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NIÑO, NIÑA (EL NIÑO ABANDONADO)

Problemas del niño expósito. La mentalidad ilustrada del s. XVIII se preocupó extensamente de los problemas del niño expósito. Su fuerte incremento en toda Europa hizo que, por un lado, se fueran abriendo nuevas Inclusas, mientras que las condiciones de vida de los niños en ellas se degradaban y sus índices de mortalidad sobrepasaban con mucho los de la mortalidad infantil de la época, ya de suyo muy elevados. Las teorías poblacionistas tan en boga hacían que la pérdida de tantas vidas humanas se sintiera como un empobrecimiento de las naciones que era preciso contener; igualmente una nueva visión del ser humano y el desarrollo del sentimiento de la infancia hicieron que se buscara remedio a aquella situación.

Los niños expósitos morían en proporciones a veces cercanas al 100 %; mientras que la mortalidad infantil y juvenil en el Antiguo Régimen alcanzaba globalmente al 50 % de los niños, entre los de las Inclusas se puede situar en cifras que oscilan entre el 80 y 90 %. Aun antes de su ingreso en el establecimiento muchos de ellos morían durante su traslado a aquél. La mayoría de las veces los conductores eran hombres que llevaban varios niños que iban recogiendo en los pueblos por los que pasaban en su camino hacia la Inclusa. Los recién nacidos extenuados, casi sin comer durante varios días, bajo el sol, la lluvia, el frío, morían con frecuencia. Las Inclusas denunciaban que casi todos llegaban muertos o morían enseguida. El Hospital de Zaragoza informó al Real Consejo de Castilla en 1792 de las condiciones en que eran transportados hasta allí los niños vascos y el conocimiento de este informe, publicado por D. Pedro Joaquín de Murcia en su «Discurso político sobre la importancia y necesidad de los hospicios, Casas de expósitos y hospitales» (Madrid 1798) alarmó a las autoridades del País que estaban entonces estudiando la organización del servicio de expósitos en los tres territorios. La mayoría de los niños llegaban moribundos; se decía, por ejemplo, en el informe, que de la última remesa de 7 niños que había llegado de Calahorra, 3 estaban ya muertos, 3 sin esperanza de vida y sólo uno con esperanzas de salvarse. Para evitar estos traslados, la Real Cédula de 1796 por la que se mandaba observar el primer Reglamento que se promulgó en España sobre el tema, disponía que los expósitos se lactaran en los pueblos donde eran encontrados o lo más cerca posible de ellos.

Una vez que el niño había llegado a la Inclusa le esperaban allí otra serie de pruebas difíciles de superar. Había en el establecimiento unas nodrizas para lactarlos. Lo habitual es que fueran escasas y que cada una de ellas tuviera que hacerse cargo de varios niños, así que su alimentación era muy deficiente. Algunos niños llegaban enfermos, por lo general de sarna y sífilis. A través del amamantamiento estos males se propagaban a niños y nodrizas. Estas estaban muy mal pagadas y eran mujeres que aceptaban trabajar en la Inclusa porque era el último remedio: Uriz, en su libro antes mencionado, refiere que cuando se intentaron aplicar reformas en Pamplona se decidió que las nodrizas sacaran a los niños fuera del Hospital para tomar el aire. Pues bien, las mujeres se negaron porque les avergonzaba que les vieran y se supiera donde trabajaban. En efecto: después de haber desempeñado esa tarea ninguna familia las hubiera contratado como nodriza de sus hijos. En Pamplona casi todas eran madres solteras que encontraban así una solución para ellas y sus criaturas que traían al establecimiento. Pero les separaban y los niños eran enviados a lactar fuera, seguramente para que no les dedicaran demasiadas atenciones, descuidando a los demás expósitos. Los niños solían estar amontonados en las cunas; en Pamplona el número era de 4 por cuna, pero había en España alguna Inclusa en que se ponía hasta doce. Así todos los niños enfermaban pues los que habían llegado sanos se contagiaban y debilitaban. Estaban hacinados, sucios, hambrientos, totalmente descuidados. Los que tenían posibilidades de sobrevivir eran los que lo antes posible eran llevados por nodrizas de fuera a criar al campo. Los demás, en Pamplona durante el s. XVIII, murieron todos en un plazo no superior a los 3 meses a partir de su ingreso.

