Kontzeptua

Superstición

Usaron ya la palabra "superstitio" los clásicos latinos más interesados por cuestiones religiosas y por tradiciones de su pueblo. Cicerón dio incluso una etimilogía del vocablo, vocablo que empleó para distinguir al hombre religioso del que llevaba la piedad a un plano de interés personal o familiar impropio, creándose, así, prácticas propias de viejas: tales son sus palabras (Cicerón, De mat. deor., 11 (28), 72). Uno de los textos ciceronianos nos fue muy utilizado por los cristianos, (el citado arriba con la etimología, lo usa San Isidro, Etym., X, 244. Antes Cicerón, De nat. deor., II (28), 70, es donde se refiere a las ("superstitiones paene aniles"). Pero claro es que dentro del paganismo había una indeterminación teórica inicial mayor que dentro del Cristianismo a este respecto. No es fácil que existiera una autoridad religiosa definidora en punto a lo que es supersticioso y a lo que no lo es. A veces, la opinión contraria a las supersticiones propias de los filósofos podía ser considerada como pura impiedad (se dan casos de restricción de las creencias antropomórficas, los cultos, los templos e imágenes, etc., que conducen a la eliminación casi total del sistema religioso pagano, politeísta).

Y también se dan casos en que la palabra "superstitio" se emplea en un sentido no peyorativo, para referirse a determinado culto. Virgilio (An., VIII, 187) usa la expresión "vana superstitio" y Servio en el comentario (ad. Thilo y H. Hagan, II, 1; Leipzig, 1883), p. 226, indica: "superstitio est timor superfluus et delirus, aut ab aniculis dicta superstitio, quia multae superstites per aetatem delirant et stultae sunt: aut secundum Lucretium (I, 66) superstitio est superstantium rerum, id est caelestium el divinarum, quae super nos stant inanis el superfluus timor". El texto de Servio pasó a glosas cristianas. Pero no falta el empleo de la voz "superstitio" como nimiedad o como culto estrecho.

Entre los griegos la cuestión es más confusa, si cabe. Un gramático, Festo, dirá que el hombre religioso da culto a los dioses de su país, legalmente establecidos y el supersticioso lo dará a los dioses extranjeros. Verrón indicará que los que tiene a los dioses como enemigos son supersticiosos, mientras que los que los honran son religiosos (en San Agustín, Civ. Dei., VI, 9). Máximo de Tiro, por su parte, afirmará que el hombre religioso es el amigo de los dioses, mientras que el supersticioso es su adulador Dial.

Teofrasto al caracterizar al supersticioso, lo da como un tipo particular de medroso o miedoso en lo que viene a coincidir con Plutarco (Charact., 16). Como algunos historiadores-teólogos han puesto de relieve, no se puede delimitar bien, en el campo de la teoría, qué es, en esencia, la superstición antigua, griega o romana. Siempre resulta vaga y subjetiva la acusación de superstición, aunque en la vida práctica podían describirse personalidades más supersticiosas que otras. Acaso algunos militares y políticos dieron la nota más espectacular en Roma; nota de una afectación repetida después, en este mismo orden (J. J. I. Doellinger, The gentile and the jew in the courts of the temple of Christ, II, Londres, 1906. pp. 179-183). En todo caso, entre los paganos vemos que cundieron ya las nociones de "legalidad religiosa" y de "amistad" de un lado, de "extranjería" "nimiedad" y "vanidad" o "superfluidad" de otro, para delimitar los campos de actividad de Religión y Superstición. Entre los griegos es la noción del temor ("deisidaimonía") la imperante; simple temor acaso. Son, pues, nociones muy varias, pero con un fuerte contenido sociológico las que han de servir para llevar a cabo investigaciones concretas sobre el particular.

