sin un solo hombre, gobernado por ellas solas con honor, y con gloria, con toda la prudencia deseada durante siglos; este hecho único refuta de manera incontrovertible la opinión poco honesta y desfavorable hacia nuestra capacidad para los asuntos públicos. Roma nació sin el concurso de las mujeres, cierto es, pero sin las Sabinas, ¿qué habría sucedido con Roma? Hubiera desaparecido de la superficie de la tierra casi inmediatamente después de haber nacido. Además recomendamos a vuestro ministro que abra los anales de nuestros antepasados, y verá cómo antiguamente en la Galia, nuestros príncipes, nuestros jefes, nuestros magistrados, no tomaban ninguna deliberación importante, en la paz o en la guerra, no decidían ningún proyecto esencial y no lo llevaban a la práctica sin consultar antes con nuestro sexo. Los hombres de entonces sí nos consideraban, pues, capacitadas para los asuntos importantes; y rendían homenaje a nuestro talento; eran más justos que los hombres de nuestros días; y ¿esto por qué? Porque eran menos soberbios y menos tiranos; a sus ojos nosotras éramos diosas, pero unas diosas de otro género que las de nuestra época. Aquellos felices tiempos no existen ya, aquellos siglos tan gloriosos para nosotras; y ¿cuál es el resultado del actual estado de cosas? una multitud de abusos destructivos, una multitud de deplorables desgracias, el despotismo en fin con toda su violencia; este monstruo no podía surgir más que de una cabeza masculina. ¡Qué ventura para Francia si la revolución que se gesta nos trajese tales gloriosas épocas! El patriotismo renacería con todas sus virtudes en los corazones franceses. Y nosotras, asociadas a la legislación, con nuestras primitivas libertades recuperadas, nos convertiríamos en otras tantas heroínas y ofreceríamos a la patria una nueva raza de héroes. En una palabra, Señor, ante vuestra voz retornarían esos benditos tiempos. Aunque, hay que aceptar, en verdad, que en general no poseemos ahora las luces necesarias para encauzar un mal gobierno ni para propiciar uno bueno. Pero todas las cosas tienen un comienzo, y la época es favorable; el amor a la libertad enardece nuestras almas, el deseo, tan natural, de mejorar nuestra condición nos consume, la noble pasión de la gloria acaricia nuestros corazones, la fuerza del ejemplo que nos ofrecen los hombres nos anima; aprovechad pues la ocasión presente, y no escuchéis a esos cobardes cortesanos que Vas habernos adulado a nosotras van a deciros a vos que somos incapaces de adquirir los conocimientos necesarios para ostentar la representación en los estados. Si nos faltan actualmente estos conocimientos no es ciertamente a la naturaleza a quien debemos achacar el fallo; no es más madrasta con nosotras que con nuestros déspotas; sin falsa modestia ella nos ha deparado tanto ingenio, tanto criterio, tanta cabeza como a ellos. Al lado de los grandes personajes brilla con luz propia una Blanca de Castilla, una Isabel de Inglaterra, una María de Hungría de imperecedera memoria y la actual emperatriz de todas las Rusias, esa soberana admiración de toda Europa y terror de la media luna. Sólo pues al despotismo masculino debemos la universal ignorancia en la que tiene sumido nuestro talento; sólo a la voluptuosa tiranía de los hombres se debe el que nos hayamos convertido en una especie de autómatas lo bastante complacientes para divertirles y entretenerles. Así es como el hombre ha degradado a su semejante; ¡y pensar que esto no le hace enrojecer de vergüenza...! Vos solo, Señor; si, vos solo sois digno de reparar este ultraje hecho a la naturaleza, a la mitad del género humano. Por otra parte, vemos que siguiendo vuestras órdenes se llama a las asambleas de parroquia, de bailiazgo y de senescalado a los campesinos, agricultores, rústicos que ciertamente son menos instruidos que la mayor parte de nosotras. ¿Qué consejo útil pueden brindar estos innobles representantes que no podamos ofrecer nosotras mismas? ¿Por qué la ley que por esencia debe ser imparcial, y a los ojos de la cual no debe haber distinciones, los convoca a ellos prefiriéndolos a nosotras? No es en razón de sus luces puesto que carecen de ellas, y tampoco en razón de sus títulos de propiedad, puesto que pueden ser comunes a los dos sexos. Es, pues ¿porque son hombres por lo que se les llama al consejo de la nación? ¿Y a nosotras se nos excluye porque no lo somos? ¡Qué parcialidad tan indigna! ¿Es que es una mancha ignominiosa el haber nacido mujer? ¿Será posible que bajo un reinado tan ilustrado tengamos que avergonzarnos de nuestro sexo? Seguramente si el sentido común y la equidad presiden los estados ecuménicos de los franceses, éstos abrogarán una ley odiosa que crea una distancia casi infinita entre dos seres tan