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Donostia / Saint-Sébastien. Histoire

Durante los primeros años del siglo XVI, la política centralizadora de los Reyes Católicos y la formación de un embrionario estado nacional tuvieron repercusiones directas sobre San Sebastián. Un estado renacentista, que era lo que se estaba gestando con la unión de las Coronas de Castilla y Aragón, exigía un territorio perfectamente delimitado, y por ello, a partir del reinado de los Reyes Católicos, la escurridiza "raya con Francia" de los siglos anteriores, se convirtió en una frontera, en el sentido moderno, lo que indicaba la existencia casi permanente de tensiones bélicas o diplomáticas provocadas por las aspiraciones hegemónicas de los dos estados, España y Francia, que se repartían la administración política de Euskal-Herria. Situada en el límite occidental de esa frontera de tensión (Hondarribia era únicamente una pequeña ciudadela difícil de defender) la plaza de San Sebastián, conocida en el argot militar de la época como "la llave de la Francia" vió, a lo largo de la Edad Moderna, acrecentarse su valor estratégico, aunque sin dejar de ser el importante centro de actividades mercantiles en que se había constituido desde la Baja Edad Media.

Desde el siglo XIII, los reyes, conscientes de la importancia que tenía el comercio en el proceso de configuración de las monarquías fuertes y cada vez más centralizadas, no dudaron en conceder a las ciudades donde tenían lugar los intercambios mercantiles de cierta importancia, una serie de privilegios para incentivar esas actividades que producían un flujo económico necesario para equilibrar las arcas reales y poder sufragar los gastos cada vez mayores de sus incipientes estados. En 1514 los Reyes Católicos confirmaron un antiguo privilegio, que databa de 1376, según el cual, la mitad de todas las mercaderías introducidas en Gipuzkoa, debía ser descargada y vendida en San Sebastián. La villa de Rentería demandó a la de San Sebastián pidiendo la abolición de este privilegio, por haber desaparecido las causas que provocaron su concesión, es decir, la endémica escasez de alimentos que sufría San Sebastián, situación agravada por el hecho de tratarse de una plaza militar con guarnición.

Sin embargo, la protesta no prosperó. El privilegio de la media descarga perjudicaba particularmente a la villa de Rentería y a las ferrerías de la cuenca del Oiartzun, ya que únicamente una parte de los bastimentos que importaban para su actividad podían descargarse en el canal de Pasajes o en los pequeños puertos fluviales de sus márgenes; el resto era llevado a San Sebastián, encareciendo los costos. Pero los privilegios comerciales a veces chocaban con los fueros, o con privilegios concedidos a otros centros comerciales. Desde el descubrimiento de América, San Sebastián había intentado obtener algún beneficio de la carrera de las Indias, y, después de muchas peticiones a la Corona, Felipe II, el 15 de enero de 1529, emitió una real cédula por la que se facultaba a las naves de San Sebastián, Bilbao y otros puertos del Cantábrico, a cargar mercancías con destino a América.

Este tímido intento de acabar con el monopolio del puerto de Sevilla tuvo efectos beneficiosos para el comercio y la industria de la comarca donostiarra. Los productos que se exportaron a América estaban relacionados primordialmente con el hierro y el acero: clavazón, anclas, armas blancas y de fuego, municiones y pertrechos militares (cotas, manoplas, espalderas, etc.) fueron los principales artículos que salieron del puerto de San Sebastián camino de las Indias. Pero este privilegio sufrió numerosas alteraciones a lo largo del siglo XVI, debido a la presión de los puertos andaluces, que se resistían a perder el monopolio del comercio con América y, también a causa de las peculiaridades aduaneras de las "provincias exentas" que eran utilizadas como arma arrojadiza por los enemigos de habilitar los puertos vascos para el comercio con las Indias.

La conquista de Navarra por los ejércitos de Fernando el Católico tuvo un impacto muy importante sobre San Sebastián que, como plaza militar, sufrió directamente las consecuencias del enfrentamiento bélico. En junio de 1512 llegaron a los puertos de San Sebastián y Pasajes los 10.000 arqueros que, al mando del duque de Dorsset, enviaba el rey Enrique VIII de Inglaterra para ayudar a Fernando el Católico, que entonces era su suegro, en la campaña contra Navarra. Ese enorme contingente humano se instaló entre San Sebastián e Irún, y la población de la comarca, numéricamente inferior, tuvo que soportar sus frecuentes desbordamientos. Finalmente en octubre, sin haber llegado a combatir, los arqueros ingleses retomaron a su país. Un mes después, mientras el depuesto rey navarro, ayudado por los franceses, sitiaba Pamplona en un desesperado intento por recuperar su reino, un ejército francés capitaneado por el delfín, Francisco de Angulema, el general Lautrec y el duque Carlos de Borbón, compuesto por unos 14.000 soldados, penetró en Gipuzkoa y, después de incendiar Irún, Oiartzun, Rentería y Hernani, puso sitio a San Sebastián, que se defendió heroicamente ante un violento fuego artillero que duró más de seis horas.

Por la noche consiguió entrar en la villa un pequeño destacamento, al mando de Juan de Aragón, sobrino del rey Católico, y de Juan de Lanuza. Con este refuerzo los sitiados pudieron resistir hasta la llegada de tropas guipuzcoanas y vizcaínas que, tres días después, acudieron en su ayuda obligando al ejército francés a replegarse y abandonar el sitio precipitadamente, dejando armas y bagajes y un importante número de prisioneros. Después de esta victoria muchos donostiarras, encuadrados en los tercios forales, se dirigieron a los pasos del Baztán para cortar la retirada a los franceses, tomando parte en la batalla de Noain, que fue uno de los últimos episodios de la anexión de Navarra. Por esta acción,en 1514, Carlos V concedió a la villa de San Sebastián el título de Muy Noble y Muy Leal, que desde entonces figura en su escudo. Este reconocimiento del emperador y las constantes muestras de preferencia con que la Corona había significado a San Sebastián posiblemente tuvieron algo que ver con su toma de posición durante la Guerra de las Comunidades En 1521, las villas y ciudades castellanas levantadas contra Carlos V enviaron mensajes para pedirle que se sumara a la insurrección pero, a pesar de sus insistentes requerimientos, los vecinos de San Sebastián no sólo se negaron a unirse a los sublevados sino que, para mostrar su repulsa, reunidos en la iglesia de Santa María junto con las autoridades, prestaron solemne juramento de mantenerse fieles al emperador.

Pero a pesar de estas manifestaciones de adhesión, posiblemente más aparentes que reales, hubo siempre cierto recelo hacia la fidelidad de los donostiarras por parte de las autoridades militares que guarnecían la plaza. El hecho de que muchos vecinos de San Sebastián fueran de origen gascón, o procedieran de otros países más alejados, provocó siempre un clima de desconfianza en las autoridades que representaban al gobierno central. Un dato significativo, que expresa perfectamente esta situación, aparece en la carta que escribió, en 1522, el cardenal Adriano de Utrecht, que a la sazón era gobernador del reino por ausencia de Carlos V y se encontraba en Vitoria, a las autoridades donostiarras, pidiéndoles que entregasen las llaves de la villa al capitán general de la plaza de San Sebastián, Beltrán de la Cueva -que ha pasado a la posteridad dando nombre a una de las calles más típicas de la capital de Gipuzkoa, Embeltrán- por mayor seguridad. Veinte años después, siendo capitán general Sancho Martínez de Leiva, Carlos V volvió a dar la misma orden, aunque añadiendo que no lo hacía por desconfianza hacia los donostiarras. Felipe II hizo otro tanto en 1566 y 1588, por medio de reales cédulas dirigidas a la villa, y esta cos tumbre continuó durante los reinados posteriores.

Situada en el confín de la ruta que comunicaba la Península con Europa, San Sebastián, durante toda la Edad Moderna, recibió un flujo constante de personalidades y fue el escenario de reuniones políticas y diplomáticas de gran trascendencia. En 1525, el rey de Francia, Francisco I, de regreso a sus estados después de haber permanecido durante dos años prisionero en Madrid, estuvo durante cinco días en San Sebastián. Los autores no se ponen de acuerdo acerca de si, durante su permanencia en la villa donostiarra, se alojó en el castillo de la Mota o en la casa de los Idiáquez, aunque un acuerdo del ayuntamiento, por el que se prohibía a los vecinos subir a las fortificaciones de Urgull mientras el rey se encontrase en San Sebastián, parece avalar su estancia en el castillo. Durante los días que el "galant huomo" Francisco I permaneció en la villa, oyó misa todas las mañanas y se mantuvo muy comedido. En 1539, el emperador Carlos V, de paso hacia Flandes, se detuvo unas horas en San Sebastián.

En ese tiempo, visitó los baluartes de las murallas y las obras del puerto, dirigiéndose luego a inspeccionar el canal de Pasajes y las fortificaciones de Hondarribia, donde pasó la noche. En 1565, la reina Isabel, consorte de Felipe II, que viajaba a Baiona para visitar a su madre Catalina de Médicis y a su hermano, el rey Carlos IX de Francia, hizo etapa en San Sebastián. Llegó el 13 de junio, acompañada de los obispos de Pamplona, Calahorra y Orihuela, y un séquito muy numeroso compuesto por grandes de España y pares de Francia. Al bajar la comitiva la cuesta de San Bartolomé, fue recibida por salvas de artillería procedentes de los cañones del castillo y de los barcos de guerra que se encontraban anclados en la bahía. Por la tarde se organizó una naumaquia en aguas de La Concha que entusiasmó a propios y extraños. Cuando Isabel de Valois, después de entrevistarse con su familia, volvió a pasar por San Sebastián, lo hizo acompañada por el delfín de Francia y con él, el 4 de julio, realizó una excursión por la bahía, en un barco adornado por los vecinos del puerto, desembarcando en la isla de Santa Clara para almorzar.

Los enfrentamientos entre San Sebastián y la provincia fueron constantes a lo largo de todo el siglo XVI. Estos litigios venían de muy antiguo y estaban motivados, entre otras muchas causas que resultarían muy largas de analizar, por las constantes muestras de trato de favor que, los diferentes soberanos, habían otorgado al municipio donostiarra. En 1514, Fernando el Católico dotó a San Sebastián con la merced de 64.000 maravedíes anuales sobre las rentas de las alcabalas de la provincia. En principio, esta ayuda debía de utilizarse para perfeccionar el sistema defensivo de la villa, pero se usó también para otros fines. La merced de Fernando el Católico fue confirmada en 1566 por Felipe II y sentó muy mal al resto de los guipuzcoanos que se consideraron, no sin razón, excluidos del favor real. Pero lentamente, a pesar de la oposición de los donostiarras, la voz de la provincia, consiguió hacerse oir en el Consejo de Castilla. En 1505 y 1508, el privilegio de la media descarga del puerto de San Sebastián fue cuestionado por unos comerciantes ingleses asentados en Rentería, a los que se unieron, en su protesta, vecinos de Hondarribia, por considerar que perjudicaba injustamente a sus intereses.

El pleito llegó hasta la Chancillería de Valladolid, que se limitó a confirmar los derechos de los donostiarras, provocando un gran descontento en la parte afectada. En 1550 San Sebastián tuvo otro litigio con la provincia, que se oponía a pagar los derechos de pontazgo que el capitulado donostiarra exigía por el paso del puente de Santa Catalina a todos los que no fuesen vecinos de la villa. El pleito fue llevado primero ante el corregidor, pasando luego en apelación a la Chancillería de Valladolid que, por primera vez, falló a favor de la provincia, prohibiendo a San Sebastián el cobro de los derechos de paso por el mencionado puente. En el mismo sentido, una real provisión de 1570 facultó a los habitantes de la provincia para embarcar en el puerto donostiarra su producción de sidra, lo que contravenía las ordenanzas de la villa. Pero a pesar de éstas y de la oposición de los vecinos de San Sebastián, la aplicación de la real provisión se llevó a efecto.

