Concept

Muerte

El fallecimiento se ponía inmediatamente en conocimiento del vecino más próximo, que era el encargado de dar los avisos posteriores. Además se avisaba a la comunidad en general por medio de toques de campana. Se distinguía el sexo del muerto con distinto número de tañidos (normalmente más para los varones); aunque había una cierta variedad de unos pueblos a otros, lo común eran tres campanadas para los hombres y dos para las mujeres. En algunos pueblos navarros se distinguían también toques especiales para los sacerdotes. Durante el presente siglo ha decaído el aviso por campaneo y se ha generalizado el uso de informar por medio de esquelas, bien insertas en la prensa diaria, bien a modo de pasquines pegados en los portales o en las calles, ubicados en sitios convencionales. El anuncio de la muerte a los animales de la casa es una costumbre conocida en otros lugares de Europa que tuvo una cierta implantación entre nosotros hasta el siglo pasado; se comunicaba la muerte del dueño de la casa a las abejas, cubriéndose a veces el panal con un paño negro o atándole una cinta del mismo color.

Se pensaba que así harían más cera que iba a ser necesaria para las ofrendas y que caso de no avisarles morirían las abejas. Aunque hoy día no se da el aviso, se tiene noticia en muchos pueblos de haberse hecho no hace tanto: Ituren, Leiza, Ezkioga, Idiazabal, Ea, Ibarrangelua... Frecuentemente se acompañaba la comunicación de la muerte con una exhortación a la producción de cera: "Argitzarie eitzatzue, berei argitzeko" (Ziga), "Emengo nagusia (edo etxekoandrea) il dala, ta aren arimarentzako lan egiteko" (Goierri guipuzcoano), etc... También se les comunicaban los fallecimientos a las vacas y si estaban echadas se les obligaba a levantarse. En Uhart-Mixe (según Barandiarán) se hacía lo propio con las gallinas forzándoles a correr mientras se hablaba.

Se conoce por lo común por gaubela (en Orozko beigiria ). Raro era el pueblo en el que no se ha mantenido hasta pocos años esta costumbre. Era una obligación vecinal y familiar que se cumplía escrupulosamente. Consistía en el rezo de uno o varios rosarios ante el cuerpo del finado, cuya dirección podía corresponder a algún pariente, a la serora o a devotas especialistas en estos menesteres (erresadoriek en algunos lugares de Bizkaia). Se ofrecía a los concurrentes una leve colación, consistente en queso y vino, o galletas y aguardiente, lo que contribuía a soltar en exceso las lenguas, por lo que había muchos que acudían a estos actos ante el reclamo de lo animados que resultaban.

El cuerpo se transportaba desde la casa mortuoria a la iglesia con el rostro descubierto, tapado por algún paño y sobre unas andas o angarillas. A partir del siglo XIX se empezó a generalizar el uso de la caja de madera. El cortejo (segizioa ) se podía componer de los siguientes elementos:

1. el monaguillo o religioso que portaba la cruz parroquial alzada (también podía hacerlo el lehenauzo o el alcalde del pueblo, así en Leiza y Berastegi;
2. el cura revestido de capa pluvial;
3. el chantre (txantria ) que entonaba los cánticos previstos en el Ritual Romano;
4. otros sacerdores o religiosos;
5. el cadáver porteado por los andariek o hilketariek a veces escoltado por pobres o niños que llevaban luces; se llevaba siempre orientado de forma que los pies fuesen por delante;
6, la ofrenda de cera y/o luz contenida en una cestita (llamada oberta-zai en Liginaga) cuya encargada era por lo común una vecina;
7. luego los hombres;
8. por último las mujeres.