Y resulta raro que, a la postre, los sociólogos y los antropólogos, que tantos vocablos y conceptos antiguos han usado y han examinado y definido de nuevo, peor o mejor, hayan renunciado, acaso furtivamente, a utilizar éste, cuando resulta que es esencial para el estudio de las sociedades de carácter tradicional. Sin duda, no les inspiraba confianza, por lo mismo que se había usado mucho en la plémica religiosa de cristianos contra paganos primero; de gente antirreligiosa contra gente religiosa después y de facción religiosa contra facción en tercer lugar. En cualquier caso la palabra también merecía haber sido objeto de un nuevo examen por parte de los historiadores, porque en sociedades complejas, como las europeas, nos da un criterio más para determinar puntos de vista en posible conflicto: y dentro de la sociedad cristiana y católica nos suministra, también, un criterio adecuado para observar lo que queda dentro de un orden religioso indiscutible y lo que por extrañeza, nimiedad, superfluidad, incultura y otras razones más complejas, se considera supersticioso en un momento dado. Las razones a que aludo, no especificadas aún, son las que en primer lugar, acumularon los Padres de la Iglesia y luego los teólogos.

Los Padres de la Iglesia latina, que emplearon la voz, consideraron, que, en conjunto, superstición y religión pagana o idolatría eran cosas sinónimas (Lactancia, Div. inst.. IV. 28: "Religio veri cultos est, Superstitio falsi"). Varios textos de San Agustín lo demuestran de modo suficiente, aunque hay que reconocer que, dentro de la esfera de lo supersticioso, incluye la Magia en formas diferentes, la Adivinación, la Astrología y hasta ciertas prácticas médicas (San Agustín, De doct. Christ., II, 20; 11, 22 etc.). Pero he aquí que surgen luego otras fuentes de superstición que no son estrictamente estas antiguas. Dejando a un lado las prácticas idolátricas, adivinatorias y mágicas estrictas, se observa -en efecto- en el curso de la vida cristiana que la gente, a veces (con bastante frecuencia, hay que reconocer), hace un uso abusivo de los sacramentos de la Iglesia y del mismo culto a los santos; de la noción de que éstos pueden servir como mediadores extrae otras que los relacionan con ciertas palabras, actos y sustancias. La teoría acerca de lo que es supersticioso adquiere otros perfiles.

Santo Tomás explica sutilmente que hay dos vicios opuestos a la Religión. Uno ocasionado por defecto será la incredulidad. Otro, ocasionado por exceso será la superstición precisamente Summa theol., Secunda secundae, quaestio 92, art. I, 3). La superstición sería como una religión desmesurada, hipertrofiada o monstruosa, atenta a nimiedades y que da reglas ajenas al culto verdadero, a lo que manda la Iglesia. Cae así en lo diabólico. De la época de Santo Tomás en adelante, el estudio teológico de las supersticiones fue haciéndose más abundante. La multiplicación de cánones acerca de ellas, la cantidad de textos patrísticos que las combatían, fueron objeto de sistematizaciones mejores o peores. Pero baste recordar ahora, aquí, que en España se escribieron varios tratados acerca de los mismos y que en el siglo XVI dos de los más antiguos, contienen bastantes datos referentes a Navarra: uno es el de Martín de Arles. El Doctor Navarro, es decir, Martín de Azpilicueta en su Enchiridion, sive manvale conféssariorum, el poenitentium...(Lyon, 1587), p. 163 b (capítulo XI, 35) se refiere a Martín de Arles, como "conterraneum nostrum".

La sección que dedica al estudio o análisis de lo que, en conjunto, llamamos supersticiones, es larga y analítica. Viene a enumerar hasta cuarenta y un clases de pecados a este respecto, como contrarios al primer mandamiento (pp. 159-167). Curioso es observar que sigue la doctrina antigua en punto a la Brujería, de suerte que afirma esto: "Trigesimosecundo, peccat mortaliter, qui credit veneficos, auto veneficas, vel striges corporaliter per aera vehi ad diversa loca (ut illi existimant...)", p. 165, a (cap. cit., 38). Por lo demás se refiere a autoridades muy famosas como Santo Tomás o San Antonio de Florencia. De Arles toma varios pareceres: por ejemplo, acerca de la práctica de coger hierbas durante la noche de San Juan (p. 164 a, núm. 36), etc. Otro el de Fray Martín de Castañega (Tratado muy sotil y bien fundado d' las supersticiones y hechizerías y vanos conjuros y abusiones, Logroño, 1526). A los dos los eclipsó en popularidad el de Pedro Ciruelo (Reprouación de supersticiones que escriuió el maestro Ciruelo, Salamanca, 1529, hay muchas ediciones del siglo XVI y aun del XVII). A ellos me remito ahora en términos generales, aunque luego usaré de alguno particularmente.

