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Carnavales de Álava

Al igual que en el resto de los territorios de Euskal Herria, los disfrazados reciben diferentes nombres dependiendo de la localidad o zona. Así tenemos en pueblos de habla castellana: los "cacarreros", "cácarros", "cachis", "cachibulos", "macarreros", "mascaretas", "porreros" o "zarramoqueros". Y en euskera: kakarroak, kokomarroak y porreruek.

Ropas usadas y antiguas constituían la principal fuente: pantalones y camisas grandes y viejos, cencerros, cencerrillas y pieles de oveja. Hubo tiempos en los que se pintaban la cara o se enmascaraban con caretas de cartón, compradas o fabricadas por ellos mismos. No había dinero para adquirirlas.

La diversión pasaba, muchas veces, por la persecución de los disfrazados, con palos, zurriagos y vejigas o putxikak, a los niños y muchachas, cuando éstos les increpaban con retahílas como la siguiente:

Porrero, porrero,
matacandelero,
echa las habas al puchero.
Échalas tú, que yo no las quiero.

Sin embargo, existía un lugar donde no podían entrar los disfrazados y éste era el pórtico de la iglesia parroquial. Por ello, más de un avezado enmascarado inventó unas largas tijeras o tenazas. De esta forma conseguían el trofeo humano, el cual para librarse debía rezar de rodillas o "besar" el trasero de su raptor.

Lo más habitual era que se disfrazaran los muchachos y en menor grado los casados. Que lo hicieran las jóvenes y mujeres, "de hombre", no estaba bien visto por una parte de la comunidad.

Otra trastada de los enmascarados era robar en las casas de sus vecinos los chorizos, aves o tostadas. Se entendía que esto podía suceder por parte de los dueños de las casas, por lo que, incluso, dejaban a propósito más fácil su hurto, no fuera que rompieran cerraduras o ventanas.

Había disfraces generales, entre los que podemos nombrar "el señorito" o el travestismo habitual por ambos sexos, pero también los había específicos y extraños. Así tenemos los arlotes, elegantes o endomingados, o "la Vieja" representada por una persona que hacía las veces de dos: una anciana de rasgos bien marcados a cuestas de un joven tocado con txapela. Personaje éste que se sigue representando en el Carnaval de Zalduondo, donde también podemos observar otros personajes: "Cenicero", las "Ovejas" y los "porreros", algunos de ellos embutidos en sacos y con su lento y torpe andar.

Otros, en pareja, uncidos como parejas de bueyes, cuando no eran los de verdad, tiraban de un trillo, o de un apero de labranza con las aulagas recogidas.

Pero, si en algo se diferencia, principalmente, el Carnaval alavés con los del resto del país, eso es por la importancia del muñeco festivo. El uso de estos ejemplares constituye de por sí un estudio pormenorizado.

Mientras que en algunos pueblos no tiene un nombre concreto y simplemente son conocidos como "muñecos de paja", en otros se les confiere una personalidad propia con denominaciones como "Gutiérrez", "Toribio", "Porrero", "el Criminal", "Hombre de paja", "la Vieja (del Carnaval)", "Judas", o el famoso "Marquitos". En Lermanda, al igual que en otros pueblos, era conocido como "muñeco de carnaval". Sin embargo, debido a que era el sacerdote el que les daba las prendas para su construcción, decidieron cambiar su nombre, rebautizándole como "Don Felipe".

Se construían con armadura interna de madera unos días antes. Se les vestía con ropas o se les embutía en un saco, relleno de paja, colocando un cartucho de dinamita en la bragueta. Eran paseados por el centro del pueblo a lomos de un burro o caballo, o en un carro tirado por disfrazados. Durante el trayecto eran golpeados, insultados y vapuleados. La sentencia de un "predicador", mediante juicio en el que se les hacía culpables de todos los males acaecidos en la comunidad (adversidades atmosféricas, peleas o asesinatos), les encaminaba directamente a su muerte simbólica y al mismo tiempo efectiva: unas veces quemados en la hoguera, sobre cuyas ascuas saltaban los jóvenes, no sin antes haber recibido un par de tiros de escopeta, o empalado como "Marquitos"; y en otras ocasiones lanzados al río o a un tejado.

Otra manera de un fin tan esperado era la quema de un pellejo vacío y sacos llenos de paja. Generalmente esto sucedía el Martes de Carnaval y con este acto se solía dar por finalizado el período carnavalesco.