Concept

Religión

Un estudioso de la introducción del Cristianismo en el País Vasco, Andrés E. de Mañaricua, resumía no hace mucho su investigación sobre este tema. Según él, la evangelización de los vascos se iniciaría en el Bajo Imperio Romano y ya en los primeros años del siglo IV estas tierras podían ofrecer a la Iglesia de Roma un grupo de mártires bajo la persecución de Diocleciano. Prudencio calificó de "pasado" el paganismo de los vascones en la segunda mitad de este siglo. Asimismo se tiene constancia, en los siglos IV-V, de la existencia de la sede de Calahorra y se puede certificar que al comenzar el siglo VI todas las ciudades del País Vasco continental tenían ya sus propios obispos. No sabemos, sin embargo, con exactitud la situación del País Vasco peninsular por falta de fuentes, ya que las actas de los concilios en los que sin duda intervinieron, por ejemplo en el de Zaragoza del 380, no se mencionan las sedes de los participantes. A la caída del Imperio Romano de Occidente, el Cristianismo había intentado penetrar por los cuatro costados de Vasconia. Las tres diócesis de Calahorra, Pamplona y Oca, que extendían su jurisdicción por tierras autrigonas, se repartían durante siglos el territorio vasco. Su participación en los concilios visigodos se encuentra también garantizada, así como una evangelización sincronizada con los restantes pueblos vecinos de Europa. Vicisitudes políticas, luchas contra los musulmanes y rivalidades entre los recién nacidos reinos cristianos provocarían la supresión o aparición de otras sedes episcopales. Sobre el obispado de Calahorra, sin duda el de más antigua fundación, se sabe con mayor precisión que en el 457 era obispo Silvano, por las cartas que contra él dirigiera el Papa Hilario a los obispos de la provincia tarraconense, acusándole de haber ordenado dos obispos sin permiso del metropolitano. Por lo que se refiere, en fin, al País Vasco continental, asegura Narbaitz que la única sede episcopal ha sido por mucho tiempo Dax o Civitas Aquensium o Akize en vascuence, dado que es hecho admitido por todos los historiadores que las sedes episcopales no se formaban sino cerca de caminos importantes, como éste de Dax o Aquis sobre el Itinerario Antonio. Por otro lado, la diócesis de Bayona piensa Dubarat que debió ser fundada "en el siglo V o VI de nuestra era", en su magistral "Missel de Bayonne" de 1543.

Armentia, sede bisagra de la Baja Edad Media (700-1200). Diócesis con población vasca serían las de Valpuesta y Álava, que perdería el título del territorio, para denominarse con el de Armentia, es decir, el de la sede. Al tiempo que Calahorra se encontraba ocupada por musulmanes, la de Álava se constituía en "alma de la cristiandad vasca oriental", en frase de Azcona. En realidad su primer obispo parece ser Bivere, oriundo de una familia noble leonesa, refugiada allí. Hasta 1014 desconocemos con exactitud los obispos intermedios hasta llegar a Muño II. Los estudios de Ubieto, Mansilla y Mañaricua nos hablan de un giro de la sede alavesa hacia la órbita del reino de Navarra, enfrentándose así a los condes y luego reyes de Castilla. Este Muño, cuyo nombre era Beguilaza (Mirada áspera), de alcurnia éuskara, moría en 1033 junto al arroyo de San Esteban, según consta en un apunte del monasterio de San Millán. Dentro, pues, de los más de diez obispados alaveses documentados, se encuentra el de Juan (1033-1037?), cuyo nombre aparece en una escritura, en la que el rey Sancho el Mayor concedía mercedes al monasterio de Oña, a causa de introducirse en él la regla de Cluny. García I, con un episcopado de 16 años de duración, cuando lo ordinario de estos obispos oscilaba en cubrir apenas los dos años. De entre sus actividades sobresale la confirmación de las arras del rey D. García a su mujer Dña. Estefanía (1040) y su posterior acompañamiento al mismo rey, ya enfermo, a Leyre en 1051, en donde esperaba recobrar su salud.

En 1052 confirmaba la carta de dotación del monasterio de Nájera y en el año anterior los condes de Vizcaya la hacían donación de Santa María de Izpeya. Después, Vela I (1055-56), Muño III (1057), Vela II (1057-59), García II (1060), Muño IV (1060-62), Vela III (1062), Muño V (1063-4) y Fortuño II (1065-1088), último en el obispado alavés, paralelo al cisma entre el pontífice Honorio II y Alejandro II. Elegido por el resto de los obispos españoles para defender ante Roma la continuación del uso del rito gótico frente al romano, salía triunfante de su empresa. Con su muerte la diócesis de Alava quedaba incorporada definitivamente a la de Calahorra. Su agregación a la mitra calagurritana suscitaría durante dos siglos lucha enconada entre los dos cabildos, rebajado el de Armentia de catedral a colegial. Junto a los obispos, ningunas instituciones tan decisivas en el País Vasco para la marcha de la Iglesia como los arciprestes, delegados para una zona de la sede, y los monasterios, como entidades determinantes en el cambio religioso y social del pueblo. Importantes, pues, los arciprestes de Portugalete, muchos de Álava, valle de Léniz y el de Fuenterrabía. Y como cinturón de monasterios que se asomaban a Vasconia o acampaban en ella, los de Oña, Cardeña, Las Huelgas, Silos, San Milán, Nájera, Valvanera, Irache, Fitero, Leyre y Roncesvalles. Algunos de éstos y otros, además de centros de espiritualidad, prestaban atención esencial a otros diversos aspectos culturales: el arte románico, la pastoral rural, la santificación del campo, así como servicio al necesitado -red de hospitales, hasta doce en Navarra-, las escuelas, las cofradías. Goñi Gaztambide ha trazado una preciosa síntesis para Navarra en los siglos XI y XII.

En la Edad Media Medular (1200-1400). Tarsicio de Azcona certifica que al principio del siglo XIII se produce el viraje en el escenario político del País Vasco, que bien se puede pensar en un cambio de período en todos los aspectos. Dentro de esta evolución, el hecho eclesiástico irá marcado por dos signos: la intervención papal y el gobierno episcopal. No era nueva para la península la ingerencia de la Santa Sede, por ejemplo, en la introducción del rito romano para todas las iglesias. Pero la nueva intervención no se limitará ahora a ajustes de fiestas, cultos y rezos, sino que ofrecerá otros aspectos. Así, en el clima generalizado de cruzada general, convocada por Inocencio III, a raíz del Concilio Lateranense IV (1215), Teobaldo I de Navarra organizaba su cruzada propia contra los musulmanes orientales, no sin la ayuda pontificia y con frutos favorables para ambos. Dicha experiencia resulta ejemplar: suscitaba en los papas el envío periódico de legados, que dejarían huella en toda la Península, unos por sus arbitrariedades y otros por sus magnificas actividades en contra de la decadencia eclesiástica, tentada de alianzas terrenas. Por lo que se refiere al gobierno episcopal, la función reformadora de los obispos brillaba por su ausencia. Más bien elegían funciones áulicas que eclesiásticas.

Piénsese en Ramiro de Navarra (1220-1228), hijo del rey, pero no sólo él, pues en general puede afirmarse que los obispos y procuradores presentes en Letrán se mostraron muy poco propensos de la reforma religiosa. Si con pujanza religiosa aparece la vida episcopal, es muy significativo el contagioso fervor de la vida monacal. Así, los franciscanos, las claras con su flamante fundación de Santa Engracia de Pamplona, erigiéndose en el primer monasterio de la vida femenina franciscana fuera de Italia, los dominicos en Pamplona, Vitoria, San Sebastián (San Telmo), los mercedarios, la familia agustiniana, masculina y femenina, en Pamplona, San Sebastián, Bilbao y Hernani. Un indicador cualificado de la sacralización de aquellos días lo constituye la celebración de las fiestas cristianas. Se pueden calcular en más de un centenar de días de fiestas de precepto, incluidos los domingos, con obligación de oír misa y de no trabajar.

Tal calendario influía no sólo en la vida espiritual, sino también en la social y económica. Escribía un sínodo, refiriéndose a las iglesias de las montañas: "porque cesando de trabajar los homes, así en las labores del campo como en otros oficios e artificios, viene daño a la república cristiana". Estos daños se notaban precisamente en el montañoso País Vasco. A todas las parcialidades que zarandeaban la vida de los vascos -sumergida entre los bandos de oñacinos y gamboínos-, acompañaban costumbres y celebraciones religiosas de carácter triste y poco cristiano. Así, los duelos por los muertos, donde se desesperaba de la resurrección, las asambleas de concejos en cementerios e iglesias "a donde dan muchas voces -reprobaba un sínodo de Burgos, refiriéndose a las montañas- y pasan cosas de enojo y de porfías e blasfemias e juramentos", las luchas, hasta armadas, por derechos de preeminencias eclesiásticas y los arbitrarios matrimonios, en cuyo eje fundamental primaba la picaresca y el interés.