En la última década del siglo se comenzaron a aplicar una serie de reformas que pronto se mostraron como un eficaz remedio de aquella situación. Consistían fundamentalmente en contratar más nodrizas, pagarlas y alimentarlas mejor. Se puso a los expósitos bajo el cuidado directo del cirujano del Hospital, quien les visitaba todos los días, manteniéndose una estricta separación entre niños sanos y enfermos. Se les hizo ropa nueva, se les sacaba a tomar el sol y el aire a la vez que se hicieron repetidos ensayos en el terreno de la alimentación artificial para suprimir los contagios. En 1801 las mejoras conseguidas fueron plasmadas en un prospecto que se envió desde Pamplona a todas las Inclusas de España por si podía servirles de orientación y ejemplo. Si en el quinquenio 1791-95 la mortalidad de los niños de la Inclusa alcanzó todavía el índice de 992 %o (las Inclusas eran consideradas por muchos tratadistas de la época simplemente como centros de exterminio de niños), en el quinquenio siguiente 1796-1800 descendió al 560 %o, lo que ya acerca los índices de mortalidad del establecimiento de Pamplona a los de mortalidad infantil general.

En 1805 se inició una nueva etapa con la inauguración de la Casa de expósitos, donde también se acogía a los huérfanos y había una sección dedicada a educar a las niñas hasta los 12 años donde éstas aprendían todo tipo de labores domésticas, pues a partir de esta edad salían a servir. Todo el gobierno de la Casa se puso en manos de las Hermanas de la Caridad. Durante el s. XIX, bajo las directrices del Estado que promulgó la 1.ª Ley de Beneficencia en 1822 se fue organizando la asistencia a los necesitados, expósitos entre ellos, pasándose de un régimen de caridad religiosa y particular al de beneficencia pública estatal. Poco a poco, entrar en la Inclusa dejó de equivaler a la muerte cierta. Parte de los incluseros sobrevivía, aunque superando más obstáculos que el resto de los niños. Todavía en fecha muy tardía, 1891, la Junta de Expósitos del Partido de San Sebastián mostró su preocupación por la elevada mortalidad de los niños recibidos en la Casa-torno de la ciudad y en sus primeros días con las nodrizas, encomendando al médico del Hospital, Galo Aristizabal la confección de un estudio y memoria expresando las causas de ello y las medidas a adoptar. De dicho estudio resultó que en el quinquenio 1886-90, de los 517 niños ingresados en la Casa-torno habían muerto en ella 60, más 211 con sus nodrizas, lo que hacía un total de 271, es decir, el 52,4 % de los niños. De los 4.473 niños ingresados en la Inclusa de Vizcaya entre los años 1807-1843 fallecieron antes de los 7 años 1.196, lo que equivale al 26,3 %. A pesar de lo denso de las cifras se ve una diferencia clara con lo que se ha descrito respecto a la situación anterior. Los avances de la vacunación, el control sanitario de los niños, las medidas de higiene, el control cada vez más eficaz sobre las nodrizas, tanto sobre su salud como sobre el trato que dispensaban a los niños, fueron haciendo surtir lentamente sus efectos. La apertura de la Casa-Cuna de Fraisoro en Guipúzcoa, en 1903, dotada de las más modernas instalaciones y la progresiva supresión de los tornos, supusieron otro paso adelante en la crianza de los niños expósitos. De los 259 ingresados en la Casa durante los años 1932-33 murieron 49, el 18,9 %. De los 2.855 ingresados en la Inclusa de Vizcaya entre los años 1925-1932 fallecieron 657, el 23 %.

