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Violencia

Cada período histórico cuenta con sus propias motivaciones. En algunos casos se han mantenido a lo largo de los tiempos, como el factor del alcohol, y en otros han variado desde el pasado hasta la actualidad, como las afrentas de honor que exigían ser reparadas-lavadas con sangre. A la hora de explicar qué causas accionaban el motor de la violencia interpersonal hay que tener también presente que no todas tenían la misma trascendencia. Aquí se destacan las consideradas principales.

En Vasconia cabe distinguir dos épocas diferenciadas respecto al discurso de la violencia interpersonal: una anterior a la década de los sesenta del siglo XV y otra posterior a ella, hasta el siglo XVII incluido. La primera época se caracterizó por la inexistencia de un monopolio de la violencia. Hasta el reinado de los Reyes Católicos el ejercicio de la violencia no comenzó a concentrarse de forma eficaz en un poder centralizado. Es el período de establecimiento y desarrollo de las bases del embrionario Estado moderno, una de las cuales sería la asunción del monopolio de la violencia. Con anterioridad, su ejercicio se encontraba disgregado entre la multitud de poderes locales, regionales, de cabeza de linajes -parientes mayores- o contra-poderes de la monarquía. Si a esta situación unimos una cultura de la guerra de todos contra todos, llevada a cabo con objeto de aumentar las bases territoriales de dominio, para conseguir botines, parias o repartimientos de tierras que incrementaran el nivel de disfrute de las rentas, o para alcanzar una gloria que repercutiera en el prestigio y posición social preeminente, se entenderá que la defensa ante estas acciones quedara en manos de cada individuo particular o grupo familiar. Por ello, la sociedad entera se encontraba armada.

Cualquier individuo poseía armas en su casa o las portaba constantemente para defender, como ya se ha apuntado, su integridad física y la de su familia, su patrimonio -casa y tierras- o su posición social. Las cosas se tornaron mucho más difíciles con la llegada de la crisis bajomedieval con sus hambrunas, epidemias -especialmente intensa la de peste negra en Navarra-, reducción de las rentas nobiliares, las luchas de bandos, o la presencia de vagabundos o "andariegos" por los caminos cometiendo todo tipo de desmanes. Los problemas de efervescencia de la violencia ligados a las luchas banderizas de oñacinos contra gamboínos y de agramonteses contra beaumonteses a nivel general de Vasconia o de, por ejemplo, ayalas contra callejas a nivel particular de Vitoria, son más conocidos que los debidos a esos "andariegos". Los cuadernos de las Hermandades de Gipuzkoa de 1397, de Bizkaia de 1394, o el fuero de Avellaneda de ese mismo año, los definían de la siguiente manera:

[h]omes andariegos que non han señores propiamente con quien bivan que les den de comer et bever et de vestir et de calçar et de lo que han menester más llamándose de algunos cavalleros et escuderos andando pidiendo por la tierra fasiendo muchos males et desaguisados de lo qual se sigue grandes dampnos et destruymiento de la tierra por ende".

En resumen, existía un clima de violencia sin parangón y las tierras vascas sufrieron a "ladrones y robadores e acotados y matadores y salteadores de caminos", mencionados en un documento de la Tierra de Ayala de 1465. Esta primera época se distingue igualmente por la inexistencia de norma moral alguna sobre la violencia; por la costumbre de que la sangre o cualquier otro tipo de afrentas se redimían recurriendo a la venganza; por la escasa penetración en el cuerpo social de la justicia penal articulada sobre la noción de derecho público; por el rechazo de la figura intermediadora del juez para facilitar la transacción entre partes, o cuando menos no se recurría a ella. La segunda época se caracteriza a su vez por la pacificación del solar vasco de las violencias banderizas; por la superación de la crisis socio-económica; por la imposición de la autoridad pública en la gestión y control de la vida privada y las relaciones humanas; por la puesta en marcha de una empresa de moralización y de homologación de las costumbres de la sociedad por las autoridades de la Corona, provincia y municipio, y la asunción por parte de éstas del monopolio de la violencia; por encarrilar definitivamente la vindicta pública, aunque todavía persistió la privada, y en algunos casos, como se comprobará, auspiciada por las autoridades; por la criminalización de la sangre y de los comportamientos violentos; por privilegiarse el discurso de la ley y reprimirse los comportamientos desviados en nombre de la defensa de un orden público fundado sobre el orden divino, encarnado por el monarca y sustentado por el juez.

