Konposatzaileak

Otaño y Eguino, Nemesio

Músico. Nacido en Azkoitia, el 19 de diciembre de 1880; fallecido enSan Sebastián, el 29 de abril de 1956.

José María Nemesio Otaño y Eguino, el compositor, organista, director de coros, musicólogo, privilegiado e inquieto gestor cultural, periodista y docente Nemesio Otaño, Padre Otaño para la mayoría, jesuita, nació en Azkoitia un 19 de diciembre de 1880. Su figura perfilada, inquieta y algo adusta se erigió, en el corazón de convulsas coyunturas históricas, en personalidad central para la música de la primera mitad del siglo veinte en España, no ya por la palmaria revitalización de la música sagrada en la que se comprometiera desde su juventud, sino por sus inusitadas relevancias cultural, pedagógica y social.

Otaño fue pronto consciente de un lado de la necesidad de recuperación del rico legado musical histórico y tradicional, virtualmente abandonado, en línea con el pujante regeneracionismo de entre siglos encabezado en música por el tortosino Felipe Pedrell (1841-1922), su maestro y confidente, y por otro, con un enfoque muy propio del celo eclesiástico, de la particular degradación de la música religiosa europea en las capillas heredadas del XIX y sus frecuentes injerencias operísticas de dudosos gusto y fervor, también en la línea de la labor renovadora emprendida, aún antes del trascendente Motu proprio romano, por el padre alavés de Aramaiona, Don Vicente Goicoechea (1854-1916) en sede vallisoletana.

De este amalgama bipolar, clerical y laico, surgió una trayectoria como creador, musicólogo y organizador que abarcó palos tradicionales a uno y otro flancos de la linde de su profesión religiosa. Virtual ubicuidad ésta, intensa y competitiva, mantenida con tesón entre contingencias de todo tipo. Contingencias que moldearon un periplo vital viajero por consabidos destinos eclesiásticos y misiones jesuíticas. Cometidos que le condujeron de Loyola a los estudios humanísticos en Burgos y filosofía en Oña, de aquí, ya sacerdote, a Valladolid (1903-07) donde efectuaría tres preceptivos años de prácticas en teología y filosofía, el magisterio, en el Colegio de San José y, por fin, a Comillas en 1910, crucial ministerio durante nueve años en dos periodos, salvando una probación tercera en Manresa (1911-12); más tarde, de nuevo en Burgos, eso sí, con generosa licencia de estudios a Madrid y París en 1920. Destino castellano éste recibido con apremio y aplicación exclusiva, literalmente por supuestas divisiones provinciales. Funda allí otra Schola para después recalar en San Sebastián; un posterior retiro obligado en su casa familiar por prescripciones gubernamentales que en apenas un lustro (1932-38) llevaron del decreto de disolución e incautación a la posterior derogación y restitución patrimonial de la Compañía de Jesús; la Guerra civil y asiento destacado en Madrid de postguerra con vuelta final a Donostia (1951) donde fallecería un 25 de abril de la primavera de 1956.

El perseverante dinamismo mantenido por el Padre Otaño le encumbró en virtual carrera ascendente como uno de los temperamentos más influyentes del contexto cultural jerárquico del periodo de autarquía política. Protagonismo en el mundo musical laico comparable al que pudiera ejercer, años después, el Padre Federico Sopeña, mutatis mutandis por diversidad de perfil gestor y pertinaz vocación diplomática al margen de lo creativo en este último. Peculiar simbiosis, la de músico profesional y clérigo que ha nutrido la música española hasta bien entrado el siglo XX, en función de aquellas instituciones, las eclesiásticas, que brindaban puntual y relativamente contrastada formación y, sobre todo, de la normalizada y diligente aplicación litúrgica.

