Biologistes

Arechavaleta y Balparda, José Cosme

Naturalista y botánico vizcaíno. Urioste, 27-09-1838- Montevideo (Uruguay), 16-06-1912.

Entre las figuras que en el pasado ha aportado el País Vasco a América -y a otros territorios de ultramar- abundan militares, religiosos, políticos y empresarios. Menos conocidos son, sin embargo, aquéllos que se han dedicado a la ciencia. En esta entrada vamos a ocuparnos de José Arechavaleta, un naturalista vizcaíno que desarrolló toda su carrera en el Uruguay, al estilo de los grandes naturalistas decimonónicos.

Seguidor del evolucionismo darwiniano, fue uno de los introductores del positivismo -y de la microbiología- en ese país. Llegó, además, a lograr un enorme prestigio entre entomólogos, fitógrafos y herbarios; no en vano, su apellido ha venido a ser específico de un molusco, 21 plantas y más de 30 insectos.

Hijo de albéitar, Arechavaleta sirvió de aprendiz, durante tres años, en una botica de Portugalete, tras haber estudiado en las escuelas primarias de San Salvador del Valle y Santurtzi. Aunque se familiarizó con las ciencias naturales, no consiguió soportar el trabajo rutinario farmacéutico, y en 1855 embarcó para América, siguiendo a otros paisanos que habían optado, por motivos diversos, por emigrar. A la edad de 17 años llegó a Uruguay, el país en el que residió durante el resto de su vida, y en el que desarrolló una notable carrera de botánico.

La primera oferta laboral que se le presentó fue trabajar en la rebotica del refugiado masón francés Augusto Les Cazes, en Montevideo. Aunque no tenía título de Farmacéutico (lo obtendría en 1862, de forma autodidacta), fue aceptado. Allí presenció, casi a diario, tertulias con personas de diferente origen, ideología y formación, y se imbuyó del positivismo de éstas; más tarde escribió: "la ciencia no se limita a procurarnos el bienestar material, gozos y alegría. Es también la mejor escuela de moral que existe" (Goicoechea, 1993: 217). En la trastienda aprendió a herborizar y a leer, pero también pudo profundizar en las ciencias naturales: se relacionó con José Ernesto Gibert (1818-1886), otro contertulio francés, experto en flora uruguaya, quien le despertó el gusto por la entomología (o ciencia de los insectos).

Desde su iniciación entomológica, en 1864, hasta sus comienzos botánicos, en 1874, mantuvo correspondencia científica con célebres naturalistas europeos. Carlos Berg (1843-1902), Ernest Candèze (1827-1898), Jean-Theodore Lacordaire (1801-1870) y otros le dedicaron muchas de las especies propias del Uruguay que él había descubierto, principalmente coleópteros. Aunque al principio sus estudios fueron básicamente descriptivos y taxonómicos, más tarde se interesó por los males que causaban las plagas de insectos a la agricultura y la ganadería; por aspectos, digamos, etiológicos, de enfermedades relacionadas con la parasitación por insectos.

La originalidad y fecundidad de sus observaciones permitieron a Arechavaleta ocupar diversas cátedras en la Universidad de Montevideo. Desde la Facultad de Medicina impulsó la enseñanza de las ciencias y la experimentación (explicando, por ejemplo, la evolución, y traduciendo a Darwin y a Ernst Haeckel), creando, asimismo, escuela con toda una generación de estudiantes, a quienes orientó hacia las ciencias biológicas. Desde su posición positivista, impulsó la creación de un centro que insuflaría aires renovadores a la anquilosada universidad uruguaya: el Laboratorio de Bacteriología (1886). En el país, nadie antes que Arechavaleta, empleó el microscopio y el laboratorio (no el magisterio especulativo y teorizante), como instrumentos docentes, como lo hizo él.

En enero de 1889, ya fuera del ámbito académico, Arechavaleta fue nombrado director del Laboratorio Municipal Químico-Bacteriológico de Montevideo. Allí permaneció casi cuatro años. Aprovechó el primero de sus tres viajes a Europa, para visitar algunos laboratorios de París y Berlín, de donde se trajo métodos y equipos. Durante aquellos años trasladó el foco de sus investigaciones de los herbarios a los problemas sanitarios de índole municipal. Hizo frente al deficiente servicio de agua corriente y consiguió mejorar la calidad de las aguas de la capital, implantando filtros y sistemas de purificación. Asimismo, creó la Casa de Desinfección y el Conservatorio de Vacuna, fundó Consejos de higiene en asilos y hospitales, reglamentó la inspección de carnes, locales ganaderos, etc. Con motivo de una conferencia sanitaria, organizada en Río de Janeiro, en 1887, demostró que el tasajo (o el charque preparado en los saladeros uruguayos) no podía ser el germen causante del cólera que entonces asolaba el Río de la Plata (el bacilus vírgula de Koch), un trabajo que permitió salvar -de la ruina- a la industria saladeril y ganadera nacional, y por el que fue calificado como "el primer bacteriólogo de América del Sur".