Sin embargo, la violencia interpersonal, a pasar de encontrarse criminalizada, todavía mantenía su pujanza, sobre todo en cuestiones relativas a la honra, cuyo ocaso llegará en el siglo XVIII. Se produce a lo largo de estas etapas un proceso de civilización, utilizando la terminología del sociólogo N. Elias, que lleva a sociedad vasca a abandonar la cultura de la violencia. Durante la primera época del discurso de la violencia interpersonal se arbitraron ciertas medidas tendentes, si no a controlar, sí a gestionar su ejercicio para evitar su propagación indiscriminada, como el recurso a la figura de "quedar por enemigo" y a la del desafío. Y uno de los primeros pasos para su control y asunción del monopolio de la violencia, a medida que esa época periclitaba, fue limitar el empleo de armas. Las dos primeras eran un intento por canalizar la venganza privada, siguiendo unas normas e introducir poco a poco la figura intermediadora del juez entre las partes para resolver sus conflictos. Entre el elenco de penas que recoge el Fuero General de Navarra se encuentra la de "sufra enemiztat de los parientes". Así se indica, por ejemplo, al tratar del castigo a imponer al infanzón que violara a infanzona (lib. IV, tít. III, cap. III) o al hidalgo que raptara una dueña (lib. IV, tít. III, cap. I).

Esto significa que las autoridades judiciales declaraban al delincuente "enemigo" de los parientes de la víctima; en consecuencia, el "enemigo" debía abandonar la localidad y no regresar en tanto tiempo como durara la enemistad. Este quedaba en situación de indefensión jurídica frente a los familiares de la víctima que podían ejercer su derecho a la venganza. Esta figura supone un paso importante a la hora de limitar la venganza privada, o tomarse la justicia por su mano, ya que es un juez el que concede ese derecho. Otro tanto cabría alegar en relación al desafío a partir de las ordenanzas de la Hermandad de Gipuzkoa de 1397, recogidas más tarde por las de 1463. La enemistad se oficializaba entre las partes enfrentadas mediante el desafío, sólo tolerado entre hidalgos. Con esta figura se pretendía limitar las venganzas y las luchas entre linajes. El desafío estaba reglado, incluyendo los siguientes puntos: motivos para desafiar -agresiones, muertes o encierros de parientes-; procedimiento para efectuarlo -dentro de la iglesia ante la reunión de vecinos e indicando la causa-; tiempo a partir del cual se podrían iniciar las hostilidades -nueve días después de proclamar el desafío en la junta de vecinos-; y se arbitraba la posibilidad de anular el desafío, dejando el debate que enfrentaba a las partes en manos de la justicia, si el desafiado recurría a ella.

Una vez más se intentaba que la justicia privada se tornara en pública al implicar a la figura intermediadora del juez. Tras la pacificación de los territorios de Alava, Gipuzkoa y Bizkaia en el último cuarto del siglo XV, parece ser que todavía continuó vigente la normativa sobre el desafío entre hidalgos. Por ello, cuando alguno de éstos sufría alguna agresión, argumentaban en su denuncia ante los tribunales de justicia que no habían sido desafiados previamente, y por tanto, no les constaba que contaran con la enemistad de su agresor, no pudiendo estar sobre aviso. Así lo hizo saber Lope de Albis ante la agresión de que fue objeto en Gernika en 1490 a manos de Martín de Garai,

"seyendo él [h]ome fijodalgo e así mismo el dicho Martín de Garay, sin le desafiar, nin tornar la fe antigua, segund e como las leys de estos nuestros reynos lo disponían";

al igual que Pedro de Urteaga contra Fortuno de Novia en 1502,

"sobre azechanzas e a trayzión, segund dicho es, e syn le desafiar e tornar el amistad que entre los [h]omes fijosdalgo de España esta seyendo como él e yo somos [h]omes fijosdalgo".

