Ordenes Religiosas

COMPAÑÍA DE JESÚS

Conjuras jesuíticas europeas: las expulsiones. Se ha dicho no sin razón que la Compañía nació adulta y murió sin vejez. El hecho fue que la suma de varios factores arrancaron del débil Clemente XIV el Breve (Dominus ac Redemptor), que constituiría el golpe de gracia para el Instituto fundado por San Ignacio. Tal supresión había sido preparada por el cierre de casas y el consiguiente destierro de sus miembros en Portugal (1759), Francia (1767), España (1767), Nápoles y Parma (1768), como de todas las colonias y misiones dependientes de estas naciones.

Por un lado, además del antijesuitismo proverbial de los dominicos desde el siglo XVII, y de la antipatía de los agustinos, crecía una aversión cualificada en la misma Curia Romana. Así el cardenal Passionei (1764), admirador de Voltaire, el cardenal Archinto, secretario de Estado (1758), los cardenales del Santo Oficio Tamburini, Orsi, Spinelli, efe. Por otro, a tempestades y rivalidades personales, se unían campañas de descrédito por largos años mantenidas. Así, la controversia dogmática (de auxiliis); en moral, la doctrina probabilista, desfigurada por el brillante Pascal; una simple cuestión metodológica, la de los ritos chinos y malabares adaptados a otras culturas; en fin, la acometida del Despotismo Ilustrado de las cortes europeas, preocupadas por cercenar el influjo del Vaticano y de su cauce más eficaz: los jesuitas.

Escribía con énfasis Roda, embajador español ante la Santa Sede, a Azara: "No basta extinguir los jesuitas, es menester extinguir el jesuitismo". Así pues, la tormenta partía del reino de Portugal, de quien era árbitro Sebastián José de Carvalho, marqués de Pombal. Con fecha 3 de septiembre de 1759 salía el decreto de expulsión que atañía a unos 1.700 jesuitas. Borrados del calendario luso los nombres de Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Francisco de Borja, se sepultaba en la cárcel a 250 jesuitas, de los más influyentes, por presunta complicidad en el atentado contra José I. La proverbial mano dura de Menéndez Pelayo no exageraría en este caso al afirmar que "la historia de la expulsión de los jesuitas de Portugal parece la historia de un festín de caníbales". Después, en Francia en noviembre de 1764, Luis XV, promulgaba su ley de supresión con el atenuante de permitirles vivir en su diócesis natal bajo la autoridad de su obispo. Eran más de 3.000. No obstante muchos de ellos pasarían a las naciones limítrofes para seguir viviendo conforme a sus Reglas. El provincial de Castilla, Idiáquez, acogería a 64. Y por último en España, apenas muerta la reina madre, Isabel Farnesio, devotísima de la Compañía, Carlos III, influido sin duda por su confesor Joaquín de Eleta, urgía la liquidación de los 5.500 jesuitas para España y colonias. La razón se encontró en el motín de Esquilache (1766), asonada callejera de gran envergadura en Madrid y otras provincias, en especial en la matxinada vasca surgida en Loyola que rápidamente prendió en gran parte del País Vasco. Se dijo que entre los amotinados se encontraba el jesuita Isidro López, procurador de Castilla, y que en el colegio de Vitoria se habían descubierto unos papeles impresos clandestinamente. La primera acusación ni se probó y la segunda se refería tan sólo a unos impresos sin relación alguna con el motín, pues eran tan sólo Breves del Papa y cartas de obispos franceses en honor de la Compañía.

La suerte estaba echada. El 1 de abril en Madrid y 3 de abril en las demás provincias, todas las casas de la Compañía se veían cercadas de tropas y extrañados sus miembros, conforme al decreto promulgado el 27 de marzo de 1767. De los puertos de la Corona -Tarragona, Santander, Bilbao- serían conducidos a los Estados Pontificios, mientras Carlos III leía el Breve de Clemente XIII "Inter acerbissima", como respuesta.