El otoño de la Edad Media (1400-1525). Las iglesias del País Vasco durante el cisma de la Iglesia (1378-1418) se forjaban unas en torno a la corte de Pamplona, las navarras, y el resto conforme a los dictados de la corte castellana. La mordedura de la desunión y de otros defectos gusaneaba y minaba su vivir. Esta depresión eclesiástica en todos sus estamentos nos viene descrita con cientos de versos por el canciller Pedro López de Ayala en su "Rimado en Palacio". Su hijo Fernán, guarda del cónclave en Constanza, y muchos otros vascos, salidos del pueblo y con hábitos mendicantes, recorrerían con periodicidad Italia e introducirían, a sus regresos, aires de renovación cultural y humana. Con los Reyes Católicos las provincias vascas quedaban enganchadas a las preocupaciones y empresas de los mismos, también en la política de absorción o represión de las minorías de judíos o moriscos. La Iglesia en el País Vasco no se pudo sustraer al movimiento milenarista de Durango, con lo que tenia de radicalismo social, libre espíritu, joaquinismo, fraticelismo, prolongándose desde 1442 hasta más allá del siglo XV.

Dichas alteraciones en el tejido de la Iglesia han sido estudiadas con brillantez por Goñi Gaztambide y J. M. de Garriazo. Asimismo se encuentra bien documentada la presencia de judíos y conversos gracias a Cantera Burgos, como la de brujas en Navarra por Idoate, además de los datos de Goñi y Caro Baroja. Por otro lado, con la política expansionista de Carlos I tocaría a las provincias vascas y Navarra conocer todo un proceso de anexión y de ocupación durante tres espacios de guerra caliente entre 1512 y 1521. Un hecho bien relevante -señalado por Azcona- de este dominio consistiría en el privilegio concedido por Adriano VI a su discípulo Carlos I en bula de 4 de mayo y en un breve de 28 del mismo mes de 1523, por el que se le concedía el derecho de presentación y patronato a la mitra de Pamplona. Así el Papa canonizaba la conquista y ocupación del viejo reino. Si el "clamor de reforma" surcaba toda la geografía europea, las diócesis de Calahorra y Pamplona eran las más castigadas por la irresidencia de sus prelados.

A fines del siglo XV, pese a la solicitud pastoral del obispo dominico Pascual de Ampudia que se llegaba hasta Bizkaia, la cura pastoral y temporal de las diócesis descansaba en sus arciprestes. Por su parte, el clero secular, urgido por asociaciones nacidas en su seno y llamadas "asambleas", evolucionaba más hacia organismos burocráticos que hacia movimientos reformistas. Las órdenes religiosas, sin embargo, propiciaron un movimiento radical de reforma llamado observancia. Potentes focos de contagio reformista serian los conventos de San Francisco y de Santo Domingo en Vitoria, que, entre otros, influirían no poco en la espiritualidad vasca del Siglo de Oro.

Un profundo conocedor del tema vasco en muchas de sus vertientes, Koldo Mitxelena, ha podido escribir así:

"Si un hecho en la historia moderna ha tenido una profunda repercusión en Vasconia, éste es el Concilio de Trento, cuyos efectos llegaron a conformar de modo permanente casi todos los aspectos de la vida del país. Después de él, y en su consecuencia, va realizándose la identificación, luego familiar, de lo vasco con el catolicismo".

Tal acontecimiento -el máximo del siglo XVI- dejaría una profunda huella en la historia del País Vasco. En efecto, guiados por el imprescindible Tellechea Idígoras, se puede hablar de numerosos sínodos reformistas anteriores y posteriores al Concilio por estas tierras. Pedro Pacheco, obispo de Pamplona, iniciará, aun antes del Concilio, la serie de obispos residentes y cumplidores que visitarán su diócesis. Pamplona, Calahorra y Baiona constituyen el triángulo de diócesis en que quedará englobado todo el País Vasco. Considerándose como diócesis de entrada, recalarán en ellas principalmente obispos foráneos en situación y con talante de tránsito. De ahí se explica su gran movilidad. El propio Tellechea nos facilita el siguiente cuadro:

siglo
XVI
siglo
XVII
siglo
XVIII
Pamplona141411
Calahorra13147
Baiona978

El clero secular o diocesano sería abundante, pero condicionado más por el sistema de beneficios, patronatos, diezmos que por las tareas pastorales. La puesta en marcha de los seminarios conciliares, urgida ya por Trento, se pondrá en hora tan sólo en el siglo XVIII. Primero Baiona (1722) y Larresoro (1733), después Logroño (1776), Calahorra (1781), Pamplona (1777). Anteriormente este clero podía formarse en las Universidades de Pamplona e Irache, o en los numerosos colegios sostenidos por las Ordenes religiosas y, sobre todo, desde el siglo XVI en Universidades tan prestigiosas como las de Alcalá o Salamanca. A fines del XVI, como símbolo de cambio, se introduce la práctica universal de las visitas episcopales al Papa -"ad limina Apostolorum"-, en las que debían presentar un informe sobre el estado de la diócesis y su misión. Gracias a su conocimiento, aunque todavía superficial, sabemos de los aspectos situacionales diocesanos. Capítulo de gran importancia reviste la fundación y robustecimiento de la vida del clero regular.

Su cómputo global se aproximaba por estos días al centenar de casas religiosas, con una incidencia doble en el País Vasco. Primero, su influjo pastoral en su entorno inmediato, multiplicado por una actividad itinerante basada en la predicación, y segundo, su influencia universal a través de sus delegados de sus diócesis. Tellechea señalaba como todo un símbolo ya típico la visita de la parroquia de San Vicente en San Sebastián. Además en el cauce institucional de las Ordenes darían la medida de su talla numerosos vascos en tres frentes: en las nóminas de sus jerarquías (Generales, provinciales, priores, definidores), en sus horizontes misioneros (predicadores, profesores, escritores) y en las listas del santoral. La preocupación evangelizadora institucional, debido al problema del protestantismo y la brujería, conferirá un notable impulso a la catequesis en euskera durante los siglos XVI y XVII. Tellechea señalaba últimamente para el primer siglo los catecismos de Elso y Betolaza, así como la versión del Nuevo Testamento y de alguna obra de Calvino por parte de Lizárraga.

Para el segundo señalaba que Baiona, Pamplona y Calahorra veían surgir catecismos como los de Materre, Juan de Beriain, Capanaga, Pouvreau, Zubie y Belapeyre, así como el Gero de Axular, un clásico de la literatura vasca. Luego vendrían los de Asin, Arzadun, Eleizalde, Olaechea, Maytie, Irazusta, otros y otros anónimos y las múltiples traducciones de Ripalda y Astete. El mismo Larramendi estimulará a Cardaveraz y Mendiburu a producir literatura piadosa en euskera. La urgencia pastoral suscitaba así la aparición de buena parte de la primera literatura escrita en nuestra lengua. Si las misiones populares cobraran especial vigor en el siglo XVIII, distinguiéndose figuras de tanto relieve como los jesuitas Cardaveraz, Mendiburu y Calatayud, franciscanos como Añíbarro y Palacios, y dominicos como Garcés, la aportación eclesiástica al campo de la enseñanza permanece por definir todavía. El "College" de Baiona surgía por iniciativa del obispo Maury, mientras que los jesuitas abrían los colegios de Vergara, Azcoitia, Oñate, San Sebastián, Pamplona, Tudela, Bilbao, Lequeitio... Otros conventos sustentaban escuelas de primer nivel y con carácter municipal. Pasada la tremenda fisura de la brujería, común a las tres diócesis durante cien años, en el siglo XVII, en Baiona precisamente (de donde era Saint Cyran), cuajaba el jansenismo, que provocaría serios problemas en el siglo XVIII. El seminario de la ciudad se constituiría en uno de los focos de irradiación y varios obispos se empeñarían a fondo en su desarraigo. Mucha mayor presencia alcanzaría para el País Vasco el hecho regalista, denunciado y estudiado con brillantez por Sebastián Insausti.

La Ilustración se apuntaba un magnífico tanto con la fundación de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País y del Seminario de Bergara. Pese a la sombra atacante de Menéndez y Pelayo sobre la Real Sociedad, calificándola con sus acerados juicios de heterodoxa, Urquijo despejaría definitivamente esta acusación. Los hombres de iglesia, por su parte, ante el exponente más notorio del siglo en ideas de corte más abierto, mostraron unos sus reticencias a su aceptación y otros engrosaron las listas de sus socios, como bien ha demostrado Larrañaga. Muy distinta iba a ser esta actitud a partir de los sucesos revolucionarios acaecidos en el vecino reino de Francia tras la célebre noche del 4 de agosto de 1789. La Constitución Civil del clero establece la fórmula de una Iglesia nacional francesa que constituye civilmente al clero secular, suprime al clero regular y hace que los obispos sean elegidos por los fieles reunidos en Asamblea departamental, siendo consagrados por el Metropolitano y no por el Papa. Lapurdi, Baja Navarra y Zuberoa pasan a constituir parte de un obispado cuya sede se halla en la ciudad de Olorón, suprimiéndose las diócesis de Baiona, Dax y Lescar. Pavée de Villevielle, obispo de Baiona, huye refugiándose en el monasterio de Urdax, desde donde administra clandestinamente su ex-diócesis.