Observando con detenimiento todo este desempeño se destaca, del lado más clerical, su doble condición de organista y maestro de capilla. Primero la de organista, puesto ocupado desde su incipiente servicio en la monumental Basílica de Loyola en Azpeitia tras ingresar en dicho noviciado jesuita en 1896, y mantenido hasta 1898. Este magnífico instrumento de estética romántica adjudicado por jurado de compra presidido por Felipe Gorriti (1839-1896) fue construido (1889) durante la infancia de Nemesio por el prestigioso taller francés Cavaillé-Coll, como el vecino de la parroquia Santa María la Real de su Azkoitia, localidad de la que sería nombrado años después Hijo predilecto. Si bien aquella infancia se vio truncada por una prematura orfandad, circunstancia que le llevara a vivir con sus tíos de Eskoriatza comenzando sus estudios musicales en Donostia y Zumarraga y luego en la preceptoría de Baliarrain donde se datan obras con apenas catorce años, Zortzico y Letanías, tocara el órgano y dirigiera coro. Sus frutos compositivos iniciales (1903-07) se divulgarían a través del Salterio sacro-hispano del propio Pedrell. Y sería a él a quien dedicara su primera obra publicada, Villancico en sol menor, correspondida por una Cantiga del Rey Sabio transcrita y armonizada por el tortosino.

Sin embargo, al margen de su vocación orgánica que empapa toda su vida, reformas de los, sus, Cavaillé-Coll, inauguración de instrumentos, conferencias impartidas o virtuosismos varios con Franck y, Widor o Guilmant a quienes, por cierto, llegó a conocer, alardes en que destacaron otros coetáneos, ante todo, Otaño, el Padre Otaño, ostentó durante toda su vida la vitola de codiciado maestro de capilla, especialmente en sus años de la Universidad. Maestro de maestros e impulsor de la que sería justamente célebre Schola cantorum de la Pontificia de Comillas desde su llegada en 1910 hasta su marcha nueve años después. Década musical admirable en sede montañesa en cuanto a logros artísticos y formativos, y destino decisivo ya privilegiado para aquel recién ordenado sacerdote cursado en humanidades en Burgos (1900-01) donde dirigió en la Iglesia de la Meced, y en filosofía por el Colegio Máximo de Oña (1901-03).

Escribía a Pedrell a poco de aterrizar en Comillas: "Los brillantes estudios que aquí imparten les dan entrada muy pronto en los cabildos y en las cátedras de los seminarios; así pues, van bien saturados aún de arte, calcule usted la influencia que pueden ejercer el día de mañana." [N. O., carta a F. P. de 15 de octubre de 1910.]

Y es que era destacada la categoría universitaria de Comillas adquirida por decreto papal de Pío X de 29 de marzo de 1904 y que le otorgara el rango de facultad eclesiástica con potestad para licenciar grados académicos en filosofía, teología y derecho canónico junto con las otras nueve universidades pontificias españolas. El modelo orgánico y perdurable que Otaño otorgó a esta Schola, Schola cantorum, similar al de un conservatorio moderno -"mi conservatorio de Comillas" [N. O. a F. P., 29 de enero de 1915]-, contó con abundantes posibles para la época que incluían armonios, pianos verticales, un piano de cola y un órgano, aulas, profesores y algunos alumnos aventajados en su plantel docente, y tuvo una brillante trayectoria que produjera en no más de tres años la grabación de sus primeros discos (1913).

Entusiasmo unido a una sistemática docente que para la primera fiesta de Santa Cecilia ya ofreció el movimiento inicial de la Suite vasca y el estreno de la alabada Cantatibus organis que se convirtió así en pieza obligada de esta efeméride. Tras su marcha de Comillas en 1919 y el paso de algunos de sus discípulos como Don José Artero, inmediato sucesor, el proyecto sería heredado y potenciado desde 1925 por el también jesuita asturiano José Ignacio Prieto (1900-1980).

El calado estético, perseverancia y difusión nacional e internacional de la Schola propiciaron el germen de iniciativas similares como la del Seminario de Vitoria, igualmente fértiles como cantera de músicos en sintonía litúrgica. Tras aquel decenio truncado (1910-19) su inquietud difusora le llevaría a organizar otra agrupación coral homónima en Burgos y, ya en el año 1922, en San Sebastián donde también fundaría la revista Agere, los Caballeros de San Ignacio, el Círculo Cultural y Acción Católica antes del citado decreto de disolución de la orden.