La creciente importancia estratégica de San Sebastián, que a mediados del siglo XVI ya era la pieza clave del sistema defensivo de la frontera nor-occidental de la monarquía española, obligó a las autoridades a mantener y acrecentar sus fortificaciones. Por ello no escatimaron a la hora de contratar a los más prestigiosos poliarcetes e ingenieros militares de la época, para que diseñaran sus cada vez más imponentes bastiones convirtiendo a San Sebastián, con el paso de los años, en una fortaleza casi inexpugnable. Durante el gobierno de los Reyes Católicos comenzó a restaurarse el ruinoso castillo que, desde hacía siglos, dominaba la atalaya de Urgull. Por esa época se levantó también la muralla nueva, conocida como la de los Reyes Católicos, que se hizo con previsión de futuro, dejando alrededor un amplio margen de terreno para permitir el posterior ensanche de la villa. En 1542 se comenzó a fortificar el sector oriental -que será siempre el más vulnerable- construyendo un lienzo de muralla a lo largo de la desembocadura del Urumea, que enlazaba con los acantilados de Urgull. También se acometió, en ese momento, la ejecución del cubo Imperial, llamado así en honor de Carlos V, que tres años antes, durante su estancia en San Sebastián, había ordenado que no se reparara en gastos a la hora de fortificar la villa.

El cubo Imperial se encontraba situado junto a la puerta de tierra, en el sector sur de las murallas. En 1567 se realizaron obras de ampliación en el rebellín, o espacio destinado a los ingenios de artillería, que se asentaba en el llamado postigo de San Nicolás, junto a la Zurriola. También se ensanchó el baluarte del lienzo oriental, llamado del Gobernador, que dominaba la desembocadura del Urumea, y en el lado opuesto, en el sector de las murallas situado sobre la dársena del puerto, se amplió la resistencia del baluarte de San Felipe, que miraba hacia la bahía. A finales de siglo, Felipe II encargó a su ingeniero mayor, el italiano Tiburcio Espanochí, que estudiara nuevas fortificaciones para la plaza de San Sebastián. Estas construcciones formaban parte de un proyecto defensivo de gran envergadura, que contemplaba la construcción de modernas fortalezas a todo lo largo de la cadena pirenaica, desde el Bidasoa hasta los confines orientales de Cataluña. Pero esto ocurrió en 1596 y las obras encargadas por Felipe II no llegaron a realizarse hasta bien entrado el siglo XVII, y muchas de ellas nunca pasaron del proyecto a la materialización.

La villa de San Sebastián tuvo una decisiva participación en aquella aventura fallida que se llamó "la Armada Invencible". Un donostiarra, Miguel de Oquendo, nacido en un humilde caserío de las dunas de Ulía, fue uno de los generales que comandaron la flota, y el número de vecinos de San Sebastián que tomaron parte en la fracasada empresa fue muy importante. Miguel de Oquendo, que ya tenía un gran prestigio como marino y había sido nombrado general por su decisiva actuación, junto con otros hombres de mar guipuzcoanos, en la campaña contra los rebeldes de la isla Terceira, recibió la orden de organizar una gran flota para atacar Inglaterra. A pesar de las protestas de las autoridades guipuzcoanas, preocupadas por la cantidad de hombres que servían en la real armada y de que el secretario real, Juan de Idiáquez, había prometido poner remedio a esta sangría humana, por real orden se dispuso una leva de marineros y se requisaron todos los barcos capaces de navegar a mar abierta.

La villa de San Sebastián contribuyó con nada menos que once navíos de grueso calado, que al mando de Miguel de Oquendo, pasaron a formar parte de una flota compuesta por barcos guipuzcoanos, vizcaínos y de las cinco villas marineras de Cantabria. El desastre de la Invencible golpeó de lleno a la provincia de Gipuzkoa y, en particular, a San Sebastián que, según las investigaciones del profesor J. I. Tellechea Idígoras, perdió nada menos que 127 marineros. Pasajes, que entonces era un barrio de San Sebastián -exceptuando San Juan, que pertenecía a Hondarribia tuvo 103 muertos. Esta cifra escalofriante de víctimas resulta todavía más conmovedora si tenemos en cuenta que en aquel momento, los habitantes de San Sebastián no pasarían de 4.000. Pero la Armada Invencible, aunque la más importante, no fue la única empresa, funesta por sus resultados, en la que tomaron parte los habitantes de San Sebastián a lo largo del siglo XVI. Ya en 1528, durante la expedición imperial contra La Goleta (Túnez) Gipuzkoa contribuyó con 800 hombres -de los que unos 150 eran donostiarras- 14 zabras y un galeón armado en el puerto de San Sebastián.

De nuevo, en 1541, para la campaña naval emprendida por Felipe II contra la regencia berberisca de Argel, se hizo en Gipuzkoa una leva de 1.300 hombres de mar de los cuates casi 200 eran de San Sebastián. También en la fracasada expedición organizada por la Corona para explorar el estrecho de Magallanes tomó parte un crecido número de donostiarras. De las dos naves armadas en el puerto de San Sebastián para esta empresa, una de ellas, la que iba al mando del capitán Martín de Arriola, se hundió en las costas de Brasil con 120 hombres a bordo, pereciendo muchos vecinos de San Sebastián en este dramático suceso. Todas estas actividades bélicas, que se encuadraban en el marco de la política de hegemonía en los mares de Europa y América que preconizaba la Corona española, tuvieron efectos desastrosos para San Sebastián y, en general, fueron nefastos para toda Gipuzkoa, ya que las levas forzosas de hombres de mar para el real servicio de la armada, restaban brazos a las actividades pesqueras, especialmente a las que se llevaban a cabo en los caladeros de bacalao de Terranova, que proporcionaban importantes ingresos a San Sebastián.

La pesca del bacalao, lo mismo que la caza de la ballena, eran actividades generadoras de riqueza ya que, alrededor del manipulado y comercialización de estas especies se creaban unas empresas que contribuían al desarrollo económico del conjunto de Gipuzkoa. Las autoridades de la provincia elevaron numerosas protestas ante el consejo real pidiendo la reducción de las levas de marineros, pero sólo recibieron buenas palabras y el problema no se solucionó. El fin de siglo fue realmente aciago para San Sebastián: a la escasez de brazos útiles provocada por la avaricia de hombres de mar de la monarquía española, se sumaron otras graves dificultades. Para escapar a esta situación de penuria económica, muchos donostiarras emigraron a América. Otros, quizá menos aventureros, se establecieron en Sevilla y Cádiz, incrementando la numerosa colonia de euskaldunes de aquellas ciudades andaluzas. Como las desgracias nunca llegan solas, en 1597, una mortífera epidemia de peste asoló toda Gipuzkoa, cebándose particularmente en la comarca de Pasajes. San Sebastián, por miedo al contagio, se mantuvo incomunicada de las poblaciones vecinas y aunque gracias a esta medida logró capear la epidemia con un número de víctimas relativamente escaso, este aislamiento provocó una paralización de las actividades mercantiles que se saldó con cuantiosas pérdidas económicas.

El obispo de Pamplona, Antonio Zapata, y los concejos de varias localidades alavesas y navarras, en un rasgo de solidaridad sin precedentes, acudieron con sus donativos en ayuda de San Sebastián contribuyendo a mantener los hospitales y lazaretos de la Zona apestada. En 1599 se levantó finalmente la cuarentena y, para intentar paliar la difícil situación económica de los donostiarras, el rey emitió un real despacho por el que se les permitía habilitar barcos para practicar el corso contra los ingleses, holandeses y rebeldes flamencos, con la condición de reservar una quinta parte de los bienes apresados para la Corona.

Como todas las ciudades de la época, San Sebastián, a lo largo de la Edad Moderna sufrió numerosos incendios, fortuitos o provocados, que contribuyeron a modificar su fisonomía y alteraron en varias ocasiones la distribución de sus barrios. La catástrofe de mayor envergadura tuvo lugar el 14 de diciembre de 1575 cuando, al caer un rayo sobre el polvorín situado en las proximidades de la cima del castillo de la Mota, volaron 25 barriles de pólvora, que se precipitaron sobre la ciudad provocando una serie de explosiones e incendios que causaron grandes destrucciones en los edificios y un importante mortandad entre sus habitantes. San Sebastián no se recuperó de este suceso hasta bien entrado el siglo XVII.

Durante los primeros años de la nueva centuria se produjeron varios incendios de menor magnitud, que afectaron a las pequeñas construcciones de madera y mampostería situadas junto al flanco sur del monte Urgull, o en las inmediaciones de las murallas que daban al puerto. Muchos de los edificios que ardieron eran utilizados como almacenes, pero en ocasiones, el fuego también afectó a viviendas, que por la mala calidad de los materiales empleados en su construcción solían ser muy inflamables. Pero el incendio de mayores proporciones del siglo XVII tuvo lugar la noche del 6 de enero de 1630, cuando un fuego iniciado en la casa de Arriola, se propagó a las viviendas colindantes, llegando las llamas hasta el pozo de la Zurriola. Ardieron 120 casas y hubo al menos diez muertos y numerosos heridos. En 1688 se produjo otra catástrofe de características muy parecidas a la de 1575.

El día 7 de diciembre, a las 4 de la tarde, durante una tormenta con importante aparato eléctrico, cinco rayos impactaron en distintos puntos de la ciudad y uno de ellos fue a caer en el polvorín del castillo de la Mota, volando 800 quintales de pólvora que arrasaron las fortificaciones de Urgull, matando a todos los soldados que integraban la guarnición. Una lluvia de piedras y maderamen se abatió sobre la ciudad y el muelle, que sufrió graves desperfectos, y se prendieron varios focos de fuego que pudieron ser dominados gracias al intenso aguacero que durante la noche siguiente cayó sobre San Sebastián. Hubo bastantes muertos y heridos pero también fue muy importante la destrucción de edificios, que afectó a gran número de casas y almacenes, y la ruina ocasionada en las obras del puerto. Ante la magnitud del desastre la Provincia acordó contribuir con un donativo de 1.000 ducados a la reparación de los daños sufridos en las instalaciones portuarias. También, y para el mismo fin, en 1693, el rey envió a San Sebastián 2.000 ducados.

Privilegios comerciales contra libre comercio. Durante el siglo XVII se hizo cada vez más patente el enfrentamiento entre dos conceptos económicos opuestos. El proteccionismo, -representado por la concesión real de privilegios comerciales, que había sido la tónica de la política económica de los monarcas, y que, precisamente en el siglo XVII alcanzaría su máximo apogeo con la creación de las grandes Compañías Privilegiadas que, en adelante, monopolizarían los negocios ultramarinos-, se enfrentaba a la noción de libertad de comercio. El libre comercio era algo muy antiguo, al menos en las llamadas Provincias Exentas, cuyas autoridades siempre se habían empeñado en defenderlo por encima de los privilegios reales. Pero también era un concepto nuevo, por el que, reelaborado según las necesidades de los nuevos tiempos, apostaban los modernos economistas.