Surge así el conflicto del gobierno revolucionario francés con la Iglesia, que tan profundas repercusiones había de tener en ambos Países Vascos. Los fieles se dividen. En algunas poblaciones como Ainharp, la gente hizo una calurosa recepción a los curas juramentados o constitucionales e incluso persiguió a varios sacerdotes refractarios que se habían escondido. Algunos de éstos, como el de Briscous o el de Ainhoa, fueron guillotinado el primero y fusilado el segundo. Otros como Duronea, párroco de Sara, se hicieron célebres por su adulación a Pinet y Cavaignac. Roma, que se mantenía en silencio, sale de su mutismo declarando la guerra a la Revolución al anunciar ésta la venta de los bienes confiscados a la Iglesia. Abolido el culto católico en noviembre de 1793 se inician las fiestas civiles dedicadas a la Diosa Razón. La guerra contra la Convención declarada por toda la Europa reaccionaria va a enconar aún más la situación colocando a gran parte del clero con los invasores, lo que traerá consigo el asalto a los bienes de la Iglesia, como es el caso de la destrucción de la estatuaria de la catedral de Baiona. Miles de sacerdotes cruzan clandestinamente la frontera, estableciéndose en Hegoalde. Su influencia entre sus colegas navarros, vizcaínos, alaveses y guipuzcoanos va a ser decisiva.

(1808-1814). La historia de la Iglesia vasca contemporánea se abre de forma desbordante con la llegada al solar vasco de los ejércitos napoleónicos. La victoria de los ejércitos españoles en Bailén en julio de 1808 elevó la moral de combate, instrumentalizando a su favor la defensa de la religión. Lo español o lo vasco se identificaba una vez más con lo católico. Al inicial afrancesamiento del obispo de la diócesis de Calahorra, cobertura también de gran parte de las provincias vascas, se opusieron muchos clérigos residentes en Bilbao, que se erigieron en auténticos líderes del movimiento insurreccional. 122 curas del Señorío de Bizkaia no leyeron en forma alguna en el púlpito su exhorto a la paz, promovido por su obispo Aguiriano el 9 de junio de ese mismo año. Este obispo, oriundo por parte paterna de Bolivar de Ugazua, del guipuzcoano valle de Léniz, había destacado por sus pastorales antifrancesas, en torno a la guerra de 1793. Sus paradójicas posturas serán constantes: regalista al apoyar en 1799 el Decreto de Urquijo, colaboracionista primero del gran duque de Berg y, desde agosto de 1808, tránsfuga de su diócesis, el más encendido opositor al invasor francés, sobre todo desde Alicante. Por su parte, el gobierno de José I debía enfrentarse en 1810 con las diócesis abandonadas de sus obispos, entre ellas Calahorra, el decreto de La Gaceta de Madrid, firmado por el bilbaíno Urquijo, destituía a los prófugos de Calahorra, Astorga y Osma.

Para aquella diócesis nombraba a Aguado y Jarava. Curiosamente, Aguiriano descalificaba a su sustituto con los epítetos siguientes: "cismático", "adúltero", "heresiarca", "peste", "nuevo Menelao y Jasón", excomulgándole al fín. Conviene destacar que antes de ser nombrado Aguado había regido los destinos de la diócesis el vicario general Felipe de Prado, hombre débil que muy pronto caería en los lazos del hábil canónigo Juan A. Llorente, afrancesado y apasionado defensor de los Bonaparte. El servilismo de Prado para con los franceses no se explica sin la esperanza del vicario de verse promovido al episcopado. Había sido apresado por la guerrilla y conducido a Molina de Aragón que, a su vez, indulgente, perdonaría sus servidumbres y le devolvería a Calahorra. Enlaces indiscutibles entre el obispo legítimo Aguiriano y su clero lo serían los clérigos regulares que habían incrementado su descontento, alimentando la guerrilla.

Si los invasores franceses pretendían legitimar su dominación haciendo ver que contaban con la Iglesia, clero regular y secular se encargaban de desmentirlo. En efecto, el cabildo bilbaíno repetidas veces promovió distintas "huelgas de misa", otros se unieron al ejército como soldados, otros se pusieron a las órdenes del obispo guerrillero de Santander, Menéndez de Luarca, otros contactaron con el famoso guerrillero "el Cuevillas" otros siguieron a las bandas del cura de Izarra y Ochoa en Orduña y Amurrio. Por otro lado, si el Comisario General de la policía francesa amenazaba con severos castigos a los sacerdotes que no rezasen públicamente por el monarca francés, esto no logró evitar el que los fieles se ausentasen de las iglesias al llegar el momento de esta oración. Asimismo el cura de Ochandiano, Echánove, informaba a Aguiriano de la huida de todo su pueblo a la guerra. Y la actitud de los fieles de este pueblo no fue excepción.

(1814-1833). "Días de persecución y terror" fueron los de la primera y segunda reacción absolutista de Fernando VII en 1814 y 1823, según Pedro de Urquinaona. Pero esta restauración de la monarquía absoluta, aunque fuese acompañada de sus quebrantos, era recibida con entusiasmo por los clérigos vascos. El monarca restablecía la Inquisición, recibía a los jesuitas, liquidaba las disposiciones de Cádiz contra el clero y confirmaba los fueros. Pensaban, pues, los eclesiásticos de la Iglesia vasca, observa García de Cortázar, que el respeto a la tradición sólo podría ser asegurado con el mantenimiento de la religión, tal y como la habían transmitido las generaciones anteriores. Por eso la nueva ideología liberal, aunque de escasa influencia por el País Vasco, no sólo se presentaba como atea y demoníaca, sino como matriz de conflictividad y desigualdad. La misma jerarquía se encargaría en alejar esta pesadilla. Y el medio utilizado consistiría en lanzar su peculiar cruzada desde el púlpito -misiones populares contra la "disolución de las costumbres". La eventual instauración de la Inquisición servía a Fernando VII para echar sobre el hombro gustoso de la Iglesia la labor de perseguir cualquier manifestación de libertad de expresión. En torno a la reposición de este tribunal, sobre todo después de 1823, fue donde se adoptaron posturas de mayor virulencia.

El sector ultra del clero, del que participaba la Iglesia vasca, quizá incluso como frente más monolítico que el de otras regiones, solicitaba su restauración con mayor agresividad. El padre Acevedo, predicador de Vitoria, soñaba con utilizar la Inquisición contra los liberales, "sin que el número deba arredrar, ni los muchos que para eso sería necesario matar". Mientras el Papa pedía la concordia, fray Manuel Martínez escribía en "El Restaurador": "Dicen (de la Inquisición) que quemaba, ¿y qué labrador no quema la mala hierba para descastarla?". El mismo arzobispo de Valencia, fray Veremundo Arias, insistía en que no debía restaurarse en el estado de postración de 1820, sino con el rigor y las facultades del mismo siglo XVI. No es nada extraño que el nuncio Giustiniani quedara asombrado por estas expresiones de tanta virulencia. Para 1820 la disminución de vocaciones religiosas con relación a 1800 parecía evidente. De ahí que los obispos de Pamplona y Calahorra se lamentaran. No obstante, durante la década ominosa (1823-1833) volvieron a aumentar. Con todo, de los 1.940 conventos de frailes esparcidos por España a la muerte de Fernando VII, tan sólo 35 pertenecían al País Vasco y de ésos 13 a Bizkaia, aunque bien poblados en comparación con los de otras regiones y además muy queridos por estas poblaciones. Asimismo, de las 35 órdenes vigentes en España, sólo 5 tenían casas en Bizkaia: franciscanos observantes, agustinos calzados, mercedarios calzados, carmelitas descalzos y capuchinos.

Si en los conventos españoles se daban las normales infidelidades a la vida religiosa, fruto de debilidad o del desgaste de los tiempos, los religiosos vascos sobresalían por su observancia y buen espíritu. De hecho, cuando en el Trienio Constitucional (1820-1823) se facilitaron las secularizaciones y la tercera parte de los religiosos españoles abandonó el claustro, en los conventos vascos apenas existieron deserciones. El magnifico historiador de la "exclaustración", Revuelta, observa que tampoco tenemos noticia de abusos de los religiosos vascos durante esta época constitucional de desconcierto. La jerarquía vasca, en fin, cerraba filas durante este período en torno al Trono por boca del obispo Puyal y Poveda, cuando en 1823, tras la victoria sobre los liberales, se dirigía a las vicarías vascas a fin de promover una especie de desagravio al Dios ofendido por los desmanes de los revolucionarios.

(1833-1840). El antagonismo enfrentado entre absolutistas y liberales durante el reinado de Fernando VII desembocaba ahora a su muerte en una lucha armada. Asimismo, la polémica sucesión de su hija Isabel, todavía menor, iba a quedar desdibujada por la sombra agresiva del llamado grupo de los "apostólicos", abanderados por Carlos María Isidro, y organizados en sociedades secretas durante el Trienio, como "El Angel Exterminador", "Sociedad del Ancora", "La Junta Apostólica", y abiertamente después en grupos militares, con ramas tan en punta de lanza como los "brutos", voluntarios guerrilleros navarros en su mayoría. Tomás y Valiente, al analizar la ideología carlista, nos ofrece la clave de comportamiento de amplios sectores del País Vasco por la década de los años treinta: el integrismo religioso, la reacción absolutista, la defensa del sistema foral y la misma conservación del régimen señorial de propiedad de la tierra.