estrechamente ligados por la naturaleza y la religión. Y ahora os voy a presentar una de esas verdades indiscutibles y luminosas sobre la que desafiamos a Francia entera a que pueda formular una duda razonable. Parece evidente según las declaraciones emanadas de vuestro consejo que los estados generales van a ser una asamblea económica. Y es ciertamente sabido que la economía pública, para tener una sólida consistencia, debe estar moldeada sobre los principios de la economía particular; y ¿no está claro que quien mejor entienda de ésta, más capacitado está para ordenar aquélla? Ahora bien, yo pregunto, ¿cuál de los dos sexos está más familiarizado con las operaciones y las reglas de la economía doméstica? La respuesta está ya dada; todos los hechos están a nuestro favor. Si, Señor, entre nuestra clase hay muchas economistas y aún más, ecónomas. Nuestros adversarios no lo ignoran; muy a menudo se han servido de nuestra experiencia y si fuesen justos lo confesarían francamente. Quién sabe si entre aquellos que podrán votar en los Estados Generales, habrá alguno que no lleve otras respuestas que las de su esposa, o de su ama de llaves. Conocemos madres de familia perfectamente al tanto del gobierno de una familia, fuente primera, aunque remota, del bienestar nacional. Perfectamente al tanto de la administración de vastas posesiones territoriales, perfectamente expertas en varias ramas de comercio; incluso podrían proporcionarnos amplias instrucciones sobre este triple objeto; ¿y no se les querría escuchar? Eso seria evidentemente huir de la claridad aparentando un vivo deseo de conocerla. ¿Pero será posible que la verdad en nuestros labios dé miedo a los hombres, y pierda su prestigio y atractivo? Por otra parte tenemos gran cantidad de objetivos que proponer a la asamblea de los cuales no se ocuparían otros sino tos miembros llamados a la asamblea general, objetivos que sin embargo tienen como meta, todos ellos, la regeneración del imperio. I.° Tenemos que solicitar la reforma de la frívola educación que se nos ofrece. ¿No clama al cielo que sólo se cultive en nosotras las facultades corporales, como si no fuésemos más que materia, como si no tuviésemos alma? ¿No resulta vergonzoso que se limiten a enseñarnos solamente a guardar la compostura, a armonizar nuestros gestos, a andar cadenciosamente, a bailar con gracia, a cantar melodiosamente, como si no se viera en nosotras otra cosa que unas marionetas y unas cabezas de chorlito sin provecho? ¿No es humillante que sean los trabajos manuales, la costura, el bordado, el punto, las únicas tareas en las que se ocupe nuestra preciada juventud, cuando podríamos hacer tantos o más progresos que los hombres en las ciencias y las artes nobles, sobre todo en aquellas que requieran gusto e imaginación y como ejemplos cito las Desnoulières, las Duchatelet, las Du Bocage, etc.?: para acabar con tales abusos vamos a proponeros escuelas, colegios, universidades, donde se nos admita para recibir la instrucción necesaria, para el completo desarrollo de nuestras facultades intelectuales con el fin de que podamos prestar todo el concurso que nos sea posible a la obra inmortal del bienestar general. 2.° Tenemos que denunciar otro abuso que provocará siempre la indignación de todo ser sensible y cuya propagación si no se tiene cuidado, inutilizará poco a poco las más fecundas fuentes de la población; hablamos del celibato; ese monstruoso celibato cuyos placeres resultan difíciles, que multiplica los crimenes, que reseca las almas, perpetúa el egoísmo, corrompe las costumbres, lleva el deshonor al seno de las familias, incluso las más honradas, este celibato gana terreno insensiblemente en nuestras ciudades, en nuestros campos, en provincias. Y ¿qué consecuencias trae todo esto? Pues de todo esto resulta que de todas las niñas que nacen en vuestro reino apenas la mitad logra establecerse, y que a las desamparadas no les queda otra cosa a excepción de sus votos fervientes, pero estériles, porque las fuerzas del estado se multipliquen, pues no es a ellas a quien hay que atribuir la culpa de esta plaga destructora de la sociedad. Este vicio tan opuesto a las leyes de la naturaleza así como a las de una sabia constitución, merecería toda la atención de los legisladores. ¿Cuántas veces no se les ha pedido en nombre de la patria que detengan lo antes posible un desorden tan peligroso? Y sin embargo ¿qué remedio han ofrecido? Ninguno, porque ellos son a la vez jueces y parte en la cuestión. Y sin embargo los hay; el más eficaz seria poner una nota de infames a todos los célibes por gusto, declararlos inhábiles para poseer cargos, desheredarlos y adjudicar sus herencias a las muchachas sin fortuna, o poco favorecidas, en una palabra concederles una dote.