Desde el descubrimiento, por marineros vascos que perseguían ballenas, de los caladeros de bacalao de Terranova, San Sebastián se había convertido en centro de comercialización de ese pescado, que constituía la principal fuente de proteínas de las clases populares y era alimento habitual en vigilia. Este negocio tenía gran importancia económica y los monarcas expidieron varias reales cédulas favoreciendo a los armadores de los barcos que faenaban en Terranova. Una real cédula de 1639, confirmada en 1642 por Felipe IV, ordenaba que, bajo ningún pretexto, se requisaran para el real servicio las naves destinadas a la pesca del bacalao. Esta normativa real creó una situación de agravio comparativo con los barcos dedicados a otro tipo de capturas y fue objeto de numerosas quejas.

También la caza de la ballena y, sobre todo, la comercialización de su grasa, fue protegida por cédulas reales y dió motivo a protestas. Era difícil conciliar el libre comercio, que era un derecho de los habitantes de Gipuzkoa, contemplado en el Fuero de la Provincia, con los privilegios que los reyes otorgaban a determinadas actividades, consideradas beneficiosas para el desarrollo económico del Estado.

La rebelión de Flandes en 1626 tuvo consecuencias directas sobre San Sebastián. Aparte de los ataques que las naves donostiarras tenían que soportar por parte de los independentistas flamencos y sus aliados holandeses cuando faenaban en los caladeros del Atlántico, un clima de paranoia se había apoderado de la Corona, aislándola cada vez más del continente europeo. Rodeada de enemigos reales o imaginarios, la monarquía española optó por la política del atrincheramiento y San Sebastián, principal bastión del sistema defensivo en la frontera septentrional, vió incrementarse todavía más sus fortificaciones. Las obras más importantes se llevaron a cabo en el castillo de la Mota que, posiblemente, a causa de su notable escarpadura, no poseía baluartes ni cubos.

Se construyeron estos elementos por orden del rey, pero las obras proyectadas no se llevaron a cabo en su totalidad porque los habitantes de San Sebastián, en contra de la opinión de los ingenieros militares, preferían ser defendidos desde dentro de la villa, y no desde lo alto de la fortaleza de la Mota, y para ello, eligieron invertir el dinero destinado a construcciones militares en la mejora de los baluartes y murallas que la rodeaban. Del enfrentamiento entre estos dos puntos de vista, los que salieron más perjudicados fueron los vecinos de San Sebastián que tenían huertas en las laderas de Urgull, fulminantemente obligados a desalojarlas por las autoridades militares, que se ampararon en la necesidad de despejar el terreno por su importancia estratégica. Pero la villa consiguió su objetivo, y en 1639 empezaron a construirse nuevas plataformas para la artillería en el sector sur de la muralla.

También se concluyeron las obras del hornabeque y de las fortificaciones de Santa Catalina, iniciadas por Felipe II durante el siglo anterior, y en la isla de Santa Clara se realizó una terraza de piedra y cal para poder disponer en ella de artillería. En 1656 el pequeño cubo que miraba hacia la Concha, que, a causa de su deterioro, había sido derribado cincuenta años atrás, fue reconstruido con mayores dimensiones, por ello se le llamó el cubo del Ingente, que hoy, definitivamente desaparecido, da nombre a la donostiarra calle Igentea, pues es, más o menos en ese lugar, donde se encontraba situado. Si las obras de las primeras fortificaciones fueron costeadas casi exclusivamente por la ciudad, a partir del siglo XVII la real hacienda y la provincia contribuyeron a sufragarlas. En 1646 el rey adjudicó 10.000 ducados, obtenidos de los 90.000 del donativo ofrecido por Gipuzkoa para sufragar la guerra de Italia, para pagar las nuevas fortificaciones. Ese mismo año, la provincia, consciente de la importancia estratégica de San Sebastián, acordó concederle diez mil ducados con la misma finalidad.

También, para terminar la remodelación del cubo del Ingente el rey destinó 2.000 ducados en 1657. Pero la prueba concluyente de la preocupación que ocasionaban estas fortificaciones, es la llegada a San Sebastián, en 1689, del más prestigioso ingeniero militar de la época, el italiano Hércules Torrelli, enviado por el gobierno de Madrid para remediar las destrucciones ocasionadas el año anterior por la explosión del polvorín de la Mota. Torrelli, que ya había estado en San Sebastián en 1685, y se había marchado desalentado por no haber conseguido llevar a cabo su proyecto de fortificaciones en Urgull, volvió poniendo la condición de que las obras se realizarían según lo dispuesto en su proyecto original.

Pero pronto surgieron las dificultades, debidas la mayor parte de las veces, a la ya vieja oposición de los habitantes de San Sebastián a que se destinaran demasiados medios para las fortificaciones de la Mota. En 1693 se terminó de construir la batería llamada del Mirador, pero no había dinero ni para enlosar de nuevo la plaza de armas. Por ello, cuando en 1695 la ciudad hizo un donativo de 6.000 doblones para obras de fortificación y la provincia destinó 20.000 ducados para el mismo fin, pero con la condición de que fueran utilizados para reforzar el sistema defensivo de la ciudad, dejando de lado las fortificaciones de Urgull, Hércules Torrelli, desmoralizado, abandonó San Sebastián.

Tradicionalmente, las lanas de Navarra y Aragón que se exportaban a Europa, salían por el puerto de San Sebastián. En 1654 el rey impuso un nuevo gravamen sobre estos géneros, que sufrió ulteriores recargos en 1656 y 1660. Esta medida fue la causa de que navarros y aragoneses empezaran a llevar sus lanas, por tierra, hasta el puerto franco de Baiona, donde no existían aranceles. Paralelamente, la apertura del camino real de Orduña, que agilizaba las comunicaciones entre la meseta y la provincia de Bizkaia, hizo que las lanas castellanas salieran hacia Europa desde el puerto de Bilbao. De este modo, a lo largo de medio siglo, San Sebastián y los restantes puertos de la provincia de Gipuzkoa, perdieron totalmente este comercio que había sido desde épocas remotas uno de los principales motores de su economía. Las Juntas Generales acordaron acudir al rey para manifestarle el malestar de los guipuzcoanos y, finalmente, en 1688, obtuvieron una real orden por la que se dejaban sin efecto las anteriores medidas impositivas, aunque ya era demasiado tarde para recuperar el protagonismo como puerto lanero.

En 1682 se creó el Consulado y Casa de Contratación de San Sebastián, en la misma forma de los que ya existían en Burgos, Sevilla y más recientemente, desde 1511, en Bilbao. Las gestiones de la ciudad ante la Corona culminaron con la emisión de una real cédula, expedida por Carlos II en Madrid, el 13 de marzo, concediendo permiso para que se erigiese un Consulado y Casa de Contratación en la forma acostumbrada. A tal efecto se dictaron unas ordenanzas, compuestas por 84 capítulos, para legislar los diferentes aspectos de su funcionamiento. Este capitulado recibió el refrendo del Consejo de Castilla el 19 de septiembre del mismo año. En un principio, la dotación del Consulado estaba compuesta por un prior y dos cónsules, elegidos anualmente, además de un número indeterminado de subalternos, que variaba según las necesidades de la institución. La erección del Consulado provocó un roce de jurisdicciones con el resto de las autoridades, tanto municipales como de la provincia.

Pero a pesar de ello, entendiendo que la revitalización del comercio promovida por el Consulado era beneficiosa no sólo para San Sebastián, sino para la globalidad de Gipuzkoa, las Juntas Generales autorizaron su instalación, aunque con la restricción de que no se hiciese uso del capítulo 24 -que le facultaba para hacer repartimientos ordinarios y extraordinarios para su propia subsistencia por ser considerado contrario al título 18 de los fueros. Este capítulo 24 fue la causa de numerosos conflictos con la Provincia, porque según lo dispuesto en él, se capacitaba al Consulado para gravar con unos derechos de arancel las mercaderías que se introducían o se exportaban a través del puerto de San Sebastián, hecho bastante insólito, sobre todo en el caso de las importaciones, si se tiene en cuenta que estaba situado en una Provincia Exenta. Además, el gravamen impuesto sobre algunos productos de la industria guipuzcoana, especialmente en el caso de los aceros, aunque era moderado, hacía subir el precio final, que resultaba menos competitivo en los mercados exteriores.

Ante la presión de las quejas recibidas, la Diputación encargó un informe sobre este delicado asunto a Antonio de Zorrobiaga, que tuvo como resultado la exigencia al Consulado, por parte de la máxima autoridad provincial, de que anulase de forma definitiva y sin posibilidad de apelación, la cláusula que perjudicaba a los intereses de la industria guipuzcoana. Después de un período de tensas negociaciones, en las que tuvo que mediar el Consejo de Castilla, el Consulado dejó de cobrar aranceles de salida a los productos provinciales y se dió por zanjado el contencioso. El Consulado consiguió revitalizar el comercio, pero no pudo recuperar el negocio del transporte de las lanas, que definitivamente fue acaparado por otros puertos que ofrecían condiciones más ventajosas a los productores castellanos y navarro-aragoneses.

Tal y como había ocurrido en el siglo XVI, a lo largo del XVII, las diferencias entre San Sebastián y las villas vecinas fueron muy frecuentes. También se dieron, aunque en menor medida, litigios con Bilbao, pero en este caso se trató siempre de problemas relacionados con el tráfico corsario, que en aquellos años de enfrentamientos bélicos continuos constituía una práctica habitual de los marinos donostiarras, compatible con sus actividades pesqueras. Dentro de esta clase de conflictos el problema más grave tuvo lugar en 1602, cuando unos corsarios de San Sebastián, apresaron en la desembocadura del Nervión, a una legua de Portugalete, a dos navíos alemanes procedentes de Hamburgo y los trajeron al puerto donostiarra. Resultó que los barcos en cuestión habían sido fletados por cuenta del Señorío, con lo cual, la casa armadora protestó ante el ayuntamiento de Bilbao, que a su vez elevó una queja a las autoridades de San Sebastián y al capitán general de la plaza, que tuvieron que obligar a los corsarios a que dejaran libres a sus presas, aunque parte de las mercaderías que transportaban los barcos alemanes ya habían sido distribuidas, conforme a la ley del corso, entre los marineros, y no fue posible recuperarlos.

Los problemas con las localidades vecinas fueron constantes y estuvieron provocados, generalmente, por los privilegios que San Sebastián había conseguido captar de la Corona a lo largo de los siglos anteriores, y que perjudicaban al resto de las poblaciones guipuzcoanas, especialmente a las que estaban situadas en las comarcas cercanas. Hernani y Urnieta protestaron varias veces ante las Juntas Generales a causa de los derechos que estas localidades consideraban tener sobre la comunidad del Urumea y que San Sebastián pretendía acaparar en exclusiva, alegando antiguos privilegios. Hernani consiguió que la Junta General de Mutriku de 1696, reconociera su derecho a hacer nasas en el Urumea, a la altura del barrio de Loiola, que era algo a lo que San Sebastián se venía oponiendo durante más de un siglo y que fue la causa de numerosos destrozos y enfrentamientos entre los pescadores de ambas poblaciones. Otro motivo de discordia fue la pretensión de San Sebastián de impedir que los que llegaban a la ciudad con caballerías descargadas, sacasen de ella mercaderías. La Provincia que, como ya hemos dicho, siempre había protegido el libre comercio interior, recurrió contra esta medida ante el Consejo Real, que el 3 de septiembre de 1631 libró una provisión ante el corregidor exigiendo el esclarecimiento de esta aparente arbitrariedad, que finalmente fue resuelta a favor de la Provincia.