Una vuelta de tuerca más en la lucha contra la venganza privada se dará en el Fuero Nuevo de Bizkaia de 1526, al prohibir el derecho de venganza a los familiares más lejanos al cuarto grado de la víctima de un homicidio, si los causantes del daño hubieran sido ya perdonados por los parientes dentro del mencionado grado. Este perdón, concedido "por servicio de Dios y por quitar enemistades de los tales descendientes o ascendientes del tal muerto", evitaba conducir a la tierra vizcaina a ser testigo nuevamente de las luchas intestinas entre familias de las que tan triste recuerdo había, y mantenía de esta forma una paz que "le estaba [a Vizcaya] muy bien" (tít. 11, l. 24). Ya se ha señalado cómo la inexistencia del monopolio de la violencia obligaba a cada individuo a velar por su persona, familia y hacienda. Pues bien, un paso decidido hacia ese monopolio fue prohibir portar armas. Era bien conocida la estrecha relación entre ir armado y violencia: las discusiones, con frecuencia, degeneraban en derramamientos de sangre. Ahora bien, no era factible limitar el uso de armas si antes no se estructuraba un sistema de defensa de la ciudadanía que resultara eficaz: la policía. La Hermandad con sus cuadrilleros -especie de policía rural- a nivel provincial y los merinos, alguaciles, prebostes, veladores, etc., a nivel municipal, no resultaron eficaces con anterioridad al último cuarto del siglo XV. Una vez que la defensa de los individuos comienza a ser asumida por unos cuerpos de seguridad, es el momento de exigir su desarme; otros velarán por ellos. De esta forma se pacifica la sociedad y se va relegando la tolerancia de la violencia interpersonal, y principia su criminalización.

Las ordenanzas municipales de los distintos municipios vascos perseguirán portar armas, como las de Bilbao (1477-1520), Gernika (1455-1514), Lekeitio (1486), Plentzia (1508), Portugalete (1459), San Sebastián (1489) o Vitoria (1487):

"mandaron a pregonar públicamente en la dicha plaça [de Vitoria] que ninguna persona [...] foránea nin vesino de esta dicha çibdad e su jurisdiçión que non trayan armas ningunas ofensivas nin defensyvas, so pena de las perder e de más de caher en penas de cada dos mill mrs. e de nuebe días en la cadena [cárcel]".

Únicamente quedarán autorizados a salir a la calle armados los miembros de esos cuerpos de seguridad. Desgraciadamente todavía no desarrollaban perfectamente su misión, por lo que aquellos que se supieran amenazados podían reclamar una autorización especial para poder portar armas; claro está que para obtener esta licencia había que demostrar la situación de peligro:

"aquel que cabsa tovier para la poder traher pida liçencia a la çibdad e sabida la cabsa proveerán çerca de ello"

(Vitoria, 1485).

Iguales razonamientos impulsaron a incluir esta salvedad al obispo Diego de Zúñiga en su mandato de desarme de los clérigos de su diócesis de Calahorra y La Calzada en 1410: únicamente podrían portar armas aquellos religiosos que

"[h]ouieren miedo de muerte, de la qual muerte sean ciertos por pressumpciones manifiestas, y entonces que lo manifiesten al juez eclesiástico, o aquel que se las pudiere tomar, según de suso se dirá, y las trayga de su expresa licencia, durante el tal miedo, y enemistad".

A la postre el desarme de la ciudadanía fue un proceso extremadamente lento. Algo lógico, si se tiene en cuenta que había que sustituir un hábito mental secular, el de que la seguridad de uno competía a uno mismo, por otro de nueva planta, el de que la seguridad y el monopolio de la violencia competen a las autoridades de la Corona, provincia o municipio. Constantemente se incumplía esta reglamentación, incluso entre el estamento eclesiástico, como se evidencia a través de la queja de la ciudad de Vitoria al monarca Carlos I en 1525:

"traen [los clérigos] armas de que se recresçen grandes escándalos e ynconbenientes e hera ocasión a que se atrevan a cometer muchas personas delitos so color de traer las dichas armas".

Todavía durante el siglo XVIII la Corona continuaba exigiendo que no se emplearan las llamadas armas prohibidas, como en 1721, 1748, 1751, 1754, ó 1757.

