Lexikoa

PAGANISMO

El paganismo medieval. E. Delaruelle recuerda que para comprender la piedad popular medieval hay que recordar las supervivencias paganas en los lugares donde el cristianismo se había introducido en épocas más recientes. Pone como ejemplo el paganismo irlandés, donde convivían el rito indoeuropeo hieros gamos con dioses paganos apenas cristianizados, talismanes, hechiceras y tabúes que, a su vez, eran aceptados por los clérigos, que los relacionaban con relatos bíblicos. Por otra parte, los escenarios fantásticos y las imprevistas aventuras de las canciones de la tradición celta son, a menudo, la expresión de un auténtico espíritu cristiano (Delaruelle, 1975: 9-10).

Por su parte, Pablo C. Díaz y Juana M. Torres afirman que para tratar la pervivencia y continuidad del paganismo en el cristianismo debemos partir de la definición de pervivencias paganas. Estos autores recuerdan que en el ámbito de las religiones no se debe considerar pagano por oposición a cristiano todo aquello relativo a la vida de los individuos que profesaban aquella religión. La pervivencia de detalles paganos de la vida cotidiana en un mundo cristiano muestra una pervivencia de costumbres que no deben de tomarse en especial consideración a la hora de afrontar la cristianización global de un pueblo (Díaz y Torres, 2000: 235-236).

Numerosos testimonios conciliares de los siglos VI y VII muestran los intentos de los obispos hispanos por desterrar la idolatría y las prácticas adivinatorias. Uno de los más conocidos es el segundo concilio de Braga, donde se prescribió el adoctrinamiento de los obispos al pueblo para acabar con los errores de la idolatría y se dispuso la predicación contra los elementos paganizantes infiltrados en la vida cristiana (572). Allí asistió el prelado de Astorga, Polemio, quien pidió a San Martín de Braga que compusiera un tratado con la doctrina básica para combatirla (González García, 1979: 665). Tal y como observan P.C. Díaz y J. Torres, los detractores del paganismo pretendían borrar cualquier reminiscencia de éste, por lo que la legislación conciliar y disciplinaria hizo hincapié en erradicar este tipo de manifestaciones no-cristianas de sus fieles, pues la mayoría de los que participaban de este tipo de prácticas eran formalmente cristianos -a los que Julián de Toledo llamó falsos cristianos- (Díaz y Torres, 2000: 236-242 y 254-256).

Esta misma realidad se atestigua en el territorio vasco. Hacia mediados del siglo VII, Beamundo decía de los vascones que se entregaban todavía a la práctica de los augurios y a toda clase de errores, y que veneraban a los ídolos en lugar de hacerlo a Dios (Cfr. Sayas, 1986: 60).

En el siglo IX la masa popular de los territorios de Vasconia estaría bautizada y, por ello, cristianizada, aunque conservando todavía pervivencias paganizantes que dibujaban un universo de aparente sincretismo religioso en las zonas que habían sido menos romanizadas. Esta realidad se intuye a través de las vías de comunicación altomedievales navarras atestiguadas a través de la documentación medieval de Leire presentan una concentración clara de bienes en la denominada Navarra primordial (Vid. Villalba, 1995: 411), demostrando que la comarca estaba fuertemente cristianizada. Sobre las comunicaciones del norte se observa un auténtico mutismo documental. El hecho de que la documentación del monasterio legerense, el más importante del territorio pamplonés entre los siglos XI-XII, no mencione vías de comunicación más al norte de Ultzama, nos inclina a pensar en una escasa labor evangelizadora hacia latitudes septentrionales desde los centros monásticos, fenómeno cuya explicación ha de buscarse en la escasez del poblamiento de la vertiente atlántica y en la adscripción de estos valles al obispado de Bayona.

Las últimas investigaciones arqueológicas llevadas a cabo en las montañas vascas constatan prácticas rituales paganas consistentes en la incineración y ofrendas monetales tanto en Iparralde (túmulos de Ahiga, Biskartxu, Sohandi y Urdanarre), como en Gipuzkoa, en el alto de la ermita de San Martín de Iraurgi (Azkoitia). Se han obtenido cronologías a través de la termoluminiscencia y del carbono 14. Los testimonios norpirenaicos ofrecen unas fechas entre los siglos VI y XIV de nuestra era, mientras que la datación del yacimiento guipuzcoano es del siglo XIII (Larrañaga, 1999: 621; Cfr. Azkarate, 2000b: 316-318).

La política repobladora y de construcción de caminos por las montañas vascas comenzaría en el siglo X y se extendería en algunos casos hasta finales del XII. A raíz de las depredaciones normandas habían permanecido prácticamente aislados y sin núcleos urbanos próximos, por lo que sus gentes vivían en un estadio cultural distinto al de los territorios circundantes (Lacarra, 1982: 30). La repoblación impulsó la infraestructura viaria, proceso acelerado con el fenómeno jacobeo, mediante los cuales se adecentaron calzadas, construyeron puentes y dotaron al país de una red de albergues u hospitales para peregrinos. Véase SANTIAGO, Camino de.