También en el siglo XVII el tránsito de personalidades que pasaron por San Sebastián fue constante. Como consecuencia de la política de alianzas matrimoniales promovida por Felipe III, en 1615, el propio monarca vino a San Sebastián para acompañar a su hija, Ana de Austria, que marchaba a Francia para casarse con el delfín, el futuro Luis XIII. La villa dió una multitudinaria bienvenida al rey; el alcalde donostiarra, Martín de Miravalles, le entregó las llaves. Felipe III y su hija se hospedaron en casa del comendador mayor de León, Alonso de Idiáquez. Esta mansión, situada al principio de la calle Mayor era la mejor acondicionada de San Sebastián, y, como en el siglo anterior, continuó sirviendo de alojamiento a todas las personalidades que atravesaban Gipuzkoa. La comitiva real permaneció durante tres días en San Sebastián, para marchar luego a Hondarribia.

Los esponsales se celebraron en la isla de los Faisanes, allí se intercambiaron las princesas casaderas y dos días después Isabel de Borbón, que hacía el viaje en sentido inverso para dirigirse a Madrid como prometida del futuro Felipe IV, se detuvo también en San Sebastián y pasó la noche en casa de los Idiáquez. La guerra entre las monarquías francesa y española iniciada en 1635, que tuvo efectos catastróficos para la economía guipuzcoana, concluyó después de veinticinco interminables años, con la llamada Paz de los Pirineos, sellada, nuevamente, con un matrimonio, esta vez el de la infanta española Maria Teresa de Austria y su primo Luis XIV. Con este motivo, en 1660, San Sebastián recibió al monarca español, a su hija y a su numeroso séquito. Una vez más, el alcalde donostiarra, título que en aquel momento ostentaba Francisco de Orendain, entregó al rey las llaves de la villa.

También, como en ocasiones anteriores, la familia real se hospedó en la casa de los Idiáquez. La villa preparó toda clase de festejos para entretener a sus huéspedes reales. Durante los preparativos de la Paz de los Pirineos, San Sebastián se convirtió en sede de la corte española. También, muchas personalidades francesas, como Madame Bove, camarera mayor de Francia o los sobrinos de los cardenales Richelieu y Mazarino y otros pares del reino, se instalaron en diferentes casas de la villa. El día 27 de marzo, festividad del Corpus, el rey en persona, acompañado de todo su séquito y corte, asistió a los actos religiosos en la iglesia de Santa María y salió luego en procesión bajo palio por las calles donostiarras. Después, en la plaza nueva, un grupo de jóvenes bailó la espata-dantza delante del monarca. Los vecinos de San Sebastián procuraron rentabilizar la estancia real y le pidieron a Felipe IV, por medio de su ministro plenipotenciario, que concediese a San Sebastián el título de ciudad.

Ajustados los capítulos de la Paz de los Pirineos y entregada la infanta María Teresa en la Isla de los Faisanes, volvió D. Luis de Haro a San Sebastián para dar la noticia a vecinos y autoridades de que el rey le había concedido la gracia del título de ciudad (1635), por tratarse de una villa que tan directamente había contribuido a la organización del tratado de paz ajustado con Francia. Ya investida con el título de ciudad, San Sebastián recibió, en octubre de 1675 a Don Juan José de Austria, el hijo bastardo de Felipe IV, que volvía de Flandes camino de la corte, para hacerse cargo de su nuevo destino como virrey de Nápoles. Juan José de Austria pasó dos noches en San Sebastián, y en ese tiempo recibió a una representación de las Juntas Generales de Bizkaia que le plantearon una serie de quejas de parte del Señorío.

Petición del derecho de libre comercio. En los primeros años del siglo XVIII arreciaron las peticiones de libre comercio. La llegada de la dinastía borbónica al trono español provocó una serie de cambios en todos los aspectos de la organización estatal. Esto supuso un serio intento de reestructurar la política económica del país y adaptarla a los nuevos tiempos, pero esta pretensión chocó desde el principio con unas normativas comerciales muy restrictivas, aunque tan arraigadas que hacían muy difícil cualquier intento de modificación. Durante el primer tercio del siglo XVIII, al menos en tres ocasiones -1721, 1726, 1730- las autoridades de la ciudad y el Consulado elevaron a la Corona peticiones para que se habilitara el puerto de San Sebastián para el comercio con América, pero a pesar de los intentos de liberalización económica promovidos por la nueva dinastía, resultaba muy difícil desmantelar el monopolio de los puertos de Sevilla y Cádiz. Lo que sí se consiguió, como veremos más adelante, fue una paulatina liberalización del comercio interior, que en este caso resultó perjudicial para San Sebastián, ya que la ciudad y su puerto fueron despojados, a lo largo del siglo, de sus antiguos privilegios.

En 1714, el comercio de Bayona demandó a San Sebastián ante el Supremo Consejo de Guerra, para pedir la anulación del antiguo privilegio que obligaba a llevar a vender a esta ciudad la mitad de los cargamentos que se desembarcaban en el puerto de Pasajes. San Sebastián acudió a las Juntas Generales de la Provincia que fallaron a favor de la confirmación del privilegio. Esta medida fue motivo de permanente discordia con los comerciantes de otras localidades. Pero a pesar de las reiteradas protestas que llovían por todas partes, y muy especialmente, las que venían de los comerciantes bayoneses, que se sentían especialmente perjudicados, el rey, en 1716 emitió una cédula que ratificaba el fallo de las Juntas Generales a favor de San Sebastián, aunque se pedía que, por esa vez y sin que sirviese de precedente, se restituyeran a los comerciantes de Bayona las cargas que les habían sido embargadas durante el pleito.

Pero el uso del privilegio de la media descarga, que tantos litigios había provocado, iba en contra de las medidas liberalizadoras que se estaban imponiendo en toda Europa y, en 1749, una real orden limitó por primera vez su extensión exigiendo que "no abusase de él", pues entorpecía el comercio. En los años siguientes, las leyes protectoras de la libertad comercial fueron dejando sin efecto el usufructo del antiguo privilegio donostiarra. Pero las diferencias entre la ciudad de San Sebastián y la provincia, exacerbadas por el favor que los reyes habían dispensado a la que con el tiempo sería capital de Gipuzkoa, se hicieron cada vez más patentes y en el siglo XVIII se produjeron los primeros enfrentamientos entre estas dos entidades, prefigurando lo que de modo más drástico iba a ocurrir durante las Guerras Carlistas.

Es muy significativo que, cuando se produjo la revuelta popular, conocida como "Matxinada", de 1766, tanto la tropa que sofocó el levantamiento como los comandantes que la dirigieron, habían partido de San Sebastián. Y el dinero para ayudar a la extinción de la Matxinada, salió de las arcas del Consulado de San Sebastián y de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, que contribuyeron con cinco mil y cuatro mil pesos respectivamente a la acción represiva contra los "matxines" de los pueblos de Gipuzkoa.

En el contexto del enfrentamiento bélico hispanofrancés, provocado por los epígonos de la Guerra de Sucesión, en 1719, el mariscal de Francia, duque de Berwick, después de tomar Hondarribia, puso sitio a la plaza de San Sebastián. La ciudad se encontraba en aquel momento desguamecida y, durante los meses precedentes, ante la inminencia del ataque, había pedido ayuda de "boca y guerra" al gobierno, sin obtener satisfacción. La Provincia, conocedora de la situación, introdujo en la plaza compañías forales de Azpeitia, Azkoitia, Zestoa, Lazkano, Legazpia y Urretxu, que quedaron al mando del sargento mayor Francisco Ignacio de Alcibar-Jauregui. Paralelamente, las autoridades municipales dividieron a su gente en doce compañías, compuestas cada una por cien hombres. Ocho de estas compañías estaban formadas por vecinos intramurales y las cuatro restantes por vecinos de los barrios extra-muros. Los franceses se avistaron el 24 de junio, y para el día 3 del mes siguiente ya habían bloqueado totalmente la ciudad.

El duque de Berwick estableció su cuartel general en Aiete y desde allí dirigió las operaciones del asedio. El gobernador militar de San Sebastián, brigadier Alejandro de la Mota, sospechando que la isla de Santa Clara podría ser atacada, envió a Alcibar Jauregui con las tres compañías de Azpeitia para guarnecerla. Pero después de un primer ataque de la artillería dispuesta en las naves de la flota anglo-francesa, compuesta por unos efectivos de más de 150 cañones, y del intento de asalto de once embarcaciones enemigas, que fueron rechazadas por los azpeitiarras, el gobernador de la plaza, ante la inferioridad de los defensores, ordenó desalojar Santa Clara. El 25 de julio se lanzó un ataque masivo sobre San Sebastián. La artillería enemiga empezó a batir con especial insistencia el lienzo más débil de la muralla, situado al lado del puente de Santa Catalina. Tres días después se abrió una brecha en las fortificaciones del sector oriental y el comandante de la plaza ordenó que los efectivos militares se replegasen sobre el castillo.

La disparidad de las fuerzas hacía inviable cualquier intento de seguir defendiendo la ciudad, de modo que, el 1.° de agosto, San Sebastián pidió la capitulación. Una comisión, compuesta por el alcalde, Amite Sarobe y los vecinos Pablo Joaquín de Aguirre y Martín Olozaga, se presentó en el cuartel general del duque de Berwick para proponer los diferentes capítulos de la rendición. Sin embargo, los tercios guipuzcoanos y los restantes efectivos militares que se habían replegado sobre las fortificaciones de la Mota, no se rindieron hasta el día 27. Durante el asedio San Sebastián sufrió una gran destrucción, evaluada en más de tres millones de reales de plata. También fueron muy numerosas las pérdidas humanas. Durante dos años la plaza estuvo en manos de los franceses. Finalmente, en 1721 se hizo la paz y el 25 de junio tomaron posesión de ella las tropas reales.

La Guerra de Sucesión paralizó una serie de proyectos de fundación de compañías privilegiadas que ya desde el último tercio del siglo XVII estaban en proceso de gestación. Pero en 1728, la feliz conjunción de la llegada al gobierno de un ministro ilustrado, José Patiño, con las nuevas peticiones, por parte del Consulado de San Sebastián y la provincia de Gipuzkoa de crear una compañía comercial, cristalizó en la fundación de una sociedad mercantil por acciones que recibió el nombre de Real Compañía Guipuzcoana de Caracas. La sede de esta empresa estuvo, desde el principio, en San Sebastián. Sin embargo, el monopolio de los puertos andaluces siguió resistiéndose a ser eliminado y consiguieron que los navíos de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, a su regreso de América, arribaran al puerto de Cádiz, pagando allí los derechos de desembarque, aunque la parte de las mercaderías que la Compañía estimase oportuno, podían ser trasladadas al puerto de San Sebastián.

A pesar de estos inconvenientes la Compañía de Caracas tuvo una enorme importancia para el desarrollo económico de Gipuzkoa, y su impacto se notó particularmente en la comarca de San Sebastián. Los productos más importantes que llegaban de América en los barcos de la Compañía eran el cacao y el pinole, mezcla de vainilla y otras especies aromáticas que, junto con el azúcar -que era otro producto que, en menor medida, importaba la Compañía- se utilizaban para fabricar el chocolate. La llegada de estas mercaderías americanas provocó la creación de una industria chocolatera bastante importante en casi toda Euskal-Herria, pero con especial incidencia en San Sebastián y Baiona.

En 1751 una real orden obligó a trasladar a Madrid la dirección de la Compañía. Esto, unido a las dificultades cada vez mayores con que se enfrentaba en el desarrollo de su actividad por culpa de las medidas cada vez más restrictivas dictadas por el gobierno, y a la situación creciente de inseguridad que ofrecían las costas de Venezuela -que es donde se cargaban la mayor parte de las mercancías- provocaron una decadencia en la otrora pujante Compañía Guipuzcoana de Caracas, y le llevaron a su extinción, en 1785. Sus acciones, por real orden, pasaron a la recién creada Compañía de Filipinas.