Así pues, mientras para el País Vasco-Navarro el carlismo consistía en un auténtico levantamiento casi en masa de la población, excepción hecha en términos muy generales de las ciudades liberales, ante la defensa de su identidad, para otras regiones españolas venía a significar tan sólo una forma superior de bandidaje. Por lo que se refiere a la Iglesia vasca prefería elegir la línea de mayor resistencia contra el liberalismo, aunque buena parte de los clérigos regulares se esforzaba con constancia en dar la primacía al carácter espiritual de su vocación. Los preparativos del alzamiento carlista en Bilbao por el capuchino Negrete y la encendida actividad bélica de más de 150 frailes vizcaínos dispersos por el País Vasco motivó la queja oficial del obispo de Calahorra. Por su lado, la propaganda liberal se encargaba de acusar a curas y frailes vascos de instigadores cualificados de la insurrección carlista, con consecuencias insospechadas en Zaragoza, Barcelona, Murcia, puntos de Cataluña y Aragón y, sobre todo, en Madrid. Nos referimos a las tristemente célebres "matanzas de frailes" de 1834, que empezaron por los jesuitas del Colegio Imperial de la Corte, adonde el año anterior había recalado fugazmente para estudiar desde su Urrechua natal el joven bardo Iparraguirre.

La intervención del clero vasco en la primera carlistada se demuestra con facilidad. Y su participación fue directa, excitando a la rebelión, o indirecta, huyendo del convento, pues quedarse en él, las más de las veces, significaba vivir entre dos fuegos, el liberal o el carlista con sus distintas servidumbres. La actitud de fuga movió al gobierno a dictar el decreto de 26 de marzo de 1834, por el que se ordenaba la supresión de cualquier convento donde se fugaba la sexta parte de la comunidad, o donde el superior no diera cuenta inmediata de la fuga de uno de sus súbditos, o donde se celebraran juntas clandestinas, o donde se fabricaran pertrechos de guerra. Sorprendente fue la fuga de los 104 franciscanos de Bilbao, los de Bermeo y los de Oñate. Esta última cogió al nuncio Tiberi por sorpresa, ya que por aquellos días trataba de evitar ante el ministro de Gracia y Justicia la aplicación de la ley del 26 de marzo. La noticia de tal actitud comprometió su gestión diplomática dejándole sin disculpas ante el gobierno.

(1808-1868). El grave problema de la desamortización eclesiástica para amplios sectores de opinión del País Vasco será considerado como una ofensiva no sólo contra la Iglesia sino contra la identidad y tradición vascas. De la mano de Fernández de Pinedo, Donézar, Mutiloa, Extramiana y García de Cortázar, podemos afirmar que aquí la suerte del clero vasco fue menos adversa que la del resto de España, quizás porque este clero, en parte asalariado, tenía muy poco que perder. Pero de todas formas ya desde principios del siglo XIX el clero vasco vislumbraba el peligro que le suponía el ascenso político del liberalismo. De ahí su adscripción rápida al bando tradicionalista y su pronta adscripción a las agitaciones realistas del Trienio, sin esperar el estallido dinástico del carlismo. Antes, pues, de las dos grandes desamortizaciones, ya en la época de José I se suprimieron también aquí numerosos conventos y se vendieron sus bienes. Unos se recuperarían durante el sexenio absolutista de Fernando VII, mientras que otros quedarían relegados a llevar una vida lánguida, sometidos a fuertes deudas e hipotecas de todo género.

Por el contrario, el País Vasco escaparía del intento desamortizador de las Cortes de Cádiz, toda vez que la ocupación francesa impedía su promulgación. Sí, en cambio, recibieron ataque frontal durante el Trienio los monasterios navarros de Fitero, Urdax, Marcilla, Leyre, Irache y La Oliva, que quedaron suprimidos. Tan sólo se salvaba el de Roncesvalles. Asimismo, en Bizkaia los franciscanos vieron cerrados 3 de sus 5 conventos, el de Bilbao, Forua y Bermeo. De forma parecida se hizo con los agustinos de Durango. Como al comenzar el año 1834 la situación empeoraba en las provincias vascas para la causa liberal, distintas comunidades religiosas tenían que desalojar sus conventos para otros fines, como hospitales, cuarteles, cárceles. Así, las clarisas de la Cruz y las dominicas de la Encarnación de Bilbao, por ejemplo. Disposiciones, pues, de carácter militar regularían a su vez la organización de los conventos en descampado, concluyendo en una serie de Reales Ordenes de 1834, en las que se suprimían de forma suave -temporalmente- los conventos en despoblado de Álava, Bizkaia y Navarra primero y después los de Rentería, Fuenterrabía y Sasiola en Gipuzkoa; los de Roncesvalles, Leire, Oliva, Iranzu, Irache en Navarra; los de Badaya, La Bastida, Piédrola y Puebla de Arganzón en Alava, y los de Deusto, San Mamés, Burceña, Desierto y Larrea en Bizkaia. Más adelante, el 25 de junio de 1835, el conde de Toreno, para congraciarse con los revolucionarios, tan intemperantes por Aragón y Cataluña, decretó la supresión de las comunidades que no tuvieron 12 religiosos profesos. Esta disposición afectaba a 900 conventos.

Pero los liberales vascos, ocupados en la carlistada, no podían gastar tiempo en la aplicación de la ley, por lo que aquí en la práctica quedaría en vía muerta. Sin embargo, la gestión ministerial del progresista Mendizábal (setiembre 1835-mayo 1836) ejecutaba a las comunidades religiosas y desamortizaba sus bienes. En realidad, para el País Vasco todos sus decretos refundidos por las Constituyentes de 1837 sólo tuvieron aplicación en el magro territorio liberal. La supresión o reducción de conventos -esto último si era convento de monjas que no alcanzaba el número de 20- se debía llevar a cabo por una Junta Diocesana, presidida por el obispo. El de Calahorra, diócesis a la que pertenecía parte del País Vasco, negó toda colaboración, pues consideraba injustas tales determinaciones sin la aprobación del Papa. La otra Ley de Desamortización General de 1855, conocida como Ley Madoz, aquí se caracterizaría por una oposición a las ventas de forma organizada. Por lo que se refiere a los bienes de la Iglesia, Diputaciones como la de Bizkaia tacharía a la Ley de desafuero, oponiéndose, sin tener competencias, a la enajenación de estos bienes, porque este hecho podía constituir "el primer paso para reclamar después los bienes de los pueblos". Navarra fue la que menos oposición prestó, mientras que en Alava y Guipúzcoa, desde 1866 al 1869, se dio el gran asalto a los bienes de la Iglesia.

(1835-1868). El periodo llamado de las Regencias presenciaría la consolidación del sistema liberal, aunque siguiera siendo confesional. Los "nuevos ricos de la política", en frase feliz de Comellas, promulgaban una ley de julio de 1837, por la que suprimían la prestación decimal y primicial. Durante la guerra carlista en la mayor parte del País Vasco -sujeta al gobierno del Pretendiente- no pudo aplicarse. Pero firmado el Convenio de Bergara (1839) se nombraba a Ignacio Sorondo como recolector de diezmos para los dos arciprestazgos dependientes del obispado de Pamplona. Sorondo, conocedor del País, en nombre de la Junta diocesana de diezmos justificaba la actitud del gobierno, considerándola "como medida provisional para el sostenimiento de culto y clero". Pese a sus precauciones infinitas las respuestas de los cabildos guipuzcoanos, patrón de las de los alaveses, será la contestación del de Tolosa: "en todas estas materias se dirijan previas las formalidades requeridas por los Fueros del país, cuya conservación está prometida". El mismo gobernador civil desaconsejaba al ministro de la Gobernación "introducir novedades" que perpetuarían el odio del clero a la Monarquía. Y las leyes del diezmo quedaban congeladas para estos valles. A su vez la Regencia de Espartero venía a agravar la tensión entre la Iglesia y el Estado.

Su labor legislativa para organizar una Iglesia nacional fue enorme. Sobrepasó la cifra de 160 leyes, decretos y órdenes, con el fin de someter y debilitar a los eclesiásticos con desamortizaciones y hasta llegar a la misma liquidación de sus comunidades. La Iglesia vasca, destrozada por la guerra, se deterioraba por momentos, sobre todo ahora, ante la ausencia -buscada por los liberales- de sus obispos respectivos García Abella de Calahorra y Andriani de Pamplona. El clero vasco, en su mayoría, mostraba su rechazo al liberal desde el púlpito, atrincherándose en la defensa de la Iglesia contra el nuevo regalismo gubernamental. Tal actitud motivaría no sólo el destierro de Andriani, sino el de unos cuantos canónigos. Pero la subida al poder de los moderados y la consagración de la Constitución de 1845 mejorarían las relaciones, hasta el punto de firmarse el concordato de 1851. La Iglesia vasca, recibidos sus eclesiásticos punteros del exilio, participaba con entusiasmo en el mantenimiento del nuevo régimen burgués, descolgándose del "Antiguo Régimen".