Así las cosas, esta institución canora, la Schola sita en privilegiado mirador Atlántico, altozano de esta Cantabria litoral, sirvió de eficaz herramienta pedagógica con frutos constatables y pupilos de talla, como Valentín Ruiz-Aznar (1902-1972), como aquéllos que fueran Prefecto de música del Seminario de Vitoria en tiempos de la Schola, Luis Usobiaga (1897-) o el primer Rector Magnífico de la Pontificia de Salamanca, Don José Artero (1890-1961) ya citado, los Gurruchaga Oliden, Eustaquio (1897-1988) y José Luis (1895-1992), el organista y compositor Norberto Almandoz (1893-1970), Antonio Massana (1890-1966) jesuita que en 1915 Otaño conociera y elogiara a De Santi, o, en generación reciente, Pedro Aizpurúa (1926-) o el eminente musicólogo José López Calo (1922-). De entre ellos, por vinculación familiar y mutuo apoyo pastoral y personal, se destaca la figura, un tanto diletante en materia musical, pero eminente por sede de Don José Eguino y Trecu (1880-1961), de su estirpe de Azkoitia y, a la sazón, Obispo de Santander desde el año 1928 al 61.

Si estos nombres deben su carrera a su relación directa con la Schola son muchas más las personalidades paralelas, compositores e intérpretes, que surgieron al abrigo de esta simiente renovadora de la música sagrada remitiendo a nombres como los de José María Beobide (1882-1967) y sus discípulos Antonio José (1902-1936) o Babil de Echarri Alfaro (1903-1986), el vitoriano Julio Valdés Goicoechea (1877-1958) desde 1930 en el Seminario de Vitoria, Eduardo Torres (1872-1934) insigne Maestro de capilla en la Catedral de Sevilla con Almandoz, discípulo predilecto de Otaño, como organista y posterior sucesor, el capuchino Aita Donostia (José Gonzalo Zulaica Arregui, 1886-1956) o el organista y compositor de Ordizia Luis Urteaga (1882-1960) entre otros.

Siguiendo los pasos conservacionistas auspiciados por Pedrell, el Padre Otaño rodeó diligente su trayectoria con proyección musicológica, conferencias, cursos y publicaciones imprescindibles referidas a los acervos musicales vasco, cántabro y gallego. Así, tras la publicación de las normativas promulgadas en su provincia eclesiástica Edicto y Reglamento sobre la música sagrada (1905) y La música religiosa y la legislación eclesiástica (1912), recopilación de los principales documentos de la Santa Sede desde León IV en el siglo IX, editaría El canto popular montañés, conferencia impartida en el Teatro Principal de Santander en 1914, impresa al año siguiente por la Unión musical española (1915) y de reciente reimpresión conmemorativa. Un Manual de canto gregoriano con Giulio Bas, publicado en 1921 en Alemania, completa su temprano quehacer en este campo erudito. No en vano realizaría ya en 1904, en su periodo de formación, estudios paleográficos con el Padre Casiano Rojo del Monasterio de Silos.

Todas aquellas investigaciones folclóricas redundaron en material temático para sus composiciones y arreglos sumiendo su labor en aquel celo guardián del patrimonio cultural autóctono, celo analítico y creador a un tiempo, tan propio de clérigos de su tiempo y aún posteriores. Religiosos y musicólogos eminentes como lo fuera, sin salirnos de una Cantabria adoptada, el colega ilustre en lides folcloristas y Párroco de Santa Lucía, Padre Sixto Córdova y Oña (1869-1956). Tiempo después, en su jubilación docente en 1951, le sucedería en la cátedra de folclore del Real conservatorio madrileño todo un paladín de la materia, el placentino Manuel García Matos (1912-1974).