Dentro de estos dos últimos grupos se solían distinguir en muchas localidades dos conjuntos, integrados cada uno en su respectivo sexo, los que formaban la honra, familiares muy cercanos, tanto hombres como mujeres, obligados a asistir y presidir el acto, y los de karidadea, el resto de los vecinos y conocidos que iban por solidaridad. A los de karidadea se les ofrecía tras el oficio un breve refrigerio. Los de honra iban obligatoriamente de luto, los hombres cubiertos y con capa, las mujeres con manto o mantilla; en muchos sitios las mujeres llevaban tapada la cara con un velo de gasa y se les llamaba belokuak (en Sara al velo se le llama blunda ). Había pueblos, como Lekeitio, en los que la comitiva de hombres se disponía en fila india, organizada en función a la proximidad en el grado de parentesco, por lo que los cortejos se alargaban enormemente. Fue corriente la participación de pobres en las comitivas fúnebres. Muchos lo pedían en sus testamentos hasta entrado el siglo XVIII. Resultaba bastante ambiguo el hecho, pues por una parte se reclamaba pobreza para el muerto en la compañía de los pobres, y por otra, contribuía a la ostentación y la pompa tan característica del ceremonial barroco.

El papel de las Cofradías en el ritual funerario. Las Cofradías eran asociaciones de laicos con fines piadosos, caritativos y de apoyo mutuo. Se fundaron centenares de ellas a lo largo y ancho del País Vasco durante los siglos XIII al XVII, luego se mantuvieron hasta finales del siglo XIX, momento en el que decayeron ostensiblemente. Inicialmente pesaba bastante el aspecto de apoyo gremial o vecinal que algunas de ellas tenían, pero hacia el siglo XVII, la función esencial que mantenían la mayor parte era la funeraria, además del culto que se aplicaba al santo patrono de la Cofradía, una de cuyas manifestaciones inexcusables era la del banquete anual de los hermanos. De esta forma las Cofradías se convirtieron durante los siglos XVI al XIX en elementos básicos del acto funerario, cobrando en muchos casos mayor protagonismo incluso que los propios oficiantes.

Se pueden citar a modo de ejemplo: la Cofradía de la Misericordia o de la Veracruz de San Sebastián, fundada en 1574 con el fin de funerar a los pobres vergonzantes y a los condenados a muerte; la Cofradía del Santo Cristo de la Bonanza, de Pasajes de San Juan, que aseguraba los entierros de los cofrades; las Cofradías del Rosario de Azkoitia; las de La Veracruz, del Apostolado, de San Miguel y de Nuestra Señora de Aránzazu de Oñati, etc... Los cofrades tenían la obligación de asistir al funeral del hermano muerto, se integrabran en el cortejo y los oficios con el pendón de la Cofradía desplegado y luces; muchas veces hacían lo propio con los pobres que no podían costearse los gastos del entierro y con los condenados a muerte. Cuando el muerto tenía posibilidades, con gran frecuencia disponía en su testamento la asistencia de la o las Cofradías a las que estaba hermanado, por supuesto, pero también a alguna más de su peculiar devoción, o incluso a todas las existentes en la localidad; a cambio se daba una pequeña limosna a la Cofradía (de 2 a 8 reales). Hay que precisar que en la época barroca rara vez bajaban de 6 u 8 las Cofradías que existían en los pueblos vascos de mediana entidad. Todo lo expuesto para el País Vasco era asimismo general en otras zonas de Europa, así las famosas "Confréries de Charité" normandas o de otras zonas de Francia.

La sacralización de una vía purificada que una la casa con el lugar de inhumación no es, desde luego, privativa de los vascos y se practicaba profusamente en la época clásica ("iter ad sepulchrum" romano). De igual forma ha sido intensa su utilización en otros ámbitos culturales europeos: Bretaña, Asturias, Alemania... En el País Vasco, estos caminos implicaban servidumbre de paso, no se debía construir en sus inmediaciones, ni se podía cerrar ni vallar. Por mucho que la propiedad legal estuviera clara, si alguno cerraba un camino funerario, los cortejos no tenían ningún embozo en seguir pasando a través del obstáculo. No siempre eran los itinerarios más cortos ni más cómodos y existía una gran inercia a portear el cadáver por ellos aunque estuvieran impracticables. Si por algún motivo extraordinario se variaba parte de la ruta, era esta nueva la utilizada de allí en adelante. La servidumbre de paso la determinaba en algunos casos el paso del cuerpo (portado en andas) y en otros el de la cruz parroquial.

