Literary Figures

Unamuno Jugo, Miguel de (1998 version)

Solo y desesperado. Los últimos meses de su vida --reflejados en El resentimiento trágico de la vida y el patético Cancionero-- se convierten en los más atormentados de su existencia. El 12 de octubre se produce su célebre enfrentamiento con el general Millán Astray. Es el Día de la Raza y se celebra un acto académico en la Universidad. Hugh Thomas relata así el incidente: «Después de las formalidades iniciales, Millán Astray atacó violentamente a Cataluña y a las provincias vascas, describiéndolas como «cánceres en el cuerpo de la nación. El fascismo, que es el sanador de España, sabrá cómo exterminarlas, cortando en la carne viva, como un decidido cirujano libre de falsos sentimentalismos». Desde el fondo del paraninfo, una voz gritó el lema de Millán Astray: «¡Viva la muerte!». Millán Astray dio a continuación los habituales gritos excitadores del pueblo: «¡España!», gritó. Automáticamente, cierto número de personas contestaron: «¡Una!», «¡España!», volvió a gritar Millán Astray. «¡Grande!», replicó su auditorio, todavía algo remiso. Y al grito final de «¡España!», de Millán Astray, contestaron sus seguidores «¡Libre!». Algunos falangistas, con sus camisas azules, saludaron con el saludo fascista al inevitable retrato sepia de Franco que colgaba de la pared sobre la silla presidencial. Todos los ojos estaban fijos en Unamuno, que se levantó lentamente y dijo: «Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien, y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir. Porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al discurso --por llamarlo de algún modo-- del general Millán Astray que se encuentra entre nosotros. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao. El obispo --y aquí Unamuno señaló al tembloroso prelado que se encontraba a su lado-- lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona.» Se detuvo. En la sala se había extendido un temeroso silencio. Jamás se había pronunciado discurso similar en la España nacionalista. ¿Qué iría a decir a continuación el rector? « Pero ahora --continuó Unamuno-- acabo de oír el necrófilo e insensato grito, «Viva la muerte». Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general Millán Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor». En este momento, Millán Astray no se pudo detener por más tiempo, y gritó: «¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la muerte!», clamoreado por los falangistas. Pero Unamuno continuó: «Este es el templo de la inteligencia. Y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaríais algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho». Siguió una larga pausa. Luego, con un valiente gesto, el catedrático de derecho canónico salió a un lado de Unamuno, y la señora de Franco al otro.» El incidente no trascendió al público debido a la rigurosa censura. Se le retiró el título de rector vitalicio, fue cesado como concejal y quedó aislado, física y socialmente, como traidor para los dos bandos. Para colmo de desdicha los «enemigos de la inteligencia» se reclaman de él utilizando incluso sus textos y frases cuando él sólo ve dos bandos: «los hunos, con sus rebaños, y los hotros (sic), con sus hordas». Intenta, en vano, exiliarse ante «la dictadura que se avecina», que adivina mil veces más terrible que la que combatió en los años 20. Llega a expresar a un joven visitante vasco, el tolosarra Luis Olarra, que «los únicos que tienen razón son los nuestros, los gudaris». Lo que le queda de vida se consume al fin el 31 de diciembre, cuando cuenta con 72 años. Moría uno de los más universales escritores vascos, aquel poeta profundo, pensador atormentado, novelista de garra y dramaturgo vanguardista que, expresándose en un castellano de deslumbrante belleza, había reiterado hasta la saciedad su raigambre vascónica en frases como ésta: «Soy vasco, en efecto, por todos los setenta y ocho costados, de casta, de nacimiento, de educación y, sobre todo, de voluntad y de afecto». Se iba también un ser contradictorio, odiado por el clero, polémico pero «persona de afabilidad y finura exquisitas» (J. Caro Baroja). Meses después, en febrero del 37, su hijo Ramón Unamuno, miliciano en el batallón Numancia, caía gravemente herido en el frente. Nadie podía vaticinar entonces que Unamuno, repudiado por ambos bandos, de publicación, venta y lectura prohibidos por la Iglesia (1942), vituperado aún por el obispo Pildain en 1953 como «hereje máximo y maestro de herejías» y en carta pastoral de 1964 por el obispo Gúrpide, iba a ser, pese a haber casi desaparecido de las librerías, uno de los autores reverenciados por la nueva juventud antifranquista.