Concept

Política

Y es que, aunque hoy resulte extraño si quiera imaginarlo, la humanidad comenzó -según la tradición religiosa occidental- con un acto de desobediencia (Fromm, 2006): probar la fruta del árbol del Conocimiento. Y aguantar las consecuencias de este primer acto de libertad; que los Dioses, siempre celosos de su monopolio, no pudieran permitir que también degustáramos la fruta del árbol de la vida: al fin y al cabo, inmortales y omnicomprensivos, seríamos tan dioses como el primigenio. Por eso, todos los individuos, caímos en la desgracia, o, dependiendo de cómo se mire, en la gracia de vernos obligados a encarar el eterna del camino de lograr la felicidad en un mundo inhóspito y, sobre todo, limitado en tiempo y forma (Belli, 2007). Carecemos de la vida eterna, sí; pero a cambio ganamos en conocimiento para aprehender la realidad, amoldarnos a ella o cambiarla. Pero no esta(ba)mos solos en esta tarea. No podíamos (no podemos) estar solos. Y es que lo humano, por esencia, se asienta en nuestra sociabilidad (Maturana, 2008). Pero esta sociabilidad que nos ampara y protege también es fermento de conflicto. De un conflicto perenne que la política -y este es su verdadero valor- nos ayuda a gestionar en una búsqueda imposible del consenso.

Y es que la necesaria vida en comunidad debe, desde que existimos en sociedad, hacer frente a la naturaleza intrínsecamente contradictoria del ser humano: tenemos unas expectativas ilimitadas en un mundo limitado. Por ello, el acceso a los recursos sirve de fractura (Valles, 2000) entre los agraciados y los desgraciados hijos que perdieron el paraíso para ganar libertad. Como decimos, esta imposible gestión de unas expectativas ilimitadas y unos recursos limitados que generan desigualdades individuales y colectivas es el fermento de la conflictiva historia humana. Y el punto de partida de la búsqueda de fórmulas para gestionarlos. Primero con el apoyo que brindan los lazos de sangre; después con el sostén que descansa en los lazos de solidaridad; finalmente, gracias al mercado y el acceso a los recursos económicos. Pero ninguna de estas tres formulas trasciende el ámbito de la transacción más o menos privada. Solo la política se sustenta de lo público y retroalimenta lo público. Y solo la política genera obligación colectiva. Y solo la política define quién tiene acceso a la fuerza cuando la obligación falla o el conflicto estalla. Y solo la política define lo que es legítimo y lo que no. En definitiva, la política nos remite a la esencia de unas relaciones humanas que son relaciones de poder que se sustentan gracias a mecanismos de legitimación que generan obligaciones que caso de ser necesario se sostienen desde la fuerza.

Individuo y comunidad; consenso y conflicto; poder, legitimidad, obligación y fuerza son los átomos (Letamendia, 2001) de un campo energético responsable en gran medida de la evolución y el cambio de nuestras sociedades... son los elementos que definen una realidad intangible pero de efectos reales que definimos como "lo político".

Si nos acercamos a la realidad política vasca observamos cómo la interacción entre estos ocho componentes nos permite explicar la mayor parte de las fracturas y evoluciones políticas a las que asistimos en el pasado y en el presente. ¿Cómo se define cada vasco y cada vasca, más allá de sí mismo, desde su comunidad? ¿Cuál es la comunidad de referencia para cada individuo o para cada colectivo? ¿Una nación? ¿Una región insertada en un estado? ¿Un territorio sin estado a vertebrar en el futuro? ¿Un estado lejano que se acomoda en el presente en otro estado? Obviamente, todas estas opciones (y cualquier otra que fuera posible) son conflictivas entre sí. Y lo son porque remiten a elementos como el poder, la legitimidad, la obligación y la fuerza que son asumidos desde la exclusividad y en consecuencia desde la contradicción para con otros poderes, otras legitimidades, otras obligaciones y en ocasiones, otras fuerzas. Para unos, el poder se concretará en lo instituido (por ejemplo el marco estatal). Para otros en lo instituyente (por ejemplo un futuro de soberanía vasca). Obviamente, en función de cuál sea la posición de cada individuo respecto al poder instituyente o el poder instituido, se asumirán unas obligaciones u otras, se configurarán unos sistemas u otros de legitimación y en última instancia, cuando la legitimidad no sirva para obligar a otros, se asumirá una posición u otra respecto al último recurso de la política: la fuerza. Desde esta perspectiva, el conflicto identitario en Euskal Herria se explica a partir de diversas formas de encarar la legitimidad, la obligación, el poder y la fuerza a la hora de ubicar a los individuos de nuestra tierra en una u otra configuración comunitaria. Y nuestra historia reciente no es mas que el tránsito del consecuente conflicto a los diversos intentos de gestión, bien sea en forma de interacciones bélicos, de pactos, de acción colectiva convencional, disruptiva o desobediente.

De igual forma sucede con los conflictos de clase o los conflictos ideológicos. La posición que ocupa cada uno de los individuos en su realidad le determina un nivel u otro de acceso a recursos, en este caso económicos, de status o de posición en la división del trabajo (incluída su división sexual (Subirats, 2009) que explica las diversas posiciones en torno al poder, la obligación, la legitimidad o el uso de la fuerza (en cualquier caso,se debe subrayar el caracrer arbitrario de las identitades colectivas; es decir, no basta una posición objetiva para una definición subjetiva -Pérez Agote, 1994-). Simbólicamente, esta fractura se observa casi geográficamente en la evolución de los dos márgenes de la ría de Bilbao, generadora de comunidades enfrentadas durante décadas en un conflicto por el acceso o el control de los medios de producción.