Esto no significa que el mensaje de Cristo no hubiera llegado a las personas que incineraron a sus muertos entre los siglos altomedievales. Aunque participarían de un universo sacral profundamente sincrético, eran en buena medida herederos de las cristiandades de los confines trasmontanos depredadas por los normandos. Aunque el cristianismo desterraba la incineración a favor de la inhumación, carecía de un potente grupo catequizador que cambiara sus costumbres. La Iglesia no poseía organización alguna en aquellas tierras, por lo que no existió una autoridad que pudiese anular aquellos usos reprobables. Esta razón motivó la creación de la diócesis bayonesa. Por otra parte, como recuerda A. Azkarate, la pervivencia de estos ritos funerarios, incluso de raigambre prehistórica, extendidos en muchos casos hasta la Baja Edad Media, resulta menos inusual de lo que, a primera vista pudiera parecer, hallándonos ante un fenómeno normal y común a muchas regiones del continente europeo (Azcarate, 2000b: 317-318).

El peregrino francés Aimeric Picaud describió en el siglo XII a los vascos de ambas vertienes del Pirineo como un pueblo rudo y de costumbres bárbaras. Aunque añadía que los navarros -etnónimo bajo el que engloba también a vizcaínos y alaveses- ( Cfr. Anguita Jaén, 1999: 215-216 y 230) acudían diariamente a la iglesia para hacer una ofrenda a Dios en pan, vino, trigo u otra especie (Moralejo, Torres y Feo (trads.), 1992: 521; Anguita Jaén, 1999: 231). Esta realidad chocaba frontalmente con el juicio emitido contra los navarros denominándoles impíos, en el sermón XVII (Veneranda dies) del Liber Sancti Iacobi, siendo el único pueblo de una larga lista que recibía este epíteto (Vid. Moralejo, Torres y Feo (trads.), 1992: 521, nota de línea 23; Anguita Jaén, 1999: 217-218). J.M. Anguita opina que quizás se tratara de una manipulación extemporánea de un autor antinavarro (Anguita Jaén, 1999: 218). Este calificativo sorprende en tanto se citan pueblos de tradición pagana o herética. El sermón trata sobre la fama ecuménica de Santiago, aportando su autor una serie de naciones que en aquella época acudían a la ciudad gallega. Se trata de una lista retórica donde los nombres occidentales aparecen entre otros exóticos de pueblos orientales que, como es obvio, no acudían al Finis Terrae. Se trate o no de una manipulación, lo cierto es que el término impío no se adecuaba a la realidad de los navarros. La impiedad aparece ya en el Antiguo Testamento como lo opuesto al conocimiento y al temor de Dios o la sabiduría; a su vez, el Nuevo Testamento se hace eco de estas ideas, de suerte que todos los pecadores reciben el nombre de impíos, sin poder escapar al juicio de Dios, que los castigará para siempre (Hagg, 1987: col. 896-897). Esta misma idea subyace en la teología medieval, por lo que el autor que escribió impii navarri lo hacía consciente de realizar una descripción peyorativa.

En el siglo XII el tránsito de los peregrinos por las tierras de habla vasca no suponía una experiencia agradable donde, además de la imposibilidad de comunicarse en lengua latina o romance y de presenciar escenas rudas y poco ortodoxas, sufrían todo tipo de atropellos fruto de la paupérrima economía de la región (Cfr. Moralejo, Torres y Feo (trads.), 1992: 227; Anguita, 1999: 228-229). Ésto fue sin duda lo que incidió en la nefasta imagen ofrecida por Aimeric Picaud. Es obvio que se refiere a una realidad étnica, ya que al tratar de los núcleos burgueses francos insertados entre los navarros sus palabras se tornaban en halagos.

Otro testimonio conocido está fechado en 1023, cuando en el reino pamplonés se constatan las mismas prácticas adivinatorias atribuidas a los vascones de finales del siglo IV o comienzos del V. En una carta que Oliba, obispo de Vich y abad de Ripoll, remitió a Sancho el Mayor, reflejaba este tipo de prácticas y vicios más persistentes en los habitantes del reino de Pamplona: Pero ahora hombres extraños esquilman, en presencia vuestra, vuestra tierra y la arrasan, como las depredaciones llevadas a cabo por enemigos. Puesto que se sabe que son esclavos, entre otros vicios, de los tres más horribles, es decir, de las uniones incestuosas, de la embriaguez y de las prácticas adivinatorias (Segura Munguía, 1999: 178; Blázquez, 1962: 35; Caro Baroja, 1973: 132-133; Goñi Gaztambide, 1979: 157-158; Sayas, 1994: 290).