Concepto

Troncalidad

En el ámbito del Derecho civil, el término "troncalidad" alude a un principio de vinculación de los bienes de origen familiar a la sangre en cuya virtud se hace jurídicamente posible su persistencia dentro de tal familia o su retorno a la rama de su proveniencia; y así, no sólo para el caso de fallecimiento de su titular actual, sino también para aquellas hipótesis en que éste realice actos de enajenación que tengan por objeto dichos bienes.

Esta breve definición del término desborda la acepción que más comúnmente se asigna al principio de troncalidad, pues su significado y operatividad suelen constreñirse al campo de la sucesión legítima o intestada; es decir, la troncalidad suele concebirse, muy frecuentemente, como un simple criterio informador de la sucesión ab intestato; como una regla en cuya virtud los bienes de procedencia familiar poseídos por el difunto que fallece sin testamento han de ser atribuidos en exclusiva a los parientes de la línea de la que aquéllos provienen. Por tanto, en esta segunda versión, el principio troncal sólo sería aplicable en ausencia de manifestación, por el de cuius, de su última voluntad, y, además, sólo a falta de descendencia suya, ya que, representando ésta simultáneamente a las líneas paterna y materna, únicamente en su ausencia se produciría la concurrencia de parientes de distinta sangre.

Sin embargo, esta forma de entender la troncalidad resulta excesivamente estrecha; o, al menos, así lo parece cuando la figura se observa desde una perspectiva histórica. En efecto, sabido es que la afección familiar de los bienes, singularmente de los raíces, constituyó elemento inspirador del ius privatum de buena parte de los ordenamientos medievales, especialmente de los pirenaicos. Ahora bien, semejante inspiración no sólo alcanzó a las reglas de la vocación intestada, sino que moduló, incluso, el régimen de disposición inter vivos y mortis causa de los inmuebles aun en presencia de descendencia de su propietario. Ésta es la conclusión que puede extraerse de un somero análisis de las fuentes territoriales, en especial, de las de Bizkaia, Navarra, Iparralde e, incluso, Aragón.

De entre ellas, acaso sea en las primeras donde, con mayor claridad, se identifican los indicados ingredientes, pues el Fuero Viejo de 1452 construyó decididamente su entero sistema privado sobre aquel básico criterio: la relativa vinculación de los bienes inmuebles provenientes del linaje (los denominados raíces de "abolengo") a la familia del propietario. Ha de advertirse, no obstante, que tal vinculación no comportaba, en verdad, una cotitularidad del grupo doméstico sobre el patrimonio raíz, sino que sus consecuencias en el orden jurídico eran otras: la imposición de una serie de límites a la propiedad estrictamente individual de su titular y, muy singularmente, a la facultad de disposición integrante de aquel dominio. En cambio, esa sujeción se compensaba, en el esquema foral, con una absoluta libertad dispositiva sobre los muebles y los inmuebles adquiridos de extraños, los cuales -a salvo el matiz que enseguida se introducirá- se hallaban exentos de cualquier tipo de ligamen parental.