Fragmentos de la detallada descripción de la población y de los usos y costumbres de sus gentes realizada por el presbítero Joaquín de Ordóñez muerto en Donostia en 1769. El manuscrito fue hallado por el Marqués de Seoane en el fondo Vargas Ponce, en el archivo de la Real Academia de la Historia, y publicado, corregido y anotado, por Alfredo de Laffitte en 1963:

"Las casas todas de esta Ciudad son muy buenas, muchas de sillería cornisas y molduras de piedra, muchos balcones y algunos de rara hechura, las más casas tienen vidrios propios y todos de cristales, porque aquí no hay vidrios ordinarios. La Plaza Mayor, la nueva, aunque es tan grande como la de Madrid, Valladolid y Pamplona, es mayor que todas y solo la excede con muchas ventajas la de Salamanca; es uniforme en todo, llámase Plaza Nueva, porque hace pocos años que se fabricó la planta y nació esto, de que queriendo la Ciudad correr toros en la que ahora se llama Plaza Vieja porque es del Rey, lo embarazó el Comandante General que entonces había, y con este sentimiento la Ciudad por tener libertad en adelante determinó comprar sitios, demoler casas y levantar a su gusto y costa de la Ciudad tomando censos que aún está pagando réditos y cada año se van minorando; luego que se concluyó que fue el año de mil setecientos veintitrés se estrenó con una corrida de toros en aquel agosto; ésta es pues cuadrada algo más larga que ancha, toda es de sillería hasta las tejas, tiene tres altos y guardillas sobre los tejados, cada casa dos ventanas y sólo tres balcones que dan vuelta a toda la plaza y sientan todos los balcones: como todas las ventanas están con uniformidad es una delicia verlas, las ventanas están numeradas y llegan los números hasta ciento cincuenta y nueve, y qué hermosura es ver en dichas ventanas cuando las iluminan nuevecientas diez y seis hachas en una Plaza que es muy grande con el aditamento de la Casa Consistorial que coge todo un lienzo de elegante arquitectura y molduras, talla y balconaje diverso de la Plaza. Cuenta esta casa en la fachada sobre cinco arcos muy capaces, el primer piso ocupa la Ciudad, el segundo el Consulado en los que ponen muchas hachas, arañas y monteretas que no hay más que ver en tiempo de fiestas, remata esta casa con un corredor de piedra con un pedami de sobre las pilastras y en el remate están dos grandes estatuas de alabastro la Justicia y la Prudencia y debajo de éstas está dentro de una tarjeta de piedra muy vistosa que sostiene dos leones de cuerpo entero, dentro de esta tarjeta, está un abro de medio relieve tan perfectamente hecho que puede servir de modelo a los de esta facultad; es más alta esta casa, hay dos torres uniformes muy bien hechas y perfectas en el todo, en una está una campana con la que se convoca a los vecinos matriculados cuando no basta la Ciudad para algunos asuntos. Todas las casas, así de la Plaza Nueva como de toda la Ciudad aunque tengan seis altos, en todas hay lugar común desde su fundación como también canalones en los tejados en que se conoce acordaron antes que en Madrid tener limpieza; aquí se llega que todas las calles tienen en delanteras y costados tres baldosas cuadradas y la del medio, en las calles ni una gota de agua y por consiguiente todos los vecinos hacen barrer su puerta la víspera de fiestas y como la Ciudad costeó toda la plaza, es dueña asimismo de todas las casas que rentan muchos pesos y bien cobrados porque en toda ella se venden comestibles y con este producto paga sus encargos, salarios de sirvientes y se va desempeñando de los censos que tomó para esta fábrica. Para una corrida de toros se alquilan las portadas, las cuatro bocacalles, y por cada casa (esto es dos ventanas) está en costumbre pagar dieciséis pesos, los inquilinos que las viven no tienen parte en las ventanas de su casa y la Ciudad hace el repartimiento y quedan quejosos porque no alcanzan para todos, con lo que costea la Ciudad las fiestas y gana dinero y se lleva que el Consulado da para corrida doscientos pesos, la Ciudad la primera tarde envía al Cónsul un gran refresco y éste retoma otro igual en la segunda.

Hay solo una puerta de hierro que mira a Castilla. ésta se cierra según el Comandante General y Alcaldes disponen de acuerdo, pero suele ser en el invierno a las siete de la noche, en verano lo más tarde a las diez, y es de notar el privilegio que tiene esta ciudad, cada Alcalde concurre seis meses a cerrar las puertas, lleva consigo sus ministros y un portero, éste cierra el cerrojo correspondiente a la Ciudad, el Capitán de llaves que se halla presente cierra el cerrojo que corresponde al Rey, y el Alcalde echa mano si cerró bien el Capitán de llaves; esto lo han sufrido hasta aquí todos los Comandantes Generales muy a su pesar, pero es irremediable esta costumbre aunque los émulos mal contentos y de dañada intención han pretendido con mucho esfuerzo quitar a la Ciudad esta regalía, y no han podido porque está corriente este privilegio que es del Señor Rey D. Felipe II en Madrid a dieciséis de julio de mil quinientos ochenta y uno.

En dicha Puerta de Tierra no hay guardas ni quien registre lo que entra y sale porque es del todo libre esta Ciudad y toda la provincia y Francia en todos sus comercios, nadie paga al Rey cosa alguna y sólo sus moradores tienen que pagar las casas que viven y ocupan con sus géneros, y con esta libertad venden descubiertamente el tabaco de hoja y polvo, aguardiente y licores, naipes, y de eso hay cuatro fabricantes que venden la baraja de cuarenta y ocho naipes a cinco cuartos; sal, y suele valer la fanega poco más que a peseta, venden, cacao, canela, azúcar, clavo, y toda especiería, todo género de telas de seda, lana, de algodón y China y todo género de lencería; en los géneros comestibles de pesos medida, la Ciudad cuida y da reiposturas de Regidor semanero, no hay papel sellado, no hay casa prohibida ni estancada más que del tabaco, rapé, ningún vecino sin causa justa puede estar fuera de su casa en las noches después de las ocho en el invierno, ni después de las nueve en el verano, y es reprensible el que pase de dichas horas, cosa considerable, y las puertas de las casas deben estar cerradas a dichas horas; es verdad que toda es gente quieta y apacible; no hay camorras, heridas, ni muertes, no se admiten pobres que pidan limosna, y algunas veces se les da licencia muy limitada, porque fuera de dicha Puerta de Tierra a tiro de fusil se halla el Hospital de la Misericordia para recogerse por tres días los forasteros en dicho Hospital, patronato de la Ciudad, que se mantiene con muchas limosnas de los fieles y otros arbitrios voluntarios para que se conserve; tiene un Capellán con decente sueldo para que cuide de los Caudales, del sustento con economía y buen orden que trabajan y que sirven como en religión: hay cirujano, médico y varios sirvientes; botica de valde porque entre tres boticarios que hay, el uno abastece medio año de todo lo necesario, y los dos restantes proveen al otro medio año a tres meses cada uno; se mantienen allí además de los enfermos hombres y mujeres inválidos y muchachos pobres, como desamparados se hace trabajar a los que pueden los de mucha edad se asilan hasta morir, los muchachos se les da escuela y se les procura acomodar en la marinería siendo para el Hospital el producto que ganaren en el primer viaje, y puede haber entre todos ciento treinta personas, aunque hay Capellán se les trae los Sacramentos de la Ciudad de la parroquia de Santa María.

A poca distancia saliendo para la puerta de Tierra hacia el Oriente en una llanora tienen una ermita con mucha plata, cuatro buenas lámparas, frontal de lo mismo con grandes candelabros, ciriales, caldero para las palabras de la Consagración, tarjetas especiales y todo cuanto es menester de plata. A pocos pasos de la mar se halla el convento de San Francisco del que también es patrona la Ciudad, tendrá cuarenta religiosos, es buen convento y capaz, buena iglesia y bien limpia y adornada, buen claustro, aquí se enseña la Escuela Bascongada y hay sermones en este idioma, a pocos pasos antes de llegar a este convento se pasa preciosamente un gran puente de madera fuerte y curioso, con asientos en el medio de una y otra parte, tiene de largo ciento cincuenta pasos, y doce de ancho, el mar debajo un río que sale de él, y se alarga muchas leguas, crece y mengua cada seis horas como el mar, y si Dios no hubiera puesto límites a el mar, se hubiera tragado a el convento y el puente a media vara más que creciera.

Saliendo por dicha Puerta de Tierra hacia Castilla o del mediodía como a dos tiros de fusil, se halla el Hospital de la Misericordia del que se dijo en el número diez y ocho, éste se deja a la derecha y a la izquierda un barrio que se llama San Martín y el camino va por medio como si fuera una calle y bien angosta; este barrio tiene como sesenta casas, algunas muy buenas con sus balcones, es de gente labradora, también hay aquí una buena fábrica de curtido, y fabricantes de cuerdas de cáñamo, no hay aquí iglesia alguna y parece que por un San Martín que hay en la capilla del Hospital, tiene este nombre el mencionado barrio.

Luego se deja atrás el Hospital y el expresado barrio, se comienza a subir una cuesta bien empedrada, porque es camino real para Pamplona y Vitoria, luego se suben dos tramos de escalera hacia la izquierda y con un buen atrio se halla el Monasterio de San Bartolomé· A poca distancia hacia el poniente a la orilla del mar sobre unas peñas, se halla una parroquia con el título de San Sebastián, y como después tuvo principio esta ciudad con título de San Sebastián le eligieron por patrono, y se llama aquél el Antiguo, y por pestes que se experimentaron o por otros motivos. esta ciudad y cabildo hicieron votos de ir en procesión al Antiguo todos los años el día del santo, veinte de enero,...

Sobre estos conventos y el de San Francisco, comienzan montes, riscos y breñas que corren muchas leguas, pero todos estos montes están habitables porque están sembrados de casas que aquí llaman caseríos donde se mantienen labradores con sus familias, éstos cuidan de aquellas haciendas y se aprovechan de leña y de yerbas, están ajustados con los amos de diferentes maneras pero lo regular es que parten con los dueños de todos los frutos y ellos ponen sus manos ganados y su trabajo, suelen coger algún trigo, poca cebada y lo principal es maíz, todos los caseros tienen alguna porción de tierra a propósito para hortalizar y también se aprovechan de ello los caseros surtiendo las casas de sus amos y así crían todo género de verduras hasta coliflores, espárragos mejores que los de Aranjuez, todo género de flores, ricas rosas y grandes claveles encamados y de esto cogen mucho y lo venden suelto o en ramilletes; de toda esta verdura y legumbres cargan las mujeres de los caseríos unas cestas muy grandes que pesarán ocho o más arrobas y sobre la cabeza las traen a la ciudad descalzas de pies y piernas subiendo y bajando peñascos de dos leguas y más, de esta forma llegan a la ciudad no se si diga hasta ochocientas cestas, se llena la plaza a las siete de la mañana y lo mismo sucede aunque esté lloviendo todo el día, es de advertir que en los tres lienzos de la Plaza Nueva está repartido el año para sentar todas estas gentes, en un lienzo dos meses que son junio y julio porque en estos se venden muchas cosas delicadas como alcachofas, guisantes, habas frescas y ponen tres filas de banquillos, en los otros dos lienzos a cinco meses las gentes que tienen las tiendas de la Plaza en sus meses respectivos; ponen en la Plaza dos filas de bancos al amanecer para que en ellos se sienten las caseras y delante sus cestas y de cada persona cobran un ochavo, que valen muchos reales en las temporadas sentadas, pues ponen en sus cestas zapatos y medias y van a donde ellas saben a tomar chocolate, y hay gentes que tienen chocolate prevenido para luego que llegan sean despachadas y las suele costar cada jícara diez maravedises y lo más tres cuartos, vuelven a la Plaza a despachar sus géneros y con el dinero que han hecho compran para sus casas, aceite, jabón, pescados, especies, ropa, y cuanto necesitan para la semana; a tiempo que llegan todas las criadas a comprar sus verduras y ellas están previniéndose de lo necesario están las calles del comercio y Plaza tan llenas de gentes, que parece el bullicio de la Puerta del Sol: desaparecen lentamente y a las doce las más marcharon.

