Concept

Muerte

Desde, al menos, el período cultural musteriense se conocen inhumaciones (o por mejor decir abandono o depósito de difuntos) en cuevas sepulcrales. En la zona holohúmeda del País se mantuvo este sistema funerario hasta tiempos de plena romanización. Esta práctica está ligada a la idea de devolver los cuerpos a su origen: la Madre-Tierra (a sus propias entrañas a través de la cueva), además de representar la forma más elemental de combatir el horror a la descomposición con el abandono y la ocultación: el alejamiento.

Se elegían cuevas que servían exclusivamente para este fin, salvo casos excepcionales en los que se simultaneaban vivienda y enterramiento (uno muy notable es el de Urtiaga). Solían ser cuevas de acceso difícil. Normalmente se dejaba el cadáver sin cubrir excepto las raras veces en que se practicaba previamente algún tipo de fosa rudimentaria. (Albiztey y Ereñuko Arizti I). En algunos casos se hacían cremaciones, si bien de forma parcial (Abauntz, Las Pajucas, Getaleuta, Txotxinkoba...). El estado en que se han encontrado los restos parece indicar que no se le daba importancia a la orientación en que quedaban depositados los cadáveres. Algunos de los elementos de cultura material que se hallan asociados a estos enterramientos (cerámica, piezas de sílex, armas de metal...) pudieran haber formado parte de los ajuares dispuestos a modo de ofrenda, pero en muchos casos no hay una evidencia de ello. Durante el Bronce final y el período del Hierro (primer milenio a.d.C.) se practicaron incineraciones sobre todo en la cuenca del Ebro y en general en las zonas más afectadas por la influencia céltica.

Conocidos desde el Neolítico los procesos de germinación de las plantas y su relación con el Sol, muchas culturas conectaron la muerte con algún tipo de regeneración. Los dólmenes y túmulos del neolítico y Bronce estaban orientados hacia el sol naciente, símbolo de renacimiento a otra vida. Por lo demás, estas construcciones megalíticas (primero túmulos, luego túmulo-cromlechs y por último cromlechs) parecen tener una funcionalidad casi exclusivamente funeraria. Estos pueblos pastores habían desarrollado una concepción más espiritualizada de la muerte, pues aplicaban a sus difuntos el procedimiento más radical de ocultación de la descomposición, la incineración y consiguiente desaparición de los cuerpos, lo que, además de la purificación que implicaba, posibilitaba la más rápida liberalización del espíritu.

Son varias las necrópolis que se han conservado de esta época, asociadas a poblaciones cristianizadas, y contiguas a eremitorios y/o pequeñas iglesias situadas en altitudes medias, rara vez en el fondo de valle; son las de San Juan de Momoitio, Argiñeta, Gazeta, San Pedro de Berrio, Santo Tomás de Mendraka, Miota y Memaia en el Duranguesado, las de Santa Eulalia y San Martín de Motilluri en las inmediaciones de Labastida, o las de San Juan de Marquinez, San Miguel de Faido, Goba de Laño, Pinedo (Valdegobia), etc... En ocasiones se colocaban los cuerpos en la tierra pero se forraban y cubrían las sepulturas con losas de piedra, otras veces se excavaban las fosas directamente en la roca. La orientación, tanto de las tumbas como de los lugares de culto, era invariablemente la E-W, de la misma forma en que se practicaba desde la época de los dólmenes.

Desde el siglo XIII hasta el XV se produjo en Euskal Herria un fenómeno urbanizador de gran importancia, ligado, en parte, a la puesta en valor de la costa cantábrica y de ciertas rutas terrestres, sobre todo del Camino de Santiago. Se fundaron decenas de Villas en los fondos de los valles y en ellas sus correspondientes iglesias. En estos núcleos urbanos (al igual que en el resto de Europa) se pasó a inhumar al interior de los templos; en zonas más rurales, sobre todo en el País Vasco Continental, se mantuvo el pequeño cementerio adosado a la iglesia.

Este proceso, que repugnó a los antiguos (el enterramiento intramuros estuvo severamente perseguido en todo el ámbito clásico), se dio primero entre las clases privilegiadas y las grandes dignidades; a partir del siglo XV la iniciativa dejaría de ser privativa de los nobles y eclesiásticos popularizándose y extendiéndose a amplios sectores sociales. Lope García de Salazar cuenta en sus "Bienandanzas" cómo, cuando fueron pobladas las tierras vascas, se fundaron los "monesterios" de patronato laico (noble), en derredor de los cuales se enterraba en un principio, pero que para su tiempo era ya muy normal hacerlo en el interior del templo. En algunos lugares se inhumó simultáneamente dentro de la iglesia y en el camposanto adyacente a lo largo de los siglos XV al XVIII; en estos casos, casi sin excepción, los pobres ocuparon las fosas del cementerio y los que tenían la menor posibilidad económica pedían ser enterrados "ad sanctos"; igualmente eran sepultados fuera de la iglesia los ajusticiados y los que habían sufrido una muerte súbita.