Durante las dos décadas siguientes a su nombramiento de catedrático (de Botánica Médica, 1874), Arechavaleta estudió sin descanso la flora uruguaya, tanto en la Universidad como en el Museo Nacional del Uruguay (del que fue nombrado director en 1892), reuniendo y recopilando datos botánicos, herborizando el país entero. Fruto de esta labor de treinta años fue un colosal herbario, que donaría al Museo, en su afán de lograr un centro organizado y moderno. Da idea del valor que tenía el herbario el que sólo la colección de plantas secas alcanzaba la cifra de 15.254 ejemplares; a esto, se añadían 8.141 artrópodos (más otros 10.300 ejemplares botánicos, donados en 1915). Durante la década de 1890 comenzó a escribir un tratado de botánica, dirigido tanto al naturalista como al agricultor y ganadero, que fue publicado en 1894 en los Anales del Museo, con el título Las Gramíneas Uruguayas (impreso, en tirada aparte, en 1898). La obra describía más de 250 especies (muchas de ellas por vez primera), desde el punto de vista de la organografía y la agrostología. A continuación, empezó a escribir su obra más ambiciosa, la Flora Uruguaya, que fue publicada en los citados Anales en cuatro volúmenes entre 1898 y 1911. Se trata de una de las obras cumbres de la botánica uruguaya, equiparable, en ambición y rigor, a otras obras monumentales, como la Flora Brasiliensis, del naturalista alemán Carl F. P. Von Martius (1794-1868), o la Flora Chilena, del botánico francés Claudio Gay (1800-1873). Entre sus otros libros se encuentran: Sobre el cólera, apuntes para el pueblo (1886), junto con su sobrino Pedro Hormaeche; y Cactáceas del Uruguay (1905).

Existe una carta, escrita en junio de 1908, en la que Arechavaleta mostró tener clara conciencia de la trascendencia de su propia obra, y cómo le dolía que otros enviaran plantas a naturalistas europeos, para su reconocimiento. Es apropiado reproducirlo aunque sea sólo su pasaje más interesante:

"La impresión de la Flora, tema para mí del mayor interés que cualquier otro referente a la botánica, porque una vez terminada, los naturalistas del porvenir encontrarán facilidad para sus estudios y será una obra nacional a que referirse; es este modo de pensar que me impulsó a emprenderla, dejando a un lado las novedades." (Goicoechea, 1993: 189).

Otro texto, éste más espiritual y religioso, que refleja la manera en que Arechavaleta terminó entendiendo la experiencia naturalista fue la carta que envió a su amigo Mariano Berro, en julio de 1909. El positivismo inicial había derivado en un naturalismo de corte panteísta, en lo que hacía referencia al concepto de la naturaleza en relación al hombre.

"Pienso que...ante la vista de un ser cualquiera, una planta por ejemplo; conociéndola, sabiendo un poco de su vida, el placer que nos ocasiona es mucho más intenso, que si ignoramos todo lo que con ella se relaciona. Parece que uno entra en íntima comunicación con todo lo creado, que nos damos cuenta del equilibrio universal. Qué insignificantes nos parecen los sistemas filosóficos, qué niñerías las creencias religiosas cuando uno está en posesión y hace uso del lenguaje del equilibrio." (Goicoechea, 1993: 216).

"Qui fait aimer les champs fait aimer la vertu", gustaba citar el aforismo del poeta francés Jacques Delille.

En una época gobernada por los especialistas, por aquellos que, utilizando las últimas técnicas, sólo escrutan los confines de una especie de una familia, el abanico de las variadas contribuciones realizadas por Arechavaleta refleja la grandeza de la actitud contemplativa. 'Arechavaleta -así concluye el estudio más completo sobre su trayectoria vital y científica, de Ángel Goioetxea [en su libro Un naturalista vasco en Uruguay (1993)]- es uno de los últimos representantes de este grupo de cultivadores de las ciencias naturales, desaparecido con el siglo XIX y la llegada de la especialización y los equipos de investigación al frente de las nuevas técnicas de trabajo'.