Ahora, una proporción no desdeñable de niños cumplía su ciclo vital como expósitos y podemos acercarnos a su futuro. En primer lugar se hizo preciso darles apellidos para que fueran identificados y pudieran desenvolverse con normalidad en la sociedad. Desde el s. XVI al XVIII en Pamplona se acostumbró a poner el de Goñi a todos los niños, en homenaje a Don Ramiro de Goñi, Arcediano de la Tabla de la Catedral y gran benefactor del Hospital General. Como la inmensa mayoría de los niños moría antes de la edad adulta, la repetición sistemática del apellido no planteó problemas, hasta que al descender la mortalidad, a comienzos del s. XIX hubo que diversificar los apellidos para evitar las confusiones. En Guipúzcoa, la Provincia se planteó en 1819 la necesidad de dotar a los niños de un apellido y desde entonces hasta 1884 se les designó con el topónimo del pueblo de donde procedían: San Sebastián, Tolosa, Azpeitia y todos los demás. A partir de 1884 se decidió ponerles dos apellidos vascos, inventados, es decir, no existentes pero que resultaran eufónicos y fácilmente asimilables. Pocos niños eran reclamados y recuperados por sus padres o familiares.

A pesar de que muchas veces en las notas que les ponían al abandonarlos se expresaba la intención de recogerlos cuando se pudiera, cuando cambiaran las circunstancias, muy escasos eran los padres que lo hacían y no coincidían con los que habían expresado ese deseo en las notas. Además de las notas, muchos niños llevaban también todo tipo de señales identificatorias: cintas, estampas, naipes cortados por la mitad, medallas, evangelios... Algunos, por mayor seguridad, quemaban a los niños en piernas o brazos con medallas, monedas, dedales y otros pequeños objetos metálicos. Pero tanta precaución resultaba casi siempre innecesaria. En la Inclusa de Pamplona casi ningún niño expósito se recogió hasta el s. XX. Los escasos recuperados eran legítimos, de padres conocidos y que habían sido admitidos en el establecimiento por extrema necesidad de sus padres. En el quinquenio 1900-04 se recogieron 25 expósitos, el 2,8 % de los ingresos; en 1910-14 lo fueron 43, el 4,6 %, y 48 en 1920-24, el 4,8 %. En Guipúzcoa las cifras de recuperación fueron un poco superiores durante el s. XIX: entre los años 1825-32 fueron recogidos el 2,3 % de los abandonados en toda la provincia; en la década 1850-59 el 2,4 % de los del Partido de Bergara. En el quinquenio 1886-90 en el Partido de San Sebastián se recuperaron el 4,7 % de los niños. En el s. XX las cifras de Vizcaya y Guipúzcoa superan a las navarras: los recuperados en la Inclusa de Bilbao en el período 1925-32 fueron el 10,4 % de los expuestos y los recuperados en Fraisoro en los años 1932-33 fueron el 11,8 %. En una gran proporción la persona que recobraba a la criatura era su madre natural. Casi siempre seguía soltera; alguna vez estaba casada con otro y no tenían hijos o eran los padres los que reclamaban al hijo después de haberse casado. También aparecen entre los recuperantes abuelos (la madre había muerto o se ausentó) y tías de niños ilegítimos. En último lugar hay algunas recuperaciones de niños legítimos que habían sido abandonados por necesidad y miseria.

Un contingente mayor que el de los niños que volvían a sus familias lo componían el de los prohijados por las nodrizas. Estos habitualmente se integraban en el pueblo donde residían; las chicas, en Navarra, recibían al casarse una dote de la Inclusa lo que facilitaba su reinserción en la sociedad.

El tercer bloque de supervivientes estaba compuesto por los más desgraciados: de entre ellos muchos niños débiles mentales, paralíticos, sordomudos o afectados por otras taras y enfermedades no eran sacados a criar o eran devueltos por sus nodrizas al establecimiento (en Guipúzcoa a las 4 Misericordias). También había otros niños y niñas que por diversas circunstancias, tanto suyas, como podía ser un comportamiento díscolo, como de la nodriza y su familia, no eran prohijados y eran reingresados. Estos podían ser prohijados por otros matrimonios pero su suerte solía ser muy dura porque estos nuevos prohijantes, a los que no unían con los niños los lazos afectivos creados por la crianza, sólo buscaban explotarlos. A menudo se hacía necesario retirarles los expósitos quienes llegaban a escaparse de sus manos y buscaban el cobijo de sus antiguos nodrizos o del establecimiento. Las chicas se colocaban en el servicio doméstico y los chicos en variados oficios, todos ellos de lo más humilde de la escala sociolaboral. Algunos, por una exigua paga, ocupaban el puesto de quien podía pagárselo, en el servicio militar.

Dolores VALVERDE LAMSFUS