Se buscaba no sólo estar enterrado en el lugar más santo, la iglesia, sino también dentro de ésta lo más cercano al altar mayor y zonas privilegiadas de culto. La competencia por lograr sepulturas bien ubicadas dio lugar a no pocos problemas y pleitos. En medios rurales la sepultura estuvo vinculada a la casa y se transmitía con ella; fue objeto de venta, donación y herencia como cualquier otro bien, aunque de hecho lo que se transmitía no era la propiedad sino el usufructo. Se podían perder los derechos si se descuidaba el culto; éste recaía siempre en una mujer de la familia que hubiera tenido el fallecimiento: la mujer, la hermana, incluso una criada y si no había nadie disponible se encargaba la serora a la que se compensaba con una limosna.

El rito sobre la sepultura se daba, como mínimo, durante las exequias (días de "honra", novenario...), los festivos del año de luto y la celebración de "cabo de año" o aniversario, pero podía extenderse a dos años y a otras fechas; comportaba la entrega de ofrendas de pan y el mantenimiento de las luces durante los oficios: El culto sobre las sepulturas de las iglesias sobrevivió aún después de que ya no se celebrasen inhumaciones en ellas, sino en los nuevos cementerios (principios y mediados del siglo XIX), y en algunos pueblos se han seguido manteniendo luces y paños funerarios hasta nuestros días sobre los antiguos emplazamientos, a pesar de que remodelaciones de los suelos de las iglesias hubiesen hecho desaparecer las tumbas.

En el siglo XVIII se libró una gran ofensiva de tipo higienista y racionalista contra los entierros en el interior de los templos que, a causa del aumento de población, empezaban a causar graves problemas de salubridad. En 1781 se produjo en la villa de Pasajes una epidemia de la que resultaron 83 muertos y que se atribuyó al "hedor insoportable" que emanaba de las tumbas de la parroquia; ésto motivó la intervención del Consejo de lo que se siguió una normativa de Carlos III sobre traslados de enterramientos a los cementerios que no llegó a cumplirse debidamente. Durante la invasión napoleónica y tras ella, empezó a generalizarse la construcción de camposantos en los extrarradios de las poblaciones, los cuales, en la mayor parte de los casos, han quedado reiteradamente insuficientes a causa del extraordinario crecimiento demográfico de los últimos cien años.

En ciertas culturas la no sepulturización de los muertos ha sido norma: los siberianos cuelgan a sus difuntos de los árboles, en ciertas zonas de la India los dejan en "torres de silencio" donde los buitres los devoran rápidamente, los cocodrilos del Ganges se encargan de los que son abandonados a su corriente, otros pueblos africanos hacen lo propio en su ríos... Sin embargo, en culturas como la del País Vasco, de larga tradición inhumadora, la falta de entierro se ha venido considerando como un grave perjuicio, como una afrenta. A los reos condenados a muerte en Pamplona se les sometía, además, a otras penas infamantes (como la exposición pública) y entre ellas estaba la de que su cuerpo en lugar de ser enterrado se introducía en un tonel y se arrojaba al río. Por este motivo se fundó la Cofradía de la Vera Cruz, que logró el privilegio de poder rescatar los cadáveres y sepultarlos sin problemas.

De igual forma, existían en otros puntos del País Vasco cofradías especializadas en enterrar a los ajusticiados o a los que aparecían ahogados en las costas, por ejemplo la de la Misericordia de San Sebastián. El Fuero General de Navarra preveía un drástico procedimiento para remedio de fiadores: la retención del cadáver; así, dice el Libro III, título XVII, capitulado VII: "Fianza que ha de peytar por omne muerto, deve empararlo del muerto por la dobla si peytó, et si non lo ha, puede prender el cuerpo fuera de casa ó de iglesia, é tener el cuerpo peyndrado, que no entre de ius tierra". Es decir, si moría un deudor su fiador debía cubrir la deuda ante el prestamista, pero si los herederos no le pagaban a su vez, tenía derecho a retener al muerto sin enterrar. Esto, se supone, sería presión suficiente para que herederos o terceras personas le resarcieran rápidamente. En general, la insepultación se asimilaba a un tremendo contratiempo, que podía causar irreparables consecuencias al finado de cara a la resurrección del Último Día.