Habrá mil caseríos en el contorno de tres leguas y de cada uno, una o dos mujeres con cestas vienen cargadas, algunas chicas traen haces de leña y de paja para jergones, leche, queso, requesones, hay aquí en su tiempo excelentes melones grandes de carne colorada, pepinos, disformes calabazas y no hay hortaliza que no haya aquí; también se cogen grandes melocotones, peras, muchas especies de manzana y generalmente de todas frutas estas son las haciendas de toda la provincia, no hay persona que no tenga caserío, algunas tienen muchos y hay quien tiene más de cien y de esto se componen los mayorazgos. Los caseros sin tener un palmo de tierra suyo, tienen conveniencias y son criados perpetuos de sus amos y hay familias que de tiempo inmemorial se conservan en ello y los estiman los amos y les ayudan en cuanto se les ofrece; como la tierra es tan quebrada se alcanzan estos desde un caserío a otros veinte a lo menos, y suelen estar a poca distancia. Los sujetos de conveniencias suelen pasar algunos meses en sus caseríos en primavera y otoño, y aunque alguno se reducen sólo a tener oficinas para guardar sus frutos y recoger sus ganados, alguna salita y una cocina, hay otros como palacios, con galerías, balconajes, gabinetes, buenas salas y, dormitorios bien alhajados y surtidos de todo lo necesario sin que sea preciso traer colchones la demás ropa ni otros menesteres alguno de cocina y no pocos tienen oratorio y con este motivo vienen a oir misa de otros caseríos; para divertirse para eso suelen tener chaquetes, juegos de damas, de bolos y de pelota y algunos lo tienen de pala. los sujetos de conveniencia deben estar prevenidos de comestibles porque sus parientes y amigos van con frecuencia a visitarles y acompañarles algunos días y no saben que gentes tendrían a la mesa y tienen de prevención unas muchachas lince que vienen a la ciudad a buscar pan del día, carne fresca, huevos, azúcar rosado, pescado y otras cosas, que son tales estas chicas, que aunque haya una legua en menos de dos horas están de vuelta a los caseríos con los recados, descalzas de pie y pierna trepando y bajando cerros, y aunque llueva no se acobardan.

No hay cosecha de vino en toda la provincia y sólo si algunas uvas moscateles que duran una buena temporada y de Navarra suelen traer a vender uvas negras, esta falta se suple con la sidra que se hace en los más caseríos exprimiendo en lagares las manzanas que encierran en unas cubetas (que aquí llaman barricas) lo más se trae a la ciudad y se toma la razón a la entrada para arreglar los diezmos; el año pasado de 1.760 entraron más de 250 cargas y se reputa cada una ocho cántaros y la mucha parte que queda en los caseríos allí se vende por la cantidad que ha entrado pone la ciudad el precio a que se ha de vender y valió la azumbre cuatro cuartos, y el año que se coge poco no pasa de cinco cuartos, esta bebida la gastan toda la gente trabajadora y los criados y criadas de forma que nadie se resisa en casa en que todas las comidas no les den sidra, también la bebe la gente de mucho copete porque suelen estar criados con ella y se bebe en muchas casas todo el año.

Hay también vinos de Navarra, los arrieros que traen todos los días lo apelan en la alhóndiga de peso real, tiene la ciudad nombrados sujetos que lo prueban y según la calidad dan el precio de cada arroba, y de este vino se abastecen los vecinos, esto es, que por azumbres y cuartillos hay muchas tabernas dando la ciudad el precio y las medidas, quien quiere vender vino en su casa puede libremente sin pagar cosa alguna más que el vino a el arriero y si algo cuestan las medidas, pero no excediendo de los precios y medidas de la ciudad. Dichos vinos son para parto porque también se venden otros de Burdeos. de Canarias, de Peralta, rancio de Andalucía de Frontignan, de Málaga y de otras partes, esto se vende por botellas y no muy caro.

Aquí no se coge otro pan que maíz, pues el trigo como se ha dicho es poco, la cebada menos, pues se vende en las boticas, el mar abastece comunmente de trigo y aunque valga muy barato en Castilla por lo lejos y malos caminos no lo acostumbran a traer, con todo eso vale la libra de pan francés muy rico a cuatro cuartos lo mismo vale el pan común, este se fabrica en algunos lugarcillos, y en algunos caseríos con que se aumentan los carguíos de cestas para llevar a la plaza todos los días; las panaderías que hay en la ciudad que son muchas, todas son de francés. Los ganados en lugar de cebada y paja comen salvado y haba y de esto hay terribles cosechas.

Hay en esta ciudad de todos oficios es a saber: un escultor, un pintor al óleo, cuatro doradores y estofadores, cuatro arquitectos que hacen retablos. cuatro maestros de obras, doce carpinteros, doce plateros, uno de ellos es contraste y otro es de oro, un impresor, dos libreros, cuatro médicos, diez cimjanos, tres boticarios, cuatro herradores o albeitar, dos guarnicioneros tres cordoneros, dos relojeros, tres caldereros y un latonero, diez herreros, tres cerrajeros y cuatro cuchilleros, ocho confiteros y cereros, cinco hojalateros o linterneros seis tiendas de peluqueros que trabajan mejor que en Madrid, dos francesas, un maestro de niños, doce tejedores, trece toneleros, más de sesenta sastres otros tantos maestros de obra prima, que unos y otros visten y calzan a las mil maravillas así a hombres como a mujeres; muchas maestras de niñas que enseñan a leer, escribir y coser: dos pastelerías, hay también zapateros remendones, chocolateros no tienen número, cuarenta tabernas de vino de Navarra, dos carnicerías de vaca y camero, pero no hay botellerías ni alegorías porque suele faltar la nieve por hacer regularmente frío que en el mes de julio que esto se escribe hace mucho frío pero para tiempo de fiesta se hace traer aunque caro.

Con motivo de los navíos que llegan al muelle hay quien los repara de todo y aunque los hacen nuevos y de mucho primor, hay quien hace las velas, remos, poleas, y cuatro maestros cordeleros o cobestreros de mucho caudal con muchos oficiales que surten de maromas y cuerdas de todos tamaños, así a los de la compañía como a todos los extranjeros que lo necesiten, y a una legua de aquí en la jurisdicción de Hemani se fabrican áncoras con el mayor primor aunque pesen ochenta quintales, que ni de cera estarán más perfectas y curiosas; hay dos tamboriteros asalariados, también hay un barquillero y pregonero, con buena renta.

Hay muchas tiendas de comestibles, así por todo el lugar como en la Plaza Nueva, para por mayor muchas Lonjas donde por quintales se vende el tabaco de hoja y polvo, azúcar, canela, cacao y también de seda, paños, bayetas y todo género de lencerías de algodón y chinas y de todos estos géneros, por menor hay solo una tienda que coge toda la ciudad, pues apenas hay casa donde no se venda algo.

En el soportal de la casa de la ciudad y en algunas casas, hay tiendas portátiles de franceses que venden ricas cosas, como medias de sedas de todos géneros, vuelos para mujeres y hombres, cortes de chupas bordadas, abanicos, aderezos completos de piedras de Francia, cajas para tabacos de mil modos, pañuelos bordados, muselinas, holandas, batistas y sombreros finos con muchas más curiosidades como en la calle Mayor de Madrid, y suelen hacer bastante equidad. Yo he comprado aquí a treinta cuartos muy buena cotonia y lienzos de Francia que llaman retortas al mismo precio.

Por lo tocante a trajes, el Corregidor (que siempre es un togado como en Bilbao) alcaldes y aguaciles, andan de golilla de día y noche, los regidores los días en que salen de la ciudad en forma con sus maceros; los caballeros gastan buenos vestidos, ricas chupas bordadas o con muchos galones de oro y plata con todos los cabos a este tenor y pelucas de la última moda, los demás ciudadanos y comerciantes les imitan en lo más y se equivocan; vése que aquí todos son nobles por naturaleza excepto los forasteros que necesitan acreditarlo, el vestido militar es aquí tan común que no hay quien salga a la calle de otra forma y con buenas pelucas y espadines de plata, y lo que es más, los labradores que viven en el campo en la soledad de sus caseríos y entre riscos, para ir a misa y venir a la ciudad en días festivos, usan del mismo traje militar, buenos espadines y de plata, algunos con peluquín y los más con pelo propio, todos los chicos y niñas andan muy decentes especialmente los días festivos con vistosas chupas los unos y con sus baticas o chambras las otras y batas largas según las clases.

Las madamas y petimetres, que las hay de mucho garbo, no se distinguen de las de la Corte, y aun exceden a aquellas porque con la cercanía de Francia donde han estado muchas en la enseñanza o de paso se prenden y visten prolijamente porque tienen gusto muy delicado en vestir y calzar; qué peinado y adornos en la cabeza, qué ricos vuelos de tres órdenes y de mucho valor, qué batas largas y de telas tan extrañas y qué chinelas; así van a la iglesia y a los paseos y cuando salen a una corrida de toros cómo están en los balcones en briales, allí es de ver tisúes galones de oro y, de plata encajes de lo mismo en los briales, qué escusalíes, pañuelos paletinas y qué diamantes en sus joyas, aderezos y pulseras se llevan las atenciones porque son muchas bien adornadas y de buen parecer; toda esta damería se cubre en la calle con mantillas negras muy ricas tan cortas que la cintura se las ve por detrás y los vuelos cuelgan fuera de las mantillas, gastan buenas mantillas de tafetán las más son negras y aunque tienen ricos maníos y de puntas éstos sirven unicamente en los duelos del Jueves Santo y de Corpus.

Las militaras que en sus tierras usan mantillas blancas, suelen hacerse aquí a las negras, sólo las mujeres de los soldados se conservan con las blancas como vinieron, las mujeres que no profesan la petimetría, no gastan vuelos y en estos se distinguen las señoras de las que no lo son, y en que traen doncella por ir a tiros largos; las son de buen hocico, aseadas y airosas pero gastan ricos vestidos galones y bordados no se quedan atrás, ni en traer estupendos aderezos de diamantes y perlas las petimetras que usan los vuelos.

Todas usan zapatos blancos o de alguna tela de color muchas veces chinelas pero media de seda negra o blanca, y en lo general, todas usan zapato negro con su tacón alto a la iglesia; las sirvientes que van por aviso y salen a comprar todas andan a cuerpo descalzas de pie y pierna aunque llueva o nieve, pero a la iglesia van bien vestidas y calzadas con tacones muy altos, las sirvientes francesas (que son infinitas) todas van a comprar y a la fuente con sus baticas cortas o chambras y no todas descalzas; hay muchas madamas francesas de gran porte y de mucha conveniencia, porque sus maridos están establecidos en la ciudad y son comerciantes de cosas gruesas y cada día vienen más, porque como en esta provincia están libres que nada se pagan a el Rey (como ya se ha dicho) y en Francia tienen que pagar, cada día se ven gentes nuevas, venden aquí más que los vecinos, porque ellos saben traer con más conveniencia los géneros, pero en la ciudad no se les da manejo alguno ni lo pueden tener, viven en las mejores casas y comen los mejores bocados porque no reparan en los precios y encarecen por eso casas y comestibles, y son tantos y tantas las sirvientes, que estamos hoy tantos a tantas y muy presto serán ellos de número mayor; las madamas francesas suelen salir a los paseos con ricas batas a cuerpos rezagadas las batas y debajo un brial muy delgado y de buen gusto cubiertas con una gasa blanca o negra, enseñando la media, a este modo algunas de las petimetras suelen usar de dichos trajes algunas veces con tanta propiedad que a no ser conocidas se las tendría por francesas.