La diversidad de trato recién apuntada obedecía, claro está, a la distinta consideración jurídica que una y otra categoría de bienes merecían a los ojos del ordenamiento foral. La trascendencia económica que, para la colectividad, tanto social como familiar, tenía la tierra exigía, en el Derecho vizcaíno, una configuración restrictiva del ámbito de poder de su dueño; y es que, a lo largo de los siglos XIV y XV, la economía de este Territorio Histórico resumió su desarrollo en una actividad de mera subsistencia, centrada en la explotación ganadera (a través del aprovechamiento de montes y bosques) y, en menor medida, agrícola y artesanal. Esta economía de autoabastecimiento conllevaba una robusta estructura familiar, ya que era el círculo parental quien se constituía en empresa. La identificación práctica entre empresa y familia favoreció, a su vez, la identidad jurídica entre bienes y familia de sangre: quien adquiría, a título gratuito u oneroso, inmuebles provenientes de ciertos parientes adquiría, con ellos, un valor obtenido y, quizás, incrementado a través de esfuerzos comunes. El tránsito de dichos bienes a manos extrañas al grupo parental implicaba, pues, el traslado de una riqueza y unas plusvalías forjadas por los miembros del linaje al que pertenecía su propietario. Los efectos reflejos que, para la familia, tenía cualquier cambio de titularidad de la tierra y la necesidad de mantener y preservar los recursos vitales dentro de ella exigían la articulación de los oportunos instrumentos jurídicos, los cuales obedecían, básicamente, a la siguiente premisa: el Fuero otorgaba a los parientes del titular de los inmuebles una posición privilegiada y preferente ante cualquier traslación dominical de tales bienes, al tiempo que modulaba el alcance y extensión del poder del dueño. El ingreso patrimonial, a título oneroso o gratuito, de raíces provenientes de ciertos parientes determinaba, entonces, una singular forma de propiedad sobre ellos.

La posición privilegiada que ocupaban los propincuos en las hipótesis de desplazamiento dominical de los inmuebles procedentes de su común linaje se organizaba en función del grado y línea de parentesco (ostentando los descendientes prioridad absoluta), y variaba en intensidad según el tipo de acto dispositivo que pudiera ensayar su titular. Prescindiendo de la primera de estas dos variables, deben indicarse, en cuanto a la segunda, como mecanismos jurídicos que materializaban aquella preferencia, los siguientes: tratándose de enajenaciones inter vivos y a título oneroso, era preceptivo el previo ofrecimiento a los parientes de los raíces que fueran a venderse, por si estuviesen interesados en su adquisición (capítulos 83 y 91), de suerte que aquéllos podían resolver la venta (ganando el bien para sí) en los casos en que se hubiese prescindido de toda publicidad (capítulo 83); en lo atinente a las enajenaciones inter vivos y a título gratuito, prohibía el Fuero (capítulo 113) realizar donaciones de inmuebles familiares en beneficio de cualquier persona extraña al círculo de parientes por él determinado; y, en fin, otro tanto venía a establecer para la sucesión mortis causa: el de cuius estaba obligado a dejar los raíces troncales (los raíces de "abolengo") a sus descendientes y, a falta de ellos, a los parientes pertenecientes a "la linea donde depende" la heredad (capítulos 104 y 125). Además de lo anterior, se preveía, por supuesto, su retorno al linaje originario si el titular falleció intestado (capítulo 105).

Por el contrario, los bienes muebles y los inmuebles adquiridos de extraños eran de libérrima disposición: como el ingreso de éstos en el patrimonio personal de su propietario había de juzgarse resultado de su exclusiva industria, o sea, como habían de reputarse activos generados en solitario por él, podía enajenarlos libremente, sin que se le impusiera en principio límite alguno (capítulos 110, 111, 113 y 125 entre otros). Esta regla general contaba, en el Fuero de 1452, con una sola -aunque importante- excepción, pues sus redactores, modificando el Derecho hasta entonces vigente, pasaron a establecer que los raíces habidos de personas ajenas a la familia debían quedar vinculados frente a los descendientes del propietario; es decir, habían de quedar sujetos a las mismas restricciones a las que habrían estado sometidos si los hubiera obtenido de su linaje (capítulo 111). Según expresión del propio texto foral, la razón de esta extensa vinculación frente a la prole del dominus se hallaba en el "gran perjuizio" que ella sufriría si se permitiese su libre disposición -tal y como, hasta entonces, "auian por vso e costumbre"-: el deber de asistencia que gravitaba sobre todo progenitor en relación a su posteridad y la exorbitante importancia que la tierra ostentaba en orden a la subsistencia del grupo constituyeron, por tanto, el móvil y el fundamento de esta "nueva" previsión.