El buen entendimiento entre Iglesia y Estado cuajaba en el derecho de presentación de obispos, afectos a la monarquía isabelina. El episcopado adquiría el carácter de culminación de largos servicios prestados a la Iglesia y a la Corona. Sólo así se explica la escasísima participación de los sacerdotes vascos en el episcopado de su época. Antonio de Trueba afirmaba que, en 1867, el clero vasco era en proporción cuatro veces más numeroso que el del resto de España. Por idénticas fechas, Alava contaba con una proporción de 218 fieles por parroquia, mientras en Cádiz eran 10.838 los fieles por cada una de ellas. El gobierno tomaba sus precauciones ante la pretendida filiación carlista de la mayoría de los clérigos vascos. Tan sólo llegaría a buen puerto la candidatura del alavés Jacinto Sáez, franciscano, y la de los navarros Yrigoyen, Zarandia Ondara, Aranguren y Uriz y Labayru. Doblado el medio siglo, el sentimiento fuerista de la Iglesia vasca iba a ser refrendado en 1862 con la puesta en marcha de la diócesis de Vitoria, separando las tres provincias de Álava, Gipuzkoa y Bizkaia de los obispados de Calahorra, Pamplona, Burgos y Santander.

La Diputación General de Alava, el ayuntamiento de Vitoria y, sobre todo, la imponente tenacidad en el asunto (14 años) del político alavés Pedro de Egaña -a veces como ministro de la Gobernación- lograban asentar la mitra vasca en la capital de Alava. Asimismo el compromiso de las otras dos Diputaciones de Bizkaia y Gipuzkoa de obligarse a pagar los nuevos presupuestos eclesiásticos confirmaron el éxito final de la empresa. La trascendencia de la creación de la diócesis vasca fue recibida con desbordante júbilo por toda la prensa vasca, sobre todo por la alavesa, y por todos los sectores sociales de estas provincias. El nuevo obispado de Vitoria brindaba a todos los vascos la primera institución parcialmente unitaria de toda la historia vasca. Tal trascendencia política no pasaría desapercibida al abad de La Calzada, cuando en documento de excepcional importancia -reservado además- protestaba ante el ministro de Justicia por la creación de esta diócesis, ya que "si a la independencia administrativa y legislación especial de que gozan se juntan entonces la espiritual y eclesiástica tienen todo lo necesario -recalcaba- para gobernarse por si mismos y ser de todo punto independientes".

(1868-1876). Encabezaría la sede de Vitoria Diego Mariano Alguacil y Rodríguez, de 59 años de edad. Hasta 1868 centró sus preocupaciones en los temas doctrinales de su tiempo. De sus declaraciones constantes en favor de Pío IX, Papa-rey, "Vice-Dios" en la tierra, los vascos aumentarían sus donativos en favor del "patrimonio de San Pedro". Asimismo, pese a ser años de agresividad ambiental en contra del clero, las estadísticas de las ordenaciones vascas aumentarían de forma desbordante. Uncido a su nombre, pero sobrepasándole, encontramos a canónigos tan cualificados como Yurre, Valbuena, pero sobre todo, Vicente Manterola, el controvertido, amado y vilipendiado donostiarra, fundador del influyente Semanario Católico Vasco Navarro. La Revolución "gloriosa" de 1868 promulgaba en los dieciocho primeros días de su rodaje once decretos antieclesiásticos. La actitud oficial del obispo de Vitoria consistió en esperar sin hacer declaraciones, pero sin hacer tampoco visitas de cumplido a las nuevas autoridades vitorianas. De ello se quejaría el alcalde en sesión extraordinaria al efecto. Por otro lado, las provincias vascas se subieron más bien al "tren de la revolución" con retraso, cuando ya en el resto de la nación había triunfado.

Aquí no se dieron en forma alguna los derribos de edificios religiosos, como en Sevilla, Málaga o Madrid. La supresión o reducción de conventos de religiosas también aquí quedo en mera declaración de principios, al menos para 25, de los que tenemos noticias. Los mismos diputados generales, sobre todo el carlista Miguel Dorronsoro -"gentil caballero" que acompañó hasta Hendaya a la destronada Isabel II- fue su mismo valedor. Mayor virulencia cobró, y no por iniciativa de los vascos liberales ni mucho menos carlistas, la expulsión de los jesuitas de Loyola, donde recalaban muchos jesuitas españoles antes de marchar al destierro. Ante la apertura de las Constituyentes de 1869 el pueblo vasco eligió sus diputados de corte conservador y católico, para un parlamento de mayoría liberal y progresista, con una minoría republicana inquieta de tendenciosas y hasta blasfemas informaciones en asuntos eclesiásticos y religiosos. Ya antes de la aprobación definitiva de la libertad religiosa por primera vez en España, las distintas provincias a través de combativas "asociaciones de católicos" recogieron firmas en favor de la "unidad" religiosa, por este orden: los navarros con 135.834 firmas, seguidos de los guipuzcoanos con 79.829, los alaveses con 50.689 y los vizcaínos con 46.859. Conviene destacar el reducido número de firmas de San Sebastián con 2.338 firmas, más 354 del barrio del Antiguo, sobre una población de 14.111 habitantes, según censo de 1860, frente a Vitoria, con sus pueblos, con 18.133 firmas. Subyace en el fondo de estos datos la actividad de las combativas asociaciones ya indicadas, como la de Vitoria, con la difusión de la "buena prensa" hasta gratuita.

(1872-1876). La agresividad liberal al catolicismo en religión y al tradicionalismo en política suscitaron -sobre todo en el baserritarra, pero también en el ciudadano vasco- conspiraciones sin fin contra los gobiernos de Madrid y los representantes de la administración en las provincias, principalmente en Gipuzkoa. Las Juntas de Gipuzkoa de 1869, de mayoría liberal, por abandono de 31 pueblos, descontentos por la premeditada corrupción en las municipales de principios de año en Azpeitia, Legazpia, Zumaia y Oiartzun, suscitaíla un problema no sólo guipuzcoano, sino de todo el País Vasco. En efecto, aquellas Juntas del 69 dictaminaron sobre la reforma parroquial de Gipuzkoa, prescindiendo del obispo de Vitoria, quien después de innumerables peripecias las declararía nulas en sus leyes eclesiásticas. El conflicto entre poder civil y eclesiástico no se embridaría sino hasta el fin de siglo. Mientras tanto, desde 1869 hasta 1888, los litigios serian constantes. Los ayuntamientos punteros de Azkoitia, Zestona, Zarautz, Zegama, Segura, Aia, Bidania y Usurbil, se enfrentaban a la Diputación Foral y Gobierno Civil, por lo que serían destituidos, multados y encarcelados, convirtiéndose así en héroes -sin quererlo- de la "buena causa".

Las iniciativas eclesiásticas de la asamblea de Fuenterrabía, al reducir el número de curas en servicio y hasta el de las iglesias (suprimía 46), no sólo ponía en peligro la fe de los guipuzcoanos, sino, afirmaban los 31 pueblos contestatarios, la misma existencia de los fueros. En efecto, explicaban Dorronsoro, Manterola y Ortiz de Zárate que la causa del clero y la de los fueros era la misma, se confundían. La Diputación salida, pues, de Fuenterrabía, de foral, se había convertido, según ellos, en provincial, es decir, se había erigido en una institución "castellana", por lo que sobre ella caía la pena de descalificación. Al descontento institucional en todos los curas vascos se respondía con la conspiración y la defensa de lo que se consideraba su identidad. Canalizará la reivindicación de "Dios y Fueros" Carlos VII, el Pretendiente al trono de España.

Desde el mismo 1869 se conspirará ya desde todos los puntos guipuzcoanos, organizándose partidas por curas y maestros entre otros. Así, en Azpeitia, el cura Jáuregui y otros cinco curas más con 162 mozos, pertenecientes a las Congregaciones Marianas de los jesuitas; en Orio, el culto cura Macazaga, amigo del superior jesuita Garciarena, encarcelado a su vez en La Mota también por sedicioso; en Arechavaleta y valle de Léniz, los curas Segura, Municha, Echaguibel, Bengoa, que en unión de la maestra Recondo dirigían la guerrilla y las operaciones de armamento en casa del cura de Goronaeta; en Mondragón-Arrasate "todo el clero" encabezaría las algaradas contra las Juntas de Fuenterrabía y la Constitución; en Fuenterrabía, el párroco Ollo protegía a los carlistas en la mismísima basílica de Guadalupe; en Tolosa, el inteligente cura Mendizábal, mentor del legendario Santa Cruz, corrompía las elecciones municipales; en San Sebastián, los curas Honrubia, Azcue, Arizmendi, Insausti y un largo etcétera, del que el liberal Diario de San Sebastián. con motivo del acto de afirmación de D. Carlos en la basílica de Loiola el 8 de setiembre de 1873, escribirá "haberse reunido en el término municipal de Azpeitia del orden de 18 jesuitas y más de 200 curas". Lo que no sabría el Diario es que su caricatura se confundía con la realidad.