Todas las gentes y de todas clases tienen sus tertulias y para retirarse a sus casas en las noches a las horas competentes está la sirviente descalza de pie y piernas con su farol para llevar a sus amos a casa, llevan unos faroles tan preciosos de cristal que a porfía andan sobre quien a de tener más hermoso farol, muchos cuestan cuatro pesos, el que menos dos, llevan cuatro luces cada uno, y es una hermosura ver las calles a una misma hora llenas de tan preciosos faroles y de tantas luces, y que todas son mozuelas las que los llevan, no hay casa que no tenga muy curioso farol, aunque sea gente muy común, y como la ciudad es tan corta y tiene buenas calles, con más de quinientos faroles es una delicia, y no son mejores según en Madrid los que llevan alrededor de sus sillas de manos.

Para toda esta grandeza que se ha dicho de caballeros y petrimetres, claro es que hacen falta los coches, alguna comandanta general le ha tenido pero éste y el otro que yo he visto de D. José Fagoada vinieron desarmados sobre una recua de machos y así volvieron porque desde Pamplona aquí y desde Vitoria son tales los riscos que ni calesas pueden llegar aquí, vienen en litera como sucedió al Corregidor D. Juan Javier Cubero, y lo mismo sucedió a los SS. Obispados Generales y Provinciales de las Religiones, los que pueden montan a caballo desde Vitoria donde dejan los carruajes, pero todas las madamas usan andar dos en un caballo apareadas bien sentadas en unas como silletas (que aquí llaman artolas) mirando ambas para adelante sin asiento de mucha conveniencia y de mucha gracia y más en buen tiempo que van en batas largas con sus quitasoles sombreros de galón con plumas, otras con sombreros de palma o con unos gorros de terciopelo negros, que los extranjeros han traído para cuando llueve o hace mucho sol. Las artolas se arman con cuatro pilares que reciben una techumbre cerrada o cubierta de encerado, detrás y a los lados bajan los encerados y por delante una cortina con cristal de modo que con tanto aseo con lucimiento y conveniencia sin cuidado porque con un mozo van delante llevando el ronzal y suelen entre las dos acomodar un chico con quien van divertidas y en conversación. Si en Castilla vieran este género de caminar dejarían coches y caleras por hacer sus caminatas de esta forma.

Los que desde aquí tienen algún viaje corto que hacer, salen a la Puerta de Tierra, de militar o con hábitos largos, y antes de dicha Puerta en una plaza se encuentran muchos mozos con sus látigos rogando a cuantos llegan para que elijan su caballo, y habiendo elegido, lleva el mozo el caballo al montadero que es fuera de la Puerta de Tierra, pone la espuela que trae el mozo de prevención y echa a andar por peseta y media al día y gasto pagado, estos caballos tienen buenas sillas, frenos, y de todo lo necesario y habrá continuamente más de sesenta caballos así dispuestos pero si fuese viaje largo, apalabran antes a el mozo, va a casa del sujeto, toma alforja, maleta y lo que es necesario y monta a la puerta de su casa.

Para traer leña, piedra para las obras y otras muchas cosas hay unos carretones bajos de ruedas bien herradas y no entran en la ciudad éstos, porque fuera apean esta carga y la ponen en una rastra éstas son al modo del armazón de un carro quitadas las ruedas, que sientan de plano en el suelo y con dos bueyes cuatro o más según las dimensiones, así llevan las cosas a las casas de sus dueños; también desde el muelle barricas y fardos de mucho peso y que veinte hombres no serían capaces de moverlos y con un par de bueyes se suele hacer; de esta forma se hacen también las mudanzas de las casas por un real de vellón cada viaje y sin maltratarse llevando una rastra de una vez lo que un mozo no haría en doce viajes, y por eso dichas rastras hacen por su mucha circulación zanjas en las calles y la ciudad cuida de componerlas, como sus dueños las rastras que se desgastan.

De las diversiones que hay en esta ciudad la principal y más arraigada es la pelota así de pala como de a mano y es en tanto grado esta afición que si hubiese un lugar nuevo en que hubiese un buen sitio se aplicaría antes para hacer de él juego de pelota que para hacer iglesia y así en toda la provincia hay famosos juegos de pelota, ya baldosados, ya de tierra de buena calidad, ya con graderías de sillería para los mirones y guardan de los ganados y de los que le pueden perjudicar como si fuera un lugar sagrado, y hay pueblos de dos juegos a cual mejores; suelen hacerse partidas fuertes y de mucho empeño cuando desafían los de la provincia a los navarros, o a los de un lugar a otro, en tales casos se elije el juego y pelota, se hace escritura que nunca suba de treinta pesos porque esta prohibido jugar más pero de callada juegan millares de pesos, y las traviesas son muchas y muy crecidas, se da señal y se elije el día para después de quince días o más, el lugar cuyo juego se eligió bien puede hacer provisiones de comestibles y los vecinos se disponen a dar posada a los concurrentes por cuatro ochavos, se hacen muchos tablados, y concurren de más de doce leguas, no se hallan entonces caballos si no es con mucho precio y hay gentes que para llevar dineros que atraviesan, venden los calzones y algunos vuelven llorando y otros vienen cargados de pesetas; cada año ya suele haber tres o cuatro partidos semejantes.

Otra diversión son los trucos y como hay tantos ociosos hay de garita nueve mesas de billar y dos a la española de vara y golillo; un caballero tiene en su casa billar, otro tiene otra que hace a billar y a la española, y en todas son trece, siendo tan reducida la ciudad y ninguna mesa está demás.

Hay también la diversión de los naipes en que hay mucha destreza, y las mujeres casi todas juegan a la malilla con primor entre cuatro y se juntan muchas mujeres en una visita formal y reunen mesas de a seis y de a ocho y suelen jugar a dos cuartos cada juego y con favorito doble, y si dan capote se cobra doble.

Otra diversión hay y en que se ejercitan las gentes curiosas y fisgonas, como no hay más que una puerta para salir y entrar en la ciudad; en el puente que está sobre el foso hay buenos asientos y también en una especie de plazuela; en las tardes los que se retiran del paseo ocupan todos aquellos asientos para ver entrar la gente que ha salido por curiosidad y los que vienen de viaje con el temor de que les cierren las puertas entran atravesando por la fila de curiosos, pero otros que saben esto aguardan a que sea de noche para librarse de fisgones y fisgonas. También hay la diversión de la caza pero porque hay poca, esta habilidad está sin ejercicio.

Hay una isla, a poca distancia del castillo, que se llama Santa Clara donde está en lo más alto una ermita bajo la advocación de dicha Santa, con su Irnitaño, es toda esta isla del monasterio de San Bartolomé en ella se dice misa cantada de orden y a expensas de dicho monasterio, aquel día hay otras muchas misas, y entre año su estipendio suele ser por lo menos un peso fuerte, desayuno y barco pagado, todo el día de Santa Clara hay tamboril y bailes, y todo lo registran con sus catalejos las señoras de San Bartolomé, las del Antiguo y las de Santa Teresa; es más reducida esta isla y más baja que el Castillo y entre isla y Castillo aunque solo hay como un tiro de fusil pasan navíos por grandes que sean para entrar en el muelle porque es un canal muy profundo.

Antes de llegar al puente que sale a San Francisco hay un barrio que se llama de Santa Catalina tiene al presente unas diez casas, hubo iglesia y vicario pero no tuvo pila, solo administraba el viático y unción en tres caseríos y en un asedio de los franceses se demolieron iglesia y casas, no tuvo dicho vicario ni más libros que el de finador, los que se trasladaron a la parroquia de San Vicente, y desde entonces los que mueren se entierran en el monasterio de San Bartolomé como los del barrio de San Martín y· otros muchos caseríos sobre aquellos montes lo que produce para dicho monasterio muchas ofrendas aunque con la pensión de pagar alguna parte aunque corta a las parroquias de la ciudad, y también en aquel sitio hubo un célebre Hospital.

A media legua de la ciudad más adelante de San Francisco mirando al Oriente está un sitio que llaman la Herrera, allí se encuentra una porción de mar, y se toman barcos para llegar a Pasajes cuando hay marea alta y muchas varas de distancia y son mujeres las que reman por pocos cuartos.

Hay también en esta ciudad diferentes tribunales de justicia. Primeramente esta provincia como todo el clero de ella envía dos comisarios de cada cabildo todos los años después del Corpus a Azpeitia los años nones, y los años pares a Tolosa a conferenciar los negocios de todo el clero de esta provincia asimismo también dos Diputados de cada pueblo se juntan todos los años en unos diez y ocho pueblos que entre sí alternan y este año de mil setecientos sesenta y uno, correspondió en Azpeitia; en año con clave preside el Corregidor de la provincia, esto es el día dos de julio, día de la visitación de Nuestra Señora y concluyen precisamente el día siete de dicho mes.

Síguese el tribunal de los Alcaldes ordinarios, éstos con sus asesores determinan definitivamente sus causas, tienen apelación al Corregimiento y con un apuntamiento gobiernan todo lo político, pues el Comandante general sólo manda en la tropa y presidios que hay en el distrito de la provincia.

Asimismo hay en esta ciudad el tribunal de la ilustre casa del Consulado que se compone de un Prior y dos Cónsules que se nombran anualmente el último del año, con sus Tenientes, cuatro Consultores, Asesor, Síndico, Escribano, Tesorero y Ministro, con facultad de nombrar capitán del puerto y muelle, de que es patrona la ciudad en el que mantiene el Consulado su casa torre y prisiones correspondientes, para que por pronta providencia ataje el capitán de puerto los tumultos y cuestiones que subsisten entre los patrones y marineros de las embarcaciones que existían en el puerto después de cerradas las puertas del muelle asegurándole en dicha casa torre; y tiene dicho Consulado obligación de reparar el muelle para la mayor comodidad y seguridad de las embarcaciones y por esa razón cobra alguna contribución de todas las que arriban al puerto.

Se halla esta ciudad siempre dispuesta y pronta a defenderse de cualquiera invasión aunque falte la guarnición (que algunas veces ha sucedido) y por eso tiene como en cabeza de mayorazgo en su sala consistorial en mucha custodia y limpieza seiscientos fusiles con todos sus pertrechos para el manejo con armero asalariado que los cuide además de que todos los pueblos de la provincia tienen obligación de tener porción de ellos para semejantes ocasiones y el aprontar las Juntas al primer aviso;

Hallándose esta ciudad cercada de mar se hace preciso decir el modo de surtirse de agua dulce; ésta bien encañada atravesando fosos viene a parar dentro de la ciudad aunque pegada a la muralla a una fuente de extremada figura que con seis caños muy copiosos surte a toda la plaza y como en esta ciudad no usan de tinajas para tener agua de prevención es forzoso que las sirvientes con frecuencia vayan a la fuente, y es en tanto extremo en las casas que gastan mucha y sólo tienen un par de cántaros o herradas, que a lo menos saldrá la sirviente una docena de veces para la fuente y muchas veces de noche con luz y por esta razón la fuente siempre se halla con más de cuarenta muchachas tomando agua, y en todos tiempos y horas descalzas de pie y piernas; aunque esta agua es muy buena hay otra mejor más adelante de San Francisco que en una hora no se puede traer de camino, es fuente silvestre (la llaman el Chofre), parecerá a cualquiera que estas mozuelas sintieran hacer viajes largos para para agua, pues es todo lo contrario, gustan más de ir al Chofre, porque allí encuentran otras sus amigas, forman tertulia para tratar sus cosas en que se les pasan las horas sin sentir, y si llevan algunos pañuelos para lavar tienen disculpa para con sus amos para gastar toda una mañana o toda una tarde y lo hacen por conveniencia porque estando menos en casa se excusan de hilar o de otras labores, a esto se llega que la que tiene galanteo encuentra en el camino o en la fuente a su querido, con que dicho se está que si la hora de comer o la noche no las hace volver estarían horas y más horas y para esta caminata tampoco llevan medias ni zapatos.