En la otra vertiente, esto es, aquella esfera profesional que presume a priori de carácter más laico, Nemesio Otaño fue solícito divulgador, dinámico promotor y organizador de eventos colectivos y gremiales así como mentor de publicaciones especializadas dentro y fuera del ámbito específico de la música sagrada, aunque especialmente en este entorno. En este sentido se destacan las actividades realizadas en Valladolid al amparo del magisterio de Don Vicente Goicoechea, que ya disponía de asiduos colaboradores en, sus dos "maestros del alma" [N.O.], el madrileño Vicente Arregui (1871-1925) o el riojano Jacinto Ruiz Manzanares (1872-1937), como también en el organista de Zumaia José María Olaizola (1893-1978) y el propio Arzobispo (desde 1901) de aquella sede que llegara a Cardenal (1911), el cántabro José María de Cos (1838-1919). Fruto sobresaliente de esta labor fue la organización en 1907 en esta ciudad donde redactara el Reglamento dos años antes, del primer Congreso Nacional de Música Sagrada a expensas del citado prelado. Como consecuencia de este lance precursor fundó y dirigió la revista Música sacro-hispana (1907-22). Publicación bautizada por el propio Don Vicente, que se editó inicialmente en la capital castellana pero que pasaría después a Bilbao y Vitoria. Tras su cierre en 1922, Otaño colaboraría en su legataria Tesoro sacro-musical (1917-78) que dirigía por entonces el Padre Iruarrrízaga. Experiencia que le serviría para, tiempo después, desde el final de la guerra hasta 1943, regir en Madrid la revista, decana de la prensa musical española, Ritmo.

En 1909 dirigió la Antología orgánica española, recogiendo páginas propias, de coetáneos y precursores, como fueran las del navarro de Burlada, Padre Hilarión Eslava (1807-1878) hasta muchos de los citados. En 1914-15 se añadirían los dos volúmenes de la Antología orgánica práctica "para las funciones eclesiásticas con obras de organistas españoles contemporáneos". Andando el tiempo organizó numerosos congresos de ámbito nacional sobre este religioso particular tras el pionero de Pucela, ya en Sevilla (1908) por encargo del Cardenal Enrique Almaraz, ya en Barcelona (1912), en Vitoria (1929), o, tras veinticinco años y salud precaria, en Madrid (1954).

En trastienda de esta pública inquietud, Otaño fue un docente codiciado por sólida posición y contrastada formación. Ostentaría de inmediato tras la guerra, desde el año 1940, la dirección del Real Conservatorio Superior de Música de Madrid. Cargo que se uniría a los de Comisario de música, Presidente de la Orquesta Filarmónica y Académico de Bellas Artes de San Fernando, siendo igualmente fundador del Instituto Nacional de Musicología, méritos todos por los que recibiría la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio.

En su faceta creativa, aquella que le liga con nombre propio a la historia de la composición española, fue un autor relativamente prolífico que abarcó desde la confección del más simple y cotidiano canto colectivo para la comunidad de fieles a la composición concertística de pretensiones. Su predilección por este canto a una sola voz, del pueblo, destinado al servicio litúrgico cubre el vacío generado por los nuevos postulados romanos en materia litúrgica: esa sencilla melodía monódica, esencialmente silábica con estructura estrófica para la participación de la asamblea, tratada siempre por Otaño con gusto armónico y equilibrio, sin los denostados alardes y vacuidad operísticas de otros tiempos. La tradición del Lied de ascendencias francesa y germánica sirvió de oportuno cauce de expresión: Dueño de mi vida, el expresivo canto a María Inmaculada Estrella hermosa, compuesto ya en Oña y que recibiera todo tipo de versiones, La Divina pastora, A la Madre dolorosa, Amante Jesús mío... , muchas de ellas recopilados después en ricas colecciones como Ocho cánticos populares a la santísima Virgen, Canciones a María Santísima, Doce canciones en estilo popular para la Sagrada Comunión y devociones del Santísimo, Doce cantos en honor del Sagrado Corazón de Jesús, o los recogidos en el Repertorio músico Sal terrae de 1919, preparando el camino para otros tantos Tantum ergo, Santo Dios, Responsorios y Letanías para voces iguales, Letanías lauretanas corales... habitualmente con acompañamiento de órgano y multitud de armonizaciones. Melodías populares puestas al día en función del espíritu y la letra de un documento trascendental: el Motu proprio Inter pastoralis officii sollicitudines, "Tra le sollecitudini", proclamado el simbólico día de Santa Cecilia de 1903 por el Sumo Pontífice Pío X y que Otaño denominara con frecuencia Código de la música sagrada.