A ello aluden los propios nombres con los que se conocen en los diversos pueblos, nombres en los que prevalece el cuerpo muerto: Gorputz-bide (Alkiza, Aduna...), Korputz-bide (Idiazabal, Gatika, Azkoitia...), Andabide (Aulestia, Fika, Ibarrangelua...), Camino de cadáver (Zalla), Hilbide (Donostiri, Asteasu...), Difuntuen bidea (Etxalar, Bera, Igantzi, Lesaka...), etc..., nombres en los que prevalece la cruz o la parroquia: Kurtzeko hide, Kurtze bide, Gurutz-hide, Kurutz-bidea (Meñaka, Eskoriaza, Zegama, Legorreta, Gainza...), Elizbide, Elizalde (Zeberio, Legazpia, Bergara...), etc... Se utilizaban además otros nombres con alusiones diversas: Erri-bidea, Aingeru bidea, Camino de Anteiglesia, etc... También en los núcleos urbanos se respetaban unos itinerarios fijos desde las casas a la iglesia para la conducción de cadáveres. Así, por ejemplo, en Bermeo, donde se llamaban Andabidiek.

La costumbre del banquete funerario, con peculiaridades locales, ha pervivido hasta hace pocos años en el País Vasco. En algunas localidades podían llegar a ser hasta tres los convites; así, en Aulesti (según W. Douglass) se hacían el día del entierro, el de la iniciación del luto (argia ) y el de la finalización del mismo (ogistia ). En Bizkaia estos banquetes se conocían como okasiñuak o con el mismo nombre dado a los funerales(h)iletak. Corrientemente se solían distinguir dos comidas, una en toda regla para los de honra, mientras que a los de karidadea se les ofrecía otra que no pasaba de pasas, vino y galletas.

La distinción en dos niveles de comida se establecía en otros lugares (Murelaga) en función de las misas, cantadas o rezadas, que hubieran encargado para el alma del difunto los diversos asistentes al entierro. En algunos pueblos alaveses se daba un refrigerio a los pobres concurrentes al oficio fúnebre, lo que se conocía como "dar la caridad". Aunque en la actualidad la práctica de dar banquetes de este tipo ha decaído, Bonifacio de Echegaray constata que para 1925 se seguían haciendo de forma generalizada. Las comidas solían ser pantagruélicas, en los menús figuraba la carne, el vino y los dulces en abundancia, y en general platos extraordinarios para las dietas populares del momento. Solían ser la ocasión para verse los familiares y amigos de pueblos distantes, que no lo habían hecho en mucho tiempo. Muchas veces acababan en auténticas francachelas y escándalos. Lo peor era el elevado costo que representaban para las casas de los finados, de hecho el capítulo más gravoso de los gastos funerarios, en un tema ya de por sí caro. Muchas familias se endeudaban o tenían que vender tierras o ganado para poder costear los banquetes.

Por las resonancias paganas que tenían y por los enormes dispendios a los que obligaban, contaron estas comidas con la enemiga de las autoridades civiles y eclesiásticas. Ya desde 1383, en Navarra, Carlos II el Malo limitaba bajo multa los "grandes comeres" que se hacían con motivo de los funerales; en Gipuzkoa, las Juntas Generales de 1652 y 1677 dieron provisiones para procurar limitar a los parientes más próximos el acceso a las comidas; las diversas Constituciones Synodales y las intervenciones de los Visitadores procuraron primero (a lo largo del siglo XVII) evitar que acudieran a ellas los eclesiásticos y luego (siglo XVIII) que las celebrasen los propios seglares. La justificación que se daba para mantener los banquetes era la de alojar y agasajar a los familiares o sacerdotes que habían venido desde lejos al entierro; de hecho muchas veces eran pocos o ninguno los que habían venido de fuera pero el convite se celebraba igual. La interpretación de esta costumbre es varia.