También se hace preciso decir el modo de lavar la ropa de suerte que como los caseríos están en tierras quebradas hay en los más fuentes y lavaderos, allí tienen leña para las coladas, y todas las mujeres de los caseríos se emplean en lavar ropa toda la semana, y así los lunes cuando vienen cargadas de sus verduras y otras cosas, recogen las ropas de las casas y teniéndola lavada y doblada la traen a sus dueños, descalzas como se ha dicho, siempre sobre la cabeza, de forma que son capaces de cargar con diez arrobas y especialmente los sábados entran cargadas formidablemente, siempre muy agudas, las manos desocupadas y colgando, y los maridos cuidan de las labores de sus caseríos y aguardan en las tardes que lleguen las mujeres con la provisión.

En cuanto a vecindario bastará con decir, que siendo tan corta la ciudad y sin número la gente que en sí encierra, aún las casas de cinco o seis altos están llenas de vecindades, y es muy raro el vecino aunque sea de mucho copete, que no tenga otros vecinos, y para hallar un cuarto en que vivir, ni con un catalejo se adivina quien se quiere mudar ocupándose la habitación en cuanto sale el anterior vecino.

Razón será decir algo del idioma vascongado que se practica en todo Navarra, Vizcaya, Alava y Guipúzcoa, es este lenguaje para el forastero impertinente vocablos intrincados y muy disonante a los castellanos, se juntan una docena de mujeres en una visita, por lo alto que hablan, por la aspereza de los términos y porque suelen hablar todas a un tiempo parece el forastero que se halla en un campanario cuando todas las campanas se tocan, mirándolas hablar y sin entender nada. El padre Larramendi de la Compañía de Jesús como natural de Guipúzcoa y hombre tan docto y, de esclarecidas circunstancias ha querido poner en solfa y arreglo este idioma y ha escrito ciertos libros para que se puedan aprender y contar según su naturaleza, más esto sólo es bueno para los que vienen pequeños a estos países; pero es preciso que se conserve este vascongado y durará hasta el día del juicio, pues aunque hay muchos hombres y mujeres que en los pueblos grandes hablan en castellano con perfección como llegan los de los caseríos a comerciar no saben ellos más que el vascongado, y si se ha de mantener el comercio, preciso es que se les responda en su lengua nativa, y así todos los que venden responden al que habla en la lengua que él se explica y por conveniencia de todos es preciso conservar el vascongado y por eso hay escuela y sermones en vascuence para ta gente rústica que son los más.

Es extraordinario el temple de este país, llueve la mayor parte del año, unas veces hay rogativas porque serene, otras porque llueva, a causa de ser ligera la tierra de este país; si llueve mucho se ahogan los sembrados, si deja de llover se secan, y con estos clamores y hábitos apelan a María Santísima del Coro que los oye luego y los socorre a su medida; apenas son menester vestidos de verano, sólo en agosto y septiembre hace buen tiempo pero siempre con aire fresco con la vecindad del mar.

Se debe prevenir que a este puerto llegan infinitas embarcaciones de todas las partes como no haya guerra declarada con alguna potencia, y para que estas gentes extranjeras y de países remotos puedan explicarse tiene este Consulado intérpretes con sueldos con lo que corre el comercio sin demora, asimismo luego que llega algún navío extranjero pasa luego la justicia con médico y cirujano y algún intérprete a la visita de Sanidad y hasta que se haga esta diligencia, nadie echa pie a tierra".

En 1764 el Consulado y Casa de Contratación de San Sebastián recurrió al rey para hacerle ver que sus ordenanzas habían quedado desfasadas y que era necesario ampliarlas si se querían conseguir los objetivos fijados en sus constituciones. San Sebastián y el Consulado nombraron una comisión que redactó un anteproyecto que fue enviado al Consejo real para su estudio. Las nuevas ordenanzas, que mejoraban sustancialmente las anteriores, fueron finalmente aprobadas mediante una real provisión del Consejo de Castilla librada en Madrid el 1.° de agosto de 1766. Estas leyes se mantuvieron en vigor hasta la publicación del nuevo código de comercio de 1829. Durante el siglo XVIII, el Consulado intentó, en varias ocasiones, recuperar el comercio de las lanas para el puerto de San Sebastián.

En 1746 envió un memorial a Fernando VI exponiéndole las causas de la decadencia de este comercio y la necesidad de llevar a cabo una serie de modificaciones legislativas para acabar con el monopolio que, sobre este ramo del comercio, había conseguido el puerto de Baiona. Las exenciones arancelarias eran la causa de que toda la lana de Navarra y Aragón, y parte de la Castilla, se exportase a Europa a través del puerto de Baiona. Esta situación, que como ya se ha visto, no era nueva, se intentó enderezar a favor de San Sebastián. Incluso en 1752, el virrey de Navarra, conde de Gages, procuró por medio de una serie de normativas, que se restableciese la exportación de las lanas navarras a través del puerto donostiarra. Pero los resultados de estos esfuerzos fueron mediocres y la mayor parte de la lana peninsular continuó saliendo a través de Bayona o, en todo caso, de Bilbao y Santander.

El 19 de enero de 1778 se presentó una solicitud ante la Sala de Gobierno del Consejo de Castilla para fundar una Sociedad de Amigos del País de San Sebastián. En el expediente de fundación, que se conserva en la Sección Estado del Archivo Histórico Nacional de Madrid, aparece como director de la entidad Manuel Ignacio de Aguirre y como secretario Juan José de Zuaznavar. Estas sociedades económicas gozaban de la protección del gobierno, que veía en ellas un eficaz instrumento de difusión del progreso, dentro de ese amplio marco innovador que se conoce como "reformismo borbónico". Los promotores de las sociedades económicas solían pertenecer a la nobleza y la presencia de socios ligados a la industria o el comercio, de extracción burguesa, era mínima. En opinión de Gonzalo Anés este es el motivo de que en ninguno de los grandes núcleos burgueses, como Bilbao, Cádiz o Barcelona existieran sociedades económicas a lo largo del siglo XVIII. El caso de la Sociedad de Amigos del País de San Sebastián fue realmente atípico; entre sus socios fundadores aparecen gentes ligadas al comercio y la industria, profesionales liberales, clérigos y militares, pero ningún personaje realmente vinculado a la nobleza.

En el expediente de fundación se hace hincapié en que se trata de una sociedad independiente de la Bascongada, lo que indica, ya desde el principio, una cierta toma de posición. Por lo demás, en su declaración de intenciones, la Sociedad de Amigos del País de San Sebastián se diferencia muy poco de las otras de su género: "fomentar la industria y la agricultura y promover la instrucción popular". Pero la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País, que se había opuesto desde el principio a la fundación de la donostiarra, no escatimó esfuerzos hasta conseguir su disolución. La documentación sobre este triste ejemplo de rivalidad y deseos de protagonismo entre San Sebastián y la provincia, que había sido depositada al extinguirse la Sociedad en 1781 en el archivo municipal por su secretario, Juan José de Zuaznavar, desapareció en el incendio de la ciudad de 1813.

El traslado de la dirección de la Compañía de Caracas a Madrid, y las medidas cada vez más restrictivas del gobierno fueron la causa de que el comercio con América se viera de nuevo entorpecido. En 1789, en medio de una gran polémica que generó profusión de papeles anónimos, en pro y contra, la ciudad y el Consulado solicitaron de nuevo la habilitación del puerto de San Sebastián para el tráfico directo con América, con la facultad de traer principalmente cacao y azúcar, que eran los productos más interesantes para su comercialización, puesto que la recién extinta Compañía de Caracas, después de más de medio siglo de actividad, había consolidado una red mercantil en torno a ellos. Pero, a pesar de la real orden de 1779 que liberalizaba el comercio con América, la habilitación del puerto de San Sebastián no llegó.

Las reiteradas peticiones del Consulado no surtieron efecto. Los fueros y exenciones de que gozaba la provincia de Gipuzkoa fueron un parapeto insalvable y, tal como ocurrió con el puerto de Bilbao, el puerto donostiarra no consiguió el permiso real para comerciar con América. El año 1803 se renovaron las peticiones. En las Juntas Generales, el representante de Hernani, Juan José de Zuaznavar, el mismo que en 1781 había luchado, sin éxito, por salvar la Real Sociedad Económica de Amigos del País de San Sebastián, hizo una brillante exposición sobre la necesidad de habilitar el puerto donostiarra para el tráfico directo con América. Pero de nuevo la petición fue denegada por el gobierno, basándose en que no era posible tal habilitación mientras no se modificaran las aduanas.

En agosto de 1791 el polígrafo asturiano Melchor Gaspar de Jovellanos visitó San Sebastián. Las impresiones de esa visita quedaron reflejadas en su "Diario", publicado por primera vez en 1830. Jovellanos, consejero de Ordenes y Alcalde de Casa y Corte, había sido alejado de Madrid por el favorito Godoy, con la excusa de elaborar un informe sobre la minería asturiana. En el contexto de este viaje, que más bien era un exilio, se sitúa su visita a San Sebastián. Las descripciones que hace de la ciudad son muy interesantes ya que evidencian unos barrios y unos monumentos que salvo excepciones han desaparecido a causa del incendio de 1813. Llama la atención la poca impresión que le produce el extraordinario entorno paisajístico de la ciudad. Unicamente se refiere a la bahía de La Concha para decir que tiene muy poco valor como puerto, pues carece de fondo suficiente.

"Las embarcaciones grandes corren en ella mucho riesgo". Los monumentos le interesan más. Hace una breve descripción de la iglesia de Santa María, que juzga "pésima" en cuanto a arquitectura y escultura exterior, aunque le gustan los retablos y la imaginería interior. Aprecia más el convento de San Telmo, del que dice que "es como una ciudad". También le parece "bellísima" la plaza Nueva -donde hoy se encuentra la plaza de la Constitución- con sus cuatro entradas y la casa consistorial. Las impresiones sobre San Sebastián las resume en pocas palabras "En general, buen caserío: indicio de mucha antigua riqueza; las iglesias son como catedrales". Durante los tres días que dura su estancia en San Sebastián -del 23 al 26 de agosto Jovellanos se relaciona con Joaquín de Juni y Miguel de Lardizabal, que le sirven de guía en sus paseos por la ciudad, es invitado a comer por Ortuño de Aguirre marqués de Montehermoso y visita protocolariamente a Esteban Cabarrús, Asistente de la Compañía de Filipinas y hermano de Francisco, el fundador del banco de San Carlos, y a los marqueses de Rocaverde. El día 26, hacia el mediodía, sale camino de Tolosa para dirigirse de allí a Bergara. Teniendo en cuenta la cadencia de la época, la visita de Jovellanos a San Sebastián fue muy fructífera y, a pesar del poco tiempo que permaneció en la ciudad, sus reflexiones sobre lo que pudo observar en ella son particularmente interesantes.

PML