A finales del papado de León XIII, citaba uno de los principales inspiradores de Pio X, pianista, compositor y musicólogo belga, Edgar Tinel (1854-1912) las palabras que profiriera el influyente historiador y filósofo naturalista francés Hippolyte Taine a la salida de una boda: "Muy linda ópera, similar al quinto acto de Roberto el diablo; sólo que Roberto el diablo es más religioso." Secuelas decadentes de óperas y operetas italianas y francesas, que para D. Vicente Goicoechea, eminente predecesor de aquella revitalización una década antes de las recomendaciones papales, y después para el Padre Prieto, encumbrado heredero de Otaño en Comillas, tenían su alternativa, su quintaesencia espiritual, en la polifonía española de los siglos XVI y XVII, fruto por demás de una hegemonía y poder políticos de imperio y ultramar. Nombres recuperados como los De Victoria, Morales, Guerrero, o el fraile Juan de Anchieta, polifonista de Azpeitia emparentado con Ignacio de Loyola -sus padres eran tíos abuelos- que muriera en el convento franciscano fundado en su localidad, sustentaron esta evolución. Crisis resuelta entonces, en el Renacimiento, con contrapunto austero, respeto reverencial a la modalidad gregoriana heredada del cantus firmus y natural fijación por la preeminencia de comprensión del texto. Palestrina y su Misa del Papa Marcello conformaron la horma que hoy reclamaban nuestros polifonistas. Otaño dedicó su Elegía para órgano al Padre Goicoechea el año de su fallecimiento en Valladolid (1916) con emotiva leyenda: "a la santa y dulcísima memoria de mi maestro..."

Y es que Nemesio Otaño fue baluarte de la composición religiosa de su tiempo en andas de una de las reformas más ambiciosas y profundas emprendidas en materia musical y litúrgica, y encabezada personalmente por el Santo Padre Pío X. Conciencia papal que se tradujo en la fundación en Roma de la Pontificia Escuela Superior de Música Sacra justamente el mismo año 1910 en el que Otaño llegara a Comillas. No en vano, el que sería después Sumo Pontífice, durante sus primeros pasos como vicario de Tómbolo, crearía, al igual que hiciera el Don Nemesio, su propia Schola cantorum, en este caso con jóvenes de Salzano formados en la práctica del canto llano: "Ni hay que cantar, ni hay que rezar durante la misa; hay que cantar y rezar la misa" [Pio X].

Esta ardua tarea de reforma impulsada con decisión desde Roma, unió al Padre Otaño con músicos y eruditos tan relevantes, algunos ya consagrados por aquellas fechas, como el abad de San Wandrille Dom Joseph Pothier (1835-1923), el prior de Solesmes Dom André Mocquereau (1849-1930), el padre jesuita de Trieste Angelo de Santi (1847-1922), los sacerdotes del Tirol austriaco Ignaz Martin Mitterer (1850-1924) y de Baviera Peter Griesbacher (1864-1933), el veneciano Giulio Bas (1874-1929), el que fuera reconocido director de orquesta Raffaele Casimiri (1880-1943), el profesor de la Musikhochschule de Viena Vinzenz Goller (1873-1953), el afamado director perpetuo de la Capilla Sixtina Monseñor Lorenzo Perosi (1872-1956), el romano Monseñor, Ceremoniario pontificio, Carlos Respighi (1873-1947) o el patriarca docente en la representativa Schola cantorum de París, Vincent d?Indy (1851-1931), insigne maestro de nuestros principales músicos del periodo nacionalista como Isaac Albéniz (1860-1909), Joaquín Turina (1882-1949), el compositor y organista vitoriano Jesús Guridi (1886-1961), que dicho sea de paso, ocupara la dirección del Real Conservatorio madrileño desde el año 1956, o el malogrado autor de Las golondrinas, el donostiarra José María Usandizaga (1887-1915).

Un camino humilde, el de la reforma litúrgica, que no privó a Otaño de tentar la música de concierto sobre bases estéticas de ascendencia wagneriana. Dos caballos de batalla de la música religiosa en todo tiempo y lugar se destacan: el coro en todas sus combinaciones, a cappella o con instrumentos, y éstos, órgano u orquesta, y, lógicamente, el órgano solista, predilecto en la liturgia de la iglesia romana. Entre sus obras mayores para este último instrumento rey pueden relacionarse un temprano y estimado Adagio (1908) dedicado al organista y compositor de Berriz Bernardo Gabiola (1880-1944), su ambiciosa Suite Gregoriana (1934-40) dedicada a todo un referente, Eduardo Torres, Coral-antifónico (1935-1939) a Urteaga, la hábil pericia armónica de su Cántico espiritual dedicada a "su querido discípulo" Almandoz, al padre Domingo Amoreti (1895-1949), director del Orfeón burgalés, Canción en estilo gregoriano y el Preludio sinfónico a Beobide (estas últimas del 38).