Dejando a un lado el aspecto estrictamente teológico, de estos textos, sacaremos la consecuencia importante para nuestra investigación de que, en la vida religiosa de la colectividad, en la vida popular cristiana, las supersticiones de origen también cristiano, las relativas a los sacramentos y el culto a los santos son tanto más perceptibles cuanto más concreta el hombre su sentido de dependencia a cosas materiales y cuantas más asociaciones establece entre sus quehaceres anhelos con factores invisibles concebidos de una manera mecánica y si se quiere material también. Porque, en conjunto, las prácticas religiosas, casi siempre parten de la consideración de algo muy, concreto. Como ocurre en el caso de las nociones mitológicas, en la mente del campesino no queda lugar para muchas especulaciones acerca de simbolismos, alegorías, etc. Todo es de una extraordinaria corporeidad, según la concepción del hombre especulativo; y lo mismo en una superstición que puede ser de origen precristiano que en otra, con caracteres mixtos, el lado material desempeña un papel decisivo; e igual en nuestro país, donde desde antiguo se ha hecho campaña fuerte contra ciertas supersticiones, que en otros muchos de la Europa cristiana, donde existen supersticiones análogas.

Las supersticiones han sido también estudiadas y clasificadas desde varios puntos de vista por algunos folkloristas y etnólogos. En España se publicaron varios libros en que se utiliza el concepto, como título: así, el de Publio Hurtado, Supersticiones extremeñas (Cáceres, 1902); el de Jesús Rodríguez López, Supersticiones de Galicia y preocupaciones vulgares, 2.ª ed. (Madrid, 1910), o el de Rogelio Jov Bravo, Mitos y supersticiones de Asturias (Oviedo, 1904). Los extranjeros son sin número; sobre todo en la primera época de la investigación folklórica. Los antropólogos sociales modernos han especulado menos acerca de ellas que en punto a otras reglas de conducta de la sociedad que observan. Y sin embargo, la superstición, además de tener claras expresiones individuales es, en esencia, colectiva, propia de un determinado grupo (pueblo, valle, etc.). Queda en teoría fuera de la sociedad cristiana, de la estricta ortodoxia; pero se adhiere a ella con vigor.

En el momento actual acaso hay una curiosa tendencia a colocar bajo la etiqueta de supersticiones a prácticas que no han sido consideradas tales hasta ahora. Pero también hay que reconocer que una lucha similar a la actual entre teólogos rígidos o personas dadas a la religión individual y grupos apegados a algo que consideran rito propio y fundamental para el desarrollo de su vida, aunque sea de origen más que problemático, ha existido siempre. En el siglo XVIII el Padre Feijoo combatió muchas prácticas supersticiosas considerándolas como "errores populares". (Julio Caro Baroja, El Padre Feijoo y la crisis de la Magia y de la Astrología en el siglo XVIII, en Vidas mágicas e Inquisición, II, Madrid, 1967, pp. 305-339). La expresión fue usada por otros hombres eruditos en Europa. Parte del mismo punto de vista que tenía Cicerón cuando hablaba de una credulidad propia de viejas, como base de la superstición antigua.

Pero esta partida no es del todo útil para el antropólogo que ha de tomar una posición relativista y que sabe, por ejemplo, que lo que en el siglo XVIII mentes avisadas (no todas, claro es) podían considerar supersticioso y popular a la par, en el XVII era también patrimonio de letrados y eruditos. De este demasiado largo "excursus", creo que colocados en la referida posición relativista, se puede sacar la consecuencia de que es de cierta importancia, en toda investigación histórico-etnográfica, el averiguar en qué punto se sitúa exactamente lo que se considera como supersticioso, arrancando de los principios generales establecidos por los antiguos de un lado y de los más concretos y, vigentes que, de otro, nos dan las autoridades religiosas de la sociedad que se estudia. En todo caso, estos criterios o principios tienen un valor sociológico mayor que los criterios intelectualistas, más o menos radicales y personales, pasando de Voltaire a Hume y Feijoo. Porque la determinación de lo que es supersticioso o no, se basa en el criterio de "autoridad" social y religiosa.