En primer lugar, está emparentada con otros rituales paganos conocidos en culturas antiguas; así, en Iparralde se practicaba el vertido de bebidas en honor del muerto de la misma forma que antes practicaron su "libatio" los romanos, cananeos o babilónicos. Se han relacionado también con cultos domésticos, oficiados por el cabeza de familia, y que se consideraban imprescindibles para proveer de alimento al finado en su otra existencia. De hecho, en Bizkaia y Araba, hasta el siglo pasado, el rezo que acompañaba al banquete y su presidencia correspondía a un familiar caracterizado por su edad o dignidad. Por último, se ha pretendido explicar esta práctica retrocediendo a una época arcaica en la que se supone se practicaba la antropofagia funeraria ritual; desaparecida ésta, el rito cristalizaría en una comida substitutoria. En la actualidad muchas culturas, bien distantes entre sí, conocen entre sus prácticas la de ciertas comidas no sólo funerarias, sino también institucionalizadas en el Día de Difuntos o fecha similar; así, son célebres las de México e Italia, en donde se consumen dulces con formas de cráneos y de esqueletos humanos por estos días.

A los dobles y a las ánimas de los muertos hay que agasajarles y proveerles de lo necesario para que se desenvuelvan en su nuevo estado, caso de no hacerlo corremos el riesgo de que se conviertan en almas en pena (arimaerratia ), por ello, desde la protohistoria se les ha ofrendado una serie de objetos de forma ritual. Tanto en las inhumaciones de las cuevas como, sobre todo, en las incineraciones asociadas a monumentos megalíticos, el antiguo habitante del País Vasco ofrendó armas, adornos, copascráneo, cerámica... Luego, con la cristianización, las ofrendas (olatak) han pervivido hasta nuestros días en forma de luces, panes y carne o animales vivos. Como es evidente, las ánimas, a la luz del cristianismo, pueden estar necesitadas de sufragios pero no de alimentación o defensa física; sin embargo, y a pesar del tufo pagano, las ofrendas se han mantenido hasta hoy toleradas por la Iglesia, si bien en algunos casos fueron perseguidas por la Inquisición ante su evidente carácter gentílico. Desde luego, en la mentalidad popular van más bien destinadas a los dobles-muertos que a las almas inmateriales e inmortales.

Se ha argumentado que si la Iglesia permitió estas manifestaciones se debió a que en aquellos siglos de escasez de moneda las ofrendas en especie eran la forma más cómoda que tenían los campesinos de pagar los derechos por funeral debidos a la parroquia. Se ofrendaron, desde, al menos, la Baja Edad Media hasta el siglo XIX una serie de animales vivos: gallinas, toros, y sobre todo bueyes y carneros. Estos "carneros de muerto" se conocían con el mismo nombre que la huesa: azurrobia. La costumbre fue general hasta el siglo XVIII. Isasti, Iztueta y Larramendi se hacen eco de ella, pero indican que para su tiempo lo normal era ya redimir el animal por dinero (unos 8 ducados) y aunque el buey o el carnero se conducían, adornados con colgaduras y panes, junto a la comitiva fúnebre hasta la iglesia, luego esperaba fuera atado mientras acababa el oficio y por último se rescataba con una limosna y era conducido de nuevo a casa. Sin embargo, se creía que tras esto el carnero quedaba como alelado, perdida su esencia vital. Se conocen algunos casos muy tardíos de supervivencia de esta práctica: Txomin Aguirre contempló una ofrenda de buey en Oikina en 1898; Lekuona narra algunos casos en Oiartzun en 1923; en Oderiz, Arraiz y Arano se ofrendaban carneros hasta 1880. El otro elemento sacrificado es el pan (o bien trigo o harina como en Azkoitia y Zestoa).

El número y peso, así como la forma y calidad de los panes, ha variado mucho con el paso del tiempo y de unas localidades a otras, pero la costumbre ha sido universal en el País Vasco. En varios pueblos de Gipuzkoa cita Barandiarán la creencia de que los panes ofrendados eran comidos por los difuntos, o, al menos, que perdían tras de la ofrenda toda su substancia. Hubo pueblos donde se ofertaron otros alimentos: frutas, pescado y/o un cordero degollado y ensangrentado (Bayona, siglo XVI), tocino y gallina (Zenarruza en 1726), huevos y bacalao (Oiartzun en 1923)... El fuego ha sido y es una ofrenda universal. Se debe a la suposición de que los muertos necesitan luz en su otra existencia. José Miguel de Barandiarán cuenta la leyenda, recogida en Kortezubi y Berastegi, relativa a un minero de Somorrostro que quedó atrapado en una galería y cuando, varios años después, fue rescatado explicó que siempre había tenido luz salvo un día, que casualmente su madre olvidó encender la cerilla en la iglesia. Antiguamente la fina vela que se ofrendaba sobre la sepultura se enrollaba en una tablilla antropomorfa (argizaiola) o sobre un bloque de madera o sobre sí misma; luego se utilizaron también profusamente candelabros, fuesas (nichos de madera para sostener las velas) y otra suerte de ingenios apropiados a este fin. Sobre la sepultura familiar se colocaba asimismo un paño, normalmente blanco con las iniciales de la casa, llamado en Bizkaia sepulturie.