Sin más pretensiones sino su inmediata difusión, La Marcha de San Ignacio (1917), himno con letra del Padre Pintado y melodía tradicional se consagró en el arreglo realizado por Otaño para coro a seis voces mixtas, voz del pueblo -coro popular- y orquesta, con adaptaciones publicados para banda, coro y reducción para órgano y piano, o para pianola, y fue popularizado por la propia congregación jesuita, como su sucesora Baldako: Gran himno en honor de San Ignacio de Loyola para ocho voces mixtas, coro popular y banda con reducciones para piano u órgano, sobre motivos de la citada Marcha tradicional. Obras difundidas que nos abren la puerta del catálogo coral de Otaño. En su vertiente religiosa se destacan el Miserere mei Deus salmo a cinco (también homónimos a tres y fabordón a cuatro), Salve, Joseph basada en una canción tradicional para cuatro voces y órgano, la "antiphona ex antiqua liturgia gallicana in honorem SSmi. Sacramenti" Venite populi con hasta seis voces mixtas, la salutación angélica a cinco voces con gran órgano Ave María, Velum templi para voces graves, Tota pulchra con tenor solista y la citada y emblemática a cuatro voces y órgano Cantatibus organis.

En su vertiente profana se aprovecha de fuentes folclóricas más o menos explícitas en el poema coral para seis voces mixtas Suite vasca en cuatro tiempos: A la romería, Plegaria en la ermita, Impresiones de la pradera y El regreso, transcrita para piano por Granados, en Basa txoritxu -Pajarito del bosque-, Sorgin dantza -Danza de brujas- o Gudaria -El soldado, El adiós del soldado y rataplán-, la canción báquica con barítono y soprano Andre bat ikusi det, todas ellas con coros a seis voces mixtas, número que emplea con asiduidad como en La molinera sobre melodía asturiana o La montaña sobre dos temas populares de Cantabria. Bitematismo en común con obras más ambiciosas, grandes poemas corales a ocho voces mixtas Serenata-ronda y La canción del olivo -Al olivo, al olivo-. También a seis voces, El calangrejo danza burgalesa a lo agudo que fue alabada por el propio Turina y recibiría transcripción original para dúo, violín o violonchelo y piano, y la Danza de gigantones sobre tema costumbrista burgalés. Como la vasca, en cuatro movimientos, la Suite montañesa y el pequeño poema coral sobre canto autóctono -¡Arre, buey!-, La canción del carretero, cierran este recorrido.

Entre sus canciones sobresalen las siete obritas para canto y piano recopiladas bajo el título de Remembranzas: ¡Adiós!, El ruiseñor, Del dicho al hecho, ¡Anhelos!, Canción salmantina y ¡Pajarito! incluyendo letras de los jesuitas Vinuesa y De Madariaga; la nana Kun-kun; las canciones montañesas: Voy al Carmen, Peña Sagra, Como quieres, Son las once... , ¿Dónde vas...?, María, si vas al prado... y Ya no va la niña. Un catálogo notable, extenso si prestamos atención a la infinidad de temas religiosos, gregorianos o no, himnos con instrumentaciones de todo tipo, órgano, piano, banda... (...a la Virgen del Pilar, a Nuestra Señora de Covadonga, a la Santa Cruz, a San Luis, de la doctrina, Pontificio, al Rey, a San Pedro Canisio con órgano y coro a cuatro, ...), temas paleográficos y folclóricos, cultos y populares armonizados o arreglados (como la balada gallega Negra sombra a cuatro, el Credo, símbolo apostólico romano oficial con melodía del padre San Miguel, los Tres villancicos populares: Le desembre congelat -catalán-, Falade ben baixo -gallego- y Atención al misterio -montañés-, o, por citar un ejemplo curioso, las versiones corales a seis voces mixtas sobre Rameau -Rondeau des songes y Menuets de Platée- y Couperin -Les moissonneurs y Pasacaille-). Las cavaducas, danza montañesa para piano, el Zortziko para trío o sexteto, sobre el popular en Azkoitia Fraineisko Aizquibel Jauna y Elegía para violonchelo y piano escrita para el solista Gaspar Cassadó rematan en la intimidad instrumental del solo y la música de cámara este repaso.