Premisas muy similares a las recién descritas -propiciadas, a buen seguro, por factores socio-económicos muy semejantes- pueden identificarse en los ordenamientos de Iparralde, Navarra o -yendo más lejos- Aragón, y, por ende, en sus respectivas fuentes territoriales. Así, tanto el Fuero General de Navarra (siglo XIV) como el Código de Huesca (1247) articularon su sistema jurídico en torno a la reiterada adscripción familiar de los inmuebles de "abolorio", combinada con una amplia libertad dispositiva respecto a los raíces adquiridos (o "conquistados") y los muebles.

El fuero aragonés De inmensis et prohibitis donationibus confirma la existencia de un derecho de expectativa hereditaria de los hijos que tenía por objeto los raíces familiares in substantia y que constreñía, no únicamente la facultad de disposición mortis causa, sino aun la inter vivos. Por su parte, el Fuero General establecía reglas sucesorias distintas para infanzones y villanos, mas sólo al instante de determinar cómo habían de distribuirse entre sus descendientes las heredades de "abolorio" (capítulos 3,19,1 y 3,19,2), las cuales se hallaban siempre vinculadas en su favor. En cambio, la libertad de disponer era mucho mayor tratándose de bienes muebles e inmuebles "conquistados", según se de deduce, por ejemplo, de los capítulos 2,4,3, 2,4,8, 3,19,1, 3,19,2, y 3,20,6 del Fuero General de Navarra; esto es, la vinculación se circunscribía únicamente a los bienes de abolorio. Ahora, las afinidades con el Derecho vizcaíno no se detienen ahí, pues las fuentes citadas, junto a este sistema de sucesión forzosa, preveían un derecho de preferente adquisición a ejercitar por los parientes en caso de enajenación de los raíces troncales. Tal era la misión de los capítulos 14, 15 y 20 del duodécimo título del tercer libro del Fuero General y de dos fueros aragoneses que llevan idéntica rúbrica: De communi dividundo. El dibujo queda completo cuando se recuerda que también en estos ordenamientos la sucesión abintestato se disciplinaba en función del principio troncal. Los capítulos 2,4,6, 2,4,13, 2,4,16 y 2,4,21 del Fuero General de Navarra apuntan en esta dirección, al igual que los fueros aragoneses De natis ex damnato coitu, De rebus vinculatis, De succesoribus ab intestato y De testamentis.

Por su parte, las costumbres de Lapurdi (1514) y Zuberoa (1520) prescribían la absoluta sujeción mortis causa de los bienes llamados "avitins" o "papouaux" , si bien ha de matizarse que, en este particular caso, podían consistir tanto en inmuebles como en muebles; es decir, aquellos términos comprendían no sólo la casa en sentido estricto, sino también todas sus pertenencias y dependencias, instrumentos agrícolas, ganado y animales domésticos, etc., siempre y cuando proviniesen del linaje. Además, tales bienes se hallaban sometidos a un retracto familiar o gentilicio, de suerte que los parientes gozaban de una absoluta prioridad para su adquisición en las hipótesis de enajenación entre vivos. Por el contrario, los bienes adquiridos nuevamente por su titular ("acquêts") podían ser objeto de disposición sin restricción de ninguna clase. Por último, los fueros y costumbres de Baja Navarra (1681) también recogían con detalle un régimen singular para el retracto de sangre.

En resumen, parece lícito aseverar, a la luz de los antecedentes históricos, que la troncalidad constituyó, en el pasado, no una simple regla de devolución intestada de los bienes de origen familiar, sino un verdadero principio jurídico que informaba la mayor parte de los sistemas jurídicos pirenaicos y que comportaba el nacimiento de un peculiar estatuto propietario en relación a dichos bienes; es decir, la existencia de una vocación generalizada a los parientes en lo referente al tránsito de los inmuebles familiares implicaba la atribución a éstos de una serie de derechos, facultades y poderes jurídicos que iban mucho más allá del limitado marco de la sucesión abintestato.