Fotógrafos

Marín Ruiz, Pascual

Este libro de Pascual Marín se publica un año después de proclamarse la II República (abril de 1931), momento que se considera como el arranque de la moderna fotografía. España se había convertido a partir de 1840 en objetivo de fotógrafos viajeros y Marín va a realizar un viaje más interior, no buscando el exotismo sino en búsqueda de un conocimiento más profundo de la tierra a la que amaba entrañablemente. Le interesan a Marín, además de los acontecimientos, varios temas, fundamentalmente: el arte, los monumentos, el paisaje y el folklore.

Se comprueba una repetición sistemática a la hora de plasmar paisajes y panorámicas. El enmarque con árboles, bien centrales, o laterales, cortados o enteros se repiten en muchas de las tomas de paisaje de Marín. Si en la fotografía, luego influyen de modo determinante las imágenes del cine, de la televisión, de la publicidad y configuran un mundo abarrotado de imágenes a los que nadie es ajeno, Pascual Marín también poseía unas raíces visuales obtenidas de otras imágenes, de otros fotógrafos, de la propia pintura, del llamado pictorialismo, largamente desarrollado en toda España.

Cuando se observan detenidamente las fotografías de este libro, se comprueba enseguida que el paso del tiempo cambia de manera inexorable los espacios geográficos, la propia configuración de bosques, casas y caseríos y en ello consiste básicamente la evolución. También intuimos en esas fotografías esa nostalgia que conlleva todo pasado y que se puede asociar con el concepto de melancolía. Las fotografías también emiten sensaciones y en este caso, paradójicamente, lo que evocan es silencio, mucho silencio. Parece que estas fotografías despiertan de un largo letargo porque, no en vano, muchas de ellas han sido realizadas en invierno.

Enseguida se detectan las esencias que nos dejó el romanticismo y que si, luego, muchas de ellas aún hoy perviven entre nosotros, también afectaron a la propia vida de Pascual Marín y a sus composiciones fotográficas. Un romanticismo que subraya el gusto y culto por lo medieval, el folklore, la tradición y la emoción. Si bien la naturaleza que refleja Pascual Marín no es exacerbada, ni arrebatada como proponía el romanticismo, sino más bien al contrario, una naturaleza armónica, en paz, como la que se respira en la Bahía de San Sebastián de noche que, captada desde el Náutico en una bella composición, se prolongan los haces de luz de las farolas en un mar sereno y plácido. Sombras, contrastes de luces, juegos en el agua, reflejos y efectos plásticos como el de las Ruinas del castillo Sta. Isabel, o La Bahía, ambos de Pasai Donibane. Imágenes pictóricas como la del Puente de Lizartza. La austeridad, elegancia y sobriedad de visiones de pueblos como Gabiria, las singulares y también repetidas en cuanto a composición, por la elección de altos, como el Alto de Meagas de Getaria, árboles retorcidos por el viento del noroeste, frente a un mar que nos lo imaginamos, porque es una masa blanca sin fin y sin forma, inmenso.

Visiones románticas, como por ejemplo la del Camino de Urbía, la del Patio del Castillo de Carlos V de Hondarribia, en la que la naturaleza invade un espacio arquitectónico con elementos góticos que nos recuerdan a las antiguas ruinas. O la de la Casa del general Muñoz, también en Hondarribia. Romanticismo y pictoricismo también se plasman en su visión de Segura, en los Anguleros de Aguinaga que, junto a su Pescador de Donostia, nos recuerda también a las imágenes de pescadores de Ortiz Echagüe. Enmarcada también por árboles, presenta Marín su fotografía Caserío de Usurbil, en la que éste se ve atrapado por unas frondosas y tupidas trepadoras. Visión ya añorante, por la escasez actual de las ya bucólicas metas de hierba.

La arquitectura está muy presente en las fotografías de Marín. Sabe elegir las fachadas, tanto de palacios, como de iglesias, las columnas con estrías vivas, las líneas de escalinatas que nos recuerdan también las fotografías de Frederick Henry Evans (1853-1945), que se especializó en fotos de palacios e iglesias. Le entusiasman a Marín los juegos, los trazos de las arquivoltas, las sombras y luces que proyectan, los entramados y las estructuras arquitectónicas, el Claustro de San Telmo en el que sol se adentra por los arcos iluminando el pavimento, o los efectos lumínicos del sol a través de las vidrieras en la Iglesia de Itziar, las líneas de los nervios de las bóvedas...

Los hermosos palacios y casas señoriales que fotografía como el Palacio del Duque del Infantado de Bergara, el Santuario de la Virgen de la Antigua de Zumarraga, los diferentes Ayuntamientos y plazas, la Casa Soroa de Usurbil, cuyo primer plano lo componen las columnas del pórtico de la iglesia, la neoclásica iglesia de Sta. María de Loinaz en Beasain, el Palacio de Lili en Zestoa y los esgrafiados de la Casa Jáuregui en Bergara.

Finalmente se observa en este libro que Marín, alejado para este trabajo de su labor cotidiana en el estudio, no busca retratar personas en sus fotografías. Prefiere y elige determinados rincones, panorámicas, en las que a veces aparecen figuras que no están nunca atrapadas espontáneamente, sino que siempre posan y miran con atención a la cámara. Se advierte que el ser retratado es todavía en estas fechas un acto novedoso.

Los ejemplares editados de aquel álbum de fotos de los pueblos, paisajes y costumbres de la Gipuzkoa de los años 30 eran arropados por textos de conocidos escritores a lo largo de sus 236 páginas; en su portada aparece el escudo de la entidad foral y en la última parte las reseñas propagandísticas de algunas entidades como Papelera del Oarso, C.A. de Errenteria, Patricio Echeverria de Legazpi o el Puerto de Pasaia. Su edición causó tal impresión a Luis Santos que le sugirió la idea de una tetralogía para realizar sendos volúmenes de Lo admirable de Vizcaya, Álava y Navarra, pero la guerra provocó que solo se llegara a editar en 1936 el que correspondía a Bizkaia.