Vitalidad creciente (1876-1904). En este último tercio del siglo y a caballo con el XX la jerarquía católica tendría que afrontar el "problema vasco" no sin dificultades. En informe diplomático del nuncio en Madrid Angelo di Pietro al Vaticano de 1890, se reconocía que Vitoria era una diócesis dificilísima de gobernar, porque chocaba abiertamente en ella el espíritu y las tendencias de los vascos con la política central del gobierno de Madrid. Por motivos que muchos suponen de carácter político, el segundo obispo de Vitoria, Sebastián Herrero y Espinosa de los Monteros (1877-1880) renunciaría a esta mitra, no sin antes echar las bases en 1878 de un nuevo seminario conciliar. Preexistía a la Restauración otro seminario en Vitoria, de fundación particular, llamado de Aguirre. Con la llegada del tercer obispo, Mariano Miguel y Gómez (1881-1890), cuajaría tan sólo en 1884 la fundación de un seminario menor en Oñate, en el edificio de la antigua Universidad.

Este prelado pondría en ejecución los proyectos de reforma parroquial de sus predecesores en 1881. Por lo que se refiere a Gipuzkoa, en 1885 impulsó las obras de la casa nativa de San Ignacio de Loyola. De hecho la casa-madre de la Compañía de Jesús había quedado incompleta y solitaria desde 1767. Las pretéritas Juntas Generales de Gipuzkoa de 1868, celebradas en Zumaia, abrieron una suscripción para la terminación del santuario. Ahora tocaba su turno a la casa de San Ignacio. El gobierno de Madrid le removía de su sede, elevándole a obispo de Madrid, dice el mismo nuncio Di Pietri, "porque no tenia bastante autoridad sobre el clero y se dejaba guiar por sus familiares". Su sucesor, Ramón Fernández de Piérola (1890-1904) llegaba a Vitoria con una larga trayectoria eclesiástica -capellán de honor del rey Amadeo I, obispo de La Habana y de Ávila y pública -se le había llegado a acusar, quizá sin razón, de haber ayudado con sus consejos al general Blanco para la conclusión de la guerra carlista en las provincias vascas-.

Durante su pontificado el gran seminario de Vitoria -"el de la mejor diócesis de España", en frase del nuncio- se encontraba ya en marcha, con 727 alumnos en 1890, de ellos 254 internos. Interesa resaltar que a una ligera disminución de sacerdotes diocesanos se contrapone el florecimiento, recuperación y organización lenta de las órdenes y congregaciones religiosas. Del desenvolvimiento de los institutos religiosos cabe destacar las fundaciones de congregaciones femeninas. Son hasta 63 las que vieron la luz en la segunda mitad del siglo. Para Gipuzkoa merecen recordarse -pese a su carácter de clausura- con finalidades educativas, "para hijas de caseros y pescadores", las concepcionistas de Cristobaldegui en 1866, fundadas por la monja de las llagas, y las religiosas de la Compañía de María en San Sebastián. En Bilbao surgían con ímpetu en 1891 las religiosas de los Santos Angeles Custodios, bajo la dirección de la influyente fundadora Rafaela María Ibarra. De la mano del jesuita Gomer, "con muchas nueces y poco ruido", entrarían en el País Vasco, bajo este pontificado, unos sencillos religiosos, los salesianos, nacidos en el laico "Risorgimento italiano" de Cavour y Garibaldi, fundados por el sacerdote Juan Bosco, hoy santo, "para la promoción humana, social y espiritual de las clases populares", a través de la juventud más necesitada. La paciencia benedictina y la tenacidad vasca del salesiano Ramón Zabalo lograrían fundar en Baracaldo en 1899, con la incondicional ayuda del ayuntamiento. Antes de morir Piérola iniciaría en 1898 los trabajos para levantar el santuario de Urquiola e intervendría en el proceso de beatificación de Valentín de Berriochoa.

(1888-1923). Con la segunda deshecha, el carlismo comenzaba a desintegrarse. Por la izquierda un grupo de "posibilistas", encabezado por Pidal y Mon, salía del movimiento carlista para fundar la Unión Católica, y por la derecha el partido integrista de Ramón Nocedal en 1888. Este último, desprovisto en su lema del término "Rey", proclamaba la sola realeza de Jesucristo, naciendo así el lema de "Cristo Rey". Con el nacimiento entonces del integrismo, la Iglesia vasca se enrolaría en ambas agrupaciones. Lo mismo harían las órdenes religiosas, atrincherándose los capuchinos en el carlismo, mientras que carmelitas y jesuitas difundían abiertamente el integrismo; estos últimos desde la prestigiosa revista "Razón y Fe". Conviene señalar y con énfasis que las necesidades educativas de la nueva sociedad vasca industrial traerían, en 1883, esta vez para Bizkaia, un centro de estudios superiores, dirigido por los jesuitas, que muy pronto seria conocido con el nombre de Universidad de Deusto.

Treinta años más tarde, bajo los auspicios de la Fundación Vizcaína Aguirre, creada por Pedro de Icaza, nacía otra institución paralela, consagrada exclusivamente a los estudios comerciales, también bajo la mano de la Compañía de Jesús, llamada a su vez Universidad Comercial de Deusto. Cuando en 1900 deserten los jesuitas de las filas integristas, el movimiento perderá en la práctica su importancia. Sin embargo, su herencia revestirá mayor importancia en el País Vasco al introducirse en el primer nacionalismo vasco. Su padre, Sabino Arana, aspiraría como todos los integristas, a plasmar "el reinado social de Jesucristo", pero dentro tan sólo de los cauces de la raza y lengua vasca. La nueva ideología nacionalista, tan sensible al hecho diferencial vasco, reflejaba las apetencias y las luchas de un clero que llevaba tantos años procurando mantener viva la conciencia de su propia identidad. Desde el púlpito ahora y desde la misma confesión, los sacerdotes vascos podían lanzar todo un programa religioso-político, que penetraría sin dificultad en las maleables mentes de sus fieles. Muy poco trabajo costó a los obispos de esta diócesis convencer a su politizado clero de la conveniencia de orientar a sus parroquianos en la emisión del voto.

A partir ahora de la mayoría de edad de Alfonso XIII el gobierno iba a promocionar a numerosos eclesiásticos vascos al episcopado. La ideología nacionalista vasca en el clérigo constituiría su descalificación, mientras que la carlista sería la garantía de éxito en su promoción. José Cadena y Eleta, sucesor en la sede de Vitoria, pasaría al enfrentamiento de todo tipo con el nacionalismo vasco: la prohibición de los nombres euskéricos en los bautizos, la denuncia constante del clero vasco filonacionalista, la denegación de la licencia de publicación a la Historia de Bizkaia, de Angel Zabala. En otro orden de cosas, preocupación del prelado Eleta fue la de edificar la nueva catedral de Vitoria, logrando inaugurar la magnífica cripta en abril de 1911. En 1913 entraba en la escena vasca el obispo Melo y Alcalde. Coincidía su ingreso en Vitoria con un avance en la ideología nacionalista. Sin embargo, él se vería solicitado por el movimiento maurista, personificación de la nueva política de la derecha vasca. Su componente autoritario y la garantía maurista de fidelidad a los valores católicos de la patria española atraerían todas sus preferencias. El pontífice Melo, sin hacer entonces el menor esfuerzo por comprender la ideología vasca, mantuvo buenas relaciones con destacados miembros de la burguesía vasquista. Trasladado a la diócesis de Madrid, en 1917 ocuparía la sede vasca Leopoldo Eijo y Garay. El brillante alumno de la jesuítica Universidad Gregoriana había coronado sus estudios con tres doctorados antes de llegar a Vitoria. Con 36 años se hacia cargo de una diócesis incómoda sin duda para su talante. Enorme revuelo causó la excomunión lanzada en mayo de 1923 contra el católico director del no menos católico periódico Euzkadi. El motivo fue ocasionado por la censura al discurso del cardenal Belloch a propósito de la coronación de la Virgen de Estíbaliz, donde el pontífice identificaba los intereses religiosos con los monárquicos.

Obispos de acusada personalidad y originalidad van a cubrir la sede de Vitoria por estos años. El primero, Zacarías Martínez Núñez, agustino, llegaba en julio de 1923, a punto de convertirse en sexagenario. Su sensibilidad científica -poseía un doctorado en ciencias- iba a promover en el corazón de la diócesis, el seminario, todo género de iniciativas en favor de las disciplinas empíricas. Entre los años 1920 y 1930 los planes de estudio de los futuros sacerdotes vascos se iban a enriquecer y ensanchar con estudios de gramática vasca, sicología experimental, paleontología, geología, etnografía. Asimismo, una orientación mucho más pastoral de los estudios teológicos introducía asignaturas como la misionología, acción católica social y pedagogía catequética. Pioneros de este cambio habían sido antes de la llegada de Martínez el patriarca hoy de los estudios vascos, José Miguel de Barandiarán, y Manuel Lekuona. De estos dos manantiales inagotables brotaron la Sociedad de Eusko-Folklore, la cátedra de lengua y literatura vasca, la Academia Kardaberaz, la revista Gymnasium. Por otro lado, los sentimientos monárquicos del nuevo obispo quedaron patentes en la inauguración solemne del ferrocarril del Urola en febrero de 1926 en su discurso ante los Reyes de España.