Si en el País Vasco las relaciones vecinales siempre han tenido mucha importancia, en caso de una muerte la vecindad cobraba un gran protagonismo. El Fuero General de Navarra (Libro III, Tít. XXI, cap. I) establecía unas normas para dar sepultura, según las cuales buena parte de la responsabilidad correspondía a los vecinos: tanto cavar la fosa como tomar ciertas decisiones en ausencia de familiares. En Donostiri, los vecinos se ocupaban del sepelio sin la intervención de la familia. La ofrenda del oficio funeral correspondía normalmente a los vecinos y era llevada por una mujer de la casa a que correspondía en lugar destacado del cortejo, situándola luego sobre la sepultura durante el acto (Bolibar, Ernialde, Larraul, Berastegi, Gellano, Lazkao, Aduna...). Por lo general el mayor protagonismo correspondía al vecino más cercano (lehenate en Sara, lehenauzo en Uhart-Mixe, auzurrikoaurren a en Aulesti...); se encargaba de comunicar la muerte ocurrida al cura, los familiares, los animales domésticos, etc...; en algunos sitios era el encargado de amortajar el cadáver, de llevar la ofrenda funeral, de dirigir los rezos de la gaubela ; también compartía en algunos pueblos con la familia la responsabilidad de portear las andas (anderuak).

Poco o nada sabemos de los o las que estuvieron al cargo de la ritualidad mortuoria en tiempos protohistóricos, pero en épocas más recientes, hemos podido comprobar el papel destacado de la mujer en este campo. Habría que relacionarlo con el hecho de que las culturas primitivas vincularon casi siempre el principio de la vida al de la muerte, y los ritos funerarios estuvieron a veces mezclados con los de fecundación. El ideal de Muerte-renacimiento tenía connotaciones con la fertilidad y la maternidad. Igualmente, ciertos elementos astrales femeninos como la Luna (ilargia ) se ha supuesto que eran mansiones de los muertos. Ya se han citado algunas funciones reservadas a las mujeres: el amortajamiento, la dirección de los rezos de la vela en manos muchas veces de erresadoriek ; las propias componentes de la vela protagonizadas por mujeres (el Fuero General de Navarra preveía que quedasen velando el cadáver las mujeres cuando los hombres saliesen a su trabajo: "Al alva los varones pueden yr à sacar los ganados, et las echandras deven veyllar el cuerpo").

Desde luego, las ofrendas han estado siempre en manos de hembras. El papel de la serora (o "freyras" o "benitas" como también se les conocía) en lo relativo a los ritos funerarios fue muy importante. Eran herederas de las antiguas diaconisas de los primeros tiempos del cristianismo, que en otros lugares de Europa desaparecieron pronto y en el País Vasco se mantuvieron hasta el presente siglo. Doncellas o viudas de cierta edad (se les exigía tener 40 años y a veces 50), llevaban comúnmente hábito (de San Francisco, del Carmen o de Santo Domingo) y se les pedía una vida intachable desde el punto de vista moral. Aparte de la limpieza de ornamentos y del templo, ayudaban en ciertas ceremonias, singularmente en las fúnebres. Guiaban el duelo, rezaban algunas oraciones en casa del difunto, se encargaban del mantenimiento de argizaiolak, y ayudaban a las mujeres en los funerales, honras y cabo de año. Percibían parte de las ofrendas de pan y/o dinero que se entregaban en las diversas fases del ciclo funerario.

