Concept

Historia del País Vasco. Edad Antigua

En el s. III, sobre todo, y en cierta medida a lo largo del Bajo Imperio son claros aquí, como en otros lares, los signos de recesión y las tendencias aislacionistas que algunos ven ya apuntar a fines del s. II y de modo más claro bajo los Severos. Mas esos procesos se dirían compatibles en el área con el desarrollo simultáneo de una pujante estructura agraria de base latifundista, y no parecen significar ningún grave quebranto del proceso productivo, ni, desde luego, el socavamiento de las bases en que se asienta el poder del grupo dirigente; es más, hay motivos para creer que el clima de inseguridad y el agudizarse de la presión fiscal inciden en un reforzamiento de los lazos de dependencia entre ricos propietarios rurales y trabajadores del campo. En el área, en todo caso (y pese a la grave crisis política del imperio entre 235/284 más o menos, y a los cambios que se dan en la estructura productiva o en el reparto de rentas), la normalidad laboral parece mantenerse hasta el último tercio del s. III, y, pasada la crisis de las décadas finales de éste (reflejo de razzias alamánicas, para unos; de procesos más internos al área, para otros), a lo largo del IV. Sólo que normalidad laboral no es sinónimo de que el hecho romanizador se dé en ella con la fuerza de antes; se dirían, más bien, cada vez más claros los síntomas de atonía y contracción a ese respecto. Cabe cuestionarse sobre las causas que determinan el hecho; pero de lo que no hay dudas es de que el impulso inicial pierde fuerza entrado el s. III, de lo que sobrarían indicios en el registro arqueológico. Se habla de recesión económica y de alza del componente autárquico y de autoconsumo en la producción del área: hechos ambos ejemplificados por lo que se sabe del cierre de explotaciones mineras, de la crisis de la otrora pujante alfarería de ciertas zonas, y, en fin, de la baja sensible de productos importados y de masa monetal en los niveles atribuibles a esos años, lo que se explicaría por el descenso de los intercambios en una economía en repliegue y reducida a un horizonte cada vez más corto y localista. Visto lo cual, parece lógico concluir que la crisis del modelo augusteo de ciudad se da también aquí, a resultas de ver municipios y ciudades recortada su autonomía financiera por la creciente presión del Estado que los convierte en meros instrumentos de una política fiscal cada vez más opresiva, de ver también limitada su capacidad de actuación en lo urbanístico por el creciente trasvase, vía fiscal, de los excedentes locales a las arcas del Estado, y, en fin, de revelarse unos y otras incapaces de llenar las espectativas de promoción de las elites rectoras que, a la larga y en mayor o menor número, tienden a alejarse de las instituciones municipales y a desligarse en cierto modo de la suerte de la ciudad. La citada crisis de modelo tiene por otro lado su reflejo, a nivel jurídico, en la nivelación del estatuto de las comunidades, lo que significa el fin de los privilegios de libertad: así, el Codex teodosiano no habla ya de civitates liberae o de municipios y colonias (nociones sin objeto ya), sino sólo de civitates, voz, ésta, que se libera de connotaciones peyorativas que lo hacían igual a comunidad peregrina.

Pero no todo es crisis. Y es que, remitida la borrasca de los años centrales del s. III, el Bajo Imperio vive horas de recuperación en varios aspectos, recuperación perceptible desde el último cuarto del s. III y que se afirma en el IV: así, madurando recetas surgidas a veces en lo más duro de la crisis, se dan pasos en la reforma de las estructuras socioeconómicas y políticas, o en la definición de nuevos modelos de ordenación y gestión del territorio, los que al cabo propician la génesis de un nuevo modelo de ciudad, distinto del augusteo. En todo caso el aspecto de crisis se diría más tangible durante la anarquía militar (235-268) -sacudida a nivel de Occidente por razzias de Franci y Alamanni y las guerras civiles a que da lugar la plaga de usurpadores- o en los días de los emperadores ilirios (268-285) -en que el área sufre una grave crisis de tipo no aclarado pero con claro reflejo a nivel arqueológico-, que en los de Diocleciano (285-305), que, al impulsar una serie de reformas que afectan al aparato estatal y al fisco lo mismo que al dispositivo de defensa exterior o a la articulación territorial del Imperio, es visto como punto de arranque de una era nueva, en que éste sale fortalecido cara al exterior y enfila, en el interior, una época de relativa paz y cierta prosperidad, en concreto, para estas partes del Occidente. Y ésta, más o menos, será la tónica en la etapa tetrárquica (285-324) iniciada por Diocleciano, en la de Constantino (324-337) y herederos (337-363), y aun en la de las dinastías valentiniana (364-395) y de Teodosio (392-), hasta que en el 407 rompe el proceso de invasiones. En el área en concreto, esos años asisten, de un lado, a un vasto programa de encercado y fortificación de ciertos puntos estratégicos, que por iniciativa imperial se desarrolla febrilmente un poco por todas partes (Auch, Dax, Bayona, etc., en la parte Norte; Iruña de Oca, en la Sur): a datar entre inicios del s. IV y primeras décadas del V y traduciendo una clara planificación militar, esas obras no obedecerían tanto a los intereses de salvaguarda de una ciudad abierta, a la que a menudo se ignora, sino a objetivos logístico-estratégicos de defensa de nudos de comunicación y de centros vitales de actividad económica, en orden a asegurar el flujo de la recaudación annonaria de Hispania y el sudoeste galo a las tropas destacadas en el limes renano. Otro hecho, a inscribir en el plan de reordenación tetrárquica de las estructuras del Estado, es la elevación de los Novem populi al rango de provincia: adscritos a la dioecesis Viennensis y con capital en Elusa, los Novem Populi, cedido el nombre originario de Aquitani a los Celtas norgarónicos, ven aumentar a doce entonces o algo después el número de civitates a contar en su seno. La parte ibérica del área, a su vez, sigue adscrita a la Tarraconensis dentro de la dioecesis Hispaniarum. En fin, esos años conocen los primeros firmes pasos en la implantación del cristianismo, siendo un hecho a fines del s. IV, tras algún atisbo desde fines del III, la presencia de iglesias episcopales en la línea del Ebro y la plana novempopulana.