El igamiento por parte de Fray Zacarías en esta y otras ocasiones al nacionalismo vasco desairaba a una parte de su clero que, tenaz y perseverante, cuestionaría la legitimidad del régimen de Primo de Rivera. Se empezaron a dar casos de traslados forzosos de sus parroquias de sacerdotes sobre los que había caído alguna denuncia de activismo político. Ninguna ayuda podían esperar estos curas de su pastor, tan propenso a dar crédito al régimen de la delación, fomentada no sin intención por el primorriverismo. El verano de 1928 traía como primer obispo euskeroparlante de la diócesis a Mateo Múgica Urrestarazu. Su pontificado iba a coincidir con la fuerza arrolladora del nacionalismo vasco. La palabra y la pluma de sacerdotes como José de Aristimuño -Aitzol iban a pasar la página del clero nacionalista. Setiembre de 1930 añadía a la agenda eclesiástica vasca el mejor símbolo de su dinamismo religioso, es decir, la inauguración, presente Alfonso XIII, del imponente edificio de su seminario. Y a partir de 1931 días difíciles iba a vivir no sólo Múgica, sino toda la diócesis vasca. El 17 de mayo debía abandonar éste su diócesis por orden del ministro católico Maura.

El destierro le llevaría a Hendaya, Anglet, Poitiers, Bugedo. En 1933 volvía a su sede. Guerrillas de periódicos, apariciones en Ezquioga, ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, atentados contra sacerdotes vascos, revolución de 1934, recelos públicos de El Liberal de Bilbao contra la Iglesia vasca, acercamiento de los nacionalistas a la izquierda, elecciones de 1936, horizonte beligerante en la primavera, estallido del 18 de julio. Amenazas de muerte, miedos, segundo destierro del obispo, tramitación por parte del gobierno de Burgos del cierre del seminario de Vitoria con sus cerca de ochocientos seminaristas. El destierro de don Mateo acabaría cuando volviera ciego a Zarauz en 1947. Le tocó marchar de nuevo, dejando su espléndida diócesis con 2.150 sacerdotes seculares, el 6 % del total español; 1.549 religiosos, el 12 % de toda España, y 5.123 religiosas, casi el 11 % de todas las del país.

(1950-1968). Con el cambio social experimentado en toda España en los años cincuenta, también la Iglesia empezaba a evolucionar. Estas alternativas se hacían principalmente ostensibles en el País Vasco que, entre 1955 y 1975, veía aumentar su población en un 59,95 %, frente a un crecimiento medio de la población española del orden del 22,91 %. Del ritualismo religioso dominante se iba a pasar a una religiosidad ética. Ni el Concordato de 1953, que canonizaba la ósmosis existente entre poder civil y religioso, ni la jerarquía, gustosa con el uso de la religión como factor de integración, podían detener ya la caída de los gestos retóricos religiosos. La llamada "Misión del Nervión" conmocionaba en esta línea toda el área del Gran Bilbao, precisamente a finales de 1953. Y con los nuevos tiempos aparecían nuevas generaciones de clérigos, que no habían conocido la guerra ni la división maniquea de 1936. Las tres demarcaciones eclesiásticas vascas se habían puesto en camino con ilusión y compromiso. Una diócesis como Vitoria, poco industrializada, presentaba en 1961 el más alto porcentaje de vocaciones sacerdotales -una vez más- de todo el país: 33 seminaristas por 10.000 habitantes.

Las otras dos, Bilbao y San Sebastián, industriales, ofrecían 8 y 10 seminaristas, respectivamente por 10.000 habitantes. Mientras las tres nuevas diócesis reorganizaban sus parroquias, abrían otras, inauguraban o potenciaban sus seminarios, aparecían por todo el País Vasco grupos de católicos que rompían con una Iglesia organizada como administración tan sólo. Los años 1955 y 1956 doblaban la página jerárquica de Vitoria y Bilbao. Bueno Monreal era trasladado a la archidiócesis de Sevilla, a fin de neutralizar los excesivos gestos proféticos que tantas veces llevara a cabo el cardenal Segura. Le relevaba el aragonés Peralta Ballabriga, quien se jubilaría anticipadamente sin recibir más sede episcopal que ésta de Vitoria hasta 1976. Por otro lado, sustituiría al obispo Morcillo, transferido a Zaragoza, el navarro Gúrpide y Beope, que moriría al frente de ella no sin arrojar un balance poco halagüeño de su gestión.

En realidad, los sucesos de 1960, el escrito de mayo dirigido por 339 sacerdotes vascos al Vaticano, al nuncio y a sus mismos obispos, como los hechos del Seminario Mayor de Derio, si pregonaban la pujanza, sobre todo, de la diócesis vizcaína, señalaban la creciente incapacidad de Gúrpide al encauzar el compromiso de su clero. En agosto de 1968, contagiados sin duda por el mayo francés, 40 de sus sacerdotes ocupaban las oficinas de su obispado para protestar contra la pasiva actitud de su obispo ante la ola de detenciones llevaba a cabo por la situación de represión franquista -estado de excepción, multas, detenciones arbitrarias de sacerdotes-. La anécdota se puede elevar a "categoría", pues se trataba de la primera vez que en la historia de la Iglesia de nuestro país un grupo de sacerdotes tomaba un edificio religioso. De la encerrona, que duraría una semana, saldría un grupo, identificado con el lema Gogorkeriaren aurka, gogortasuna (Contra la fuerza de la opresión, dureza). Los sacerdotes del Gogor (duro) se constituirían en el colectivo más radical de la diócesis en su reivindicación nacional vasca.

(1936-1949). Caído el País Vasco occidental en poder del gobierno de Burgos, muchos sacerdotes nacionalistas, además de los 18 fusilados con ejecución sumaria, padecían algún tipo de consecuencias por sus actividades, reales o imaginarias, contra el llamado Movimiento Nacional. Un informe redactado por varios curas vascos hablaba de 715 sacerdotes que habían sido víctimas de la represión subsiguiente a la victoria. La significativa fotografía de un grupo numeroso de curas vascos, rodeando al socialista Julián Besteiro, en la cárcel sevillana de Carmona, daría la vuelta al mundo. Mientras tanto, para poner en la hora del nuevo orden político la diócesis de Vitoria -Navarra quedaba presidida por el obispo Olaechea- el Vaticano nombraba en ella, en calidad de administrador apostólico, al vizcaíno Javier Lauzurica, obispo auxiliar de Valencia. De él había llegado a afirmar el general Franco: "Tengo un obispo para Vitoria. Es un hombre que hablará de Dios, hablando de España".

Al asa de estas influencias, Franco recuperaba de la Santa Sede el privilegio de presentación de obispos del que habían gozado los monarcas españoles hasta la inteligente renuncia de Juan Carlos I. Así pues, en 1943 el paúl Carmelo Ballester cambiaba su tranquila diócesis de León por la sede de Vitoria. Sentado Ballester, junto a otros nueve prelados, en las primeras Cortes franquistas, el clero e Iglesia vascos daba la impresión de acatamiento y colaboración con el nuevo régimen. Pero conviene señalar que nada más ajeno a la global situación del País Vasco, donde la conciencia carlo-integrista y la vocación conservadora de su clero malcasaba con el totalitarismo falangista de los años cuarenta. La misma carta, del 25 de noviembre de 1944, dirigida al Vaticano por sacerdotes vascos nos lo viene a demostrar. Además de denunciar los atropellos derivados de la guerra, solicitaban el rechazo de toda ingerencia del Estado en la Iglesia, la reposición de sacerdotes destituidos por consideraciones políticas y la puesta en vigor del uso de lenguas indígenas.

La carta-denuncia quedaba de todas formas neutralizada por la maquinaria político-religiosa de Franco alrededor del Vaticano. El año 1949 traía nuevas sorpresas al catolicismo vasco. En efecto, no cumplidos todavía los cien años de la creación de la diócesis de Vitoria, en noviembre de ese año, una bula pontificia la separaba de Bizkaia y Gipuzkoa para constituir dos nuevas sedes, encabezadas por el madrileño Casimiro Morcillo la de Bilbao y por Jaime Font Andreu la de San Sebastián, al tiempo que el aragonés José María Bueno Monreal se hacía cargo de la matriz. Motivos de índole pastoral por un lado habían aconsejado la desmembración de tal diócesis, así como las de carácter histórico, es decir, la coincidencia entre límites civiles de provincias con los eclesiásticos. Pero por otro lado se desmembraba la poderosa sede vitoriana, acabando así con la pesadilla de su Seminario, de reputación tradicionalmente nacionalista. Tal fragmentación sin embargo no impediría que la Iglesia vasca trabajara globalmente en un terreno de misión que le había asignado el Vaticano desde Ballester en Ecuador. La llamada "Misión de los Ríos" adquiere históricamente su importancia, pues nunca diócesis alguna había sido encargada por el Vaticano para atender corporativamente territorio alguno misional.