Si existe en la sociedad medieval y moderna un factor por antonomasia desencadenante de violencia interpersonal y ligado a razones culturales ese es la defensa de la honra. La fama pública de una persona, la opinión de la comunidad sobre su conducta, su ascendente moral sobre los demás, en definitiva, la honra, es el capital simbólico más importante que poseen los individuos y que ponen en circulación en sus relaciones sociales y con su comportamiento. La pérdida de la honra suponía la mayor desgracia a la que hacer frente, al constituir la muerte social de la persona deshonrada. Quedaba excluida de la posibilidad de ser designada para el desempeño de cargos públicos, su testimonio carecía de crédito ante los tribunales, se abría un abismo entre ella y sus convecinos, terminando por quedar excluida del trato social. Por tanto, la defensa de la honra era un requisito perentorio ante cualquier ultraje sufrido; antes morir que perder la honra. Similar argumento es defendido por Juan de Ozaeta ante las palabras injuriosas en contra de su persona vertidas por Pedro de Isunza en una reunión de vecindad en Vitoria el día de Pascua de Resurrección de 1489:

'un [h]onbre pobre querría más perder de su fasyenda, sy las tuviese, çient doblas que perder su buena fama, e que asy se [h]avya de entender sanamente'.

De ahí que las afrentas de honor únicamente se resarcieran vertiendo la sangre del injurioso:

'les dixera desonestas e feas palabras en pública abdiençia e segund quien el era e segund las personas de su honrra e linaje de donde ellos venían pudieran muy bien ofender con armas e ferir e matar al dicho Ynigo Peres syn pena nin calunnia alguna respondiendo por su honrra'

(Gernika, 1496; los Zubiaur agreden a Iñigo Pérez de Irazabal);

'él yría por le henojar e amenguar e como el fuese generoso e fuese tenido de defender su honrra e non dexarse amenguar el dicho Martín de Arostegui seyendo por el cometido e provocado a ira diz que pudiera ferirlo'

(Elgoibar, 1494; San Juan de Muguruza hiere a Martín de Arostegui).

No se puede obviar la estrecha relación existente entre el concepto de honra y honor. Este último supone, al igual que la honra, la cualidad moral y el valor social de una persona, pero poseedora de un título de nobleza. Así, tenemos que el honor se encuentra entre los nobles y la honra entre el resto; recuérdese en este sentido las palabras de Juan de Ozaeta. Entre los vascos, más concretamente, entre vizcainos, guipuzcoanos, navarros de la montaña y alaveses de la cordillera Cantábrica, la condición nobiliar estaba generalizada a partir de la universalización del estatuto de hidalguía, proceso consolidado en el tránsito de la Edad Media a la Moderna. Ver Nobleza. En consecuencia, el hidalgo debía velar por su honor. Ahora bien, ya para el siglo XVI ambos términos, honra y honor, eran ambivalentes. Los baldones contra la honra generadores de estas violencias interpersonales eran de lo más variados, muchas de las veces auténticas nimiedades, claro está que desde nuestra perspectiva cultural actual. Entre ellas estaban las palabras injuriosas, las insinuaciones insidiosas, las disputas por razón de la prelación social en acontecimientos públicos, etc. En Zumarraga, el 2 de julio de 1656, Juan de Alzola se enzarzó en una disputa armada con Bartolomé de Ibarguren durante la celebración de un baile porque le recriminó sus pocas aptitudes para la danza; en Zumaia, la noche de San Telmo de 1679, José de Irure encontró la muerte a manos de Bernardo de Idiáquez tras discutir sobre a quién le correspondía abrir el baile. Entre las afrentas a la honra más importantes y alteradoras de la paz ciudadana se encontraba el adulterio de la mujer.

El comportamiento de las mujeres casadas debía ser intachable como depositarias de la honra de la familia y del linaje. Ver Virginidad. Tan importante era esta cuestión, que la legislación real de Castilla -Fuero Real, Ordenamiento de Alcalá y Leyes de Toro- vigentes en Alava, Gipuzkoa y Bizkaia, autorizaban al marido a matar a su mujer y a su amante si los sorprendía en flagrante adulterio. Cabe preguntarse hasta qué punto los vascos recurrieron a esta venganza por la afrenta sufrida y la respuesta se encuentra en la documentación judicial. Hacia 1490 tuvieron lugar los siguientes acontecimientos en Mungia: Juan de Ateca encontró a su mujer Mari Báñez

'en vna cama con Ortuño de Ateca, su hermano del dicho Juan de Ateca, clérigo, fasiendo trayçión e adulterio, e que asy él los falló juntos de tal manera diz que el dicho Juan de Ateca les dio çiertas puñaladas al dicho Ortuño e a la dicha Mari Vañes, de las quales dichas heridas la dicha Mari Vañes murió, e que el dicho Ortuño de Ateca después de herido dio dos lançadas al dicho Juan de Ateca su hermano, de la qual diz que llegó a punto de muerte'.