Otra de las actividades tradicionalmente reservada a las mujeres fue la de recitar endechas en honor del fallecido; esta costumbre desaparecida hace tiempo, en decadencia ya en la época de Garibay, tuvo, sin embargo, cierta importancia en la Edad Media; se conservan algunos textos del siglo XV (Milia de Lastur, Alosdorrea...) de estas "endechadoras". El nombre en Vizcaya de las plañideras era el de erostariak y en Gipuzkoa aldiegileak, en ambos casos relacionados con el hecho de cantar o recitar endechas. Parece que en un tiempo las poesías y los llantos fúnebres fueron de la mano. Puede que las plañideras medievales fueron en sentido estricto "profesionales del llanto" a las que se recurría cuando había un óbito, pero las referencias modernas que tenemos sobre "alborotos en los entierros" se refieren siempre a mujeres familiares del fallecido.

Durante el siglo XVI hubo una auténtica ofensiva por parte de las autoridades para erradicar los excesos a que se daban durante los oficios estas mujeres; mesarse los cabellos, rasgarse las vestiduras, llorar y chillar de forma escandalosa, arañarse la cara, ... y las viudas contar a gritos cosas íntimas o domésticas que les había sucedido con su marido. En 1519, a petición de la villa de Lekeitio, se expidió una Provisión Real para el Señorío de Vizcaya prohibiendo los llantos y las endechas "por ser costumbre gentílica". El Fuero de Vizcaya (Ley 6, tít. 35) impuso en 1526 una pena de 1.000 maravedís a quien incurriese en estos desórdenes. Durante el siglo XVII fueron frecuentes las admoniciones de los Obispados (Const. Synod. Calahorra 1600, 1620 y 1698) y de los Visitadores (por ej. visita a la iglesia de Balmaseda en 1614) intentando limitar los escándalos. El padre Larramendi en su "Corografía de Guipúzcoa" hace notar que para su tiempo ya no existía esta costumbre que comportaba "la demasía del gentilismo y una cierta superstición". Pero en Vizcaya, de todas formas, se siguieron detectando casos de forma tardía, como el que Trueba publicó referente a la denuncia del Obispo en su visita de 1793 a la iglesia de Santa María Idoibalzaga de Rigoitia.

Un fallecimiento ocurrido en una familia suponía (durante los siglos XV al XIX), aparte del dolor natural por el hecho, una gran desgracia económica. Los gastos derivados podían ser elevadísimos si tenían que afrontar, como normalmente sucedía, los siguientes capítulos: derechos del clero por los funerales, pago a la serora, al campanero, limosna a las cofradías, ofrendas de pan y cera de las exequias, banquete funerario y colaciones ofrecidas durante la vela, cumplimiento de las mandas pías del finado, etc... Estas últimas voluntades de tipo religioso se podían disponer mediante testamento, de palabra o simplemente estar ya acuñadas por la costumbre local o familiar por lo que se hacían automáticamente. Consistían sobre todo en misas que podían ser de muchos cientos en familias acomodadas (se pagaba de 2 a 4 reales por cada una) y de unas 100 a 200 entre campesinos no demasiado pudientes; también se ordenaba dar aceite para la luminaria del Santísimo en iglesia y ermitas de la jurisdicción, se establecían limosnas (en pan o dinero) para los pobres y hospitales, se regalaban ornamentos sagrados a las iglesias, etc..., además había unas mandas forzosas: la Redención de Cautivos y la Santa Casa de Jerusalem.

Todo esto, que se puede seguir en los libros de cuentas de las iglesias, en los testamentos y en los inventarios "post mortem", representaba tal dispendio, que algunos tenían que vender ganado o tierras o meterse en préstamos para afrontarlo. Larramendi da, para su tiempo, la cifra de 500 ducados de gasto por cada fallecimiento, pero sin duda esta enorme cantidad se refería a funerales de cierta importancia. Lo que sí parece general es que casi todo el mundo funeraba por encima de sus posibilidades, forzado por el entorno social. La coyuntura económica, la costumbre, la ostentación barroca y el grado de piedad religiosa, ponían los límites a los gastos donde fracasaban las autoridades que infructuosamente intentaban reducirlos por decreto a unos niveles tolerables.