Con la llegada de Luis Dadaglio, en octubre de 1967, como nuncio a Madrid, la postura oficial del Vaticano iba a ser mucho más contestataria al régimen franquista que la del neutro Riberi y la del colaboracionista Antoniutti. De hecho, los Papas de Roma y sus pautas también habían cambiado ya. Las mieles entre Iglesia y Estado se habían ido agriando desde la muerte de Pío XII, en octubre de 1958, con la subida al pontificado de Angel José Roncalli, convertido en el dulce Juan XXIII. La inauguración del Concilio Vaticano II, en octubre de 1961, tendría tal vez mayores repercusiones en todos los campos de la vida nacional que cualquier otro acontecimiento. La misma encíclica "Pacem in terris" del anciano Papa, promulgada dos meses antes de morir, tomaría aquí todo un carácter de liberación de una minoría. Nunca se encarecerá demasiado la importancia que en estos cauces críticos irá adquiriendo la Acción Católica y sus ramas especializadas como la HOAC, VOJ, JOC, JACR, aún antes de 1961, en especial en Navarra. Los obispos vascos apoyarán sin remolonería la puesta en marcha de estos distintos grupos de la Acción Católica, congelando su actitud a medida que estos católicos militantes se radicalizaran. Los años sesenta ofrecerían nuevas ilusiones y nuevos quebrantos. Destaca el documento suscrito por 500 sacerdotes del País Vasco, presentado en la Secretaría del Concilio Vaticano II por el obispo misionero Ignacio Larrañaga.

Mientras la diócesis de San Sebastián recibía nuevo obispo, en 1963, con Lorenzo Bereciartua, proveniente de Sigüenza, los curas vascos se sentían cada vez más interpelados ante la nueva situación sociopolítica. A partir de 1964 la celebración anual del "Aberri Eguna" propiciaba la mejor ocasión para oponerse al régimen poco respetuoso con los derechos de la persona y de los pueblos. Si por un lado la inauguración de la restaurada catedral de Vitoria daba pie a su obispo para expresar a Franco todo el agradecimiento de un gran sector que no había dejado de servirle, por otro cundía la desbandada de los militantes católicos más comprometidos hacia agrupaciones estrictamente políticas. El encuentro ETA-JARC será determinante en la secularización progresiva del mundo religioso vasco, como observa García de Cortazar. Por eso cada vez menos mediatizados por sus obispos, los sacerdotes vascos elegirán las vías de mayor resistencia en sus compromisos.

El segundo encierro de 60 sacerdotes en el seminario de Derio, exigiendo la dimisión de su obispo Gurpide, adquirirá las cotas de mayor dramatismo con la suspensión "a divinis" impartida por su obispo moribundo y su subsiguiente muerte el 18 de noviembre de 1968 en pleno encierro sacerdotal. Embridaría el problema José María Cirarda, obispo de Santander, nombrado ahora por el Vaticano, directamente, administrador apostólico de Bilbao. Por pura coincidencia moría por los mismos días Bereciartua, sin garantizar durante su trayectoria un acomodo a las directrices del Vaticano II ni independencia política alguna. Tan sólo, enfermo de muerte, y sacando fuerzas de flaqueza, llegaría a denunciar los atropellos del régimen franquista en la aplicación del estado de excepción. Al mismo tiempo, el nonagenario Mateo Múgica -el obispo que no firmara la Carta Colectiva de 1937- moría en su retiro de Zarauz. Llevaba desterrado en su patria desde 1947, con el sencillo título de "obispo de Cinna", dimisionario de Vitoria a la fuerza.

Los acontecimientos en la Iglesia vasca se iban a suceder de tal forma que dejarían ya de constituir noticia y la elevarían a una de las más activas del mundo. Con la muerte de Bereciartua se trasladaba sin demora a San Sebastián al navarro Jacinto Argaya, nombramiento que confirmaría otro talante más abierto en la jerarquía vasca. Por agosto de ese año 1968, previo acuerdo Gobierno y Vaticano, se inauguraba la "cárcel concordataria" de Zamora para ahogar y castigar las homilías y escritos de los más de cien clérigos, que pasarían por ella en ocho años de existencia. El clero vasco, ya imparable, cubría la cobertura de todos los movimientos nacionalistas vascos, ETA incluido. A finales de 1970 el proceso de Burgos contra 16 nacionalistas vascos dividía al episcopado español. De entre sus componentes, los más conservadores, en número de 23, condenaban en un documento cualquier interferencia de la Iglesia en el mismo. Como entre los acusados había dos sacerdotes, el gobierno quería realizar el juicio a puerta cerrada, a lo que se oponían Argaya y Cirarda en nota conjunta, recordándole al gobierno que no sólo existía la violencia etarra, sino también la institucional. En la literatura clerical vasca la referencia a estos juicios de valor sería constante posteriormente.

Al concluir 1971 Cirarda era trasladado, para hacerse cargo de la diócesis vizcaína el navarro Antonio Añoveros, no sin protestas y desaprobaciones de sus clérigos, encorsetadas inmediatamente por el prelado desde su homilía de ingreso, con alusiones al servicio del pueblo vasco, promoción de la justicia social y preocupación por la libertad de sus sacerdotes privados de ella. Por su parte, desde 1969 el claretiano Arturo Tabera, arzobispo de Pamplona, era elegido cardenal y en 1972 el Vaticano, a través sin duda de Argaya, conseguía situar como su auxiliar al inteligente José María Setién, luego titular de la sede donostiarra. A medida que la era de Franco hacía aguas por los cuatro costados, la situación más conflictiva entre Iglesia y Estado la ocasionaría el obispo Añoveros, cuando, en una homilía leída en las iglesias vizcaínas el 24 de febrero de 1974, solicitaba "una organización sociopolítica" que asegurase la "justa libertad" del pueblo vasco.

Pero cuando los nervios a flor de piel saltaron por toda la nación fue cuando el obispo de Bilbao se negaba en redondo a abandonar su sede como pretendía el gobierno. Los estados de excepción contra Vizcaya y Guipúzcoa de 1975 arrojaban un espectacular balance de detenciones de sacerdotes. La actitud de Argaya y Añoveros denunciando la "violencia de ambas partes" parecía equivoca al sector más radicalizado del clero vasco. El fusilamiento de dos etarras y de tres miembros del FRAP, por los que Pablo VI llegaba a interceder tres veces, levantaba oleadas de indignación mal contenidas por todo el país, encolerizando a la Iglesia y descalificando al régimen ante muchos países. Cuando el 20 de noviembre moría Franco, la despedida lacónica de Setién, cuya proverbial homilía duraba dos minutos, provocaba alborotos dentro y fuera de la catedral del Buen Pastor, pidiendo su dimisión por parte de sectores ultras y de periódicos del régimen. Franco había muerto, pero la Iglesia que Franco había querido, en frase de Rego, había muerto algo antes.

La Iglesia vasca, comprometida en la lucha política vasca contra el régimen, tenía que pagar un precio muy alto por su beligerancia. A partir ya de 1968 las secularizaciones sacerdotales se hacían de día en día más frecuentes. El desmantelamiento de seminarios, noviciados y casas religiosas, paralelo al que vivía España entera, resultará sin duda uno de los fenómenos más apasionantes para el estudioso de la Iglesia vasca en el porvenir. Durante estos primeros años del posfranquismo se acusará a la jerarquía vasca de cerrar los ojos ante el terrorismo de Era y de no "asumir sus propias responsabilidades". Pero los obispos vascos desde hace muchos años vienen condenando reiterada y tajantemente toda violencia: la de las fuerzas de orden público y la de los miembros de ETA. Constituido el Gobierno Vasco en 1980, la jerarquía vasca acentuaba con contundencia sus condenas contra el terrorismo, declaraciones ordinariamente mal interpretadas o tergiversadas desde otras angulaciones políticas.

Cualquier declaración conjunta o aislada de los obispos vascos levantará grandes polvaredas de opiniones, las más dispares y encontradas. Por ejemplo, con ocasión del fallido golpe de Estado del 23 de febrero y la subsiguiente presencia reforzada del Ejército en el País Vasco, la declaración episcopal vasca se considerará por gran parte de la prensa española como una descarada ingerencia del poder espiritual en el político. Algarabía política parecida volvían a suscitar los obispos vascos en julio de 1982 con la publicación de una pastoral en torno al proyecto de la ley orgánica para la Armonización del Proceso Autonómico. Saliendo al paso de posibles acusaciones de intromisión inadecuada, los obispos vascos confesaban que no pretendían "en modo alguno entrar en los aspectos técnicos y jurídicos de la LOAPA". El revuelo periodístico contra esta declaración o contra la emitida sobre el problema de la droga, como contra casi todas, demuestra una vez más el marcado carácter de compromiso de la Iglesia con las que cree necesidades concretas de su pueblo.

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