Este derecho que asistía al marido para tomarse la justicia por su mano trató de ser limitado y canalizado hacia los tribunales de justicia. Durante el reinado de los Reyes Católicos se inició este proceso, introduciéndose cortapisas a la acción del marido ultrajado, como desposeerle de los bienes de su mujer si la mataba, pasando a sus hijos o retornando a su familia. Para evitar este extremo, se denunciaba el delito ante los tribunales y si en ellos se establecía la veracidad del delito, entonces los adúlteros eran conducidos a la picota, donde el marido sustituía al verdugo para ejecutar el castigo que quisiera imponerles, desde perdonarles hasta matarlos:

'que los dichos Juan de Adulça e Mariana fuesen dados e entregados presos con todos sus bienes atados de pies e manos públicamente en la plaça e mercado de la dicha çibdad [de Vitoria], debaxo de la picota e justiçia de ella'.

El marido recuperaba su honra mancillada, con la presencia y testimonio de toda la comunidad, a través del ritual de cesión de los culpables de la relación extraconyugal por parte de la Justicia en la plaza pública del lugar. Si los adúlteros, para evitar el castigo, hubieran huido, el juez concedía al marido un poder con el que requerir la ayuda de cualquier autoridad judicial a fin de poder llevar a efecto su venganza. Estos casos y el de homicidas huidos de la justicia tras la denuncia de los familiares de la víctima eran los únicos en los que las autoridades, fundamentalmente a partir de finales del siglo XV, cuando se va asumiendo el control de la violencia, podían consentir la venganza privada, pero previa autorización pública por un juez. El alcalde de Bilbao, juez civil y criminal en primera instancia, concedió ese poder a Pedro de Larrea por la fuga de su mujer tras la denuncia de la relación adúltera consumada en 1488:

'a todas las justiçias de estos reynos de Castilla e de parte de justiçia les requería a cada vno en su juridiçión que sy fuesen fallados los dichos Fernando de Ulibarri e Teresa fuera de yglesia e de çimenterio los prendiesen e gelos diesen e entregasen en poder del dicho Pedro de Larrea para que pudiese faser de ellos lo que quisyese e por bien toviese, del caso mayor [muerte] fasta el menor [perdón] e le diesen para ello favor e ayuda, la que [h]oviere menester'.

A partir del último cuarto del siglo XV la defensa violenta del honor u honra al margen de los tribunales de justicia fue criminalizada, aunque su erradicación no fue efectiva hasta el siglo XVIII.

Fragmento del libro XXIV, folio 124 de Las Bienandanzas e Fortunas de Lope de Garcia Salazar (1471-1475).

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En el tiempo que Sancho Ortis Ma / rroquin e Diego
Sanches Marroquin, su / fijo, poblaron en Somorros-
tro, / como dicho es en el titulo de los li / najes, avia
vnos omes ga / nadores comunes, que se llamauan los
/ Galochas, que morauan en sel de los To // dos, e en
las Cortes, e en la Verena. E avia otros omes comunes
semejantes, / que morauan en Torres, e en la tierra de
Sunes, / e en los Vados, e en la Sierra, e llama / vanse
los de la Sierra. Uno destos de la Si / erra, que lla-
mauan Madroso sobre nombre, dio / vna cochillada
en la caueca a vno que / se llamaua Pachanton, era de
los Galochas, / estando anvos en vn vagel de leña, po-
sa- / do en la vaera de Musques, por vna sopa / de pan
que le comJó de la caldera, e saltó / a la mar, e salió a
tierra a nado, e sobre / esta ferida acaeqieron entres
estos li / najes de los dichos Galochas, e de la Sie /
rra, mucha guerra, e muertes, e ome / qidas, e saliero
todos mucho guerre / ros, e profiosos, e peruersos pa-
ra ser omes / comunes. Despues en el tiempo de Die-
go Peres de / Muñatones, estos de la Sierra comença /
ronse a pegar a el, e a Doña Teresa de la / Sierra, su
muger, que era su parienta como / dicho es, e a sus fi-
jos, los Galochas alle / garonse a los Marroquines de
Montermoso. /