Solícito talante el desplegado por el Padre Otaño, protagonista de una sociedad deprimida y mayormente iletrada en lo que a música como a otras facetas se refería, a caballo entre generaciones y enfrentada en todos sus estadios tras el desastre colonial del 98, que él viviera como primer acceso a la mayoría de edad. Una sociedad española, la de principios del siglo XX, con terribles realidades culturales y formativas que, con el paso de años y gobiernos, enconó sus conflictos, incluida, en lo que directamente ataña al Padre, la disolución temporal de la Compañía de Jesús por decreto de 23 de enero de 1932 en la Segunda República hasta el homónimo de 3 de mayo de 1938 aún en plena Guerra civil. Tras ella y en el inmediato decenio autárquico posterior a la Segunda guerra mundial, Otaño adquirió notable relevancia social y política en la órbita civil de postguerra, con publicaciones como la destinada a Toques de guerra del ejército español (1939) basado en los concertados por el músico de la Capilla Real Don Manuel Espinosa en 1769, y frecuentes intervenciones y artículos en prensa, hasta su cese como Director del Real Conservatorio de Madrid, al final de dicho periodo (1951). Su fallecimiento el 25 de abril de 1956 en San Sebastián, dónde había vuelto hacía apenas un lustro, coincidió con nuevas coordenadas diplomáticas para España, tras el ingreso en la Organización de las Naciones Unidas a finales del año anterior.

En el Real Conservatorio madrileño, el violinista orensano discípulo de Pablo Sarasate y Jesús de Monasterio, Antonio Fernández Bordas (1870-1950), predecesor de Otaño, subsistió incólume como director instalado en el edificio de la Congregación de los Luises en la calle Zorrilla propiedad de los Jesuitas desde 1921 durante el régimen constitucional, continuó después durante la dictadura de Primo de Rivera, en los años finales de la Monarquía, en la Segunda República y, aún perdido transitoriamente en favor de Óscar Esplá (1889-1976) durante la Guerra, lo recuperó con los primeros meses del franquismo hasta su jubilación y relevo por el Padre Otaño. Don Nemesio tuvo como uno de sus primeras encomiendas llevar esta institución docente de los locales del Teatro Alcázar en que se encontraba al palacio de la familia Bauer sobre terrenos que habían pertenecido otrora a un noviciado curiosamente jesuítico en la calle de San Bernardo. Después de precisas reformas que llevaron tres largos años, fue inaugurado en 1943 como nueva sede. Edificio señorial donde permaneciera hasta su traslado a dependencias del Teatro Real en 1966 con Calés (1925-1985) y, mucho después, en 1990, al actual inmueble exento de la calle Atocha-Santa Isabel, mientras aquellos locales palaciegos recibidos y dispuestos en su día por Otaño pasarían a albergar la Escuela Superior de Canto.

La revisión de la música sagrada afrontada por el Padre Otaño buscó, en suma, conformar una estética acomodada a las pretensiones pastorales derivadas de la aplicación del Motu proprio. Una perspectiva que se zafaba de préstamos y géneros ajenos a la exaltación religiosa al uso a finales del diecinueve en busca de una expresión genuina que llamara a los principios básicos del fin último de la música sagrada, sin renunciar a una natural exigencia técnica.

Otaño asumió este rol generacional, fundiendo, en personal crisol ecléctico romántico y levemente impresionista, al espíritu de aquel glorioso acervo cultural de antaño, Renacimiento y Barroco, la rica tradición folclórica vernácula, fuente primordial de la mal llamada música culta. La mano de ilustres del nacionalismo romántico de principios de siglo, como su devoto mentor Felipe Pedrell, al que homenajeara en 1911 en Tortosa dirigiendo la publicación Estudios heortasticos, conformaron un resultado riguroso en todas sus facetas musicales constructivas, armónica, melódica y formal en una tonalidad cromática extendida con pretextos disonantes, estética de ascendencia centroeuropea, aprestada y compacta.