Como decíamos, estas dos fracturas (identitaria y de clase) han sido resueltas históricamente a través de diversos mecanismos. Por ejemplo, si nos centramos en la segunda de las cuestiones, observamos cómo las masas de inmigrantes desposeídos que llegan a mediados del pasado siglo tratan de superar sus limitaciones recurriendo a la solidaridad fraternal. La historia de nuestros barrios, de nuestras periferias, es la geografía de solidaridades y puertas abiertas; de ayudas para salir adelante; de una lógica comunitaria del cuidado que germina en la necesidad. De igual forma, los rasgos específicos del capitalismo vasco, su marcado carácter paternalista, se explica como un mecanismo de autorregulación del capital que a través de la transacción mercantil de ciertas "prebendas" a los trabajadores y trabajadoras, trataba de limitar los contornos conflictivos de las relaciones de clase. Hoy en día, las "casas baratas" que el capital cedió a sus trabajadores hace un siglo son espacios de rapiña especulativa precisamente por eso, por una configuración arquitectónica basada en patios interiores que activaban la solidaridad fraternal.

Sin embargo, con los lazos fraternales o las transacciones mercantiles se pueden lograr mejoras... pero nunca derechos. Y es que los derechos solo se logran cuando las desigualdades se interpretan no en clave privada sino en clave pública como resultado de una asimetría estructural (Mouffe, 2001). En ese caso es cuando se traslada el centro del conflicto de su gestión privada a su gestión pública (Young, 1999). En ese instante es cuando el asunto en cuestión puede considerarse como político. Como decimos, para que estas desigualdades puedan comenzar a ser encaradas de forma pública, es necesario un recorrido previo. En el caso de los conflictos identitarios este recorrido debe partir del autorreconocimiento, transitar después por el reconocimiento político, para finalizar su viaje con el reconocimiento político (Pérez-Agote, 1994). Así, por ejemplo, la opción sexual es privada hasta que alguien "sale del armario". Esta "salida del armario" posibilita el reconocimiento del grupo, y más concretamente la aparición pública de un nosotros, por ejemplo el nosotros los homosexuales y las lesbianas. Solo si la homosexualidad "sale del armario" puede ser reconocida externamente. En algunos casos de forma negativa, lo que se concreta incluso en legislaciones represivas. Pero en la medida en que la comunidad gay y lesbiana se empodera y se legitima, posibilita un reconocimiento externo positivo que se asienta en el principio de igualdad desde la diferencia. Cuando se ha llegado a esta etapa es cuando se puede encarar la última estación de todo viaje identitario: el reconocimiento político en forma de derechos.

Si aplicamos esta secuencia al caso del problema identitario vasco observamos cómo la esencia del nacionalismo periférico ha sido el autorreconocimiento (en donde juegan un papel relevante "construcciones" que van desde obras como "Vizcaya por su independencia" a símbolos como la ikurriña, pasando por la creación de espacios de socialización política como los Batzokis), que posteriormente se ha concretado en un reconocimiento externo (primero negativo -"provincias traidoras"-; después positivo -aceptación de la diferencialidad vasca-) que ha acabado en una concreción en forma de reconocimiento político (Estatuto de Autonomía). Pero, como es fácil ver, esta forma de reconocimiento política también es precaria, de forma que entran en juego en cada momento las relaciones entre poder (instituido -marco autonómico- o instituyente -apuestas de soberanía-) que generan diversas obligaciones, diversas legitimidades y diversas posiciones respecto a la utilización de la fuerza. Es decir, la última etapa de este viaje no es más que el punto de partida de nuevas exploraciones del reconocimiento deseado.

En paralelo a los procesos de politización identitaria tenemos los procesos de politización social, que discurren por cuatro etapas: Identificación de una desigual distribución de valores y recursos, percibida como inconveniente; Toma de conciencia por los colectivos implicados y expresión de sus demandas, exigencias y propuestas para corregir la situación; movilización de apoyos a las demandas y propuestas, acumulando recursos (información, organización, armas...); Traslado del conflicto al escenario público, reclamando la adopción de decisiones vinculantes. Como podemos imaginar, esta es la secuencia de las dinámicas que han provocado la ampliación de derechos económicos, sociales, culturales, urbanos y de todo tipo en nuestras sociedades vascas. Y en algunos casos, es la combinación de ambos procesos la clave explicativa de ciertos fenómenos: por ejemplo el de la lucha por la igualdad de sexos, que parte de una politización identitaria femenina y una politización social de su desigualdad estructural.

En definitiva, como apuntan algunas perspectivas, la política es la única herramienta de gestión de conflictos capaz de generar normas de obligado cumplimiento que permitan una gestión -precaria, temporal, pero gestión al fin y al cabo- de las desigualdades humanas generando normas de obligado cumplimiento (Valles, 2000). Es, en última instancia, un mecanismo que evita que el "hombre (y la mujer) viva como si fuera un lobo para otros hombres (y mujeres)". Sin embargo, la política también es un instrumento de interpretación de la realidad. Dicho de otra forma, interpretamos nuestra realidad en términos políticos. El poder, la obligación, la legitimidad, la fuerza se viven. Existen. Y ciertamente, sus expresiones tienen poco que ver con el espíritu optimista, casi mágico, que destila este acercamiento a lo político que le arroga la capacidad casi exclusiva de poner orden en el desorden humano. Ello, en última instancia, nos remite a una cuestión de fondo. Para definir lo político tenemos que decidir si solo nos quedamos con lo que existe, o si consideramos como político lo que puede llegar a existir. Desde nuestra perspectiva, la primera opción peca de conformista. Y de miope a la luz del agotamiento del planeta al que asistimos. Precisamente por eso, creemos, que la política de lo real necesita también de la política de lo ideal. Y la herramienta fundamental para dar forma a lo ideal es la teoría política.