A fines de la Edad Media se institucionaliza la figura jurídica del mayorazgo, según la cual, los bienes patrimoniales quedaban vinculados; esto es, no podían ser enajenados por ninguna razón. El mayorazgo era heredado por uno de los hijos, el primogénito como norma general, mientras que los segundones eran compensados con su legítima. Veáse Mayorazgo. Ahora bien, esta compensación en el caso de mayorazgos constituidos por un patrimonio exiguo no siempre podía ser realizada. Los rasgos sociológicos que definían a este tipo de segundones en la sociedad vasca eran los siguientes: joven; soltero; vagabundo o jornalero, ya en el campo, ya en las manufacturas urbanas, ya en las empresas armadas; pendenciero y violento, al estar permanentemente tratando de hacerse hueco en una sociedad que le situaba en la frontera de la marginación. En definitiva, eran hombres de acción y pragmáticos. A este respecto diría el embajador veneciano A. Navagero en 1525: "Son muy buena gente de guerra así por mar como por tierra, y no creo que en toda España haya tantos hombres valerosos como en esa región".

Es un hecho sobradamente conocido el papel desinhibidor de los comportamientos agresivos desempeñado por las bebidas alcohólicas. Pío Baroja al tratar del carácter de las gentes de la Ribera Navarra dice en su libro El País Vasco (Barcelona, 1953):

"se expresan con mayor violencia, son gentes agresivas y malhumoradas"; "en toda la ribera de Navarra la agresividad es una costumbre"; "no es difícil que en esos pueblos estallen trifulcas, pues el ribereño suele mostrarse jactancioso, desafiador, y alguien me contó hace años de un pueblo donde era raro un día sin puñaladas, o un sábado sin trabucazos".

Don Pío encuentra la razón última de tales comportamientos en la bebida:

"entre ellos el vino es un dios, un dios que hace a los hombres irritables y violentos"; "si uno hace la observación de que parecen muy inclinados a la pendencia, le contestan que a los navarros castizos los bautizan no con agua, sino con vino"; "por todas partes polvo, calor, bebedores de vino. Y ese polvo, ese calor, resulta como un trasunto de la España clásica, emborrachada con su sol, con su vino y con su violencia".

Estas justificaciones ya fueron esgrimidas por el navarro Pascual Madoz un s. antes. Al parecer, las altas tasas de crímenes violentos con que contaba la Ribera en 1843 hundía sus raíces en la existencia de una amplia masa de jornaleros, sobre los que se vierten una serie de acusaciones, mezcla de realidad y estereotipos al uso, indicando que eran viciosos, sin instrucción, proclives en demasía a las distracciones y aficionados a las tabernas:

"en ellas las personas jactanciosas, las prontas de genio, las que no saben contenerse, vienen luego á las manos en las disputas que frecuentemente se suscitan por el turno de los riegos, por las reuniones en las casas de bebida, por las rondallas nocturnas y por el motivo más insignificante".

Similares argumentos son aducidos por Madoz para explicar el mayor índice de homicidios y heridas en el partido judicial de Laguardia en referencia al resto de la provincia de Alava en fecha de 1843: partido judicial de Añana 16 homicidios y heridas; el de Salvatierra 15; el de Vitoria 16; y el de Laguardia 52. Esto es, la especialización productiva de esta comarca en la vinicultura:

"Privados de otras causas naturales que se reconozcan como influyentes, menester es creer, que la facilidad de adquirirse este líquido espirituoso, á poco precio, sea la que ocasiona el mayor grado de criminalidad en el partido de Laguardia".

Como la defensa de la propiedad ante agresiones externas; antiguas enemistades, surgidas por problemas de lindes, por elecciones de cargos, por testimonios en juicios, etc.; o la presencia de un contrabando ligado al particular sistema aduanero foral vasco y a la frontera con Francia.